Reproducir un sonido monótono estimula la actividad de un hongo microscópico en el subsuelo que contribuye al crecimiento de las plantas, sugiere un estudio publicado el miércoles, lo que plantea la posibilidad de que tocar música podría ser beneficioso para cultivos y jardines.
Si la música ayuda o no a que las plantas crezcan ha sido un tema de debate científico durante mucho tiempo.
El programa de televisión estadounidense Mythbusters incluso lo probó. Las plantas expuestas al death metal y a la música clásica crecieron un poco mejor que las que estaban en silencio, pero los resultados fueron considerados inconclusos.
Sin embargo, dado que el mundo vegetal enfrenta una serie de desafíos causados por el ser humano —incluyendo la erosión, la deforestación, la contaminación y una creciente crisis de extinción— cada vez se teme más por el futuro de la biodiversidad y los cultivos del planeta.
Según el nuevo estudio, publicado en la revista Biology Letters, “el papel de la estimulación acústica en la recuperación de los ecosistemas y los sistemas alimentarios sostenibles sigue sin ser explorado”.
Basándose en trabajos anteriores que expusieron bacterias E.coli a ondas sonoras, un equipo de investigadores australianos decidió evaluar el efecto que tiene el sonido en la tasa de crecimiento y la producción de esporas del hongo Trichoderma harzianum.
Este hongo se usa a menudo en la agricultura orgánica por su capacidad de proteger a las plantas de patógenos, mejorar los nutrientes en el suelo y promover el crecimiento.
Los investigadores construyeron pequeñas cabinas de sonido donde introdujeron placas de laboratorio llenas de hongos.
En lugar de música pop, reprodujeron “Tinnitus Flosser Masker a 8 kHz”, un audio extraído de uno de los muchos videos de ruido blanco en YouTube, que están destinados a aliviar el tinnitus o ayudar a los bebés a dormir.
“Es como el sonido de una radio antigua cuando cambiabas de canal”, dijo a AFP Jake Robinson, autor principal del estudio de la Universidad Flinders.
“Elegimos este tono monótono por razones experimentales controladas, pero podría ser que un paisaje sonoro más diverso o natural sea mejor”, añadió.
Las placas fueron expuestas a este sonido a un nivel de 80 decibelios durante media hora al día.
Después de cinco días, el crecimiento y la producción de esporas fueron mayores en los hongos que estuvieron expuestos al sonido, en comparación con los que estuvieron en silencio.
Aunque está lejos de ser definitivo, los investigadores sugirieron algunas posibles razones para este fenómeno.
La onda acústica podría convertirse en una carga eléctrica que estimula al hongo, lo que se conoce como el efecto piezoeléctrico.
Otra teoría involucra pequeños receptores en las membranas de los hongos llamados mecanorreceptores.
Eso mecanorreceptores son comparables a los miles que alberga la piel humana, y que juegan un papel esencial en nuestro sentido del tacto, respondiendo a la presión o vibración.
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“Podría ser que las ondas sonoras estimulen estos mecanorreceptores en los hongos, lo que desencadena una cascada de eventos bioquímicos que activan o desactivan genes, como aquellos responsables del crecimiento”, explicó Robinson.
“Nuestra investigación preliminar sugiere que los hongos responden al sonido, pero aún no sabemos si esto beneficia a las plantas. Así que este es el siguiente paso”, agregó.
“¿Podemos influir en las comunidades microbianas del suelo o de las plantas en su totalidad? Acelerar el proceso de restauración del suelo estimulándolo con paisajes sonoros naturales? ¿Qué impacto podría tener esto en la fauna del suelo?” se pregunta este científico.
BBC Mundo acompañó a un equipo de rescatistas en la búsqueda de víctimas de las riadas de Valencia.
-Abrimos un agujero y vimos que había cuerpos flotando.
-¿Cuántos cuerpos?
Basilio Vigil, Basi, hace una pausa prudente antes de responder con un escueto “muchos”.
