José Luis Montero creció entre las montañas de la Reserva de la Biosfera de Los Tuxtlas, un área protegida en el estado de Veracruz, México. Por eso, sabe que el bosque de niebla en las partes altas y la selva tropical en las partes bajas se conectan entre sí por corredores naturales, donde la fauna transita para alimentarse, refugiarse y reproducirse.
Recuerda que, cuando era niño, ir al bosque era un viaje que imponía respeto, un camino casi místico. Pero ahora, parte de esos árboles que miraba en su infancia desaparecieron y han sido enterrados por retroexcavadoras que día y noche sacan piedra y arena de ese bosque. “Vemos armadillos, osos hormigueros, aves y fauna que no se veía antes en tierras bajas. Nos da gusto, pero también es una alerta, porque están huyendo, porque su casa ya no existe debido a la extracción de material”, dice José Luis.
La reserva de la que habla es un corredor biológico que pasa por el municipio de San Andrés Tuxtla, en el Golfo de México, donde se une la Laguna Encantada con el volcán San Martín. A pesar de que fue declarada reserva de la biosfera y área natural protegida desde 1998, en la actualidad se enfrenta a amenazas constantes como la deforestación, ya que el 80 % de su territorio es zona de amortiguamiento y solo el 20 % corresponde al área núcleo conservada.
Una muestra de ello es que, en 2014, ese corredor fue cortado a la mitad por un proyecto de minería de arena, roca y grava a cielo abierto. Desarrollarlo implicó talar árboles y abrir caminos en nueve hectáreas de terreno.
No ha sido el único caso. Actualmente, hay otros 12 proyectos extractivos que se encuentran en la zona de amortiguamiento de la reserva. Algunos extraen grava y arena; otros han surtido en los últimos años de balasto al Tren Maya, un proyecto prioritario para el gobierno de México. Esta roca de origen volcánico se usa debajo de los rieles del tren para dar soporte y estabilidad.
La principal zona de explotación de balasto —donde hay cuatro minas a cielo abierto— se encuentra en el cerro de Balzapote, al norte de San Andrés Tuxtla. Allí también están los últimos reductos de bosque alto perennifolio (conocido como bosque “siempreverde”, pues sus árboles no pierden las hojas en todo el año) de la región. Ese cerro es hábitat de al menos 60 especies de mamíferos de las 139 que hay registradas en la reserva. Además, se encuentran aves migratorias y más de 300 individuos de mono araña.
Las explotaciones se encuentran, a su vez,a solo tres kilómetros del volcán San Martín, que hace parte del núcleo I de conservación de la reserva. Allí quedan algunos de los últimos fragmentos de selva tropical y de bosque de niebla del país, es decir, es un área clave para captar agua de lluvia, regular el clima y almacenar carbono.
Por eso, en 2014, cuando la Administración Portuaria de Veracruz solicitó un permiso para explotar balasto, diez científicos de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) pidieron frenar la autorización y advirtieron del grave daño ambiental que podría generar el proyecto. En una opinión técnica insistieron con que Balzapote es parte de un corredor que permite la migración, el intercambio genético y el acceso a recursos vitales para numerosas especies, y que su pérdida representaría un grave desequilibrio ecológico.
Sin embargo, las advertencias fueron ignoradas. En 2020, el permiso obtenido por la administración portuaria fue transferido a una empresa que, en 2021, avanzó con la explotación de balasto para el desarrollo del Tren Maya, a pesar de no contar con los permisos por parte de la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales de México (Semarnat). Por esto fue sancionada con una multa de 85 000 dólares y la clausura temporal de las operaciones.
Esta no ha sido la única amenaza a la conservación de la zona. En los límites de la Reserva Los Tuxtlas, que abarca más de 155 000 hectáreas, se han instalado otros 15 proyectos de extracción de grava, arena y balasto. De estos, solo la mitad cuenta con permisos vigentes, según información solicitada vía transparencia a la Semarnat.
Aunque el impacto ambiental es visible, las cifras de los daños provocados por la explotación varían según la fuente. La Procuraduría Federal de Protección al Medio Ambiente (Profepa) reportó haber recibido 18 denuncias por tala clandestina y por extracción de balasto y material pétreo sin permisos. Por su parte, la administración de la reserva ha registrado 33 notificaciones relacionadas con estas actividades.
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Sin embargo, solo en 10 casos se han iniciado expedientes administrativos y apenas en dos de ellos, en Balzapote, se han aplicado sanciones económicas, que ascienden a más de 3 millones de pesos mexicanos (150 000 dólares) por adelantar trabajos sin los permisos necesarios.
