En 1994, durante el mandato de Bill Clinton en Estados Unidos, la política migratoria tuvo un cambio de rumbo. La Patrulla Fronteriza recibió la orden de frenar la migración con una estrategia que titularon “Prevención a través de la disuasión”. El nombre, compuesto de términos neutros, pretendía disimular la violencia de la idea que lo impulsaba.
El plan consistía en militarizar la frontera y dejar abiertas las zonas más peligrosas e inhóspitas para que las personas migrantes crucen. Esta política provocó un fenómeno llamado efecto embudo. La efectividad de la política se midió con dos indicadores: aumentaron las muertes en la frontera y bajaron las detenciones.
“La estrategia se basó en el potencial letal de los desiertos del suroeste de EE.UU”, dice en un artículo académico la antropóloga Robin Reineke, que trabajó durante años en la morgue del condado de Pima, Arizona, para identificar migrantes muertos en la frontera.
Desde el puntapié inicial de Clinton hasta la fecha, casi 30 años después, tanto gobiernos republicanos como demócratas han aumentado el presupuesto para financiar recursos, como puestos de vigilancia, vehículos y personal para controlar las rutas más usadas por los migrantes para cruzar ilegalmente a Estados Unidos.
De un año a otro, las muertes en la frontera sur de Estados Unidos se duplicaron al pasar de 254 en 2020 a 568 en 2021, de acuerdo a reportes públicos de CBP.
“Estados Unidos ahora gasta más de $25 mil millones en control fronterizo y de inmigración, en comparación con sólo $1.5 mil millones en 1994. La dependencia de la economía de EE. UU. de la mano de obra de América Latina sigue sin abordarse, al igual que el impacto a largo plazo de la política exterior de EE. UU. en la región. Como resultado, los migrantes continúan viniendo al norte y continúan muriendo en el camino en México y en los desiertos de las fronteras de los Estados Unidos”, dice Reinke en el artículo publicado en Society for Cultural Anthropology.
En tres años (2019, 2020 y 2021) la cantidad de fallecidos se triplicó: pasó de 255 a 900, según datos otorgados por CBP (Customs and Border Protection), ante un pedido de acceso a la información pública de este equipo de investigación, que fue enviado de manera ininteligible y fue procesado para su análisis.
A pesar de que Estados Unidos se jacta de que las políticas que implementa son de disuasión, en realidad los migrantes siguen cruzando. Incluso aunque algún familiar haya tenido el peor final.
“Los migrantes llegan a intentar cruzar hasta 5 veces, hasta que mueren en el desierto”, dice Mirza Monterroso, integrante de Colibrí Center, una organización que apoya a los forenses del condado de Pima (Arizona) en la búsqueda del ADN de las familias en sus países de origen.
Muchos de los migrantes que emprenden el camino hacia Estados Unidos no tienen noción de las distancias y los peligros. Las comunidades están llenas de historias de éxitos, personas que conquistaron el sueño americano. Muchas de esas historias son impulsadas por la propia maquinaria cultural de Estados Unidos, que durante décadas ha predicado que en sus tierras todo es posible.
Pero también hay otro factor, a las personas que migran y a sus familias muchas veces les da vergüenza hablar de lo malo: las extorsiones, las deportaciones, el hermano preso, la hija desaparecida, el amigo abandonado en el desierto, la vecina secuestrada por las pandillas.
“No dimensionan las distancias, no conocen el mapa. No saben la extensión de México. Menos los peligros”, dice Katalina López, coordinadora de la organización ECAP (Equipo de Estudios Comunitarios y Acción Psicosocial) en Guatemala, y agrega: “Los coyotes mienten: ‘Mire, págueme eso y usted no va a caminar, yo lo llevo en bus’, les dicen”.
Por esto, en Chimaltenango, jóvenes de las comunidades decidieron pintar murales que fueran testimonio de estas realidades. En uno de ellos pintaron un mapa de México porque descubrieron que muchas personas en tránsito tenían la idea que una vez llegaran a la frontera entre México y Guatemala ya estarían cerca de alcanzar su destino en Estados Unidos.