El sábado, junto al resto de compañeros de la ONG Unidad de Rescate y Salvamento con Perros (URESAP), estuvieron todo el día trabajando en el centro comercial de Bonaire, en Aldaia, a las puertas de Valencia.
Su parking subterráneo, de 2 mil metros cuadrados, se ha convertido en el fantasma que ronda las zonas devastadas por las riadas, la pesadilla que muchos temen. Se cree que en los dos millones de litros que se colaron en su interior pueda haber decenas de muertos.
En las redes sociales se especula con todo tipo de cifras. El semblante de Basi y el del resto del equipo se ensombrece y prefieren no contar mucho más.
El temporal que azotó Valencia y el sureste de España ha dejado ya al menos 212 muertos, pero hay muchos desaparecidos, por lo que la cifra podría ser bastante mayor.
Aún quedan muchos sótanos, garajes subterráneos por vaciar y revisar, vehículos que han quedado convertidos en amasijos de hierros y que la corriente arrastró a kilómetros de donde estaban aparcados, y también zonas rurales donde puede que vivan personas con movilidad reducida y que han quedado aisladas.
“La cifra de fallecidos aumentará poco a poco, lamentablemente”, aventura Francisco Javier Andrés, un bombero forestal que en sus fines de semana o en vacaciones se suma a la URESAP.
“A muchos les pilló en la carretera y algunos lo que hicieron fue abandonar sus vehículos e intentar escapar andando”, cuenta de camino a la zona en la que va a trabajar el equipo este domingo.
Son unos garajes anegados en la parte baja de Catarroja, una de las localidades más afectadas por las lluvias torrenciales que el 29 y 30 de octubre devastaron la zona sur de Valencia.
También hay que revisar decenas de vehículos que arrastró el agua y que han quedado sembrados en un descampado del pueblo.
Con la ayuda de Bolo, Roco y Shiva van a buscar a personas que pudieran haber quedado atrapadas, vivas o muertas. BBC Mundo los acompañó.
“Ojalá tengamos un desenlace bueno hoy, pero no sabemos lo que nos vamos a encontrar”, reconoce Alberto Carnicer, un verano que lleva desde los 17 años trabajando como rescatista con distintas instituciones, entre ellas la Cruz Roja y la Protección Civil, y como voluntario en la URESAP.
Pero llegar hasta allí no es fácil.
Algunas calles están colapsadas por las montañas de enseres embarrados que los vecinos han ido sacando de sus casas, y por coches y más coches cubiertos de lodo, aplastados como los restos de papel de aluminio de un bocadillo, allá donde se mire.
Las vías transitables son un bullicio de tractores y excavadoras, grúas, camiones militares, furgonetas con alimentos o agua que traen los voluntarios.
En un camino estrecho, una lancha empotrada contra un garaje deja una historia de supervivencia. El martes por la noche, un chico al que arrastraba la corriente la vio y trepó hasta ella. Allí se quedó hasta que bajaron las aguas.
La zona baja de Catarroja que el equipo va a inspeccionar, ya lindando con la localidad de Albal, parece una escena apocalíptica.
El pueblo se convirtió el martes en un barranco urbano y mucho de lo que arrastró ha quedado esparcido por una zona de huertas y naranjos donde los automóviles parece que brotaran de la tierra.
El equipo recibe las instrucciones de Basi, el líder y fundador del grupo, que se ha coordinado con autoridades locales, y se echa a andar.
El trabajo es duro y meticuloso. Los rescatistas se abren en abanico para rastrear la mayor extensión posible.
Desde el cielo, un dron dirigido por Cristian Seves, un militar que se unió al grupo hace 15 días, sobrevuela el terreno para tener visión de las zonas a las que no se puede llegar a pie.
Se van acercando vehículo por vehículo, miran por las ventanillas o las rompen si hace falta, revisan maleteros y los perros los rodean en busca de algún olor o figura humana.
