La transformación de nuestros comportamientos y emociones no suele ir a la velocidad de la transformación de nuestro pensamiento.
Lo sabe cualquiera que haya tenido cualquier variante de estos conflictos: “¿Por qué sigo sintiendo celos si ya me leí diez libros sobre el amor romántico?”, “¿Por qué sigo compitiendo con esa mujer si soy feminista?”, “¿Por qué me sigue importando tanto mi apariencia física si acabo de leer este hilazo en Twitter sobre capitalismo y estándares de belleza?”.
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Cuando llegamos a este tipo de impasse, suele surgir mucha culpa. En tanto que podemos reconocer que ciertas reacciones o pensamientos provienen de ideologías violentas, nos exigimos modificarlas como un imperativo moral.
Hay una exigencia: debo dejar de hacer o sentir eso que llevo haciendo o sintiendo por años (¡a veces, décadas!) porque es lo correcto. Y si no lo logro, entonces estoy actuando mal y soy doblemente culpable de reproducir la ideología de la que me quiero deshacer.
Y puede que sea así, pero sucede algo: la culpa no te va a servir de mucho.
Modificar una conducta o reacción emocional que tenemos ante cualquier situación no es algo que podamos hacer de inmediato y por pura voluntad. Y para esto, hay que entender no sólo el por qué existe esa conducta o reacción emocional de la que nos queremos deshacer (el trabajo que realizamos cuando analizamos críticamente las estructuras de poder, es decir, eso a lo que le decimos hoy deconstrucción, por ejemplo), sino también cómo es que se integró en nuestras vidas y formó parte de la estructuración de nuestra personalidad.
Me voy a poner como conejillo de indias. Ahí va: soy muy dado al mansplaining.
Con frecuencia me descubro dando explicaciones que no me fueron solicitadas. Interrumpo a la gente. Repito lo que alguien acaba de decir como si fuera una ocurrencia mía. A veces me cuesta trabajo poner atención a lo que otras personas dicen y dejo de escuchar, incluso cuando sé que están diciendo algo importante. Vaya, hasta tengo un canal en YouTube donde le hago juego al término.
Hasta donde recuerdo, nunca he estado en la penosa situación de explicarle a una mujer el tema de su expertise, como en el ensayo de Rebecca Solnit, pero tampoco creo que me haya faltado mucho. No lo digo como un golpe de pecho ni como una confesión vergonzosa. Es algo que hago y ya.
Aunque en un primer momento hablo de “personas” y no específicamente de mujeres, porque es una conducta que he notado presente en mis interacciones sociales en general, sería ingenuo de mi parte pensar que es equitativa: la realidad es que, si soy honesto conmigo, sí tiendo a hacerlo más con mujeres que con hombres.
Y entre los hombres, tiendo a hacerlo más con aquellos que no me intimidan (es decir, que no percibo como amenazadores o competencia) que con quienes sí.
Escribo esto por una razón: no me gusta mansplainear.
No me produce ningún orgullo ni me otorga ninguna sensación de poder. Me parece una cosa horrible y triste.
Sus efectos lo evidencian: desde la falta de acceso a la justicia que muchas mujeres experimentan debido a que su voz se considera no válida (o menos válida que la de un hombre), hasta la influencia que tiene en las infancias para crear niños arrogantes y niñas inseguras: “Uno de los principales problemas de este acto machista es que, desde pequeñas, las niñas aprenden a quedarse calladas y a esperar las explicaciones de los hombres. A su vez, los niños aprenden que es algo normal ser los poseedores del conocimiento o de la inteligencia.”, explican Eréndira Derbez y Claudia de la Garza en su libro No son micro: machismos cotidianos. Y la lista de efectos podría seguir al infinito.
Y aun así, incluso sabiendo y pensando todo esto, muchas veces me doy cuenta que estoy mansplaineando hasta ya muy tarde, como si fuera un impulso automático o un reflejo.
Leer, reflexionar sobre el asunto y entender el machismo que está detrás de la práctica me ha ayudado, sí, pero ¿por qué me cuesta tanto trabajo dejar de hacerlo?
