El director estadounidense William Friedkin, quien falleció este lunes, siempre será recordado por su oscarizada El exorcista de 1973, una de las más controvertidas películas de terror de todos los tiempos que aún espanta a nuevas generaciones.
Friedkin murió en Los Ángeles, después de varios problemas de salud durante los últimos años, dijo Stephen Galloway, exdirector ejecutivo de la publicación The Hollywood Reporter.
“Él falleció esta mañana”, especificó Galloway después de conversar con la esposa de Friedkin.
El director “trabajó hasta hace unas semanas”, pero “su salud estaba en declive”, añadió.
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La transgresora escena en la que una niña de 12 años que se creía poseída por el diablo grita obscenidades y furiosamente se masturba con un crucifijo en su cama desató un frenesí en la audiencia y abrió un debate global sobre el ocultismo en la iglesia Católica.
“Era impactante”, escribió la revista Rolling Stone en 2018 sobre las primeras reacciones desatadas la película. “En las entradas de los cines había gente en fila, mientras que en las salidas había vómito del público de la función anterior”.
Un logro impresionante para una película de terror, El exorcista fue nominada a diez premios Óscar, de los cuales se llevó dos.
Friedkin, quien murió el lunes en Los Ángeles luego de años de problemas de salud, se abrió paso en Hollywood en 1971 con el drama policíaco Contacto en Francia.
En ella Gene Hackman interpretaba a un policía en la corrupta ciudad de Nueva York. La producción ganó cinco premios de la Academia, incluyendo las estatuillas a Mejor director y Mejor película.
Era una joya de la generación de la “Nueva Hollywood” que traía un cine cargado de temas políticos y sociales de la mano de directores emergentes como Robert Altman, Francis Ford Coppola y Martin Scorsese.
William Friedkin fue invitado a asumir las riendas de El exorcista, basada en una novela inspirada en un supuesto caso de posesión diabólica de un adolescente, luego de que grandes directores como Stanley Kubrick rechazaran la oferta.
“La vi como una película sobre el misterio de la fe (…) pero no como una película de terror”, citó The Hollywood Reporter a Friedkin en 2015. “Pero a esta altura acepté las cosas como son”.
Su película dio pie a varias secuelas basadas en la misma novela pero sin su participación. Las producciones recaudaron más de 600 millones de dólares en taquilla.
Una serie de televisión comenzó en 2016, y este año llega a los cines otra secuela que cuenta con la participación de Ellen Burstyn, quien vuelve a interpretar a Chris MacNeil, su papel de la cinta original.
William Friedkin nació en Chicago en 1935. Su madre era enfermera y su padre trabajó en varios ramos desde el comercio hasta los deportes.
En entrevistas dijo que Ciudadano Kane (1941), de Orson Welles, lo marcó de forma radical.
“Cambió mi vida”, dijo en 2014 en una conversación con el crítico de cine, Roger Ebert. “Me hizo comprender que el cine era una forma de arte y una manera única de narrativa que antes no había considerado”.
Friedkin comenzó en la televisión antes de hacer un documental en 1962 sobre la vida de un preso condenado a pena de muerte.
The People vs. Paul Crump contribuyó a que la sentencia de muerte de Crump fuera conmutada, algo que convenció al director del “poder del cine”, según dijo en entrevista con AFP en 2017.
En 1967 dirigió Good Times, un musical protagonizado por el popular dúo del pop, Sonny y Cher.
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Después de su espectacular auge en los años 1970, vino el igualmente espectacular descenso.
En 1977 su ambiciosa El salario del miedo (Sorcerer) lo puso en problemas.
Luego de un rodaje difícil que se salió del presupuesto y llegó a costar 22 millones de dólares, la película fracasó en la taquilla con menos de 6 millones de recaudación.
La cinta fue eclipsada además por La guerra de las galaxias de George Lucas, que se estrenó al mismo tiempo.
Luego de varias producciones sin animar a la crítica, recibió nuevos elogios gracias a Saldo de cuentas (2011), protagonizada por Matthew McConaughey.
En 2017, décadas después de su más famoso éxito, William Friedkin volvió a los temas de El exorcista con el documental The Devil and Father Amorth, sobre un cura que realiza un exorcismo en Italia.
“La vida de un cineasta es película tras película”, dijo Friedkin a LA Times en 1989.
“Es una recompensa cuando conectas con la audiencia y la gente hace fila para ver tu película. Pero la verdadera alegría es filmar la película”.
A Friedkin le sobreviven su cuarta esposa Sherry Lansing y dos hijos.
Durante siglos, las pastoras wakhi de Pakistán viajaron a remotos campos de montaña para dar de pastar a sus rebaños. Los ingresos generados fueron fundamentales para transformar su comunidad.
Ayudaron a pagar la atención médica, la educación y el primer camino construido para salir de su valle y conectar con el resto del mundo.
Pero esta forma de vida está desapareciendo.
La serie 100 Mujeres de la BBC se unió a ellas en uno de sus últimos viajes a las regiones de pastoreo.
Nuestro trayecto hasta los pastizales del Pamir es traicionero. Los empinados senderos de montaña serpentean y se retuercen: un paso en falso y se acabó.
Las mujeres silban y gritan a las ovejas, a las cabras y a los yaks para evitar que se desvíen de los estrechos senderos y caigan por la ladera de la montaña.
“Antes había mucho más ganado que ahora”, dice Bano, de unos 70 años. “Los animales saltaban de aquí para allá y desaparecían. Algunos regresaban y otros no”.
En años pasados, cada verano decenas de pastoras wakhi hacían este viaje a través de las escarpadas montañas del Karakoram, en el noreste de Pakistán, con sus hijos pequeños a la espalda.
