Como ya es tradición en esta columna, vengo con una confesión: antes de tomar antidepresivos tuve miedo por lo que le harían a mi deseo y respuesta sexual.
Esa no es la confesión-confesión, pero es que necesito partir de ahí para llegar a ella. Es más, vayamos al inicio-inicio: septiembre de 2020 cuando, después de un par de meses transitando una crisis depresiva, decidí iniciar tratamiento farmacológico.
Mi psiquiatra, que llevaba evaluándome varias semanas, me sugirió tomar escitalopram (un medicamento conocido como “inhibidor selectivo de la recaptación de serotonina” o ISRS) durante 8 meses – 1 año. 10mg diarios, una dosis baja.
Acepté de buena gana. Tomar antidepresivos, como cualquier tratamiento médico prolongado, supone efectos secundarios posibles (es decir, que podrían o no aparecer), lo cual conlleva un ajuste para el cuerpo y sus hábitos: gasto mensual extra, limitar el consumo de sustancias psicoactivas (como el alcohol), reacciones físicas menores en las primeras semanas (en mi caso: cinco días de insomnio, sudoración en las manos y sensación de “vacío” en el estómago bastante manejables), entre otros.
Sé que estos ajustes suelen ser mínimos, transitorios y no permanentes, por lo que no me preocupaban demasiado. Sin embargo, había una dimensión de mi vida de la que me aterraba la idea de que sufriera cualquier alteración: mi sexualidad.
¿Cuál es el efecto de los antidepresivos sobre la respuesta sexual? Es difícil de precisar.
A veces se manifiesta como baja de deseo, a veces como dificultad en la excitación (lubricación o erección), a veces como retraso en el orgasmo.
Algunas personas presentarán estas reacciones algunas semanas en lo que el cuerpo se adapta al medicamento, mientras que otras lo harán durante la duración total del mismo.
Y también: algunas personas no tendrán alteraciones en lo absoluto. Y también: algunas otras reportarán que, de hecho, su deseo subió o que su respuesta sexual fue mejor. Estas dos últimas no son la mayoría, pero pasan.
¿Cómo se explica esta variabilidad de reacciones? Bueno, imagínense a un vato a punto de coger (perdón por la imagen a algunxs y de nada a otrxs).
Empieza a hacerlo y… eyacula en unos segundos. Así le pasa de un tiempo para acá. Su pareja, con una mezcla de preocupación y frustración, le pide que vaya a tratamiento y así lo hace.
Se le sugiere tomar paroxetina, un ISRS que ha demostrado una alta efectividad al momento de tratar la eyaculación precoz.
En un par de semanas nota que comienza a durar un poco más. Su pareja se emociona: después de un tiempo en que el sexo había reducido en frecuencia por el problema, por fin pueden volver a agarrar ritmo.
Y entonces, apenas unos días después, oh fortuna: el pene ya no se levanta. Y no sólo eso, de repente él ya no tiene antojo. Regresaron al punto del inicio.
Otro ejemplo. Ahora imagínense a una morra (aquí sólo hay de nadas). La morra lleva meses deprimida y, entendiblemente, con el deseo bajo. No sólo el sexual, vaya, cualquier deseo, cualquier posibilidad de disfrutar su cuerpo o la vida palidece ante la inminente nube depresiva que la acecha todo el tiempo.
Comienza a tomar antidepresivos. Poco a poco se siente mejor. De repente, otra vez, ganas de salir. De repente, otra vez, ganas de hablar. De repente, otra vez, ganas de coger. Y sí, quizás no lubrica tanto como antes de la depresión (no pasa nada porque siempre lleva lubricante consigo) y quizás tarda más en venirse. Pero eso es secundario. Lo importante es que ya lo desea y lo disfruta.
Los ejemplos te pueden sonar inventados (si fue el caso, ¡felicidades! probablemente tienes una perspicacia superior a lo mínimo requerido para un adulto), pero sirven para ilustrar un punto: aunque los antidepresivos actúan en mecanismos neurológicos involucrados con la respuesta sexual, el deseo, la excitación y el orgasmo tienen un componente psicológico muy fuerte que, posiblemente también deba considerarse.