Mi respuesta al momento es porque el mansplaining, como toda conducta humana, es mucho más que sólo una práctica machista y no puede reducirse su explicación únicamente al machismo, sino que se articula y asienta en mí a través de varios puntos importantes de mi desarrollo como persona.
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Al hacer un repaso de mi historia de vida, identifico dos factores que contribuyen a mi mansplaineo:
Sin embargo, tenía algo para equilibrar: verbo. Desde pequeño me di cuenta que lo que me faltaba de cuerpo lo podía compensar con la cabeza y de eso me agarré para sobrevivir.
Explicar el mundo se volvió una manera de entenderlo, explicárselo a otras personas se hizo una manera de conectar cuando no encontraba ninguna manera de conectar. Y todo esto también se volvió un mecanismo de defensa, una forma de prevenir cualquier ataque o amenaza a través de demostrar poder intelectual.
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Por lo tanto, la interrupción, las explicaciones no solicitadas (muchas veces condescendientes) y la soberbia intelectual fueron recursos validados por la cultura y por mi familia que tuve a mi disposición para complementar y reforzar los dos procesos antes mencionados.
Al plantearlo de esta manera, puedo entender que, al menos en mi caso, hay machismo en mi mansplaining pero no sólo hay machismo. También hay historia de vida, mecanismo de defensa, recurso adaptativo.
Esto no justifica el comportamiento de ninguna manera, así como tampoco aminora sus efectos negativos, pero sí lo explica de una forma más completa, lo que me permite entenderlo mejor y diseñar estrategias más efectivas para modificarlo.
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Hasta ahora, he adoptado dos estrategias. La primera de ellas es ser consciente de que, al menos en mi caso, el mansplaining es un impulso. Y como tal, puedo aprender a detectarlo y a anticiparlo, de modo que poco a poco pierda su poder y fuerza.
No podría hacer esto sin entender que el impulso, la mayoría de las ocasiones, viene de un miedo profundo en mi historia de vida: si no hablo, no existo. Y entonces puedo decirme: existes aunque no hables. Existes porque escuchas. La otra persona no es competencia, porque la competencia sólo existe en tu mente.
La segunda es entender que la mirada condescendiente que puedo llegar a tener hacia mujeres o hacia otros hombres no es elección mía, sino parte de todo un esquema mental que se construyó durante años en mi mente al ser parte de un mundo machista.
Sin embargo, cómo reacciono a eso ahora que soy consciente claro que es mi elección.
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Eso me compromete a poner especial atención a mis interacciones donde sepa que es más probable que esa mirada aparezca. Y entonces, recordarme: tienes un sesgo que no elegiste pero que existe dentro de ti y que surgirá al hablar con esta persona. Ese sesgo puede lastimarla, invalidarla como persona y limitar tus posibilidades de comunicación con ella. Nótalo, obsérvalo, resístelo y confróntalo.
No estoy diciendo que el mío sea el caso de todos. Hay hombres que son más condescendientes o violentos, así como otros que lo son menos, y aunque casi todos podamos reproducir un mismo tipo de práctica, esta puede tener distintos orígenes. Pero como terapeuta sé que el regaño y la culpa no son pedagogía, por justa que sea su causa, y que para modificar nuestro comportamiento hay que entender plenamente su relación con nuestra personalidad.
Y partiendo de ahí, en mi caso he podido notar que la observación atenta, consciente y empática de mi comportamiento me ha permitido frenar más el impulso del mansplaining que cualquier “no seas un macho machoexplicador mansplainer macho”.
Porque, ¿cómo vamos a deconstruir los celos si no entendemos también cómo nos ayudan a protegernos de la decepción y el dolor? ¿Cómo vamos a dejar de competir si no entendemos también cómo esa competencia interactúa con nuestros miedos y nuestra necesidad de validación? ¿Cómo vamos a deshacernos de las ideologías opresoras si no entendemos profundamente cómo también se han vinculado con cada aspecto de nuestra personalidad, a veces incluso para protegernos o validarnos?
Es posible que esas conductas y reacciones emocionales no se vayan a ir nunca. No lo sabemos. Se trata de una práctica constante con un futuro incierto; es más una apuesta que una fórmula. Y es una práctica que sucede paulatinamente y siempre en relación, nunca sólo en la cabeza.
