
La Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) definió el futuro de las corridas de toros en la Plaza de Toros de la Ciudad de México (CDMX), suspendidas desde mayo de 2022, cuando un juez ordenó su suspensión contra los reglamentos que permiten la tauromaquia en la capital.
Este 6 de diciembre, la Segunda Sala de la Corte autorizó reanudar las corridas de toros en la CDMX luego de revocar la suspensión otorgada a una asociación civil en un juicio de amparo, que impedía la realización de espectáculos taurinos en la Monumental Plaza de Toros México.
El proyecto de la ministra Yasmín Esquivel, que fue discutido, propuso anular la suspensión definitiva otorgada en mayo de 2022 por el juez Jonathan Bass, quien accedió a la solicitud de la asociación civil Justicia Justa para impugnar el Reglamento Taurino y la Ley para Celebración de Espectáculos Públicos en la CDMX.
Los ministros que integran la Sala estimaron incorrecto el otorgamiento de la suspensión debido a que la asociación civil “no acreditó la existencia de una afectación inminente e irreparable en su contra, que hiciera necesaria una medida cautelar en lo que se resuelve el fondo del juicio”.
Además, consideraron que la concesión de la suspensión afectaba derechos legalmente constituidos a favor de las personas que participan en las corridas de toros y que dependen económicamente de estos eventos al tratarse de una actividad legalmente reconocida como lícita.
Esto ocurre a días de que la corrida Guadalupana del 12 de diciembre, un evento importante para los “protaurinos”, y como antecedente está la prohibición de la Corte de considerar a los espectáculos taurinos y las peleas de gallos en Nayarit como un bien inmaterial cultural.
En mayo de 2022, un juez federal prohibió los espectáculos taurinos, luego de que la organización Justicia Justa llevó hasta un tribunal la denuncia contra el Reglamento Taurino y la Ley para la Celebración de Espectáculos Públicos, amparándose en que la justicia federal prohíbe el maltrato animal.
El juez Jonathan Bass aceptó a trámite la suspensión bajo el argumento de que “la sociedad está interesada en que se respete la integridad física y emocional de todos los animales”.
Sin embargo, “defensores de la tauromaquia” señalan que estos argumentos podrían extenderse a cualquier actividad que afecte a los animales, excluyendo la naturaleza de los toros de lidia, criados específicamente para las corridas, de cualquier ecosistema a preservar.

A las afueras de la SCJN, este 6 de diciembre organizaciones “protaurinas” y defensoras de animales protestan, por un lado para que se reanuden las corridas de toros en la CDMX y por otro para que se mantenga la prohibición.
El debate es entre quienes apoyan la eliminación de la tauromaquia, un espectáculo que fomenta el sufrimiento de los animales y otro sector que argumenta que las corridas de toros son una tradición que debe mantenerse.
Cabe destacar que distintas organizaciones civiles han promovido a lo largo de los años acciones legales para que se prohíban las corridas, una tradición de 500 años en México, aunque no habían tenido éxito.
Los defensores taurinos, en tanto, reivindican la tradición y el valor económico de la industria, que en 2018 movió 343 millones de dólares, creando unos 80 mil empleos directos y 146 mil indirectos.
En México, cinco de 32 estados han prohibido los espectáculos taurinos y apenas este 5 de diciembre, un juez federal con sede en Jalisco suspendió de forma indefinida las corridas de toros en el municipio de Guadalajara, en donde opera la Plaza Nuevo Progreso.


La periodista venezolana Mirelis Morales relata su intento por legalizarse en EE.UU. y cómo se vio obligada a abandonar el trámite migratorio durante el gobierno de Trump.
Migrar a Miami nunca estuvo en mis planes. Sin la posibilidad de una green card, no me atrevía ni a soñarlo. Pero la aprobación del Estatus de Protección Temporal para los venezolanos (TPS por sus siglas en inglés) en marzo de 2022 me abrió un camino de permanecer legal en Estados Unidos que parecía improbable.
Mi travesía migratoria había comenzado en junio de 2018, cuando me fui a Perú en un acto desesperado por salir de la crisis humanitaria que ahogaba a Venezuela.
La aprobación del Permiso Temporal de Permanencia (PTP) en Perú se convirtió en un salvavidas para salir con mi hijo de 1 año y medio a un país que me prometía un poco de normalidad.
Perú me devolvió la calma. Sin embargo, la pandemia de covid me hizo cuestionar qué tan conveniente era seguir sola allí con un niño de 4 años. La idea de que pudiera contagiarme y no tener quién cuidara de mi hijo, me hizo pensar que debía buscar un nuevo destino donde tuviera red de apoyo. Entonces, ya en 2021, pensé en Miami o en Madrid.
Pero la duda volvía a surgir: “¿Cómo logro sacarme los papeles en Estados Unidos?”. Frente a mi falta de opciones, decidí que lo mejor era irme a Madrid y solicitar una visa humanitaria. Antes, quise hacer una parada en Miami para pasar Navidad con mi hermano y recargarme de abrazos luego de meses de aislamiento.