En la primera historia inventada nuestro amigo consiguió que el medicamento aumentara el tiempo que podía pasar cogiendo sin venirse, ¿pero de qué le sirve si la razón de su eyaculación precoz venía de la presión que sentía por parte de su pareja para tener sexo y, de algún modo, terminar rápido le ayudaba a disminuir esa presión?
En la segunda historia inventada, nuestra amiga redujo su lubricación y facilidad para tener orgasmos, ¿pero qué tanto importa eso frente al hecho de que por fin, después de tanto tiempo, volvió a sentir ganas de vivir y disfrutar y eso se tradujo en recuperar algo de su deseo sexual?
Puedes leer: No podía creer que le tenía pánico a la gente: salud mental, la otra afectada por la covid-19
O vayamos a una tercera historia: un sexólogo que tiene miedo a tomar antidepresivos porque en algún lado de su mente está enterrada la idea de que, si no está caliente y no responde en todo momento a los mandatos de la hipersexualidad masculina, su pareja lo va a abandonar.
Así que retrasa algunas semanas hablar del tema con su psiquiatra para ver si logra encontrar otra solución. (Si adivinaste que el ejemplo que puse era yo, bueno, ¡dobles felicidades! Realmente tienes un nivel de perspicacia superior a la de muchos niños menores a seis años).
Ahora sí, ahí les va la confesión: me da vergüenza haber considerado seriamente la posibilidad de no tomar antidepresivos por el miedo a sus efectos secundarios.
Énfasis: la confesión no es la duda por la que pasé, sino la vergüenza.
Cuando pensamos en tratamientos médicos de cualquier tipo, solemos considerar a los efectos secundarios como eso, secundarios, una cosa relativamente sin importancia que hay que afrontar con la frente en alto (y sin quejitas de ser posible) en lo que el proceso nos cura de eso que sí tiene importancia real: la enfermedad, disfunción, trastorno, etc.
Y pocos efectos son tan secundarios cómo los que irrumpen en la sexualidad. “¿Por qué te andas preocupando de algo tan pinche superfluo como el sexo cuando tienes depresión? ¡¿O acaso además de deprimido eres TONTO?!”, me decía una voz en mi cabeza de vez en cuando.
A pesar de todas las veces que me he demostrado a mí mismo lo contrario, sigo creyendo que tonto, tonto, lo que se dice tonto, no soy. Mi miedo tenía sentido, finalmente, estaba intentando proteger una dimensión importante de mí. ¿Entonces por qué me sentía así?
En parte es porque el miedo, simplemente, tenía sentido. Finalmente, estaba intentando proteger una dimensión importante de mí. Y no sólo eso, en mi caso particular, había un miedo al abandono muy presente con la posibilidad de perder el deseo.
¿Qué le va a importar a mi yo con miedo al abandono, que de por sí ya andaba angustiado por la depresión, que este tratamiento le fuera ayudar si el posible costo era que me acabaran abandonando más rápido?
¿Y qué hay también del alarmismo con el que solemos ver todavía a los antidepresivos?
Vaya, con todo y la información que tengo (¡y hasta la profesión a la que me dedico!) no soy ajeno a los estigmas sociales que existen alrededor de la depresión y su tratamiento (y en una de esas, ¡hasta por la propia profesión a la que me dedico!).
Desde luego, no iba a tomar mi decisión con base en eso, pero el miedo al estigma está ahí.
¿Y qué hay también-también del mínimo lugar que le hemos dado al placer sexual en la concepción de nuestra salud?
No es raro que la alteración de la función sexual suela considerarse un tema menor: no tener orgasmos rara vez suele ser el motivo que llevará a tu médico o médica a explorar otras alternativas de tratamiento, pero es algo que sí puede llegar a impactar negativamente otras áreas de nuestra vida (por todos los motivos que les vengan a la mente), lo cual se traduce peligrosamente en gente abandonando su tratamiento antidepresivo debido a estas alteraciones.