Entre otras afectaciones que la Profepa ha documentado, se encuentra una visita de inspección realizada en agosto de 2023 a San Andrés Tuxtla, donde se detectó la tala ilegal de 189 árboles. También, en junio del 2024, los impactos que causó un incendio en la selva alta perennifolia, en la zona de amortiguamiento de la Reserva los Tuxtlas, generado por una quema sin medidas de prevención.
El avance de la deforestación es evidente. Datos de Global Forest Watch indican que, entre 2002 y 2023, Los Tuxtlas perdió 794 hectáreas de bosque primario húmedo. Esta cifra representa el 15 % de toda la superficie forestal que se ha perdido en la región durante ese periodo. De igual forma, un estudio realizado por investigadores del Instituto Nacional de Ecología AC, entre 2006 y 2016, documentó una pérdida neta de 1776 hectáreas de cobertura forestal en 10 años en la reserva. Y 313 hectáreas eran de las zonas núcleo de conservación, principalmente en la sierra de Santa Marta y el volcán San Martín.
La Reserva de Biosfera de Los Tuxtlas es un área natural protegida en la llanura costera del Golfo de México, que, además de albergar los últimos remanentes de bosque tropical perennifolio o “siempreverde”, resguarda al bosque mesófilo de montaña —árboles que crecen en las montañas donde hay neblina y mucha humedad—. Por esa combinación de ecosistemas, el área cuenta con una rica biodiversidad de aves, mamíferos y reptiles, algunos en peligro de extinción.
Sin embargo, desde la creación de la reservase han impulsado actividades como la minería bajo “permisos estrictos”, lo que contribuye a la degradación del área natural protegida.
Como se evidencia en los datos de transparencia entregados por las autoridades ambientales a Mongabay Latam, la mayoría de los proyectos de extracción no cuentan con las autorizaciones y estudios necesarios en materia de impacto ambiental.
Desde 2010 hasta 2023, la Secretaría de Medio Ambiente y la Comisión Nacional de Áreas Protegidas han rechazado ocho proyectos de extracción minera en la zona de amortiguamiento. A pesar de ello, algunos proyectos siguen avanzando.
La zona ha sido codiciada desde los años 70 y 80, cuando las primeras empresas llegaron para explotar el banco de roca para la construcción de la terminal marítima Dos Bocas, en el estado de Tabasco, y, luego, para la ampliación del puerto de Veracruz.
María, que vive frente a la playa del Balzapote y pidió mantener su verdadero nombre bajo reserva por temor a represalias, reconoce que el territorio era diferente: “Aquí era bonito, hay fotos que muestran que había pura playa corrida, pero el paisaje cambió. Antes se escuchaban los monos en las mañanas y en las tardes, ahora solo se escuchan los ruidos de las máquinas”.
Patricia Escalante, una de las científicas que firmó el documento para alertar por los daños a la reserva, lamentó que haya oídos sordos por parte de las autoridades ambientales, como la Secretaría de Medio Ambiente y la Comisión de Áreas Naturales Protegidas. “Bajo el pretexto de que el Tren Maya es un proyecto de prioridad nacional, se han omitido los dictámenes de afectación”, aseguró.
Los habitantes de la zona también destacan otro proyecto minero que en 2013 hizo una solicitud ante la Semarnat, pero el permiso fue negado por la “baja calidad en los datos proporcionados”. Dos años después, en 2015, se volvió a ingresar la solicitud y, aunque la Semarnat entregó la autorización, estableció algunos condicionantes, como hacer áreas de conservación, reforestación y rescate de fauna.
Sin embargo, según defensores ambientales y habitantes de Los Tuxtlas, las acciones de reducción de impactos no han ocurrido. Lo cierto es que las imágenes satelitales evidencian cómo la excavación inició en 2014 y, desde entonces, ha avanzado a pasos agigantados. “Hemos visto cómo avanza la devastación, cómo han sido talados los árboles ancestrales. Nos preocupa, sobre todo, el tema del agua”, insiste José Luis.
La extracción de material pétreo inició hace cinco décadas para la construcción de escolleras y carreteras, pero aumentó hacia 2021 debido principalmente a la demanda de balasto que generó el proyecto del Tren Maya.
Ese es el caso de una empresa que en 2023 solicitó un permiso para extraer balasto de un predio dentro de la zona de amortiguamiento, pues buscaba venderlo para el desarrollo del Tren Maya. El proyecto planteaba extraer más de 200 mil toneladas de material durante cinco años. Aunque el permiso fue negado por la Semarnat, por “contravenir el equilibrio ecológico”, el proyecto siguió avanzando, como se puede observar en imágenes de Google Earth.
Las imágenes satelitales de la zona también evidencian más de 15 áreas de extracción en los límites de la reserva. Según Paola Balderas, integrante del Colegio de Biólogos de México y asesora ambiental en la región, tres de esas zonas vendieron balasto al Tren Maya en 2021. Otras minas abrieron, pero no pudieron vender porque no cumplieron con la calidad que se requería. Sin embargo, insiste, su extracción sí dejó impactos en el territorio, como la alteración de los suelos, la modificación del paisaje y la deforestación.
