Para la naturaleza nada es desechable. Para bien o para mal, lo que consumamos volverá al medio ambiente.
En un esfuerzo por disminuir la contaminación por plásticos, en Ciudad de México y Querétaro iniciamos el 2020 con la prohibición de bolsas de un solo uso.
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Apenas empezábamos a modificar nuestros hábitos de consumo, cuando la pandemia cayó encima y dimos varios pasos hacia atrás: tan sólo de abril a junio, la producción de bolsas plásticas se incrementó 200% a nivel nacional, según informó el Centro Empresarial de Plástico a Forbes.
Sí, los mexicanos duplicamos el uso de bolsas plásticas en solo tres meses. Eso sin contar que en nuestro país se fabrican más de un millón de cubrebocas desechables por día, según la UNAM.
Podríamos pensar que con la prohibición de bolsas plásticas tradicionales hechas de polietileno y la llegada de las bolsas biodegradables o compostables, el impacto ambiental podría ser menor.
La realidad es que estas opciones son una suerte de espejismo.
Sí, pueden ser más “amigables con el ambiente”, pero únicamente si su destino final cumple con condiciones específicas, como temperatura o humedad, para su degradación.
Desde la prohibición de bolsas de plástico de un solo uso, los comercios han intentado adaptarse y en los supermercados vemos “bolsas biodegradables” en letras grandes y verdes; o en el mercado, la señora de la fruta nos entrega las uvas en una bolsa delgadita con una leyenda que dice “compostable”.
Pero el hábito de consumir y desechar continúa, sólo se le cambia el branding.
“Cualquier artículo que consumamos, por mucho que desaparezca de nuestras manos, va a terminar en algún lugar, muy probablemente va a terminar en un relleno sanitario”, dice Miguel Rivas, doctor en Ciencias Biológicas por el Instituto de Ecología de la UNAM y divulgador de ciencia.
Para empezar debemos distinguir los diferentes tipos de bolsas. Así lo explica el doctor Rivas:
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“Lo principal es que este tipo de bolsas siguen siendo parte de un mismo modelo cultural que se basa en usar y tirar, una cultura de desecho”, dice Miguel Rivas, quien ahora trabaja con Oceana y ha colaborado con Green Peace.
El año pasado, la Universidad de Plymouth, en Reino Unido, publicó una investigación sobre la degradación de bolsas de plástico diferentes.
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El profesor Richard Thompson y la investigadora Imogen Napper probaron bolsas compostables, biodegradables, oxo-biodegradables y las convencionales.
El experimento consistió en enterrarlas en la tierra, exponerlas al aire y al sol y sumergirlas en el mar. Es decir, cualquier ambiente en que una bolsa común pudiera encontrarse.
Todas fueron monitoreadas por períodos regulares para anotar si había pérdidas visibles, si se desintegraban, perdían fuerza, elasticidad o si acaso su estructura química se modificaba.
Sorpresa, sorpresa: después de tres años, las bolsas seguían funcionando perfectamente. Estaban sucias, eso sí, pero todavía sostenían lo de una ida al súper.
Ninguna de las bolsas se desintegraron por completo y, ¿adivina? La bolsa que decía “biodegradable” salió casi ilesa.
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Este experimento es uno de los más famosos, pero no es el único.
En 2018, Joseph Greene, profesor del departamento de Ingeniería Mecánica y Mecatrónica y Fabricación Sustentable de la Universidad Estatal de California, publicó un análisis que hizo sobre la biodegradación de plásticos biodegradables y compostables bajo composta industrial y un ambiente marino anaeróbico y aeróbico.
Greene hizo sus experimentos con plásticos fabricados a base de ácidos que, generalmente, tienen el nombre de “biodegradables”, los llamados PLA (ácido poliláctico), PHA (polihidroxialcanoato) y PHB (ácido polihidroxibutírico); también usó el plástico de polietileno (la bolsita tradicional que ya conocemos) y celulosa.
Sus resultados tampoco fueron muy alentadores.
Los plásticos biodegradables sí lograron desintegrarse en un ambiente controlado en el laboratorio y en la composta industrial, sin embargo los oxo-biodegradables y los UV-degradables, así como las bolsas tradicionales, no se descompusieron por completo ni presentaron una degradación importante.
El experimento del profesor Joseph Greene nos da algunas direcciones: muchos de estos plásticos que nos venden como más amables para el medio ambiente sí podrían degradarse, peeeero bajo condiciones controladas.