(No considerar el impacto de la sexualidad en la calidad de vida de la gente tiene, en realidad, varias consecuencias que no enunciaré, con la excepción de una como ejemplo: una persona asexual que se somete a un tratamiento para el “Trastorno del deseo sexual hipoactivo” porque lo importante es nomás que coja, al costo que sea, sin importar si eso mejora o no su calidad de vida. Básicamente, estamos hablando de terapia de conversión).
¿Qué se hace frente a este impasse? Voy a parafrasear a mi psiquiatra: “Sí, es posible que los antidepresivos alteren tu respuesta sexual, pero todavía no lo sabemos. ¿Qué sí sabemos hoy? Sabemos que la depresión está afectando tu vida y, por lo tanto, tu sexualidad. Sabemos que los antidepresivos podrían ayudarte a sentirte mejor. Sabemos que los efectos de los ISRS en la respuesta sexual suelen ser mínimos, transitorios y no permanentes. Sabemos que también pueden llegar a ser molestos y, si llegase a ser el caso, podemos hablarlo para buscar alternativas u otras opciones. Sin embargo, no sabemos de qué forma se van a presentar o si lo harán en lo absoluto. Y hasta que no lo hagas, no lo vas a saber, pero todo ese tiempo, sí seguirás teniendo una certeza, de nuevo, que estás deprimido y eso está afectando tu vida”.
En ese momento salí del consultorio y compré el escitalopram mientras lágrimas de orgullo descendían por mis mejillas y banderas de todas las naciones ondeaban detrás de mí con música de opening de anime en el fondo.
Al momento de escribir esta columna, llevo 8 meses tomando 10mg escitalopram de manera diaria. Estoy en la recta final de mi tratamiento. Cuando se publique, probablemente ya los habré dejado o estaré en proceso de hacerlo.
¿Mi deseo bajó? Sí. Los primeros dos meses perdí interés en tener sexo o masturbarme (no que no lo hiciera, solamente no tenía tantas ganas) y luego recuperé algo del antojo, pero sigue bajo.
Ah sí, y a menos que esté MUY excitado, de repente me es un poco fácil perder la erección, ¡pero ya no siento tanta angustia como cuando estaba en plena crisis y llegaba a suceder y sentía que me iban a abandonar! Nomás es cuestión de darle un poquito más a mis kinks particulares y listo, regresa sin problemas. Mis orgasmos…. siguen igual, ja.
Y también: salí de la crisis depresiva. Y a pesar de que tardo más en calentarme y necesito de más estímulos, el sexo que he tenido de unos meses para acá es muchísimo mejor del que tenía cuando ni siquiera podía concentrarme en nada por la tristeza con la que cargaba. La decisión fue correcta.
La catástrofe no sucedió y definitivamente no habría sido buena idea no tomar antidepresivos por el miedo, pero vaya, eso no quita que la angustia haya sido legítima. Por eso escribí este texto.
Es legítimo que te preocupe cualquier tratamiento médico que altere cualquier aspecto de tu respuesta sexual.
Es legítimo sentir angustia respecto a las consecuencias que eso podría tener. Es legítimo pedir toda la información que necesites para tomar una decisión consciente. Y es legítimo pedirle al profesional de la salud que te atienda que le otorgue la importancia al placer que de por sí ya tenga en tu vida.
Si bien, no siempre se podrán hacer alteraciones en el tratamiento que reduzcan o eliminen los efectos ̶s̶e̶c̶u̶n̶d̶a̶r̶i̶o̶s̶ en la sexualidad, el mero hecho de reconocer que importa puede hacer toda la diferencia, como se ha demostrado ya.
En mi caso, al menos, así lo hizo.
Y entonces viene la pregunta, ¿pero komo lo zupo? Bueno, este es el primero de dos textos sobre cómo manejar los efectos de los antidepresivos en la respuesta sexual.
El segundo tratará sobre estrategias prácticas para hacerlo y saldrá aquí, en Animal MX. Así que nos leemos la siguiente semana (o en unos segundos, supongo, si es que llegas cuando ya haya salido).
BBC te cuenta sobre algunas de las alucinantes historias detrás de la invención de tecnologías del mundo moderno.
A menudo pasamos por alto que estamos rodeados de una tecnología increíble.
