
Hablar del amor maternal es complicado. Las madres están encargadas de una labor imposible: otorgarle a sus hijes un amor lo suficientemente seguro, estable e incondicional como para que se desarrollen plenamente mientras malabarean eso, su propia vida y las múltiples expectativas morales, laborales, económicas, sociales, políticas que caen sobre ellas.
Por eso este texto no trata sobre amor.
De lo que sí trata, es de comportamientos específicos. Hay un ejemplo que uso mucho: imagina que la persona que más te ama realiza un movimiento brusco y te pega. ¿Fue con intención, fue un accidente? No importa, el golpe igual te va a doler. Si fue leve, pues te sobas y ya. Si fue duro, quizás deje una marca. Si fue muy duro, quizás fracture algún hueso de tu cuerpo. Si fue extremo, podría matarte. Y en ninguno de los casos importa si la persona que te pegó te ama o no. El punto es que lo hizo y que ahora tienes que atender lo que pasó.
La crianza funciona así. Las intenciones cuentan e importan, claro, pero al final del día, lo que registramos más que cualquier otra cosa son los comportamientos que las acompañan.
La maternidad es difícil y también lo es cuestionarla cuando, por cualquier motivo, su ejercicio está mezclado con la violencia. ¿Que no la madre es, de todas las posibilidades del ser humano, la más desinteresada, más auténtica y más santa? ¿Que no el amor materno es el único amor incondicional que existe en el mundo? ¿Que no los sacrificios de la madre la deberían proteger de cualquier crítica hacia su figura?
Quizás una de las cosas más difíciles de entender de las madres narcisistas es que sus comportamientos suelen contravenir todo lo que se nos dice que son las intenciones de las madres.
Para las personas que han sido criadas por madres narcisistas, las ideas que existen sobre la incondicionalidad y pureza del amor materno existen en un limbo entre el mito, la decepción y el deseo, porque tienen que reconciliar su propia experiencia con el hecho de que esa experiencia de cuidado y amor que se les prometió nunca existió (estos mitos que, por cierto, también dañan fuertemente a cualquier otra madre, por el ideal inalcanzable en que la colocan).
Las personas que son criadas por madres narcisistas suelen crecer con mucha culpa porque, por definición, no se puede cuestionar lo sagrado. Y si no se pueden mirar con ojo crítico los comportamientos a través de los cuales uno fue criado, porque por default los consideramos como producto de un amor absoluto, entonces uno no puede tomar decisiones respecto a ellos: modelarlos, distanciarse, negociarlos, etc.
La doctora Ramani Durvasula, experta en narcisismo, habla de “Una vida sin sentirse suficiente”. La persona criada con una madre narcisista suele crecer cargando los efectos crónicos de que la principal figura de apego en su vida haya condicionado un amor inestable a sus caprichos del día a día.
Sin esa estabilidad, uno aprende a sentir que todo el amor es y debería ser condicional a que uno se porte bien, nunca desafíe, nunca se queje, nunca sea otra cosa que aquello que lo que las otras personas esperan.
Es decir, se crece sin un sentido de autoconcepto lo suficientemente sólido, sin capacidad de ponerle límites sanos al mundo y distinguir la diferencia entre lo que uno desea y lo que los demás esperan, algo que facilita relaciones violentas o inestables en la adultez (tanto del lado de la persona violentadora, como del lado de la víctima).
Todas estas características no son indicadores que por sí mismos evidencian una crianza narcisista, pero sí son señales que han sido identificadas por especialistas como remanentes comunes de eso.
Para entender nuestra personalidad, es importante poner nuestros rasgos en contexto: no se trata sólo de leer una lista, decir “soy” y dar por hecho que lo que dice un texto en internet sea verdad, sino utilizarlos como un elemento de un análisis más complejo (idealmente, en compañía de un/a/e profesional) para llegar a conclusiones más precisas respecto a por qué somos como somos.
Existen dos cosas que hacen muy difícil identificar a las madres narcisistas.
La primera es, como lo mencioné, las múltiples expectativas en torno a la maternidad que hacen que su cuestionamiento sea complicado y culposo, mismas que, en su caso, pueden ser utilizadas como moneda de cambio emocional para mantener la violencia hacia sus hijes. La segunda es que sus características se parecen mucho a las de una madre perfectamente saludable.
