
El internet (y las películas porno) están inundadas de referencias al squirt: que si todas las mujeres y personas con vulva lo experimentan igual, que si lograrlo es sinónimo de tener un orgasmo, que si squirt y eyaculación vaginal (conocida como eyaculación femenina) es lo mismito, que si es bien fácil lograrlo.
Pues te tenemos noticias: el squirt no es lo mismo que el orgasmo ni que la eyaculación femenina / vaginal y para lograrlo se requiere un poquito de práctica y divertirse con el cuerpo.
Pero tranqui, que aquí hablaremos con calmita, claridad y de forma muy directa sobre esta capacidad de las mujeres y personas con vulva que, en muuuchas ocasiones, puede resultar súper rica.
Puedes leer: Coger sin llegar al orgasmo: ¡Hombres, hay que aplicarnos para reducir la brecha orgásmica!
Así es, primero lo primero: hay que saber diferenciar entre estos tres momentos del placer femenino y entender que, aunque pueden presentarse durante La Caricia, pueden llegar en combo o por separado (o a veces no llegar) y es bonito y está bien. No hay nada que temer.
Karimme Reyes, sexóloga y tallerista explica que el squirt es un rollo que la pornografía hizo súper famoso y, además suele mostrarse como chorros y chorros de líquido que salen casi casi como manguera de bombero, “cuando en realidad no es necesariamente así, o la mayoría de las veces no. Puede haber mucha expulsión de líquido, y otras veces no. Depende de cada persona”.
Vamos a contarte un secreto: el squirt en las mujeres y personas con vulva es un fenómeno de La Cuerpecita que apeeenas se comienza a analizar con más seriedad y curiosidad por la comunidad médica y científica.
De lo poquito que se sabe es que, al estimular dos zonas clave se expulsa por la uretra un chorro de líquido transparente que sale de la vejiga y, entre sus componentes está un poquito de orina.
Antes de que te espantes y quieras “frenar por completo esta sensación” tienes que saber que la proporción de orina es bajísima. “Va a ser una mezcolanza porque sale a través de la uretra, pero sí es diferente a la orina“, dice Karimme.
Así que respira tranqui.
Aquí viene otra partecita de la magia: mientras que el squirt sale por la uretra, la eyaculación vaginal se da por las glándulas de Skene (que son el equivalente a la “próstata” de los cuerpos con pene), nos explica la psicóloga y sexóloga Fernanda Zárate.
La realidad es que la eyaculación vaginal es más común y es un líquido blanquecino, que incluso puede confundirse con la lubricación provocada por la excitación sexual.
Intentemos simplificarlo lo más posible: el squirt puede ser como un chorrito que se expulsa como en manguerita (más intenso, pues); mientras que la eyaculación puede llegar a sentirse como brota, como cuando recién encienden una fuente y comienza a salir el agua poquito a poquito, más apacible el asunto.
Hí-jo-le. Nunca es fácil explicarlo, pero vamos a hablar del orgasmo como una función fisiológica: básicamente es la forma súbita en la que se libera la tensión sexual acumulada en un proceso de excitación.
Previo a la liberación de toda esa energía contenida, “se acelera la respiración o el corazón, el cuerpo se pone tenso, se empieza a manchar el cuerpo con un tono rojito y entonces viene la sensación de carga y descarga de energía acompañada de placer, pero ¡es una experiencia subjetiva! Cada persona la vive de una forma muy personal”, dice Fer Zárate.
Toooda esa excitación se va acumulando durante la masturbación, el bonito faje, el sexo oral, el coito o cualquier otra práctica sexual y se libera en un regalito que explota y se llama orgasmo.
Acá César Galicia nos lo explica súper bien: La pregunta del millón: ¿cómo saber si tuve un orgasmo?

Si lo que quieres es experimentar un squirt lo primerísimo es: re-la-jar-te. Sí, en serio, esto hay que tomárselo con calma porque se trata de tocar, jugar y aprender de nuestro cuerpecito.
Y ahora paso a paso (verás que es más fácil de lo que crees), según las recomendaciones de Fer Zambrano y Karimme Reyes.