Ese era mi plan. Sólo que no contaba con que las fronteras de España seguían cerradas para los no residentes y me tocó quedarme en Miami con la esperanza de que ese asunto se resolviera lo más pronto posible.
Entonces, pasó lo inesperado.
El gobierno de Joe Biden aprobó el TPS para los venezolanos que estuvieran indocumentados en el país, como una medida de protección humanitaria ante la crisis que persistía en Venezuela. El TPS te daba la opción de obtener tanto el seguro social, como el permiso de trabajo. Y eso lo cambió todo.
Miami se convirtió en un refugio. Me permitió estar cerca de mis afectos, me concedió el privilegio de trabajar como periodista, me permitió formalizar mi negocio editorial y hasta me dio una segunda oportunidad de encontrar el amor.
El último lugar donde pensaba vivir me abría un mundo de posibilidades. De modo que inicié con determinación mis trámites para obtener “mi visa para un sueño”, como tantas veces le escuché decir a Juan Luis Guerra.
Sólo que nadie me preparó para la pieza que me tocó bailar.
“Mirelis, tienes premios, publicaciones, reconocimientos… Puedes pedir una visa de talentos extraordinarios”, me decían mis conocidos.
Todo indicaba que mi perfil calificaba. Así que contacté a un abogado que les había hecho el trámite a otros periodistas venezolanos y desembolsé los primeros US$6.000.
Lo hice con los ojos cerrados, porque ellos habían logrado conseguir sus papeles. ¿Por qué yo no?
Pasé un año armando mi expediente. Un año recabando evidencias –hasta debajo de las piedras– para demostrar los 10 criterios que me avalaban como una persona sobresaliente en mi área.
Cada carta de respaldo ameritaba una búsqueda casi detectivesca para ubicar a la persona responsable de la firma y luego un lobby para convencerlo de que no era un caso inventado. Hubo muchos que se negaron. Otros ni lo dudaron.
Tenía toda mi esperanza puesta en este proceso. No sólo porque me abría la posibilidad de una residencia –y el camino hacia la ciudadanía– sino porque me permitía darle un estatus a mi hijo y a mi pareja que, para ese entonces, tenía más de 11 años a la espera de la entrevista por solicitud de asilo.
Pagué otros US$3.500 entre gastos administrativos y el servicio exprés para obtener respuesta en 15 días. Ello sin contar el gasto en traducciones certificadas.
“Esto es una inversión a futuro”, me repetía cada vez que me tocaba desembolsar más dinero.
El 15 de febrero de 2024 se envió mi expediente. El 27 de febrero llegó la respuesta: caso rechazado. Sabía que existía esa posibilidad. Igual, no pude evitar la frustración ni la impotencia. Lloré hasta que no pude más. Me sentía tan vulnerable…
¿Ahora qué? Tenía la posibilidad de apelar. Pero preferí pedir una segunda opinión.
“Tu caso está mal de base. No tiene sentido apelar. Lo mejor es armar uno nuevo”, me dijo otro abogado.
La buena noticia es que tenía otra oportunidad. La mala es que debía pagar US$12.570 entre honorarios y gastos administrativos.
“Esto es una inversión a futuro”, me volvía a decir.
Me embarqué en armar otro caso. Esta vez más exhaustivo.
¿El resultado?
Un expediente de 700 páginas con pruebas suficientes para demostrar mis aportes en el campo del periodismo, mi rol liderando investigaciones periodísticas en reconocidas organizaciones como BBC y The New York Times, mis publicaciones en los medios más importantes del mundo, mi papel como jurado del trabajo de otros periodistas y mi participación en instituciones periodísticas internacionales.
La solicitud se envió el 24 de enero de 2025, cuatro días después de que Donald Trump asumiera su segundo mandato.
A los días llegó una notificación de Uscis (el Servicio de Ciudadanía e Inmigración de Estados Unidos) en la que solicitaba evidencias adicionales. “¡¿Qué más quieren de mí?!”, pensé. Se envió lo requerido y sólo quedaba esperar.
Se había hecho tan buen trabajo que estaba segura de que esta vez sí obtendría una respuesta positiva. Debía lograr que me aprobaran al menos 3 criterios de los 10 expuestos. Me aceptaron 4.
Solo que no me dieron la residencia, porque, según el funcionario, “no tenía el high-level of expertise requerido” para este tipo de visas.
A juicio de mi abogado, Uscis se había excedido en el uso de la discrecionalidad. A criterio de muchos, mi caso había caído en el hoyo generado por el “efecto Trump”.
Tenía el derecho de apelar ante una corte federal por incumplimiento de la ley. Pero lo descarté al saber que el trámite podía demorar dos años y suponía desembolsar otros US$10.000 sin garantía de nada.
Para aquel momento, el futuro del TPS ya pendía de un hilo. La Secretaría de Estado y el Departamento de Seguridad Nacional luchaban por revocarlo de forma definitiva.