Pongamos un ejemplo: las madres narcisistas tienden a ver a sus hijes como una extensión de sí mismas.
En cierto modo, esto es cierto en algún grado para todas las madres (y padres), pero en los matices está la diferencia: para la madre narcisista, esto no es tanto una metáfora como un contrato que dice “yo te parí, yo te cuidé, yo te mantengo con vida, tú eres mi propiedad”.
Por consiguiente, una madre narcisista puede ser hipercrítica y castigar severamente a sus hijes cuando se salen de las expectativas. Esto, de nuevo, es cierto para casi todas las personas: si te portas bien y acorde a lo esperado, te premian; si te portas mal, te castigan. Pero en el caso de la madre narcisista, cualquier decepción, por mínima que sea, puede terminar en un castigo que posiblemente tendrá como objetivo dinamitar el autoestima de la persona para evitar que vuelva a tener la osadía de salirse del corral.
Aquí algunas de las más comunes:
Como mencioné antes, algunos de estos rasgos son relativamente “normales”. Es importante hacer énfasis en eso porque, vaya, es completamente normal que los padres sientan algo de envidia por algunas características de sus hijes, por ejemplo, o que intenten defenderse ante la crítica (como lo haría casi cualquier persona), etc. La diferencia, como en muchas cosas de la vida, es el matiz, la intensidad y la proporción de la conducta.
La buena noticia es que se puede sanar. La complicada (porque no es mala, sólo complicada) es que regularmente, sólo existe una forma de lidiar con el asunto: poner límites. Esto puede verse de varias maneras, desde tomar distancia en la comunicación, hasta el contacto cero.
Cada persona definirá lo que implica “poner límites” para sí y para su historia, pero el principio es el mismo: la crianza narcisista se sostiene en la relación dependiente que tienen les hijes con sus madres. La única manera de poder sanar esa relación es romper la dependencia. Y para romper la dependencia, es necesario ser capaz de mirar el lazo familiar y atreverse a vivir sin él.
Los límites permiten dos cosas. La primera es que sólo así se puede comenzar a modelar un self propio que no dependa de la aprobación de la madre. La comunidad, aprobación y sentido de satisfacción pueden comenzar a cultivarse por otros medios y relaciones que no sean la materna, sus expectativas y castigos.
La segunda es que así se previenen los efectos constantes de los comportamientos violentos. Cualquier otra acción que se pueda tomar siempre será sólo un paliativo al malestar verdadero.
He visto personas mudarse de continente para estar lejos físicamente de sus relaciones maternales narcisistas y no poder sanar porque siguen manteniendo el lazo afectivo, la culpa, la esperanza de que algún día las cosas cambien y puedan ser mejor.
Es como una espina en la mano: puedes tomarte todos los analgésicos que quieras, pero si no te la quitas, si no interrumpes el proceso de inflamación de tu cuerpo, nunca va a sanar realmente. O en otras palabras, intentar sanar una relación con una madre narcisista sin poner límites es como intentar caminar sin dolor con una piedra en el zapato, pero nunca querer quitarla.
Poner límites a nuestras madres es contraintuitivo en todos los niveles. De nuevo, ¿qué no son ellas las personas que más nos aman en el mundo, las que se sacrificaron por nosotros, quienes mejor nos conocen y quieren lo mejor para nuestras vidas siempre? En ocasiones, la gran mayoría y con sus virtudes y errores, sí. La maternidad perfecta no existe y la mayoría serán madres “suficientemente buenas”, como atinadamente las llamó el psicoanalista Winnicot hace varios años.
En otras ocasiones, sin embargo, ese estándar de lo “suficientemente bueno” será rebasado por los propios dolores y/o trastornos de la madre y será inevitable que sus rasgos más violentos se filtren en sus comportamientos para acabar lastimándonos con o sin intención. Tomar distancia de ello no es, necesariamente, un acto egoísta. Si cada vez que una persona se voltea a hablarte te golpea por accidente es entendible que le comiences a hablar con cierta distancia y nadie pensaría que te falta amor. Es una reacción de supervivencia.
Se tomen las decisiones que se tomen, hay algo que debe tomarse en cuenta siempre: si lo que las madres narcisistas dañan más es el autoconcepto de las personas, es justo ahí a lo que debemos de dedicarle más ternura, paciencia y amor.