Balderas también advierte que es “preocupante” que solo una mínima parte de estas 15 extracciones —alrededor de cinco— tengan un permiso vigente. En sus palabras, esto quiere decir que en la mayoría de explotaciones se extrae el material sin conocer los impactos ambientales.
“El estudio de Manifestación de Impacto Ambiental (MIA) es para identificar los impactos al suelo, por lo que debe hacerse un análisis del terreno y del entorno, así como hacer la propuesta de mitigación y establecer las medidas de compensación. Sin ello, estamos a la deriva”, insiste.
Como afirmó el entonces director de la Procuraduría del Medio Ambiente de Veracruz, Sergio Rodríguez, en una rueda de prensa en 2022, la entidad realizó inspecciones y sancionó a los proyectos que no contaban con el permiso para extraer material de Los Tuxtlas. Incluso, indicó que se hicieron convenios de compensación ambiental.
Sin embargo, en la actualidad, la dependencia se ha negado a dar los detalles de los procedimientos iniciados contra las empresas involucradas, manifestando que se trata de información confidencial.
El programa de manejo de la reserva advierte que, en época de lluvias, las áreas de extracción ocasionan gran cantidad de arena y piedra que es arrastrada hacia las poblaciones, a la laguna de Catemaco y hacia el mar. Además, menciona que los camiones cargados con material pétreo causan la compactación del suelo y que el aprovechamiento se ha realizado sin ningún tipo de medidas preventivas y correctivas de los impactos. También menciona que muchas de estas actividades se han realizado al amparo de permisos vencidos o sin permisos.
La Reserva de Biosfera de Los Tuxtlas también enfrenta una fuerte presión debido al crecimiento poblacional dentro de sus límites. Con más de 31 000 habitantes en su territorio, las actividades humanas han reducido drásticamente la superficie forestal: actualmente sólo el 38 % conserva su cobertura boscosa original, mientras que el 62 % del territorio se dedica a actividades agropecuarias, según el programa de manejo de la reserva.
Además de la extracción de material pétreo, los principales motores de la deforestación en el área protegida son la ganadería extensiva y los cultivos de tabaco. Todas estas actividades ocupan más de 4000 hectáreas dentro de la reserva.
José Luis Montero ha sido testigo de esta transformación y señala que el cultivo de tabaco es altamente agresivo con el entorno, debido al uso intensivo de agroquímicos como fungicidas, fertilizantes y plaguicidas. Según dice, los tabacaleros usaron la necesidad económica de los ejidatarios —habitantes que tienen derecho a usar y trabajar una parte de tierra que pertenece a una comunidad— para extenderse comprando tierras.
“Los tabacaleros rentaban tierras a 30 000 o 25 000 pesos (entre 1300 y 1600 dólares) por una hectárea, eso era como sacarse la lotería para el campesino. Pero el costo es alto, están usando productos tóxicos en la parte alta que llegan a nuestros ríos y matan toda la biodiversidad”, afirma.
Karina Boege Paré, investigadora del Instituto de Ecología de la UNAM, y quien trabaja en la región con un modelo de ganadería sostenible, advierte que aunque la reserva fue decretada hace más de 25 años como área natural protegida, en la práctica enfrenta devastación ambiental, ausencia institucional y un modelo extractivo que pone en riesgo su biodiversidad.
Boege relata un caso alarmante sobre cómo la desconexión entre lo que ocurre en la montaña y en las ciudades vecinas genera impactos reales. “San Andrés Tuxtla depende del agua que viene del volcán de San Martín y de los ejidos que están allá arriba. Y no hay ese aprecio, ese reconocimiento”, dice.
“El año pasado San Andrés se quedó una semana sin agua porque desmontaron para sembrar tabaco, y eso tapó las tuberías que surtían el agua del pueblo. Falta una responsabilidad territorial. Si se llegara a secar la Laguna Escondida por las graveras, ¿de quién sería la culpa? No hay herramientas legales para que quien cause estos daños ecológicos pague las consecuencias”, insiste.
A la problemática ambiental se le suma el abandono institucional por la falta de presupuesto y de vigilancia. Desde 2015, la reserva carece de un inspector de la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente (Profepa). El último encargado, Miguel Ángel Puga Hernández, desapareció ese año y su camioneta fue hallada calcinada en un municipio cercano. Desde entonces no se sabe de su paradero.