Se habían abierto varias demandas contra la decisión. Un juez determinó que el gobierno no podía interferir. Se asomó la posibilidad de una extensión hasta octubre de 2026. Sin embargo, nada era definitivo. Mi TPS se vencía en septiembre de 2025 y tenía el tiempo en contra.
Mi abogado me propuso optar por la visa O, a través de una empresa que me patrocinara. Otros US$4.000 que debía sumar a mi abultada deuda de la tarjeta de crédito.
Decidí quemar mi último cartucho, a sabiendas de que esa opción no me daba residencia ni ciudadanía. Sólo 3 años de permanencia legal, renovables por tres años más. El tiempo suficiente para que el país tomara otro rumbo migratorio y las aguas se calmaran. Pensé.
Lo que se suponía era un trámite sencillo, terminó por demorarse más de cinco meses y entré en desesperación.
Mi abogado y su equipo estaban colapsados. No respondían los mensajes. Nadie sabía el estatus de mi solicitud. Ni tampoco me daban la cara.
Cuando finalmente se dispusieron a cerrar el expediente para enviarlo, me enteré de las repercusiones tributarias y decidí desistir.
No era sostenible económicamente para mí.
Hasta entonces, había gastado más de US$25.000 sin obtener ningún resultado.
Fueron más de dos años de un intenso desgaste emocional y financiero, dentro de un contexto país cada vez más hostil contra los migrantes, en especial contra los venezolanos.
La única opción que me quedaba para extender mi permanencia en Estados Unidos era acogerme a un asilo extemporáneo, pero, con mis papás en Venezuela, estaba negada ya que eso habría supuesto no poder salir de EE.UU. durante años.
Madrid se abría, de nuevo, como una alternativa.
Por esas cosas del destino, llegué a una publicación en Instagram sobre la visa de nómada digital en España. Pedí una cita con un gestor para conocer con detalle los requerimientos y esa reunión me pintó un panorama más esperanzador: podría obtener la residencia en un plazo de 20 días hábiles y a los dos años optar por la nacionalidad.
Era eso o regresarme a Venezuela.
Fueron días muy complicados emocionalmente. Irme de Estados Unidos implicaba dejar lo más valioso que había construido en los últimos cinco años: mi familia. Y por mucho que mi abogado intentó resarcir el daño con la exoneración del último pago, nada ni nadie me devolvería esa pérdida.
Me tomó un mes cerrar mi vida en Miami. Metí lo que pude en cuatro maletas y viajé a Caracas con el único propósito de renovar mi pasaporte y el de mi hijo para seguir a Madrid.
Tenía la opción de pedir la visa en la embajada de España en Caracas, pero lo descarté al no saber con certeza cuánto duraría el trámite por la vía consular.
Aterricé en Madrid el 8 de septiembre de 2025.
A la semana me reuní con el gestor para entregarle los requisitos de la visa de nómada digital: documentos de mi empresa, estados de cuenta para avalar que gano más de 2.200 euros (unos US$2.580), seguro privado, mis antecedentes penales en Estados Unidos y Venezuela, así como una carta en la que explicara que podía ejercer mis funciones a distancia. Nada más.
Presentamos los documentos el 2 de octubre de 2025. Al mes recibí la noticia: mi residencia en España había sido aprobada por tres años. ¡No lo podía creer!
La resolución llegó en el tiempo establecido y a un costo que no superó los US$825.
Después de tantas vueltas, finalmente había logrado una respuesta afirmativa. De camino a casa, las lágrimas se me salían solas.
Aún no asimilo la sensación de desarraigo que me dejó la salida intempestiva de Miami. De una u otra forma, sentí que Estados Unidos me expulsó. Y me quedó ese mal sabor de no haber logrado permanecer en el país, a pesar de haber hecho las cosas bien.
Cuando me preguntan qué tal va mi adaptación, siempre respondo lo mismo: “No sé si Madrid sea mi lugar, pero, al menos, me ha hecho sentir más que bienvenida”.
España me ha permitido algo que había olvidado en Estados Unidos: ahorrar. Hasta entonces, mi sueldo se iba directo al bolsillo de los abogados y no me quedaba para mucho más. Mi pareja era quien asumía casi toda la carga económica.
Ahora logré recuperar un poco mi autonomía financiera al salir de mis deudas y el dinero me alcanza para cubrir mis gastos: renta, comida, colegio, entretenimiento.
Aquí volví a sentir la libertad de no tener que depender de un auto para moverme de un lugar a otro. El día que llevé a mi hijo caminando al colegio no me lo podía creer.
Ya no tengo que andar contando millas para saber cuánto gastaré en gasolina o en peaje. El sistema de transporte público en España te permite llegar a cualquier parte y te puedes mover por Madrid a una tarifa plana mensual de 32,7 euros (unos US$38).
No falta quien te mete miedo con la cuota que hay que pagar por ser trabajadora autónoma o quien me advierte que tenga cuidado con Hacienda, que no perdonó ni a la mismísima Shakira.
Pero, con todo y eso, aquí he experimentado una sensación que no tenía desde la llegada de Trump a Estados Unidos: sentirme a salvo.
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