Lo mejor es usar tus manitas muy lindas para esta nueva tarea y los dedos indicados son el medio y anular, ¿por qué no el índice? Porque es un dedo que tiene más fuerza y puede que no sea tan placentera la sensación si aplicamos más energía de la necesaria.
Para comenzar a explorarnos: ¡Morras!: acá forma de empezar a explorarnos con nuestras manitas
Es importante utilizar lubricante y ahora sí, ¡manos a la obra!
Ya que tus deditos están listos, introdúcelos por la vagina y haz una curvita con dirección al ombligo, “la próstata está súper cerquita, de cada dedo está en la primera falange“, dice Fer Zárate y explica que es una zona de unos 5 cm. “Sólo tenemos que hacer muy suavecito y vamos a sentir como esponjitas suavecitas, pero a la vez firmes“.
Sabrás que es la zona correcta porque si contraes un poquito tu vagina, esa zona no se va a contraer porque no es un músculo.
¿Ya la hallaste? ¡Ahora sí, a estimular! Experimenta primero suavemente y aumenta o disminuye la velocidad según tu propia sensación de placer. Desde los primeros segundos podrás darte cuenta de lo sensible que es esa zona e incluso se puede inflamar por la excitación.
Si de pronto sientes ganas de orinar, ¡tranquila! Es una señal de que vas por buen camino.
Recuerda que todo depende de qué tan relajada y cómoda con tu cuerpo estés.
“No te claves. Si no lo logras tampoco pasa nada, tiene mucho que ver con autoconocimiento y mientras más conozcas tu cuerpo y qué sucede si tocas aquí o allá, con qué intensidad, vas a poder disfrutar mucho más tu sexualidad e, incluso, será más fácil comunicarla si decides compartirla con alguien más”, destaca Karimme Reyes quien además destaca que para el squirt puedes “entrenarte” y experimentar mucho.
Vaaaaya que sí los hay . Ambas expertas coinciden que, para lograr un squirt, los más recomendables son los que tienen una curvita hacia arriba, pues están encaminados a llegar al famoso punto G.
“Es difícil que alguien diga que no eyaculó o no tuvo un orgasmo con un juguete porque la ventaja es que los juguetes van a su ritmo, aunque tú le pongas el nivel más bajito siguen si ritmo y no te dejan pensar y siguen estimulando”, dice Fer Zárate.
Si es la primera vez que vas a comenzar a experimentar con un juguete sexual, este está buenazo para estimular el punto G y, con ello, lograr el squirt.
Es un juguete que tiene una curvatura pronunciada y está diseñado para hacer el movimiento de “ven aqui”, lo que es perfecto para que tus deditos no se cansen tanto.
Para usarlo a solas o en pareja: este es un juguete en C cuya parte más gruesa va por fuera y estimula el glande del clítoris, es decir, la parte externa; mientras que la zona delgadita va por dentro y estimula directamente la próstata.
Si tu pareja tiene pene, puede introducirlo al mismo tiempo y la sensación será más intensa; si tu pareja tiene vagina, la parte externa también recibirá estimulación de la vulva.
Es uno de los más queridos: el succionador de clítoris trabaja con onditas progresivas y, aunque no hay un conctacto directo con el clítoris, las onditas van a trabajar en toda la estructura del mismo. De esta forma también se estimula la parte interna.
Un dos en uno: la parte interna hace movimientos que estimulan el punto G, mientras que la experta estimula el clítoris.

La vida de una colonia establecida por inmigrantes de Rusia en el litoral uruguayo cambió por completo cuando los militares la invadieron. Algunos se preguntan hasta hoy por qué.
A Víctor Macarov lo fueron a buscar a la salida de su instituto de enseñanza. Tenía 18 años.
A Miguel Schevzov, de la misma edad, se lo llevaron cuando estudiaba en casa de un amigo.
Vladimir Roslik Dubikin, también de 18, estaba en el cine y corrió igual suerte.
Una tras otra, una veintena de personas fueron detenidas entre abril y mayo de 1980 en San Javier, un pequeño pueblo de inmigrantes rusos en el oeste de Uruguay.
Los tomaron por sorpresa, mientras hacían las cosas más cotidianas.