La Profepa no ha enviado a un nuevo inspector a pesar de que el presupuesto para vigilancia de las 155 000 hectáreas de la reserva oscila en los 2 000 000 de pesos anuales (unos 108 000 dólares). Aunque Mongabay Latam consultó a la Profepa sobre las condiciones de seguridad en la zona y sus labores de vigilancia, al cierre de esta edición no se recibió respuesta.
Activistas y ambientalistas locales reconocen el deterioro de la zona, pero aseguran que temen hacer denuncias públicas por miedo a represalias por parte de empresas y autoridades municipales. La falta de vigilancia oficial, señalan, ha incrementado la vulnerabilidad de quienes intentan defender el territorio.
Patricia Escalante, investigadora del Instituto de Biología de la UNAM, lleva diez años trabajando en la zona y advierte que es urgente un programa integral de inspección y vigilancia con mayor personal y recursos. “La reserva está muy abandonada. Cada vez se está deteriorando más, es como tierra sin ley. No se respetan las restricciones que marca el plan de manejo y nadie vigila”, dice.
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A pesar de todas las amenazas que enfrenta la Reserva de Biosfera Los Tuxtlas, la investigadora Escalante ha logrado reintroducir 250 guacamayas rojas, una especie que tenía 60 años sin registros en el lugar. Por eso piensa que no todo está perdido: “Sí se puede recuperar la reserva. Ya sabemos que se deforestó… ahora hay que restaurar. Y no lo podemos hacer solos”.
Frente a la falta de recursos y desatención por parte del Gobierno, comunidades, mujeres ganaderas y organizaciones civiles han asumido, desde los años 90, la defensa activa de la Reserva de la Biósfera Los Tuxtlas.
Susana Rocha, que forma parte de la Asociación Senderos y Encuentros para un Desarrollo Autónomo Sustentable (Sendas), destaca una decena de proyectos comunitarios para proteger manantiales que abastecen de agua a San Andrés Tuxtla. “Se han reforestado manantiales y se han adoptado prácticas sostenibles como la milpa [un sistema de cultivo tradicional], intercalada con árboles frutales y curvas de nivel”, explica.
Uno de los mayores esfuerzos se ha centrado en la Laguna de Sontecomapan, donde “se han restaurado más de 40 hectáreas de manglar desde 2014”, confirma Rocha. En esta zona estratégica, entre San Martín y Santa Marta, se han abierto canales para recuperar la hidrología y se promueve la educación ambiental con murales colectivos, talleres y recorridos con escuelas.
También existe la red de Ganadería Sostenible, creada en 2019, que ha logrado integrar a más de 30 ranchos en prácticas regenerativas.
Rocha insiste en que es urgente una política territorial integral: “Aquí vivimos todos y somos los beneficiarios de la salud de estos ecosistemas o los perjudicados por su deterioro. Hace falta que las instituciones cumplan con su parte y que se fortalezcan las iniciativas que ya están en marcha”.
José Luis Montero también piensa que hay que actuar desde lo local. Dice que cuando vio el impacto del corredor biológico le dieron ganas de llorar, pero también de hacer algo por la tierra que ha pasado por varias generaciones de su familia.
Así ha impulsado prácticas de ganadería sustentable y de conservación de suelos en los alrededores de La Laguna Encantada. “Sembramos árboles nativos y dejamos parcelas para regeneración natural. Ya llevamos más de siete años de prácticas sustentables en el rancho”, relata. Hoy, parte de su predio luce como un bosque regenerado, un ejemplo de que la restauración ecológica es posible.
La bióloga Patricia Escalante señala que los cultivos de sombra como el cacao, la vainilla, la pimienta y la canela también ofrecen alternativas viables para las comunidades, al tiempo que conservan el hábitat para aves y otras especies. “No es lo mismo que la selva, pero es lo más cercano, y se recuperan muchas especies”, reflexiona.
Millones de años antes de la aparición del T. rex, la Tierra estuvo habitada por otros terroríficos depredadores.
Mucho antes del Tyrannosaurus rex, la Tierra estaba dominada por supercarnívoros mucho más extraños y aterradores que cualquier cosa imaginada por Hollywood.
Los dos animales caminaron en círculo, cada uno evaluando el robusto y lampiño cuerpo de su rival. Con dientes de sable que parecen cuchillos de carne, garras penetrantes y una piel tan gruesa como la de un rinoceronte, estos animales abrieron sus mandíbulas en un ángulo de casi 90 grados y se lanzaron a la batalla.
Los dientes de uno de ellos se cerraron sobre el costado derecho del otro y en una fracción de segundo todo llegó a su final. Al hundir, como si fueran agujas calientes penetrando cera, sus caninos de 12,7 cm en el hocico cuadrado de su oponente, el atacante se adjudicó la victoria. Este relato, o algo muy parecido, ocurrió en realidad.