Al menos en mi caso muy personal, quiero pensar que ahí la llevo, ganando poco a poco más poder sobre ellas, eligiendo cada vez, con más poder y más consciencia, el tipo de persona que quiero ser.
Una cosa me queda en claro: necesitamos menos juicios moralistas y más observaciones profundas, incluso para lo que no nos gusta de nosotros y quizás, especialmente, para lo que detestamos de nosotros.
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¿Podrían los descubrimientos de vida extraterrestre cambiar la psique humana y la forma como nos vemos a nosotros mismos y a los demás?
Uno de esos momentos fue cuando una sonda espacial envió imágenes de la Tierra por primera vez.
Otro es el descubrimiento de vida en otro mundo, un momento que se acerca un poco más ahora con la noticia del hallazgo de indicios de un gas, que en la Tierra es producido por organismos marinos simples, en un planeta llamado K2-18b.
Hoy la posibilidad de encontrar vida extraterrestre —lo que significaría que no estamos solos en el universo— no está lejos, según el científico que lideró el equipo que realizó la detección.
“Esto es básicamente lo más importante en términos de preguntas fundamentales, y podríamos estar a punto de responderlas”, afirma el profesor Nikku Madhusudhan, del Instituto de Astronomía de la Universidad de Cambridge, en Inglaterra.
Pero todo esto plantea aún más preguntas. Por ejemplo, si encuentran vida en otro mundo, ¿cómo nos cambiará esto como especie?
Nuestros antepasados han creado desde hace mucho tiempo historias sobre seres que podrían habitar los cielos.
A principios del siglo XX, los astrónomos creían poder ver líneas rectas en la superficie marciana, lo que generó especulaciones sobre la posibilidad de que uno de nuestros planetas más cercanos albergara una civilización avanzada, una idea que dio origen a una rica cultura de ciencia ficción sensacionalista con platillos voladores y pequeños extraterrestres verdes.
Ocurrió en una época en la que los gobiernos occidentales generaban temor a la expansión del comunismo, por lo que los visitantes del espacio exterior se presentaban con frecuencia como amenazas, trayendo peligro en lugar de esperanza.
Pero décadas después, lo que se ha descrito como “la evidencia más sólida hasta la fecha” de vida en otro mundo proviene, no de Marte o Venus, sino de un planeta a cientos de billones de kilómetros de distancia, orbitando una estrella distante.
Parte del desafío al investigar la existencia de vida extraterrestre reside en saber dónde buscar.
Hasta hace relativamente poco, la búsqueda de vida por parte de la NASA se centraba en Marte, pero esto empezó a cambiar en 1992 con el descubrimiento del primer planeta orbitando otra estrella fuera de nuestro sistema solar.
Aunque los astrónomos sospechaban de la existencia de otros mundos alrededor de estrellas distantes, hasta ese momento no existían pruebas. Desde entonces, se han descubierto cerca de 6.000 planetas fuera de nuestro sistema solar.
Muchos son los llamados gigantes gaseosos, como Júpiter y Saturno en nuestro sistema solar. Otros son demasiado calientes o demasiado fríos para albergar agua líquida, considerada esencial para la vida.
Pero muchos se encuentran en lo que los astrónomos llaman la “Zona Ricitos de Oro”, donde la distancia es “justo la adecuada” para albergar vida. El profesor Madhusudhan cree que podría haber miles en nuestra galaxia.
A medida que se descubrían estos supuestos exoplanetas, los científicos comenzaron a desarrollar instrumentos para analizar la composición química de sus atmósferas. Su ambición era asombrosa, algunos dirían que audaz.
La idea era capturar la minúscula cantidad de luz estelar que se filtraba a través de las atmósferas de estos mundos lejanos y estudiarla en busca de huellas químicas moleculares, que en la Tierra solo pueden ser producidas por organismos vivos, las llamadas biofirmas.
Y lograron desarrollar estos instrumentos para telescopios terrestres y espaciales.
El Telescopio Espacial James Webb (JWST) de la NASA, que detectó el gas en el planeta llamado K2-18b en un descubrimiento anunciado esta semana, es el telescopio espacial más potente jamás construido y su lanzamiento en 2021 generó entusiasmo ya que la búsqueda de vida estaba por fin al alcance de la humanidad.