Esteban Gilsov volvía de pescar. Jorge Gurin estaba en su casa con su esposa, Susana Zanoniani. Y Néstor Dubikin, de apenas 16 años, había ido en bicicleta hasta el río: ellos también fueron arrestados por la dictadura militar que había en Uruguay.
Los llevaron a un cuartel. Les pusieron capuchas. Los torturaron de forma salvaje. Y 11 de ellos fueron enviados a una cárcel por meses o años.
Ninguno sabía por qué los sometían a semejante martirio, una pesadilla que volvería cuatro años más tarde con más detenciones arbitrarias y un asesinato que marcó el fin del régimen militar.
Algunos se lo preguntan hasta hoy.
“No entiendo cuál es el motivo que llevó a esa gente a hacer todo eso, porque es una maldad”, dijo Dubikin, ahora con 62 años, como testigo de un juicio en desarrollo contra nueve acusados de cometer esos abusos. “Le destrozaron la vida a un montón de gente”.
El fiscal uruguayo para crímenes de lesa humanidad, Ricardo Perciballe, aseguró que el absurdo se debió a la ascendencia de esas personas.
“A ellos se los privó de la libertad sólo por su condición de rusos, pero no por su actividad política, no porque hayan cometido ningún delito”, dijo Perciballe al inicio del juicio el mes pasado.
El propósito, sostuvo, fue “montar una mentira”.
San Javier descansa sobre el río Uruguay, unos 360 kilómetros al noroeste de Montevideo. Desde sus costas se avistan unos islotes cercanos, ya del lado argentino de la frontera fluvial.
El pueblo tenía cerca de 1.700 habitantes, en su mayoría de ascendencia rusa, cuando los militares irrumpieron en 1980 y comenzaron a arrestar gente, incluidas algunas mujeres.
Casi todos los detenidos fueron trasladados unos 90 kilómetros al sur hasta el batallón de infantería Nº 9 del Ejército, en la ciudad de Fray Bentos, donde todo adquirió tintes kafkianos.
Pasaron largos plantones encapuchados. Los interrogaron con golpizas, choques eléctricos y ahogamientos simulados -siempre bajo supervisión de un médico militar, que indicaba si la tortura podía seguir.
Les preguntaban por una supuesta pertenencia al Partido Comunista de Uruguay, ilegalizado y reprimido por la dictadura que comenzó en 1973 y terminó en 1985, aunque ninguno de los detenidos tenía actividad política según la Fiscalía y sus testigos.
Los interrogadores buscaban establecer vínculos entre los presos y la Unión Soviética.
Ricardo Bozinsky, que a sus 19 años fue una de las víctimas, testificó que los militares les decían cosas como que “ustedes los rusos son culpables de lo que pasó en Vietnam”.
“No sé lo que querían. Yo no entendía nada”, dijo Bozinsky ante el juez del caso, Claudio De León.
Les preguntaban por supuestas prácticas de tiro, por explosivos y contrabandos de armas. Por presuntos aviones que aterrizaban en medio del campo y por hipotéticos contactos con submarinos soviéticos, pese a que el río Uruguay allí tiene pocos metros de profundidad.
La mezcla de torturas y sinsentidos hizo mella en los detenidos.
“Lo más débil no es el músculo sino el agotamiento cerebral. Después, uno pierde el control mental sobre el tiempo y el espacio. Es como un delirio. Y la mente ve lo que quiere ver: ve frutas, agua”, testificó Aníbal Lapunov sobre los abusos que sufrió con 22 años.
“Después le pegan unos picanazos”, agregó, “uno se despabila y empiezan: ‘Sí, porque vos sos agente de la KGB (la agencia soviética de inteligencia) y tenés un submarino y tripulás un Boeing’… Y uno queda mirando”.
Lapunov recordó que llegaron a amenazarlo con empotrar sus pies en una lata con hormigón y lanzarlo al Río de la Plata.
“Esos famosos chinos, no eran nada chinos, eran otros como yo”, dijo que le advirtieron en referencia a unos cadáveres que habían aparecido tiempo antes en las costas uruguayas y que los militares atribuían a navegantes asiáticos.