En un día soleado de marzo de 2021, aproximadamente 250 millones de años después de esta gran batalla, Julien Benoit recibió un contenedor de apariencia poco prometedora, además de una invitación a que le echara un vistazo.
Estaba trabajando en una oficina del Museo de Historia Natural Iziko de Ciudad del Cabo, Sudáfrica, a donde había sido invitado a visitar las colecciones de fósiles de la universidad. El recipiente era una caja de cartón muy vieja y sencilla.
“No se había abierto en por lo menos 30 años”, dice Benoit, profesor asociado de estudios evolutivos en la Universidad de Witwatersrand, Johannesburgo.
Dentro había un montón de huesos, incluyendo innumerables cráneos, muchos de los cuales estaban mal etiquetados.
Mientras los revisaba y reclasificaba, asignándolos a especies extintas hace mucho tiempo, notó una pequeña superficie brillante.
“Fue un momento emocionante. Supe de inmediato lo que estaba viendo”, dice Benoit.
Con una amplia sonrisa fue a visitar a su colega y le pidió prestado su microscopio para observar más de cerca. La superficie brillante pertenecía a un diente. Era puntiagudo y redondeado, y estaba incrustado en el cráneo de otro animal, probablemente de la misma especie.
Benoit cree que dos individuos del tamaño de un lobo habían estado luchando por el dominio antes de que uno de sus dientes más pequeños se rompiera.
Pero este no era el diente de un dinosaurio. Era un artefacto de un mundo olvidado hace mucho tiempo, inmortalizado en piedra mucho antes de que aparecieran el T. rex, el Spinosaurus o el Velociraptor.
El cráneo pertenecía a una especie no identificada de gorgonopsio, un grupo de astutos superdepredadores que acechaban la Tierra hace unos 250 a 260 millones de años, persiguiendo presas grandes y arrancándoles trozos de carne para tragárselos enteros.
Este era el Pérmico, una oscura era de la historia geológica donde el planeta estaba gobernado por bestias gigantescas y escalofriantes que corrían con un característico contoneo y a veces se alimentaban de tiburones.
Durante esta era, ocasionalmente había más carnívoros que presas para comer en tierra.
El Pérmico comenzó hace unos 299 a 251 millones de años, cuando toda las tierras del planeta se había fusionado en una única masa con forma de conejo: el supercontinente Pangea, rodeado por un vasto océano global llamado Panthalassa.
Esta fue una era de extremos.
Comenzó con una edad de hielo que convirtió la mitad sur del continente en un bloque continuo de hielo y contuvo tanta agua que el nivel global del mar descendió hasta 120 m.
Una vez finalizada esta etapa, el supercontinente se calentó y se secó gradualmente.
Con tal extensión de tierra continua, el interior no se benefició de los efectos refrescantes ni humectantes del océano, y se crearon franjas de tierra baldía.
Para el Pérmico medio, la parte central de Pangea era principalmente un desierto salpicado con algunas plantas coníferas, y puntuadas con las ocasionales inundaciones.
Algunas zonas eran casi inhabitables, con temperaturas que en ocasiones alcanzaban los 73°C, lo suficientemente altas como para asar un pavo a fuego lento.
“Así que había bastante aridez, pero aun así, más humedad en las zonas periféricas, y ciertamente en los hemisferios norte y sur, había abundante vegetación”, afirma Paul Wignall, profesor de paleoambientes de la Universidad de Leeds, Reino Unido.
Luego, hacia el final del Pérmico, el planeta entero se calentó abruptamente unos 10°C —aproximadamente el doble de lo que sería el peor escenario en la actualidad, si las emisiones de gases de efecto invernadero siguieran aumentando sin control—.
Esto sentó las bases para la mayor extinción masiva de la historia de la Tierra y las condiciones en las que los dinosaurios prosperarían.
Pero en esta era, la evolución del T. rex aún estaba lejos.
De hecho, la mayoría de los dinosaurios que hoy en día consideramos como icónicos estuvieron tan lejos en el tiempo del Pérmico como nosotros estamos de los dinosaurios.
En el Pérmico, los animales terrestres más grandes eran los sinápsidos, un grupo peculiar con una variedad caleidoscópica de formas y rasgos corporales, desde el Cotylorhynchus, lagartos parecidos a los tritones actuales con una cabeza extrañamente diminuta y la masa de un alce pequeño, hasta el ridículo Estemmenosuchus, que parecía un hipopótamo con un sombrero de fiesta de papel maché abultado.
Los sinápsidos compartían su mundo con una variedad de otros animales salvajes excéntricos.
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Los cielos estaban dominados por insectos similares a libélulas del tamaño de patos, los Meganeuropsis.
En agua dulce, había que enfrentarse a anfibios carnívoros de 10 metros de largo, con hocicos largos y reactivos que se asemejaban a los de los cocodrilos.