¿Cuánto tiempo les llevará? La respuesta no es sencilla, pues depende del tipo de plástico, cómo se fabricó y que cumpla ciertas normativas, como la UNE-EN 13432 de la Unión Europea, la cual explica que para que un plástico sea compostable debe degradarse al 90% en seis meses en un ambiente rico en dióxido de carbono.
Lo que sí es seguro es que si tú pones una bolsa compostable en la composta de tu casa o se lo das a tus lombrices no se va a descomponer.
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Pueden pasar meses o años y va a seguir existiendo, tal vez no intacta, pero sí en fracciones, porque para lograr su desintegración se requiere una composta de tipo industrial que tenga condiciones de humedad y temperatura específicas (entre 50ºC y 60ºC) que no se pueden dar de forma casera.
“El hecho de tener una bolsa biodegradable, que en este caso se composte, no es una garantía de que esto va a suceder, insisto, esto puede suceder en condiciones controladas y que el fabricante se ocupe para que esto ocurra”, dice el doctor Miguel Rivas.
Apenas este año, la CDMX prohibió el uso de bolsas de plástico en un primer intento por disminuir la contaminación que generan.
Pero hay un detalle: es una ley sin dientes.
Es decir, en la Gaceta Oficial de la CDMX se publicó el decreto de la Ley de residuos sólidos y sí, es muy clara en la prohibición de comercialización, distribución y entrega de bolsas de plástico al consumidor.
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Por supuesto, tiene sus excepciones: las bolsas compostables están permitidas “siempre y cuando cumplan con las especificaciones de compostabilidad establecidas a través de normas ambientales”.
La cuestión es que esas especificaciones aún no llegan.
A la fecha, y con una pandemia atravesando al mundo, no existen reglas claras en la CDMX para saber qué es una bolsa compostable, ¿cuánto tiempo tarda en degradarse?, ¿de qué está hecha?, ¿quién certifica si es o no compostable?
Aún no hay una normativa y, hasta ahora, la única forma de “reconocer” una de estas bolsas es que sea verde y tenga la leyenda “compostable”.
Y esto sólo en lo que corresponde a la capital. A nivel federal la cosa pinta más difícil.
Organizaciones no gubernamentales llevan años empujando, sin éxito, una reforma a la Ley General para la Prevención y Gestión Integral de Residuos que obligue a los fabricantes e importadores de plásticos a asumir su responsabilidad en la cadena de uso.
“Hay 40 iniciativas, tanto en Diputados como en Senadores, desde que inició esta legislatura y todas están en la congeladora”, explica Esteban García Peña, biólogo con posgrados en Política Pública y Ecología y Manejo de Medio Ambiente.
“Hay un cabildeo muy potente por parte de la industria, hay intereses creados con senadores y diputados dentro de la Cámara que están congelando estas 40 iniciativas”, continúa Esteban, quien también es director de Campañas de la organización Oceana México.
A grandes rasgos, explica, estas iniciativas buscan que con la reforma de ley el plástico se reduzca desde su origen, que los usuarios tengamos más alternativas para consumir productos libres de plástico y que exista una mayor responsabilidad para los productores e importadores, porque sí, la responsabilidad del uso del plástico es compartida entre gobierno y sociedad, pero también los industriales deben reconocer su parte del daño ambiental.
Mientras esas iniciativas congeladas comienzan a “agarrar calorcito”, los usuarios también tenemos que poner manos a la obra.
Cambiar nuestros hábitos de consumo es clave: esas bolsas de plástico que te dan en el mercado o en la tienda pueden cambiarse por las de tela; tal vez los cacahuates que vienen en un empaque de celofán que dice “reciclable” puedan sustituirse por los que venden a granel; o qué tal que esa bolsa chiquita de plástico delgadito la cambias por una bolsa de red más grande que puedas usar incontables veces y hasta lavarla.
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Como dice el doctor Miguel Rivas: “no se trata de satanizar el plástico, como dice la industria“. Si una bolsa está bien hecha, con materiales altamente durables que sirvan por muchos años, está bien usarlas, “no se trata de que el plástico es malo porque es plástico. El plástico es malo porque se está quedando en el medioambiente más allá de su vida útil“.
Y sí, una buena parte de la chamba está en manos de que el gobierno ponga reglas claras y que los industriales asuman su responsabilidad, pero los usuarios también podemos presionar.