Un par de adolescentes fueron conducidos por soldados armados a un campo cercano al pueblo, donde poco antes habían intentado avistar ovnis por simple hobby. Y, bajo amenazas de muerte, les preguntaban por armas escondidas.
“Es ridículo, es como la historia de los submarinos y del avión”, testificó Omar Karamán, que entonces tenía 17 años, sobre la idea de que hubiera una célula comunista armada en el pueblo. “Si no hubiese sido tan trágico, sería hasta chistoso”.
Los detenidos estaban incomunicados y sus familiares ignoraban qué les ocurría.
Lena Roslik aún evoca cómo olían las ropas de sus dos hermanos y su padre Miguel, presos en el cuartel, cuando las recibió a cambio prendas limpias que les llevaron.
“Tenían algunas manchas de sangre y un olor muy característico”, recordó como testigo del juicio. “No era olor a suciedad, era otro olor raro: yo le decía a mi madre que es el olor del miedo”.
Algunos fueron liberados luego de varios días.
Pero a 11 detenidos les hicieron firmar a fuerza de golpes y torturas una declaración que establecía que sí, que eran comunistas, que integraban un grupo armado.
La justicia militar los envió entonces al penal de Libertad, que pese a su nombre es una cárcel en el sur del país. Desconcertados, comunistas presos en su mismo piso les preguntaban quiénes eran, por qué ninguno encajaba en sus nociones sobre los miembros del partido.
Algunos pasarían un año y medio encerrados. Otros, cuatro años.
El 21 de junio de 1980, un comunicado oficial sobre ellos sostuvo que “una importante célula del aparato armado del proscripto Partido Comunista que estaba capacitando a sus elementos para la lucha armada fue desbaratada por las Fuerzas Conjuntas”.
Víctor Macarov, uno de los que estuvo preso hasta 1984, declaró en la causa que sólo se trataba de “jóvenes sin experiencia política, que eran los únicos que les podían haber firmado (…) que había un submarino, que aterrizaban Boeings en el Puerto Viejo entre las chircas”.
“A ver, si había un piloto que aterrizaba un Boeing en el Puerto Viejo tendría que estar enseñando a manejar aviones de combate”, ironizó. “Y si hay un submarino tendríamos que buscarlo, reflotarlo y cobrar una entrada para que la gente lo visite”.
Puerto Viejo es el punto del río Uruguay donde desembarcó en 1913 cerca de medio millar de inmigrantes rusos para fundar su colonia.
Su objetivo era crear el reino de Dios en la tierra, explica Virginia Martínez, profesora de Historia, en su libro “Los rusos de San Javier” .
Pertenecían a una secta denominada Nuevo Israel que escapaba de la persecución de la Rusia zarista y fueron atraídos por un Uruguay que recibía de brazos abiertos a inmigrantes de diversos lugares.
El líder de la comunidad era Vasili Lubkov, a la vez profeta y administrador general. Lo llamaban “Papá”.
En sus inicios, la colonia reunió a unas 150 familias de campesinos que tenían un sistema de propiedad colectiva de la tierra y sembaban trigo, maíz y lino. También produjeron el primer aceite de girasol uruguayo.
Con el tiempo, el liderazgo de “Papá” generó disidencias internas. Y la colonia de San Javier, con sus peculiares reglas y costumbres, motivó debates en la prensa y hasta en el Parlamento de un país que ya consagraba la laicidad.
Al final Lubkov fue privado de su poder de administrador y, junto a un grupo de familias, emprendió el viaje de vuelta a sus tierras de origen en 1926. Pero entonces Rusia ya había conformado la Unión Soviética, y el profeta fue enviado a un campo de concentración.
A San Javier llegaron nuevos inmigrantes rusos, ucranianos y de otras nacionalidades, muchos huyendo entonces de la Revolución rusa y el socialismo.
En el pueblo surgieron tensiones con los reclamos de tierras liderados por comunistas. En 1933 una persona murió y otras resultaron heridas cuando la policía reprimió una reunión sindical.
Pero San Javier nunca fue un bastión comunista ni de izquierda. Muchos allí simplemente desatendían la política o simpatizaban con el tradicional Partido Colorado, que gobernaba el país cuando llegaron los primeros colonos.