Mientras tanto, los océanos eran patrullados por misteriosos peces parecidos a tiburones con “sierras” dentadas circulares en la boca.
Se cree que Helicoprion utilizaba su herramienta brutal para abrir las conchas de las amonitas y cortar los cuerpos de presas grandes y de rápido movimiento.
“Había tantas criaturas raras y extravagantes… Creo que esto simplemente deja en evidencia lo vibrante que fue esta época”, afirma Suresh Singh, investigador visitante de la Facultad de Ciencias de la Tierra de la Universidad de Bristol, Reino Unido.
De hecho, esta fue la primera vez que los animales de cuatro patas completamente dominaron la vida terrestre. Antes del Pérmico vino la era de los Anfibios, cuando la mayoría de las especies aún estaban ligadas al agua durante al menos parte de sus vidas, explica Singh.
Pero los sinápsidos tenían una gran ventaja sobre los anfibios: podían incubar a sus crías dentro de sus propios cuerpos o poner huevos grandes que conservaban su propia humedad. Básicamente, contaban con su propio “estanque privado” portátil, por lo que ya no necesitaban lagos ni ríos para reproducirse.
El grupo también desarrolló impermeabilización en sus cuerpos, lo que les permitió vivir en una amplia variedad de entornos.
Si bien algunos de los primeros sinápsidos tenían escamas, se cree que otros tenían una piel dura y desnuda. En general, eran animales de sangre fría y de movimientos lentos, pero aún así encontraban la manera de clavar sus garras en su comida favorita: la carne.
En el Pérmico, los sinápsidos eran completamente diferentes a todo lo que se había visto antes en la Tierra.
Y una de las características que realmente los diferenciaba de la competencia era su enorme dentadura. Ya fuera que la dieta de un animal requiriera triturar, masticar, desgarrar o cortar trozos de comida —a menudo carne— estas bestias estaban bien equipadas para la tarea.
En lugar de simplemente tener muchos dientes con formas similares a las de sus ancestros, tenían una auténtica navaja suiza en la boca, desde incisivos hasta caninos.
“Así pues, los herbívoros comen muchísimas plantas diferentes que aportan más nutrientes”, afirma Singh.
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Esto les permitió desarrollar cuerpos más grandes, lo que, a su vez, se tradujo en más calorías para los carnívoros, lo que les permitió convertirse en gigantes. “Los sinápsidos crecieron muy rápido”, añade Singh.
Pronto, Pangea se vio invadida por depredadores.
Es cuando aparece el Dimetrodon, la versión del dragón de Komodo del Pérmico.
Estos animales eran tres veces y media más grandes que sus homólogos modernos, llegando a pesar hasta 250 kg y eran algo más imponentes, con altas “velas” radiales que recorrían todo su lomo.
Estos superdepredadores se pavonearon por las zonas pantanosas de Pangea durante decenas de millones de años, devorando todo lo que encontraban a su paso, desde pequeños reptiles y anfibios hasta gigantescos sinápsidos con cuerpo de barril como el Cotylorhynchus.
En un yacimiento de Texas, los paleontólogos descubrieron que había 8,5 veces más ejemplares de Dimetrodon que grandes presas, una proporción que sugiere una sobreabundancia radical de depredadores, en comparación con lo que cabría esperar según las cadenas tróficas modernas.
Sin embargo, esta misteriosa supuesta “escasez de carne” en tierra se resolvió cuando los científicos descubrieron que los dientes del depredador de lomo avellanado se mezclaban con los esqueletos de tiburones Xenacanthus.
El Dimetrodon había estado cubriendo las carencias de su dieta cazando peces gigantes de agua dulce, y viceversa. Cerca de los restos de Xenacanthus, los investigadores encontraron huesos de Dimetrodon que habían sido masticados por Xenacanthus.
Pero una característica del Dimetrodon ha dejado a los científicos preguntándose durante siglos: ¿para qué servían las “velas” espinosas de su lomo?
En 1886, el paleontólogo Edward Drinker Cope sugirió que una característica similar en un pariente cercano del género podría haber funcionado como una serie de velas literales, como las de un barco.
Cope especuló que los animales usaban sus velas para navegar por lagos, aprovechando el viento. Sin embargo, Cope se equivocó.
La siguiente idea fue que la vela del Dimetrodon actuaba como un panel solar, ayudando a los animales a calentarse rápidamente para poder perseguir a sus presas.
Lamentablemente, las leyes de la física también desbarataron esa teoría. Utilizando el tamaño del Dimetrodon para estimar su tasa metabólica típica, los investigadores calcularon que sus velas habrían sido inútiles para la termorregulación en los miembros más pequeños del grupo, que, sin embargo, invertían mucha energía en la construcción de estas elaboradas estructuras.