“Sí hay un impacto significativo si la gente dejamos y reducimos nuestro consumo de productos desechables. La industria se daría cuenta que ya no consumen tanto y entonces tiene que cambiar la narrativa, la producción y su forma de vender, y cambiar incluso su forma de mercadeo”, dice Esteban García Peña.
Ya está en Netflix la última adaptación al cine de la famosa novela mexicana. Una obra que supo identificar elementos centrales de la vida y la idiosincrasia de los mexicanos. Acá te explicamos por qué Pedro Páramo terminó siendo tan ilustrativa de este país inabordable.
Y está luego porque, si bien es una de las tres o cuatro novelas insignes mexicanas, Pedro Páramo no entra en los moldes y códigos usuales de la literatura: es compleja, ambiciosa, enigmática, intensa. Y por eso, muy mexicana.
Ahora la novela, precursora del llamado “boom latinoamericano” y descrita por Jorge Luis Borges como “una de las mejores de las literaturas de lengua hispánica, y aun de la literatura”, llegó al cine.
Es la cuarta vez que se intenta una adaptación cinematográfica de la novela. Se hizo en 1966, 1978, 1981. Y la nueva es, probablemente, la más ambiciosa.
La produjo Netflix. La dirigió Rodrigo Prieto, un reputado cinematógrafo mexicano. La escribió Mateo Gil, un laureado guionista español. Y ha generado, como era de esperarse, críticas y elogios enérgicos, porque el reto es mayúsculo, casi inabordable.
Este es un libro colosal de solo 132 páginas. Propone un abordaje profundo, amplio y trascendental de México. Lo hace con innovaciones conceptuales, narrativas y visuales.
Y es tan emblemático porque expuso facetas de la mexicanidad que quizá hoy parecen obvias, pero que en los años 50 se estaban empezando a identificar, y hoy siguen vigentes.
Rulfo, en parte por su condición de huérfano, de víctima de guerras civiles, de curioso viajero, supo no solo identificar, sino mágicamente exponer cinco de las facetas de México que acá recogemos de manera breve.
Como le muestran al mundo cada 1 y 2 de noviembre, los mexicanos tienen una íntima relación con la muerte: la acogen, la honran, la tienen en cuenta.
Y Pedro Páramo es, sobre todo, una novela de fantasmas.
La premisa de la novela es más o menos esta: el joven Juan Preciado viaja al pueblo de Comala tras la muerte de su madre en busca de su padre, Pedro Páramo, un cacique y patriarca en tiempos de guerra civil que sufre una pena de amor.
Preciado, alucinado y confundido, se encuentra con personajes que, como el pueblo, parecen estar en tránsito hacia la muerte.
Juan Villoro, un escritor mexicano, explicó en una conferencia de 2016 sobre el tema en el Colegio Nacional mexicano: “Los fantasmas de Rulfo no son para dar miedo, sino fantasmas en pena, ánimas que están tratando de llegar al más allá, y no llegan (…) Los fantasmas de Rulfo, al ser pobres, son fantasmas de verdad”.
Preciado busca a su padre, pero en el camino se da cuenta que está en el mismo tránsito que los personajes que se topa.
“Ha atravesado —elabora Villoro— el río de la inmoralidad y pasa la historia buscando un segundo río que le conceda la muerte, la muerte como bendición (…) Los personajes esperan no solo una muerte física, sino también una muerte que los redima moralmente”.
Una muerte, pues, entendida a la mexicana.
Pedro Páramo es, también, una novela sobre la realidad social de un país.
Julia Santibáñez, escritora y gestora cultural, explica: “Rulfo sufrió las consecuencias de la guerra y fue víctima de la economía que surgió de las guerras (…) La pobreza, la exclusión y la violencia no son solo temas que le importan, sino que vivió y que están en la novela de manera tentacular, en cada página”.
Los padres del escritor murieron cuando él tenía menos de 10 años en plena Guerra Cristera por las reformas liberales de una revolución que recién terminaba. Rulfo se crio en orfanatos, no fue a la universidad y trabajó en la burocracia del Estado y fundaciones, cargos que le permitieron viajar y ver el país de primer mano.
Volvemos con Villoro: “Rulfo plantea una historia de aquellos que han sido expulsados de la historia de los hechos. Son tan pobres, están tan desposeídos, que ni siquiera tienen derecho a que nada les suceda: no tienen propiedad, destino propio ni historia”.