Nuestros hogares, nuestros bolsos, nuestras oficinas… todos están repletos de ingeniosos objetos diseñados para hacernos la vida más fácil.
Y aunque no lo notemos, detrás de muchos de ellos está el extraordinario ingenio humano, la suerte y la casualidad que han dado forma a nuestro mundo.
Descubre con BBC Mundo 5 historias que revelan esa genialidad.
Probablemente aprecies tus auriculares con cancelación de ruido cuando estás sentado junto a un fanático de TikTok, pero ¿cómo cancelan realmente el ruido no deseado?
Pues resulta que tus auriculares, por pequeños que sean, contienen más de un micrófono.
Uno de ellos recoge la onda sonora del ruido que entra, y lo que sigue es una carrera entre la velocidad del sonido y la velocidad de las matemáticas.
Tu auricular toma esa onda sonora ruidosa, la invierte, la agrega y hace que llegue a tu tímpano exactamente a la misma velocidad a la que llega el sonido indeseado original.
La onda sonora que no quieres escuchar es cancelada por esa misma onda sonora invertida; por eso no la oyes y puedes seguir disfrutando de lo que te place.
Es algo fenomenal y alucinante, que implica muchos cálculos matemáticos brillantes.
Y aunque puede parecer una innovación reciente, su origen se remonta 70 años atrás, a la Guerra de Corea.
Estados Unidos enviaba helicópteros para recoger soldados heridos o varados, quienes tenían que pedir ayuda a través de radios.
Pero las aspas de los helicópteros interferían con las señales radiales, así que no los podían oír.
De hecho, ni el piloto ni los pasajeros en los helicópteros se podían comunicar verbalmente entre ellos, pues el ruido lo hacía imposible, como comprobó el ingeniero Lawrence J. Fogel, quien hizo varios viajes en ellos en busca de una solución.
La teoría sobre cómo las ondas sonoras se cancelan entre ellas había sido descubierta hacía más de 150 años, pero Fogel fue el primero en darle un uso práctico en la década de 1950.
Creó los primeros auriculares con cancelación de sonido, y al hacerlo, transformó completamente las comunicaciones en los vuelos.
Los pasaportes con chip incorporado de hoy en día pueden parecer de alta tecnología… pero los orígenes de los pasaportes biométricos se encuentran en realidad en la frustración de un empleado de policía del siglo XIX: el francés Alphonse Bertillon.
Mientras trabajaba en una comisaría de policía de París en la década de 1880, se dio cuenta de que, como no había una forma consistente de registrar los datos de los delincuentes, los reincidentes se libraban de la responsabilidad simplemente haciéndose pasar por otra persona.
Pero Bertillon sabía que la estructura del cuerpo adulto no cambia con el tiempo, y por eso ideó un sistema de medidas corporales combinado con una fotografía policial, que se convirtió en la forma perfecta de registrar los detalles de los criminales y detectar a los que reincidían.
Sus innovaciones ayudaron incluso a identificar al famoso asesino en serie francés Joseph Vacher.
El sistema de Bertillon fue reemplazado posteriormente por las huellas dactilares, pero renació en la década de 1960 como el comienzo de los sistemas de reconocimiento facial y biométricos actuales.
Cada tres días, los ascensores del mundo transportan el equivalente de toda la población mundial.
Y, a pesar de que son esencialmente una caja colgando en un abismo, hay pocos accidentes. De hecho, son el modo de transporte más seguro que existe.
Una de las principales razones son los increíblemente fuertes cables que los sostienen.
El secreto de su fuerza reside en el hecho de que son trenzados: la fricción entre las fibras retorcidas, por su áspera textura, les da agarre.
Fueron la solución a un problema mortal en las minas de carbón del siglo XIX que impulsaron la Revolución Industrial.
Los mineros tenían que bajar a las profundidades y los ascensores colgaban de cuerdas de cáñamo o cadenas de hierro, que se rompían con el uso.
Pero cada opción tiene sus virtudes, reflexionó el administrador de minas alemán Wilhelm Albert, y empezó a retorcer hilos de hierro a la manera de las sogas.
Para 1834 había creado el cable de acero trenzado, más robusto que las cuerdas de cáñamo, y más barato y liviano que las cadenas de hierro.
