“Vecinos, gente, hay que tener empatía con los migrantes, porque nosotros no tenemos las carencias que ellos tienen ahorita mismo. Nosotros al menos tenemos un techo, ellos están debajo de un puente, y muchos no tienen comida, agua, ni tampoco salud. Aquí hay niños de 6 años con cáncer y niñas con problemas cardíacos. Hay personas con muletas, personas amputadas… ¡Tengamos empatía!”, exclama con ambos brazos abiertos Eduardo Romero Méndez, vecino de la colonia 7 de Julio de la alcaldía Venustiano Carranza, en la CDMX,
Eduardo se encuentra en el camellón que pasa por debajo de un enorme puente gris de hormigón, a menos de cinco minutos caminando de la muy concurrida central de autobuses Tapo. Ahí, en lo que antes era un parquecito de juegos infantiles y un pequeño gimnasio callejero cercado por una reja de metal, se extienden ahora 120 carpas donde descansan cientos de personas migrantes sin documentos, en su mayoría venezolanos, haitianos y de Centroamérica.
Entre las carpas, colocadas armoniosamente en filas, niños con pelo afro y adolescentes corretean de un lado para otro, mientras decenas de hombres y mujeres barren el campamento, sacan las bolsas de basura para que se las lleve un camión, y rocían con cloro la zona donde se han instalado unos baños portátiles. Sobre unos fogones, colocados lejos de la maleza, hierven a fuego lento unos frijoles y arroz. Y muy cerca de la zona de juegos infantiles, donde se prohíben las carpas para que los niños puedan tener un espacio, un migrante cuida una docena de celulares que se están cargando sobre una caja de plástico que hace las veces de mesita.
Se trata de un albergue que han improvisado los propios migrantes con la ayuda de un grupo de vecinos de la colonia. Algo insólito en estos tiempos de políticas anti-inmigrantes, de racismo y de expresiones de xenofobia.
El motivo de la improvisación del albergue es que no hay espacios habilitados en la ciudad. No hay tantos albergues de la sociedad civil como en las fronteras sur y norte de México, y menos aún albergues gubernamentales; y los que hay, como el que abrió la alcaldesa Sandra Cuevas en la Cuauhtémoc o el del gobierno capitalino en Tlalpan, no dan atención completa o no se dan abasto ante tantas personas. Tampoco hay política pública alguna para habilitar nuevos espacios, ni para dar atención a los miles de migrantes que están arribando a la ciudad para hacer escala y continuar con su camino a la frontera norte.
Ese aumento de migrantes en la ciudad se puede observar a plena vista, por ejemplo en las diferentes centrales de autobuses, y también en las estadísticas oficiales, en los números: según la Comisión Mexicana de Ayuda a los Refugiados (COMAR), tan solo entre enero y agosto de este año 22 mil 279 personas que estaban en la Ciudad de México solicitaron asilo; el doble de la cifra de todo 2022. Y eso, son solo los que pidieron refugio; pues la cifra de personas que llegan a la capital solo para esperar a que las autoridades estadounidenses le den cita para analizar su caso al otro lado de la frontera, a través de la aplicación CBP One, puede ser todavía muchísimo mayor.
Como resultado, se están comenzando a dar escenas de migrantes durmiendo en las calles, esperando su turno para entrar a algún albergue, o la instalación de campamentos callejeros junto a las centrales de autobuses, lo cual también ha generado, por un lado, protestas de vecinos y algunas expresiones de xenofobia y racismo contra las personas extranjeras; y por otro, que el Instituto Nacional de Migración (INM) haga redadas como la del pasado 13 de noviembre, cuando detuvo a 246 migrantes que estaban durmiendo en carpas junto a la Central del Norte; un operativo que organizaciones civiles defensoras de migrantes denunciaron como un acto de “limpieza social”.
En este improvisado campamento junto a la Tapo, el vecino Eduardo Romero explica que Migración también se ha apersonado varias veces para pedir documentos a los migrantes, y que incluso personal de la alcaldía Venustiano Carranza ha ido para advertirles que tienen que desalojar el parque de inmediato.