Poco pareció importarle eso al régimen militar que se instaló en Uruguay a partir de 1973 y que, al igual que otros gobiernos de facto durante esos años en Sudamérica, consideró al comunismo y a la izquierda en general como un enemigo a destruir en el marco de la Guerra Fría.
El mero hecho de que en San Javier hablaran ruso, hubiera bailes o comidas eslavas y algunos fueran a estudiar becados en Moscú “los transformó para la ideología profundamente anticomunista de la dictadura en sospechosos”, dijo Martínez en el juicio.
El mismo año en que dieron el golpe de Estado, los militares realizaron allanamientos y arrestos en San Javier. Volvieron en 1976 con más represión.
Pero nada se compara a lo que ocurriría después.
“¡Lo mataron! ¡Lo mataron! ¡Asesinos!”.
María Zavalkin repite en el juzgado de Fray Bentos los gritos que soltó cuando le entregaron el cuerpo sin vida de su esposo, el médico Vladimir Roslik Bichcov, el lunes 16 de abril de 1984.
Roslik murió a los 42 años. Su cadáver estaba dentro de un cajón sin tapa en una morgue de la misma ciudad, describe Zavalkin. Tenía la cabeza vendada, parte de la nariz negra y una camisa con sangre en el pecho.
Ella le gritaba entonces al médico Eduardo Saiz, jefe del servicio sanitario del batallón Nº 9 del Ejército, que huía del lugar.
Zavalkin conocía a Saiz desde 1980, cuando su marido fue preso y torturado en ese cuartel y ella intentaba llevarle medicamentos.
Roslik era uno de los 11 detenidos de San Javier enviados a la cárcel de Libertad. Pasó 18 meses allí por supuestos vínculos con el Partido Comunista, que Zavalkin descarta.
Cuando fue liberado y volvió a su casa en San Javier, le pidió por favor a su esposa que jamás le preguntara lo que había pasado.
“Nunca quiso hablar, pero cambió”, dice Zavalkin ante el juez. “Estuvo en el baño no sé cuánto rato, mirándose en el espejo”.
Nacido en San Javier de padres rusos, Roslik había estudiado Medicina en Moscú becado por la universidad Patrice Lumumba.
De vuelta en su pueblo natal en 1969, pasó a ser un médico solicitado por muchos vecinos que valoraban sus conocimientos, disponibilidad y manejo del idioma ruso.
Pero al salir de la cárcel las autoridades le prohibieron ejercer su profesión y, según Zavalkin, “eso fue lo que más sufrió”.
Ambos tuvieron un hijo, Valery, cuatro meses antes de que los militares volvieran por Roslik en la madrugada del domingo 15 de abril de 1984.
En la redada, una reedición súbita de lo vivido cuatro años antes, detuvieron a otros habitantes de San Javier para llevarlos al batallón de Fray Bentos e interrogados bajo tortura sobre presuntos vínculos con el comunismo y traslados de submarinos con armas por el río.
“¡Otra vez no!”, gritaba Roslik cuando los soldados irrumpieron en su casa, le colocaron esposas y capucha, y se lo llevaron en llantos, recuerda Zavalkin emocionada.
A las seis de la mañana del día siguiente, su padre le avisó que su marido había fallecido. Entonces ella asumió que lo habían matado.
La primera autopsia de Roslik, realizada por Saiz, apuntó sin embargo a signos compatibles con una muerte por paro cardiorrespiratorio, sin violencia.
Luego de enfrentar a Saiz a los gritos y de recibir un certificado de defunción con omisiones notorias, Zavalkin llamó a un médico conocido que le recomendó solicitar otra autopsia.
El nuevo examen fue autorizado en la ciudad de Paysandú con otros médicos militares y estableció como causa de la muerte “anemia aguda; síndrome asfictivo”.
El médico de confianza de Zavalkin participó de esa autopsia y registró varios signos de violencia en el cadáver.
Un informe posterior de peritos forenses en base a ambas autopsias concluyó que Roslik tuvo “una muerte violenta multicausal”, con desgarro del hígado, varios traumatismos y obstrucción de la vía aérea con un material fluido similar al del estómago.