Ese invento de hace 190 años hizo que los ascensores se hicieran más seguros.
Pero la tecnología que ayuda a impulsar los ascensores hacia arriba es aún más antigua: se utilizó en un arma de guerra en asedios del siglo XII.
El trabuquete de contrapeso era un dispositivo gigante parecido a una catapulta, que se usaba para lanzar proyectiles enormes a grandes distancias, lo que le permitía a los invasores aplastar las defensas enemigas muy rápidamente.
Es el mismo mecanismo que facilita que los ascensores de hoy eleven el peso de la cabina hacia arriba.
Las aspiradoras de hoy están llenas de una serie de artefactos electrónicos de alta tecnología.
El Gen5, por ejemplo, es el pequeño motor del modelo más poderoso de las de Dyson, y puede girar a 135.000 revoluciones por minuto, 9 veces más rápido que el de un auto de Formula 1.
Eso hace que el aire pase a 75% de la velocidad del sonido, lo que implica una poderosa succión, vital para recoger las más tercas partículas indeseadas del entorno.
Curiosamente, aquello de que la succión fuera la solución, no siempre fue obvio: las primeras máquinas no aspiraban, sino que soplaban aire para intentar levantar el polvo de las alfombras y depositarlo en una bolsa recolectora.
Fue al ingeniero Hubert Cecil Booth a quien se le ocurrió que funcionaría mejor succionar la suciedad a través de un filtro, y en 1901 inventó la primera aspiradora.
El aparato, sin embargo, era costosísimo y enorme.
Pero apenas seis años más tarde llegaron aspiradoras portátiles y más baratas, de la mano de James Spangler un inventor poco exitoso que no había logrado dar en el clavo con ninguna de sus ideas.
Falto de dinero, Spangler tuvo que emplearse en una tienda de departamentos de Ohio, EE.UU.
Su trabajo consistía en limpiar, pero como sufría de asma, le hacía mucho daño.
Decidió idear un aparato electrónico que succionara el polvo, valiéndose del motor de una máquina de coser, un palo de escoba, una funda de almohada y una caja con llantas.
Aunque creó la primera aspiradora portátil, el nombre que pervivió asociado a su invento fue el del empresario local que invirtió en la innovación: William Hoover.
Spangler murió antes de ver cuán exitosa fue su creación, cuya popularidad explotó en la década de 1920, acompañada de constantes mejoras.
La patallas táctiles son cada vez más populares, y las damos por sentadas.
El iPhone las llevó a las masas en 2007, pero esa tecnología ya se venía usando en las torres de control del tráfico aéreo desde la década de 1960.
La misión de los controladores de tráfico aéreo en tierra es proteger las vidas en los cielos.
Cada vuelo se identifica con un distintivo y, en esa época, tenían que escribir ese código único para que las computadoras procesaran la información de vuelo.
Con tanto tráfico aéreo, se requería precisión y había mucho en juego: cada uno de los vuelos tenía un código de 5 a 7 caracteres de largo, y si los estás escribiendo bajo presión, es muy fácil cometer errores.
Al ingeniero británico Eric Arthur Johnson se le ocurrió una ingeniosa idea para deshacerse del teclado: una pantalla sensible a los dedos.
Él sabía todo acerca de la idea de que las cargas eléctricas se almacenan en nuestros cuerpos, y cuando dos campos eléctricos se acercan, se perturban entre sí…
¿Qué tal si estiras un trozo de cable de cobre y luego lo conectas a una computadora?
Esa fue la base de su revolucionaria innovación.
Si en los centros de control de tráfico aéreo había pantallas con una serie de cables de cobre, y cada uno de ellos se podía detectar y etiquetar con los códigos de vuelo por separado, el controlador sólo tendría que tocar el indicado, en lugar de escribirlo.
Johnson creó un sistema que era flexible, mucho más rápido que cualquier cosa que hubiera existido antes, pero además, lo que es más importante, mucho menos propenso a errores.
Fue la primera pantalla táctil del mundo, y permitió ajustar rápidamente los planes de vuelo de los aviones, para evitar tragedias.
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