“Han venido aquí, pero la puerta se mantiene cerrada”, dice Romero, que señala con la mano hacia una entrada con puertas metálicas donde un grupo de migrantes hacen guardia las 24 horas del día.
“Nosotros como colonos nos paramos ahí en la puerta y no pasa nadie. Y no pasan porque abusan. Estas personas migrantes ya de por sí traen el miedo en el cuerpo por todo lo que han vivido y todavía que lleguen aquí y abusen de ellos no se vale, y no lo vamos a permitir”, advierte tajante el vecino.
Junto a Eduardo está Carlos, un migrante venezolano que no llega a los 30 años. Él es de los más veteranos en el improvisado albergue; lleva aquí 27 días, tiempo en el que ha visto cómo el espacio ha evolucionado rápidamente.
“Al principio no había tantas carpas y tampoco había organización de nada. La gente orinaba por todas partes y eso causó molestia. Hasta que llegó una vecina y nos dijo que nos quería ayudar, pero que antes le ayudáramos con el tema de que no se orinaran aquí y de que sacaran todos los días la basura que se generaba”, explica el originario de Caracas, la capital venezolana.
A partir de ahí, la voz se corrió rápido y muchos migrantes que llegaban en buses desde la frontera sur se percataron del espacio y comenzaron a llegar más personas. La organización se hizo necesaria y fue cuando vecinos como Eduardo, y como Juan Miguel Rojas, les propusieron a los migrantes ocupar el espacio de la cancha callejera bajo un puente colosal para establecer un albergue.
Un espacio, además, en comunión con la vecindad que, dicen los migrantes entrevistados, ha sido “un pequeño milagro” en mitad de un viaje repleto de peligros, extorsiones, sufrimiento, y de persecuciones de todo tipo.
Por eso, decidieron nombrar a este espacio así: ‘Albergue El Milagro de Dios’.
Pero, claro, matiza el vecino Juan Miguel Rojas, no todo es maravilloso, ni todos los vecinos están de acuerdo con la idea del refugio debajo del puente.
“Somos más los que estamos a favor, pero también hay vecinos que están en contra”, admite Rojas.
“Aunque muchos que les tiraban, que porque decían que esto iba a estar sucio, que iba a oler feo, que iba a haber mucho ruido y gente en la calle, cuando han visto que sí hay una buena organización de parte de los migrantes, muchos hasta ya los están ocupando para arreglar sus casas, porque aquí hay muchos que son albañiles, plomeros, y cosas así, y los ocupan para darles un trabajo, para ofrecerles un sostén”, agrega el vecino.
“Es que esto antes sí era un verdadero caos”, interviene de nuevo el vecino Eduardo. “Entre los mismos migrantes se metían el pie. Por eso, como vecinos, nos ha costado tiempo, esfuerzo, dedicación y mucha energía sacar este espacio adelante. Y básicamente solo se trata de eso, de tener empatía con ellos, porque yo sé lo que es no tener nada”, añade.
“Y, claro –puntualiza–, no falta nunca el negrito en el arroz. También hay gente entre los mismos migrantes que no quieren acatar las reglas del lugar. Entonces, se les invita a que, si no quieren cooperar, que sigan su camino para que no destruyan lo que se está haciendo en este espacio”.
Alejandro Capote, otro migrante venezolano de 31 años, que viste una playera de basket y una gorra de los Miami Heat, camina por entre las carpas del improvisado albergue, hasta llegar a la puerta del mismo, donde hay otra venezolana a la que todos aquí llaman ‘negrita’ y que se encarga de organizar la salida de la basura y la entrega de las bolsas con ropa y comida que han llegado producto de las donaciones de iglesias y de ciudadanos.
En la puerta, en un letrero grande de color naranja chirriante, Alejandro explica que están las normas del refugio callejero.