El régimen se negaba a admitir que Roslik había sido asesinado. En cambio, insistía en que integraba “una agrupación subversiva vinculada al clandestino Partido Comunista” que traficaba armas.
Pero los resultados de la segunda autopsia y del último informe forense fueron revelados por la prensa, y se supo que Roslik murió detenido bajo tortura.
Ese sería el último crimen de una dictadura que se desmoronaba poco a poco, como sus mentiras.
“Lo que pasó con el asesinato de Roslik”, dice la profesora Martínez en el juzgado, “es un gran quiebre en el país” y “en la conciencia de buena parte de la sociedad”.
Cómo surgió exactamente la idea de los militares uruguayos de invadir San Javier en 1980 y 1984 sigue siendo un misterio.
Daniel Rey Piuma, un desertor de la Armada hoy fallecido, sostuvo en un libro ya en democracia que el operativo de 1980 comenzó con una denuncia anónima enviada a una unidad naval distante, sobre la correspondencia de dos personas del pueblo.
En esos años la colonia recibía correo de la Unión Soviética, sobre todo porque muchos tenían familiares allí, explicaron testigos del juicio. Pero descartaron que se tratara de material político prohibido.
Sin embargo, tras aquella denuncia anónima los servicios de inteligencia del régimen infiltraron el pueblo. Enviaron agentes que se hacían pasar por turistas, cazadores o vendedores de autos, en busca de información sobre presuntas actividades subversivas.
“Hicieron una inteligencia sostenida y se dieron cuenta de que ahí no había tal célula armada”, indicó Martínez ante el juez.
Pero el Ejército invadió San Javier de todos modos. Y, además de detener a adultos y menores de edad, clausuró el Centro Cultural Máximo Gorki donde los locales practicaban idioma, danzas y música de Rusia.
Los soldados destrozaron murales que decoraban el escenario del club y se llevaron piezas de utilería como espadas, palos y una vieja estrella con la hoz y el martillo como pruebas de que había comunistas con armas, testificó José Erramuspe, que integraba la comisión del centro cultural.
Las autoridades informaron que en San Javier incautaron distintas armas largas y cortas. Pero la mayoría eran escopetas y revólveres de bajo calibre, material más típico de un pueblo rural que de un arsenal soviético.
El fiscal Perciballe sostuvo que servicios militares de inteligencia “montaron ficticiamente esta idea de que en San Javier había gente vinculada a la Unión Soviética y al Partido Comunista, que es absolutamente falsa”, para reforzar la posición del régimen antes de un plebiscito constitucional convocado en 1980 buscando seguir en el poder.
Sin embargo, en noviembre de ese año los uruguayos votaron contra la propuesta constitucional de las Fuerzas Armadas.
Y en 1984 los sectores más duros de la dictadura intentaron reflotar la noción de una amenaza comunista en San Javier para obstaculizar el retorno de la democracia al país, porque “querían mantener sus beneficios” y “la impunidad que tenían hasta ese momento”, indicó Perciballe.
Entre los nueve imputados en el juicio figuran oficiales que estaban a cargo del batallón de Fray Bentos durante las detenciones y torturas, como Óscar Mario Roca y Sergio Caubarrere, y otros acusados de conducir los apremios físicos, como Dardo Ivo Morales y Abel Pérez.
En el banquillo de acusados también está el exmédico militar Saiz.
El fiscal reclama condenas de entre 11 y 15 años y medio de prisión.
Los imputados se declaran inocentes y sus abogados niegan que haya pruebas para condenarlos.
“La Fiscalía ha construido un relato que, más allá de lo jurídico, es un relato político e histórico, pretendiendo juzgar una época y no las acciones concretas y personales de los acusados”, sostuvo una de las abogadas defensoras, Graciela Figueredo, al inicio del juicio oral.
Agregó que “los acusados cumplieron funciones militares formales en un contexto institucional determinado, sin haber ordenado, participado ni colaborado en actos ilícitos”.
Otro abogado defensor, Fernando Doti, sostuvo que en el batallón “se seguía una cadena de mando”.