Entonces dejaban a los hombres en casa para trabajar en el valle de Shimshal.
Hoy en día sólo quedan siete pastoras.
Caminamos ocho horas al día bajo la lluvia, la nieve y un calor abrasador. El viaje que antes les tomaba a las mujeres tres días, a nosotros nos lleva cinco.
Las pastoras, aunque ancianas, siempre van muy por delante del resto mientras nos aclimatamos a la altura.
La amenaza de deslizamientos de tierras está siempre presente y el ruido sordo de los cascos de las ovejas vibra en el suelo, haciendo caer rocas y polvo.
En el pasado era aún más difícil. Antes las pastoras no contaban con chaquetas térmicas ni calzado apropiado para caminar por este terreno.
“Solíamos usar túnicas sencillas. Íbamos descalzas y caminábamos así sobre el hielo”, dice Annar, de 88 años.
Afroze, que ahora tiene 67 años, recuerda haber sido la primera mujer del valle en conseguir un par de zapatos.
“Mi hermano me regaló dos pares cuando me casé”, cuenta. “La gente solía venir sólo para verlos. A menudo los tomaban prestados, junto con mi vestido, para las bodas”.
Cuando finalmente llegamos a Pamir, a casi 5.000 metros sobre el nivel del mar, los exuberantes pastos verdes aparecen ante nosotros y los arroyos de reluciente agua glacial se abren paso a través del paisaje, rodeados de escarpados picos cubiertos de nieve.
“Hemos caminado por estas tierras junto a nuestras madres y abuelas. Y como nosotras, ellas eran pastoras, batían mantequilla y hacían yogur“, evoca Annar, mientras las mujeres cantan y bailan.
Un grupo de 60 casas de piedra, abandonadas y cerradas, dan pistas de un estilo de vida en desaparición.
Al ser la pastora de más edad, Annar besa la puerta de uno de los ranchos, dice una oración y entra llevando una hornilla con hojas ardiendo.
“Nuestros mayores nos enseñaron a utilizar la planta spandur. Nos dijeron que la tuviéramos siempre cerca, ya que aleja los problemas”, dice mientras se asegura de que el humo toque a todos los animales.
En el pasado, para ahuyentar a los lobos y leopardos dormían en los tejados, incluso en las condiciones climáticas más adversas. También fabricaban trampas y quemaban hogueras.
“Por la noche estaba completamente oscuro”, expone Annar, “no teníamos luz ni antorchas y ni siquiera veíamos lo que habíamos perdido hasta la mañana siguiente”.
También recuerda momento muy duros. Como cuando un verano enterraron a 12 niños en los pastizales. Entre ellos estaban su hijo y su hija.
Y es que en las montañas no había médicos ni centros de salud.
“Me quedé con las manos vacías, así como ahora”, suspira Annar, abriendo y cerrando los puños, sintiendo todavía el dolor de hace casi 60 años.
Con el paso de los años, las pastoras se convirtieron en exitosas empresarias.
“Recolectábamos leche de los animales para hacer yogur y productos lácteos. Esquilamos las ovejas e hicimos cosas para llevar al pueblo”, dice Bano.
La comunidad wakhi dependía del trueque y, a cambio de sus productos, la gente construía chozas y casas para las mujeres.
Afroze ganó lo suficiente para construir dos casas, una en Shimshal y otra más lejos, en Gilgit, la ciudad más cercana.
“He ganado mucho con este lugar”, dice con orgullo. “Pagó las bodas de mis hijos. Pagó su educación”.
La combinación del pastoreo de las mujeres y la agricultura de los hombres supuso un punto de inflexión para toda la comunidad, que estuvo desconectada del resto del mundo hasta principios de la década de 2000.
Las dos actividades ayudaron a financiar la única carretera que sale del valle de Shimshal y que une el pueblo con la autopista Karakoram que se extiende entre Pakistán y China.
Los viajes que antes duraban días se redujeron a horas y la vida se transformó. Hubo un mejor acceso a la atención médica y la educación y surgieron nuevas ideas.
El hijo de Bano, Wazir, lleva ahora una vida muy diferente. Dirige una empresa turística que organiza excursiones de senderismo, montañismo y visitas culturales.
“Nuestras prioridades cambiaron cuando se abrió la nueva carretera”, afirma. “Fue entonces cuando comencé mi negocio”.
Fazila, de 24 años, es propietaria de la primera casa de huéspedes en el valle de Shimshal, que su padre construyó antes de fallecer.
Su madre es pastora, aunque su mala salud le impidió ir a los pastizales este año.
“Nuestras madres nos animaron a centrarnos en los estudios en lugar de pastorear. Nos dijeron que lo hiciéramos para no pasar las mismas dificultades que ellas“, explica.
“Tenemos la libertad de hacer lo que queramos. Si no hubiera seguido mis estudios, estaría viviendo la misma vida dura que ellas. El ciclo habría continuado“.
Mientras conduce su jeep por las escarpadas montañas, Wazir está de acuerdo: “Gracias a nuestras madres tenemos médicos, ingenieros y muchos otros profesionales”.
Sentadas juntas compartiendo recuerdos, las pastoras ancianas están felices de ver que sus hijos están bien, pero hay un matiz de tristeza porque los viajes a los pastos del Pamir ya no son viables.
“El pastoreo es más que un trabajo. Sentimos un fuerte vínculo con Pamir. Es hermosa como una flor. Es nuestro tesoro“, dice Afroze.
Y mientras Annar camina lentamente hacia el cementerio donde enterró a sus hijos, sus ojos se llenan de lágrimas.
“Quiero morir en Pamir para poder ser enterrada junto a mis hijos”, dice. “Cuando vuelvo a los pastizales, vuelvo a ellos”.
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