Entre las primeras normas, expone, están no fumar ni tomar, no consumir estupefacientes dentro de las ‘instalaciones’, y no introducir ningún tipo de arma. Cada quien debe barrer la ‘parcela’ donde está su carpa, sacar la basura que genere, y cooperar con 5 pesos para comprar escobas y garrafas de cloro y desinfectante con las que, a diario, se limpia el lugar. Los menores no pueden salir solos del albergue, y a partir de las 12 de la noche todo el mundo debe estar en sus carpas.
“De las personas problemáticas nos encargamos, junto con los vecinos, para que continúen con su camino, porque acá solo venimos gente sana, gente que tiene el sueño americano y que está esperando su cita del CBP One en Estados Unidos”, explica el migrante, que asegura que todos en el albergue están agradecidos con los vecinos que, incluso, “nos han defendido cuando ha venido Migración para llevarnos”.
“Los vecinos nos apoyan al 100”, subraya con una sonrisa. “Y nosotros sabemos que tenemos que corresponder apoyándolos también, acatando las reglas y el orden, y manteniendo siempre limpio el lugar”.
Cuando se le pregunta al vecino Juan Miguel qué le diría a los vecinos y a los ciudadanos que, ante la presencia notable de migrantes en las calles, rechaza a los extranjeros, éste se coloca ambas manos sobre la cintura y responde con algo que puede parecer una obviedad.
“Pues les diría que todos estamos en la misma rueda de la fortuna. Que hoy podemos estar arriba, y mañana abajo”, plantea.
“O sea, todos estamos en la fábrica del jabonero, y aquí el que no cae, resbala, o lo empujan. Todos empezamos desde abajo. Y por eso les digo a todas esas personas que están en contra de los migrantes que se acuerden de cómo empezaron ellos y que tengan un poco de empatía. Seamos humanos”, finaliza.
El gobernador de California, Gavin Newsom, advirtió que la situación puede empeorar entre la noche de este martes y la madrugada del miércoles.
Cientos de bomberos trabajan para tratar de controlar un incendio en una exclusiva zona residencial del oeste de Los Ángeles, en California.
El fuego se inició hacia las 10:30 de la mañana y pasó en pocas horas a quemar cientos de hectáreas en la zona de Pacific Palisades, un área en las colinas del noreste de la ciudad.
Las autoridades ordenaron evacuar a casi 30 mil vecinos y 13 mil viviendas están en riesgo, informó la jefa del Departamento de Bomberos de Los Ángeles, Kristin Crowley, en una rueda de prensa.
El gobernador de California, Gavin Newsom, quien también participó en la conferencia, advirtió que la situación puede empeorar entre la noche de este martes y la madrugada del miércoles, cuando se esperan ráfagas de vientos de hasta 160 km/h.
“No crean que no están en peligro y sigan las órdenes para salir de sus casas”, les pidió a los residentes.
Lori Libonati es una de ellas. “Parece un infierno”, le dijo al diario Los Ángeles Times antes de tener que abandonar la zona.
Las autoridades hablan ya de “varias estructuras quemadas”. De momento no se han reportado heridos ni desaparecidos.
El Departamento de Policía de la ciudad ha enviado a 100 agentes a auxiliar en la evacuación de 10 mil residencias y 15 mil negocios, y tiene a otros 60 elementos a la espera por si las circunstancias empeoran.
El proceso empezó siendo caótico, debido a las características de la zona residencial, sin suficientes rutas de acceso.
La principal vía de entrada y salida se ha visto colapsada por momentos, entre vecinos que huían por miedo a ser alcanzados por las llamas y bomberos que querían acceder a ella.
Y las autoridades tuvieron que usar maquinaria pesada para retirar los vehículos que bloqueban el acceso a los camiones cisterna.
También se ha habilitado un albergue que ya está recibiendo a los vecinos que tuvieron que dejar sus casas.
El incendio ha dejado una enorme nube de humo visible desde prácticamente todo Los Ángeles.
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