Pero el JWST tiene sus limitaciones: no puede detectar planetas lejanos tan pequeños como el nuestro ni tan cercanos a sus estrellas madre debido al resplandor.
Por ello, la NASA está planeando el Observatorio de Mundos Habitables (HWO), previsto para la década de 2030, que podrá detectar y analizar las atmósferas de planetas similares al nuestro. (Esto es posible gracias a un parasol de alta tecnología que minimiza la luz de la estrella que orbita un planeta).
A finales de esta década también entrará en funcionamiento el Telescopio Extremadamente Grande (ELT) del Observatorio Europeo Austral (ESO), que estará en la Tierra observando los cielos cristalinos del desierto chileno.
Con 39 metros de diámetro, cuenta con el espejo más grande jamás construido, lo que le permite observar las atmósferas planetarias con mucho más detalle que sus predecesores.
Sin embargo, el profesor Madhusudan espera tener suficientes datos en dos años para demostrar categóricamente que realmente ha descubierto las biofirmas en torno a K2-18b.
Pero incluso si logra su objetivo, esto no provocará celebraciones multitudinarias por el descubrimiento de vida en otro mundo.
Más bien marcará el inicio de otro sólido debate científico sobre si la biofirma podría producirse por medios no vivos.
Con el tiempo, a medida que se recopilan más datos de más atmósferas y los químicos no logran encontrar explicaciones alternativas para las biofirmas, el consenso científico se inclinará lenta y gradualmente hacia la probabilidad de que exista vida en otros mundos, según la profesora Catherine Heymans, de la Universidad de Edimburgo.
“Con más tiempo en telescopios, los astrónomos obtendrán una visión más clara de la composición química de estas atmósferas. No se sabrá con certeza si hay vida. Pero creo que cuantos más datos se acumulen, y si se observan en múltiples sistemas diferentes y no solo en este planeta en particular, mayor será la confianza”.
Internet surgió en una serie de avances tecnológicos graduales que no se percibieron necesariamente como de gran trascendencia en su momento.
De igual manera, quizás ya haya ocurrido la transformación científica, cultural y social más grande de toda la historia de la humanidad, pero es posible que el momento en el que se inclinó la balanza hacia la existencia de otra vida en el mundo exterior no haya sido reconocido plenamente en cuando se dio.
Un descubrimiento mucho más definitivo sería hallar vida en nuestro propio sistema solar utilizando naves espaciales robóticas con laboratorios portátiles.
Cualquier microbio extraterrestre podría analizarse e incluso traerse a la Tierra, lo que proporcionaría evidencia de primera mano que limitaría significativamente cualquier posible retroceso científico.
El argumento científico a favor de la posibilidad de vida o vida pasada en nuestro propio sistema solar ha aumentado en los últimos años tras los datos enviados por diversas naves espaciales. Por ello hay varias misiones en camino para buscar esos indicios.
El rover ExoMars de la Agencia Espacial Europea (ESA), cuyo lanzamiento está previsto para 2028, perforará bajo la superficie de Marte para buscar indicios de vida pasada y posiblemente presente.
Sin embargo, dadas las condiciones extremas de Marte, el descubrimiento de vida pasada fosilizada es el resultado más probable.
La misión Tianwen-3 de China, que debe ser lanzada en 2028, está diseñada para recolectar muestras y traerlas de regreso a la Tierra en 2031.
La NASA y la ESA tienen naves espaciales en camino a las lunas heladas de Júpiter para ver si puede haber agua, posiblemente vastos océanos, debajo de sus superficies heladas.
Pero las naves espaciales no están diseñadas para encontrar vida. En cambio, estas misiones sientan las bases para futuras misiones, según la profesora Michele Dougherty, del Imperial College de Londres.
“Es un proceso largo y lento”, afirma. “La siguiente decisión sería elegir un módulo de aterrizaje, a qué luna se dirigirá y dónde deberíamos aterrizar”.