BBC Mundo viajó a Guatemala para visitar la escuela que transforma el futuro de cientos de niñas de pueblos mayas en situación de pobreza con una educación de alto rendimiento, liderazgo y acompañamiento familiar.
Cincuenta niñas de pueblos mayas ingresan cada año a una escuela que cambia no solo su futuro, sino también el de sus familias y el de una de las comunidades más desfavorecidas de Guatemala.
Para conocer su historia. BBC Mundo viajó a Sololá, un departamento bañado por el lago Atitlán con vistas privilegiadas al imponente volcán San Pedro.
Pese al frecuente flujo de visitantes en uno de los principales enclaves turísticos del país, la pobreza predomina en la provincia, donde el 96% de la población pertenece a comunidades mayas y el 75% vive con menos de US$2 al día.
En una de las carreteras que suben hacia las montañas desde el municipio cabecera de Sololá llegamos al Colegio Impacto MAIA, un oasis educativo en este entorno rural marcado por la falta de desarrollo y oportunidades.
En sus instalaciones, que incluyen un edificio de tres plantas con aulas, comedor, biblioteca y espacios deportivos, más de 300 alumnas de 40 comunidades indígenas reciben una educación de alto rendimiento que combina el currículo oficial con programas de liderazgo, acompañamiento familiar y formación socioemocional.
Cada estudiante permanece siete años en MAIA con la meta de alcanzar al menos 15 años de escolaridad y acceder a la universidad o a un empleo formal.
Los resultados son contundentes: en las pruebas nacionales de matemáticas, las alumnas alcanzan un 86% frente al 13% del promedio nacional, y el 60% ya estudia en la universidad.
Todo ello en el país con los peores datos educativos de América Latina: Guatemala invierte US$841 por estudiante cada año, la cifra más baja entre 56 naciones analizadas por el Banco Interamericano de Desarrollo (BID).
Solo un 35% de los jóvenes guatemaltecos finaliza secundaria y el ratio baja al 14,7% en el caso de las mujeres indígenas, de las que solo un 1,5% logra completar estudios universitarios.
Más de la mitad de niñas indígenas guatemaltecas son madres antes de los 20 años, según datos de Unicef, y en áreas rurales como Sololá es frecuente que se casen y queden embarazadas a los 15 o 16.
MAIA trata de brindar un espacio para cambiar estas estadísticas y que las jóvenes no dejen los estudios a edades tempranas.
Es el caso de Yazmín, de 14 años, que cursa segundo grado en MAIA, donde llegó procedente de la escuela pública de su comunidad en Sololá donde “lo que enseñaban no era mucho”, y además “había estudiantes preferidos, que eran varones”.
“Ya tienes 15, estás lista para casarte” es un consejo habitual que los adultos transmiten a las jóvenes en su comunidad, afirma Yazmín.
Cuando la joven ingresó en MAIA un curso atrás estaba muy rezagada, con bajos niveles en comprensión lectora y ciencias, pero asegura haber avanzado mucho desde entonces.
No es un caso aislado: según explican las educadoras del colegio, la mayoría de alumnas ingresa a los 11, 12 o 13 años con un nivel equivalente al de tercero o cuarto de primaria, pese a que ya deberían estar en secundaria.
Para cerrar esa brecha, MAIA aplica un programa intensivo de nivelación y acompañamiento que, en cuestión de meses, permite a las jóvenes recuperar el terreno perdido y adaptarse a un estándar académico más alto.
La escuela también aplica dinámicas grupales y juegos didácticos para potenciar las habilidades sociales de las alumnas.
“Antes era una chica muy apagada, sin relacionarme con los demás. Ahora soy muy sociable, tanto con mis compañeras como con los profesores”, nos explica Yazmín.
Esa misma tarde acudimos con ella a una actividad extraescolar un tanto peculiar: Ana Yaxón, mentora de MAIA, visita su domicilio para una sesión de acompañamiento.
Para llegar hasta donde vive la joven con sus padres y sus dos hermanos caminamos ladera arriba durante 10 minutos por estrechas e intrincadas veredas de tierra entre plantaciones de maíz.
En su casa nos reciben Carlos, ayudante de albañil, y María, ama de casa, a quienes acompañamos en la sesión con su hija Yazmín y la mentora, Ana.
En una mezcla de español con su idioma ancestral, el kaqchikel, los cuatro participan en un juego de mesa que representa la vida de una joven guatemalteca: la casilla de completar estudios de secundaria permite lanzar de nuevo el dado; la de quedarse embarazada a los 15 devuelve la ficha casi al inicio.