“No se estaba en poder, dicho de otra manera, de cuestionar o detener las acciones ordenadas porque venían desde una jerarquía o una cadena de mando”, indicó.
El argumento de la “obediencia debida” ha sido esgrimido por exmilitares uruguayos en otros casos por violaciones de derechos humanos, aunque es considerado contrario al derecho internacional.
En el gobierno de facto en Uruguay hubo miles de prisioneros políticos y torturados. Según cifras oficiales, 197 personas desaparecieron (la gran mayoría aún sin ser encontradas) y 202 fueron asesinadas por responsabilidad del Estado entre 1968 y 1985.
Ya en su etapa final, el juicio sobre San Javier es una de las causas por crímenes de lesa humanidad durante el régimen militar que se abrieron en el país después que en 2011 se invalidara una ley que blindaba de persecución a los responsables de esos delitos, la cual había sido ratificada en dos votaciones populares.
El asesinato de Roslik quedó excluido de la causa debido a una sentencia previa que lo consideró cosa juzgada.
Pero Zavalkin siente que está más cerca de alcanzar la justicia que busca desde 1984.
“Recién ahora, menos mal que estoy lúcida todavía, es que se ha podido hacer todo esto”, dice a sus 72 años.
El infierno que vivió San Javier aún se evoca de distintas formas allí.
El camino principal que conduce al pueblo hoy se llama Vladimir Roslik.
Una fundación sin fines de lucro con el mismo nombre impulsada por la familia de Roslik ha abierto una policlínica, un hogar de ancianos y un centro de atención a la infancia en el pueblo.
En la comunidad se mantienen tradiciones rusas en comidas como el borsch o el vareniki, y el grupo local Kalinka de danza tradicional reunió recientemente a unas 200 personas en un espectáculo en el Centro Cultural Máximo Gorki, que reabrió en democracia.
Pero hoy es difícil escuchar la lengua que trajeron los inmigrantes. “Casi nadie entiende nada” de ruso, dice Norma Karamán, quien en el pasado enseñó ese idioma en el pueblo.
Durante el juicio, Zavalkin vinculó el cambio a los operativos militares de los años ’80. “La gente se asustó. Y lo del ruso se borró: nadie quería hablar ruso”, relató.
Otros testigos también hablaron de secuelas de miedo y desconfianza entre vecinos.
“Vivimos aterrorizados mucho tiempo”, dijo Ana Semikin, quien presenció la detención de su padre. “Sufrir todo eso de buenas a primeras fue muy difícil. No sólo para las familias; fue muy difícil para el pueblo. Convivir con la gente también, porque muchos creían lo que decía el diario, lo que pasaban por la televisión una y otra vez”.
Sergio Onetto, quien fue detenido durante días en 1980 cuando tenía 17 años, sostuvo que “tal vez la peor secuela fue la secuela social”.
“San Javier era un pueblo muy amiguero. Yo entraba y salía de un montón de casas sin golpear la puerta. Y un montón de personas me pidieron que no fuera más”, testificó.
Al año siguiente, Onetto se mudó a Montevideo, donde más tarde se recibiría de psiquiatra. Pero cuando volvía a San Javier de visita, recordó, veía cómo “se les trancó el proyecto de vida” a sus amigos jóvenes que pasaron más tiempo presos.
Uno de ellos es Vladimir Roslik Dubikin, sobrino homónimo del médico asesinado, en quien notó un “deterioro psíquico muy importante” tras salir del penal de Libertad. Hoy vive internado en una casa de salud.
“En mayor o menor medida, todos salimos con secuelas psicológicas”, testificó Macarov. “Las torturas hechas por un ser humano a otro ser humano no creo que se puedan olvidar”.
Susana Zanoniani, una exmaestra del pueblo que fue detenida y torturada en 1980 junto a jóvenes que fueron alumnos suyos, habló como testigo por videoconferencia a sus 80 años y reclamó justicia por las víctimas, “por el que está loco, por los que se mataron, por los que se murieron injustamente”.
“Nada hoy crea una novela de terror como la que hicieron los militares en San Javier”, reflexionó. “Porque fue una novela de terror”.
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