“Solo avisan si ven una persona sentada o tumbada y entonces marca, nunca de pie”, aclara Héctor Galdona. Roco, su perro de aguas español blanco y negro, trepa por los montículos, se cuela entre la maleza y busca a cada poco la mirada de su dueño.
“¡Qué bueno ese perro! ¡Muy bueno ese perro!”, le recompensa Héctor.
Lo que parece la huella de una mano en el barro de un asiento llama la atención de Alberto. Los rescatistas logran abrir las puertas traseras del vehículo, pero dentro no hay nada salvo la huella misteriosa.
Una zona arbolada sepultada por la maleza se ha convertido en una especie de cueva vertedero. El agua ha arrastrado mucha ropa de algún almacén. Algunas prendas están aún metidas en sus bolsas, hay maletas, un tablero de ajedrez, un casco de bicicleta infantil de la película Frozen.
Un poco más adelante, en la estación de tren de Albal, que aún no había sido inaugurada, Bolo, un pastor belga malinois, ladra avisando de algo. Un olor pestilente emana del vestíbulo de la estación, que tiene un metro de altura de barro y cañas, y el equipo se acerca con cautela.
De entre el lodo asoma la cabeza de un burro, su cuerpo hinchado, los ojos desorbitados.
A Bolo, que estaba abandonado, lo recogió Luis Ramos, un adiestrador de perros venezolano que en su país trabajó durante 15 años como guía canino de la policía.
Braian Asinari va marcando con un espray una gran letra R en cada uno de los vehículos que van revisando. Braian no es miembro de la URESAP, pero es vecino de Aldaia, uno de los pueblos afectados por la riada. Quería ayudar y se ha unido al grupo. Les hace de guía local.
La batida de hoy no ha encontrado nuevas víctimas, ni vivas ni muertas.
Pero su labor, como la de otros muchos grupos de voluntarios, es fundamental, y los vecinos de Catarroja se lo recuerdan a cada paso que dan.
“Ayer nos dio las gracias un niño de unos 7 años que estaba sacando barro de una casa con una escoba. Eso me emocionó”, reconoce Alberto.
Lo que ven y lo que viven también pasa factura: “En la furgo vamos haciendo chistes, pero luego, cuando pasa un tiempo y vuelves a casa, nos da el bajón”.
Empieza a llover y el equipo decide regresar.
La agencia de meteorología ha vuelto a activar el aviso rojo sobre Valencia, el máximo, y ha pedido a los vecinos que se queden en zonas elevadas por las lluvias. El barro ha atorado parte del alcantarillado de Catarroja y la zona podría volver a anegarse.
En la esquina donde han dejado la furgoneta, la chef Carlota Bonder ha montado un punto de entrega de platos calientes a los vecinos.
Ha venido desde Ibiza en su Porsche Cayenne verde pistacho, que por tener tracción a las 4 ruedas ha ofrecido como vehículo de ayuda humanitaria.
“Tengo a toda la brigada cocinando”, cuenta.
El equipo de Carlota ayuda a repartir tápers con lentejas guisadas y con espaguetis.
El día anterior vieron a una señora desde un balcón que les hacía un gesto de llevarse la mano a la boca. “Subimos corriendo los 6 o 7 pisos de escaleras y nos encontramos con una anciana que tenía alzhéimer y que no había comido en días. Se te parte el corazón”, recuerda Adriana Alés.
Carlota se ofrece a llevar a parte del equipo de rescatistas de vuelta al punto de partida. Su Porsche verde parece un espejismo en medio del lodazal en el que se ha convertido el pueblo.
Mañana habrá más sótanos y más garajes por inspeccionar.
“Nos gustaría encontrar a personas vivas, pero el tiempo corre en contra”, reconoce Fran.
Pero hallar a los muertos, desengrosar la lista de desaparecidos, también es una labor fundamental, explica Basi: “Un cuerpo recuperado es una familia aliviada, que puede iniciar el luto y enterrar a su ser querido”.
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