Dice su familia que Axel era un buen estudiante. Pero con la pandemia se cerraron las escuelas y ya no quiso estudiar. “Se le metió en la mente que se quería ir a Estados Unidos, a tener una mejor vida, a ayudar a su papá carpintero a que el negocio crezca”, cuenta su Gris, su tía.
Y advierte: “La mayoría de las personas van pero no dicen cómo es el viaje. Si alguien pasó, anima y dice: 'vengan, vengan'. Pero nunca cuentan cómo cruzan las personas. Y si hay algún sufrimiento u obstáculos no lo dicen. Si tan solo uno supiera todos los obstáculos que atravesó en el camino, yo diría que no seguirían, pero como no lo cuentan entonces ellos tienen más valor para irse”.
De acuerdo con la base pública estadounidense llamada NamUS, en los últimos diez años desaparecieron 194 jóvenes hombres latinos en la frontera entre Estados Unidos y México.
Gris anotó en un cuaderno cada comunicación que tuvo con su sobrino desde que salió para Estados Unidos. El 19 de agosto de 2021 escribió: “10 de la noche pasa el río. Desde allí ya no volvió a escribir. Desde ese entonces ya no supimos nada de él”.
Cuando Axel desapareció tenía 18 años. Perderlo, para la familia, fue como un mazazo sobre un vaso de vidrio. Su tía se echó al hombro la búsqueda. Sentada en una banqueta blanca, lleva el clásico huipil de las mujeres mayas guatemaltecas, parece pequeña rodeada de plantas de café. Toda su familia la mira. Empieza a contar.
Axel se fue de Chimaltenango, Guatemala, el 26 de julio de 2021. Hasta el mes de agosto se comunicó con su familia. En uno de esos mensajes contó que lo atraparon y oficiales de Migración de Estados Unidos lo dejaron en el puente del Río Bravo, en México. Les dijo que tenía espinas de cactus en las piernas, ampollas en los pies y un poco de gripe. Esperó una semana a que saliera otro grupo para intentar cruzar.
-Nos dijo que el guía le iba a comprar medicinas. Pero nunca lo compró. Así que creemos que salió enfermo-. Gris habla pausado, suave, claro, pero la forma en la que mueve las manos sobre sus rodillas delatan que está nerviosa.
Su cuñado, el papá de Axel, la mira con atención pero parece que su pensamiento está en otro lado. De niño vivió el conflicto armado en Guatemala."Yo viví esa guerra, se sufrió mucho”, recuerda y dice que ahora siente algo parecido, “porque a sufrir van y otra vez el temor siempre nos tiene. El miedo a pedir ayuda, por el coyote que después mata a la gente. Porque así se vivió el conflicto armado. Yo por hablar con gente como ustedes, pues te mataban”.
Teme hacer pública la historia de su hijo porque hace unos meses los extorsionaron. Alguien con acento mexicano llamó por teléfono y dijo que sabía dónde estaba Axel, pero si lo querían volver a ver, advirtió, tenían que pagar. Y pagaron. Se endeudaron. Tuvieron que vender un terreno que tenían.
La familia esperó 15 días antes de hacer la denuncia, cuenta Gris, porque el coyote (la persona que a cambio de dinero se comprometió a llevar a Axel a Estados Unidos), les dijo que lo tenían en una bodega para que se repusiera de todo el desgaste que le había producido el primer intento de cruzar, antes de que los atraparan los oficiales de Migración. “‘Que estaba vivo y vitaminado’, dijo. Pero creemos que no nos dijeron la verdad”, explica.
La hermana de Gris, la mamá de Axel, está parada detrás de la cámara, respira fuerte, con las manos cruzadas en el pecho, meciéndose. Después de la desaparición de su hijo le dolían los dedos de las manos, las muelas. Como si su cuerpo punzara. “Duele el cuerpo de estar pensando”, dice más tarde sentada en el patio de su casa.
Luego de hacer la denuncia la tía llamó a los consulados en México y Estados Unidos para que le dijeran qué podía hacer. El 17 de septiembre, un mes después del último mensaje de Axel, le explicaron que tenía que ir buscarlo a la ruta por la que él cruzó.