De hecho, las velas podrían haber puesto a algunas especies de Dimetrodon en riesgo de hipotermia, al irradiar calor lejos del cuerpo. En cambio, se cree que desempeñaban un papel en el cortejo, ayudando a los monstruos a atraer parejas.
A medida que avanzaba el Pérmico, también lo hicieron los gustos gastronómicos del Dimetrodon.
Si bien inicialmente tendían a cazar presas más pequeñas o de su mismo tamaño, con el tiempo se inclinaron hacia festines más ambiciosos, enfrentándose a presas cada vez más grandes.
Y aquí, una vez más, los dientes lo eran todo: el Dimetrodon posterior poseía dientes serrados y curvos, ideales para agarrar y desgarrar la carne de presas que no podían tragarse enteras. También podían reemplazar sus dientes si se perdían o se rompían, una gran ventaja al cortar trozos duros de carne.
Pero a pesar de sus dientes serrados, nunca llegó a perfeccionar todo el equipo necesario para aprovechar eficazmente la nueva abundancia de presas de gran tamaño, afirma Singh.
Lo que los supercarnívoros del Pérmico realmente necesitaban, explica, eran mandíbulas más anchas. Esto crearía más espacio para la inserción de los músculos, lo que permitiría una mordida más potente.
Y esto dejó un hueco en el mercado. Otros carnívoros estaban más que encantados de ocuparlo.
El mayor depredador del Pérmico fue el Anteosaurus.
Como la cría mutante de un tigre y un hipopótamo, alcanzaba unos 6 metros de largo, y contaba con un apetito similar.
“Es un premio considerable [cuando se excava uno], porque no se encuentran muchos”, dice Benoit. Con mandíbulas musculosas, brazos poderosos y dientes duros que trituraban huesos, estos carnívoros dominantes reinaron en Pangea hace unos 260 a 265 millones de años.
Para realzar su aspecto escalofriante y enmarcar sus enormes dientes, los Anteosaurus tenían crestas óseas en el cráneo, sobre las cuencas de los ojos, que evocaban las orejas de un gran felino.
“Habrían sido aterradores de ver… es lo más parecido a un T. rex en el Pérmico”, dice Benoit. “La cabeza, en general, está muy bien diseñada para matar animales grandes y triturar sus huesos”, añade.
Estos depredadores también eran sorprendentemente rápidos.
En 2021, Benoit y sus colegas examinaron en detalle el oído interno de un Anteosaurus, introduciendo el cráneo de un joven adolescente en un escáner de tomografía computarizada.
Esta región suele estar finamente afinada para el equilibrio en cazadores ágiles, y los investigadores descubrieron que la de este espécimen era radicalmente diferente a la de otros sinápsidos.
Compara las adaptaciones únicas del depredador con las de los guepardos o el Velociraptor. “Es muy, muy especial”, afirma. “Está muy bien desarrollado”.
El equipo también encontró características en el cerebro que indicaban que el Anteosaurus tenía una impresionante capacidad para estabilizar la mirada. “Eso significa que, cuando se fijaba en una presa, no dejaba de seguirla”, afirma Benoit.
Pero la supremacía del Anteosaurus duró poco: desaparecieron en una extinción masiva hace unos 260 millones de años. Pronto llegó la época de los gorgonopsios, el más poderoso de los cuales procede la especie Inostrancevia.
Hoy en día, el Karoo es una franja de llanuras secas y abiertas del tamaño de Alemania, conocida como la “tierra de la sed”.
Pero hace 250 millones de años, la región era relativamente exuberante, centrada en un mar interior alimentado por una red fluvial.
“Habría helechos, colas de caballo y especies primitivas de gimnospermas como pinos y gingkos. En ese momento, no había plantas con flores, por lo que no había flores ni hierba de ningún tipo”, afirma Kammerer.
En este entorno prehistórico, abundaban las presas grandes.
Enormes manadas de dicinodontes (herbívoros parecidos a hipopótamos con picos similares a los de las tortugas) vagaban por el paisaje junto a reptiles colosales y fuertemente acorazados conocidos como Pareiasaurus.
La primera señal de peligro para estos deambulantes herbívoros fue probablemente un Inostrancevia saltando desde un matorral o desde detrás de una colina, afirma Kammerer.
Teniendo en cuenta sus proporciones corporales, cree que probablemente eran depredadores de emboscada.
Tras una breve persecución, Kammerer sugiere que el Inostrancevia pudo haber sometido a su presa con sus extremidades anteriores y haberla matado con sus poderosas mandíbulas y dientes de sable, posiblemente usándolos para destriparla.
Luego arrancaban trozos de carne y se los tragaban enteros. “Eran incapaces de masticar”, dice Kammerer.
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Este animal podía permitirse el lujo de ser un poco descuidado.