Esta es una novela sobre los excluidos. Una obra sobre un país de pobres. Una realidad social que en 70 años ha cambiado, pero que en muchos sentidos sigue igual: hoy, uno de cada tres mexicanos es pobre y la desigualdad está entre las cinco más agudas del mundo.
La novela, según Villoro, “nos hace preguntarnos cuántos mexicanos están en la condición de expulsados de la historia”.
Hay expresiones de los personajes de Pedro Páramo que, aunque sea inventadas por Rulfo, parecen sacadas de la calle en cualquier rincón de México.
Santibáñez explica que Rulfo “puso el centro de gravedad en el lenguaje y creó un lenguaje que se parece al del campo, pero que no es estrictamente igual y podríamos morir pensando que es el lenguaje del campo”.
Y esa, según Villoro, fue la clave de la gran innovación lingüística de la novela, porque “toma elementos del habla popular, pero lo recrea de tal manera que el habla popular se convierte en algo más auténtico que lo que dicen los campesinos (…) Es algo incluso más auténtico que el mundo de los hechos”.
Qué puede parecer más mexicano, así no lo sean del todo, que adjetivos como “desconchinflado”, o arcaísmos como “si consintiera en mí”, o frases involuntariamente poéticas como “tú que tienes los oídos muchachos”, o enunciados redundantes como “esto prueba lo que te demuestra”.
Los mexicanos tienen expresiones, dialectos, formas que revelan parte de su idiosincrasia: van desde expresiones simples como “a poco” y “qué crees” hasta construcciones complejas como “de tocho morocho” y “nos cayó el chahuistle”.
Y Rulfo, más que hacer el ejercicio periodístico de reportar las expresiones más mexicanas, creó otras tan originales, tan mundanas, tan cercanas, que parecen sacadas de la boca de cualquier habitante de este país.
La vida de Rulfo estuvo, no precisamente por razones felices, en constante movimiento: cuando joven vivió en varias partes del diverso estado de Jalisco, pasó tiempo en Guadalajara y Ciudad de México y, ya adulto, recorrió el país como parte de sus labores como burócrata, investigador y fotógrafo aficionado.
Gracias al movimiento conoció las regiones de México, un país que tiene todo tipo de ecosistemas, pero que en su mayoría se conoce como un espacio seco, árido, caliente e inhóspito.
Dice Villoro que Comala, el pueblo donde trascurre la novela, remite el comal, esa plancha de barro sobre la cual los mexicanos han cocinado sus alimentos durante siglos, porque se trata de un lugar caliente y seco.
Famosa es esta frase de uno de los personajes: “Dicen que en Comala los que se mueren y se van al infierno regresan a Comala por su cobija”.
“Es un paisaje filtrado, indeciso, intermedio, inseguro; lo que ves está tamizado; hay nieblas, polvo, tolvaneras, humo, oscuridad, sombras que tienen eco”, explica Villoro.
Pero además de esta recreación precisa del espacio mexicano, Rulfo también hizo un análisis político sobre la tierra, que tras la revolución habría de ser distribuida equitativamente, pero la promesa se rompió.
“El reparto que hubo a consecuencia de la revolución fue terrible, porque se supone que se repartió para responder a las exigencias revolucionarias, pero luego se supo que eran arenales, tierras no cultivables como son las tierras de Comala”, señala Santibáñez.
Pedro Páramo es, también, un perfil crítico del hombre mexicano.
Un quinto elemento del retrato que hace Rulfo de México tiene que ver con la figura del patriarca en una sociedad machista: Pedro Páramo, el cacique en Comala, es padre de niños que no reconoce, revolucionario que traiciona la revolución y tirano que asesina a sus adversarios impunemente.
“No es que Rulfo tuviera una preocupación por el machismo o una mentalidad feminista, sino que identificó algo central de la personalidad del mexicano”, dice Santibáñez.
Alrededor del 40% de las familias mexicanas, según datos oficiales, carecen de una figura paterna. Eso ocurre hoy, pero viene de décadas atrás.
“Pedro Páramo es la figura del padre tiránico de la familia mexicana”, dice Villoro.
Y lo es por varias razones: porque abandona a sus hijos, porque administra el poder de manera arbitraria y traicionera y porque lleva el desamor de Susana San Juan de manera arrogante y arbitraria.
Una faceta que, en general, sigue vigente en la cultura mexicana, según Santibáñez: “Pedro Páramo bien le podría cantar a Susana una canción de Luis Miguel diciendo ‘tengo todo excepto a ti’”.
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