Al finalizar, reflexionan sobre el resultado y debaten las enseñanzas que les ha brindado el tablero.
Los padres de Yazmín se casaron jóvenes -“yo estaba por cumplir 16”, dice María; “yo tenía 18”, añade Carlos- pero, a diferencia de otros vecinos en la comunidad, ellos visualizan un destino diferente para su hija.
“Queremos que nuestra hija se gradúe y que sea una profesional, que ella construya su propio futuro, que cumpla lo que yo no cumplí. No le voy a decir ‘no te cases’, pero lo primero es el estudio”, nos comenta su madre.
La familia reconoce que la economía siempre ha sido un obstáculo a la hora de recibir educación, e incluso a veces les ha faltado comida o dinero para el autobús que cada mañana lleva a Yazmín a la escuela.
Por eso, con el asesoramiento de MAIA, instalaron pequeños hábitos financieros: “Tenemos alcancías en la casa para guardar cada quetzal que nos sobra, y mi mamá abrió una cuenta para un ahorro familiar”.
Yazmín tiene claros sus dos objetivos: a medio plazo quiere ganar una beca para estudiar en el extranjero -aún no ha decidido qué carrera- y, como meta final, anhela “construir una nueva casa para que estemos cómodos y bien protegidos”.
Le preguntamos si ve posible prosperar sin salir de Guatemala.
“Es casi imposible, porque aquí hay pocas oportunidades y mucha corrupción”, responde.
Guatemala padece elevados niveles de corrupción -ocupa el puesto 146 de 180 países en el ranking de Transparencia Internacional-, un problema que según expertos distorsiona no solo la economía del país, sino también sus perspectivas de desarrollo y justicia social.
MAIA nació en 2017 como el primer colegio en Centroamérica dedicado a ofrecer una educación de élite a jóvenes mujeres indígenas de áreas rurales deprimidas.
La organización, sin embargo, comenzó a gestarse mucho antes, tras la experiencia de un programa de microcréditos para mujeres.
“Las mujeres, cuando tenían acceso a microcrédito, invertían sus ganancias en la familia, en la educación de los niños, en la vivienda, en la salud… Y se preguntaron: ¿hasta dónde llegaría una mujer indígena con este talento si hubiera ido a la escuela? Entonces, nace MAIA”, resume Andrea Coché, su directora ejecutiva.
El Colegio Impacto MAIA abrió sus puertas en 2017 y este año superó las 400 alumnas procedentes de 40 comunidades indígenas.
Cada año ingresan unas 50 nuevas estudiantes, que permanecen siete años para alcanzar al menos 15 de escolarización.
El colegio selecciona cada año a niñas indígenas de entre 11 y 13 años que vivan cerca de Sololá, con buen rendimiento escolar, motivación personal y apoyo familiar.
Tras un proceso de casi un año que incluye solicitudes, evaluaciones académicas, entrevistas y estudios socioeconómicos, las admitidas reciben una beca completa y sus familias se comprometen a participar activamente en sesiones y asumir parte de los costos de transporte.
Sostener este modelo tiene un costo elevado: “en cada niña invertimos US$4.000 anuales. Incluye todo: el programa académico, el acompañamiento familiar, el programa de liderazgo, más la nutrición y la salud preventiva”, detalla Coché.
Esta cantidad, que contrasta con el dato ya mencionado de US$841 anuales que el Estado guatemalteco invierte por alumno, no incorpora fondos públicos.
“Vivimos de donaciones individuales y de grandes fundaciones cuando salen proyectos. Siempre estamos en búsqueda constante de recursos”, afirma la directora.
En su breve historia, MAIA ha ganado prestigio internacional: en 2023 fue incluido en el Top 10 de los mejores colegios del mundo (World’s Best School Prizes) y ha recibido otros reconocimientos, como el premio Zayed de Sostenibilidad de Emiratos Árabes.
Sus estudiantes han representado a Guatemala en foros internacionales, desde Japón hasta Nueva York, y el propio Ministerio de Educación ha comenzado a interesarse en replicar algunas de sus estrategias.
“De hecho, este año estamos en un programa donde compartimos con ellos las mejores prácticas que son viables en un sistema público”, añade Coché.