“No conviene aterrizar donde la corteza de hielo sea tan gruesa que sea imposible acceder a la superficie. Así que es un proceso largo y lento, pero bastante emocionante”.
La NASA también enviará una sonda espacial llamada Dragonfly para aterrizar en Titán, una de las lunas de Saturno, en 2034.
Es un mundo exótico con lo que se cree que son lagos y nubes compuestos por sustancias químicas ricas en carbono que le dan una inquietante neblina anaranjada.
Se cree que, junto con el agua, estas sustancias químicas son un ingrediente necesario para la vida.
La profesora Dougherty es una de las científicas planetarias más destacadas en su campo. Le pregunté si cree que hay vida en alguna de las lunas heladas de Júpiter o Saturno.
“Me sorprendería mucho que no la hubiera”, respondió radiante de alegría.
“Se necesitan tres cosas: una fuente de calor, agua líquida y sustancias químicas orgánicas (basadas en carbono). Si tenemos esos tres ingredientes, las probabilidades de que se forme vida aumentan drásticamente”.
Si se descubre la existencia de formas de vida simples, esto no garantiza que existan formas de vida más complejas.
El profesor Madhusudhan cree que, de confirmarse, la vida simple debería ser bastante común en la galaxia.
“Pero pasar de esa vida simple a la vida compleja es un gran paso, y esa es una pregunta abierta. ¿Cómo se produce ese paso? ¿Cuáles son las condiciones que lo rigen? No lo sabemos. Y luego, pasar de ahí a la vida inteligente es otro gran paso”, afirma.
El doctor Robert Massey, subdirector ejecutivo de la Real Sociedad Astronómica de Reino Unido, coincide en que el surgimiento de vida inteligente en otro mundo es mucho menos probable que la vida simple.
“Cuando observamos el surgimiento de la vida en la Tierra, vemos que fue muy complejo. La vida multicelular tardó muchísimo en surgir y luego evolucionar hacia diversas formas de vida”.
“La gran pregunta es si hubo algo en la Tierra que hizo posible esa evolución. ¿Necesitamos exactamente las mismas condiciones, nuestro tamaño, nuestros océanos y masas terrestres para que eso suceda en otros mundos, o sucede de todas formas?”.
El científico cree que incluso el descubrimiento de vida extraterrestre simple sería el último capítulo en la disminución de la importancia del lugar que ocupa la humanidad en el cosmos.
Como él mismo explica, hace siglos creíamos estar en el centro del universo y, con cada descubrimiento astronómico, nos hemos visto “más desplazados” de ese punto.
“Creo que el descubrimiento de vida en otros lugares reduciría aún más nuestra singularidad”, afirma.
La profesora Dougherty, por otro lado, cree que un descubrimiento de este tipo de vida en nuestro propio sistema solar sería beneficioso para la ciencia y para el alma.
“El descubrimiento de vida, incluso simple, nos permitirá comprender mejor cómo pudimos haber evolucionado hace millones de eones cuando lo hicimos por primera vez. Y, por lo tanto, para mí, nos está ayudando a encontrar nuestro lugar en el universo”.
“Si supiéramos que hay vida en otros lugares de nuestro sistema solar y potencialmente más allá, [esto] me reconfortaría de alguna manera; saber que somos una parte de algo más grande nos hará más grandes”.
Nunca antes los científicos habían buscado vida en otros mundos con tanto ahínco, ni contado con herramientas tan increíbles para hacerlo.
Muchos de los que trabajan en este campo creen que la cuestión es cuándo descubrirán vida en otros mundos. Y, en lugar de generar miedo, el descubrimiento de vida extraterrestre traerá esperanza, según el profesor Madhusudhan.
“Cuando miráramos al cielo, no solo veríamos objetos físicos, estrellas y planetas, sino un cielo vivo. Las consecuencias sociales de esto son inmensas. Supondrá un cambio radical en la forma en que nos percibimos en el panorama cósmico”.
“Cambiará fundamentalmente la psique humana y cómo nos percibimos a nosotros mismos y a los demás, y cualquier barrera, ya sea lingüística, política o geográfica, se disolverá al darnos cuenta de que todos somos uno. Y eso nos acercará más”, afirma.
“Será un paso más en nuestra evolución”.
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