A diferencia de los felinos dientes de sable que habitaron el mundo mucho más recientemente y posiblemente coincidieron con los humanos modernos, la especie Inostrancevia podía reemplazar fácilmente los dientes rotos o perdidos, como hacen los tiburones y muchos reptiles.
“A menudo se infiere que los felinos dientes de sable [fosilizados] que se encuentran con colmillos rotos murieron de hambre como resultado de ello”, dice Kammerer.
Sin embargo, a pesar de todas sus adaptaciones como cazadores profesionales, Kammerer cree que la mera presencia de Inostrancevia en Sudáfrica fue una señal ominosa, que presagió la mayor extinción masiva en la historia de la Tierra. Porque, de hecho, nunca deberían haber estado allí.
En cambio, se creía que Sudáfrica estaba habitada exclusivamente por otros gorgonopsios más pequeños.
Hace aproximadamente una década, un coleccionista de fósiles se topó con un ejemplar de Inostrancevia en el Karoo. Kammerer quedó intrigado. “De inmediato pensé: ‘¿Cómo es que esto está aquí?'”, dice.
Hoy en día, una pista permanece en las trampas siberianas, una región que abarca unos 5 millones de kilómetros cuadrados, compuesta íntegramente de roca basáltica.
Esta zona se formó al final del Pérmico, durante un período de intensa actividad volcánica que expulsó 10 billones de toneladas de lava.
Se cree que esto incrementó los niveles de dióxido de carbono en la atmósfera terrestre a unas 8.000 partes por millón (ppm), en comparación con las aproximadamente 425 ppm actuales.
En poco tiempo, la temperatura global se disparó drásticamente, provocando la desaparición de miles de especies en la tierra y en los océanos. Durante la Gran Mortandad, o la extinción masiva del Pérmico-Triásico, se extinguió alrededor del 90 % de la vida.
“Por lo tanto, creemos que el mundo se calentó increíblemente, probablemente el más caliente de los últimos mil millones de años”, afirma Wignall. Esto no solo dificultó la supervivencia en la tierra, sino que fue particularmente catastrófico para la vida acuática.
“El efecto de un planeta muy caliente fue que se estancaron los océanos, por lo que básicamente perdieron el oxígeno en gran parte de la columna de agua. Sin oxígeno disuelto en el agua, las cosas se empiezan a morir”, afirma.
Pero a diferencia de las películas, este fin del mundo no ocurrió instantáneamente.
“Creo que cuando pensamos en extinciones masivas, solemos pensar en la que extinguió a los dinosaurios: un asteroide impacta la Tierra, vaporiza todo a su alrededor y luego levanta una nube de polvo, lo que prácticamente genera un invierno nuclear durante mucho tiempo”, afirma Kammerer.
La extinción del Pérmico, en cambio, se desarrolló a lo largo de cientos de miles de años, explica.
Ahora parece que los gorgonopsios que habitaban originalmente el Karoo se extinguieron silenciosamente mucho antes de que la Gran Mortandad alcanzara su apogeo.
La especie Inostrancevia simplemente cruzó Pangea para llenar el vacío de tamaño de depredador que habían dejado.
En la cuenca del Karoo, Kammerer señala que los ecosistemas se estaban desestabilizando mucho antes del principal pulso de extinción.
Los depredadores se extinguían y eran rápidamente reemplazados por otros. Y cree que esto nos enseña una lección: estamos más avanzados en la crisis de extinción de lo que nos gustaría admitir.
“Un ejemplo de lo que ya hemos visto es que aquí en Norteamérica, históricamente, teníamos un contingente bastante grande de mamíferos depredadores superiores, como osos, pumas y lobos”, dice Kammerer.
Ahora, en su ausencia, depredadores que antes eran de nivel medio, como los coyotes, se están volviendo dominantes. “Están expandiendo agresivamente sus áreas de distribución, habitando muchas zonas donde antes no vivían y, funcionalmente, asumiendo el rol de depredador superior”, afirma.
Al final, ni siquiera Inostrancevia sobrevivió: desapareció hace 251 millones de años, junto con todos los demás gorgonopsios y la gran mayoría de sus parientes sinápsidos.
Sin embargo, un puñado de especies logró sobrevivir, viviendo para aterrorizar a la fauna del Triásico.
Hoy en día, los depredadores sinápsidos siguen con nosotros.
Con el tiempo, algunos de los supervivientes de la extinción del Pérmico desarrollaron su propia calefacción central, pelaje y la capacidad de alimentar a sus crías con leche: los extraños monstruos del Pérmico son los ancestros de todos los mamíferos vivos hoy en día, incluidos los humanos.
*Esta es una adaptación de una historia publicada inicialmente en BBC Future. Para leerla en su idioma original, haz clic aquí.
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