Unas 150 alumnas ya se han graduado del colegio, mientras el equipo de la organización -formado en su mayoría por mujeres de pueblos indígenas- ha crecido y se ha profesionalizado hasta contar con 15 mentoras y un cuerpo docente local que recibe más de 50 horas de capacitación profesional cada año.
“Empoderamos a mujeres jóvenes indígenas a través de la educación para transformar su historia, su comunidad y su país. De ahí nuestro lema: ‘Una mujer empoderada es un impacto infinito'”, sentencia la directora.
A diferencia de Yazmín, que lleva menos de dos años en MAIA, Dulce es toda una veterana a punto de completar su sexto curso en la institución.
Conversamos con esta joven de 17 años, cuya elocuencia denota un alto nivel de preparación académica.
Explica con nostalgia que en unos meses se graduará y dejará atrás MAIA: “Ha sido más que un colegio. Es más como mi segunda casa. Por mí, me quedaría a vivir aquí”, afirma.
Siendo la hija mayor de tres hermanos, su infancia estuvo marcada por la ausencia de su padre -que se fue a Ciudad de Guatemala- y los precarios trabajos de su madre en casas ajenas.
“Fue un poco duro, porque mi mamá tenía que trabajar de casa en casa y a mí me tocaba también. Cuando ingresé a la escuela lo consideré mi salvación, porque no me gusta trabajar fuera”, recuerda.
A Dulce siempre le apasionó estudiar: en primaria fue abanderada, distinción otorgada a los mejores promedios académicos, y princesa maya, un reconocimiento escolar ligado a la representación cultural de su comunidad, además de figurar en el cuadro de honor de su escuela pública.
Sin embargo, sus recuerdos de aquella etapa están marcados por una enseñanza casi robótica: “Siempre era como un ‘copia y pega’, copia lo que tú tienes en el libro, te dictamos lo que tú tienes en el libro y pega, y frustraba un poco”.
La diferencia con lo que encontró al ingresar en MAIA fue abismal.
“Creo que se expandió mi cerebro. Mi forma de pensar se volvió mucho más crítica. Antes no era así; sinceramente, no me importaba mucho. Ahora pienso más, analizo mejor”, resume.
Para Sofía Cuc, educadora del área numérica del colegio, esa evolución responde a una metodología distinta.
“Aquí no decimos ‘Vamos a ver esto, háganlo’. Usamos la exploración, juegos, experimentos, problemas… Las jóvenes van descubriendo el nuevo conocimiento, van asentando todos los procesos y al final les confirmamos: ‘Sí, se hace de esta manera'”, nos explica.
El nivel académico con el que llegan muchas estudiantes es bajo: “muchas ingresan sin poder sumar, dividir o restar. Nosotros esperamos que lleguen a dominar trigonometría y combinatoria, y puedan aplicar todo ese aprendizaje en su vida cotidiana, en la toma de decisiones”, señala.
Dulce confirma que la exigencia en MAIA va más allá de repetir lo escrito en un libro: “Cuando me enfrento a un examen aquí es totalmente diferente que en mi escuela anterior. Es más de análisis. En matemáticas no es solo practicar, es pensar”, relata.
Experimentó el mismo contraste en la sexualidad, un gran tabú en Guatemala, donde predominan las doctrinas conservadoras de las iglesias evangélicas, implantadas con especial fuerza en las zonas rurales e indígenas con bajo nivel educativo y socioeconómico.
“En mi escuela de primaria sacaban de la clase a los niños para enseñar el aparato reproductor femenino y viceversa. Aquí nos enseñan todo sin tabús y nos dicen que vayamos a nuestras casas, a nuestras comunidades, y les mostremos que todos tenemos los mismos derechos”, indica.
Tras graduarse, su propósito es comenzar la carrera de contabilidad “para ser auditora y hacer todo justo y legal, ya que no me gusta la corrupción ni la idea de que el dinero puede comprar todo”, afirma.
Al igual que Yazmín, Dulce quiere expandir sus horizontes fuera de Guatemala.
“Escuché hace un año de la beca She Can (un programa para mujeres guatemaltecas que desean cursar estudios de licenciatura en una universidad de Estados Unidos) y me enamoré”, expresa.
“Dan una oportunidad a las mujeres indígenas como yo. Tengo un potencial y necesito expandirlo; no lo voy a dejar aquí”, concluye.
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