La matriarca, la abuela de Axel, está sentada en el suelo, con la cabeza gacha y las piernas extendidas, llora. Cuando Gris termina de dar su testimonio se levanta y se deja retratar con una foto de él. Al verla rompe en llanto nuevamente: nunca había visto esa foto, fue la última que le sacó la tía a Axel antes de emprender el viaje.
Gris repite cada fecha con precisión, las tiene en la memoria. Además, en su cuaderno anota con detalle cada cosa que pasó desde que Axel desapareció: qué objetos llevaba, cómo vestía cuando se fue, cuáles son las marcas y cicatrices en su cuerpo que lo hacen identificable, a cuáles oficinas se acercaron a denunciar, las charlas con el coyote, cada gasto que hicieron para encontrarlo.
En Pacón, Guatemala, cuentan los vecinos, hay un matrimonio que hipotecó su casa para pagarle al coyote. Un hijo desapareció camino a Estados Unidos, el otro pasó pero está traumatizado y no ha podido mandar dinero. El señor, mayor ya, está enfermo. La señora le consultó a una vidente de la iglesia para saber si su hijo perdido sigue vivo. Pronto los van a desalojar.
Desde las organizaciones que trabajan con migrantes en Guatemala explican que hay toda una red montada: un coyote, un abogado, un prestamista. Si una persona quiere migrar busca a algún vecino que tenga un familiar que “pasó”, es decir que logró cruzar ilegal a Estados Unidos, y le pide el contacto de la persona que lo hizo posible.
Se activa la red: el coyote pone el precio. Hoy se cobra 19 mil dólares aproximadamente. Si la persona que quiere migrar no tiene el dinero, cosa que pasa la mayoría de las veces, la manda con un prestamista. Para otorgarle el préstamos éste le pide algo a cambio, una propiedad, un terreno, lo que tenga para dejar en garantía. Y para asegurarse que podrá ejecutar la deuda de ser necesario contacta a un abogado.
A veces no necesitan documentos legales y se valen de la extorsión. A la deuda original se le suman los intereses. Las personas que migran y sus familias cuentan con que en Estados Unidos podrán prosperar rápidamente y pagar. Pero si el migrante desaparece o muere las familias no tienen cómo devolver el dinero.
Las familias les tienen miedo al coyote porque saben dónde viven. Muchas veces, deciden incluso, no denunciar a su familiar desaparecido por miedo a las represalias que pueda tomar la persona que cobró para cruzar al desaparecido.
Muchas veces los migrantes no usan su nombre ni su nacionalidad real cuando están intentando llegar a Estados Unidos. Lo hacen porque si los atrapan cuando los deportan los mandan a México que es el país más cercano para volver a cruzar. Entonces, si son capturados por la Patrulla Fronteriza, cuando les toman las huellas digitales, quedan registrados con el nombre falso.
Si deciden volver y mueren en el trayecto para las bases forenses de Estados Unidos esa persona tiene otra identidad, la falsa. Salvo que la familia supiera que iba a usar otro nombre.
Esto pasó con Axel. El coyote le dio una identificación falsa, con un nuevo nombre y nacionalidad Mexicana. Además de esa identificación le entregó una hoja de cuaderno con datos que tenía que aprenderse por si lo atrapaban.
Su familia sabe que en su primer intento de cruzar usó esa credencial pero no saben si la tenía por segunda vez. Hoy lo buscan con los dos nombres. Y sigue desaparecido.
El nombre de Alex fue modificado por seguridad de la familia
Esta investigación fue realizada gracias al apoyo del Consorcio para Apoyar el Periodismo Regional en América Latina (CAPIR) liderado por el Institute for War and Peace Reporting (IWPR).
En la cima de la guerra comercial, el presidente Trump y el primer ministro Mark Carney acordaron esta semana sentarse a “renegociar exhaustivamente” la relación de sus países.
“La geografía nos hizo vecinos, la historia amigos, la economía socios y la necesidad nos volvió aliados”.
Las palabras las pronunció el 17 de mayo de 1961 el entonces presidente de Estados Unidos, John F. Kennedy, en el Parlamento canadiense.
Apenas llevaba cuatro meses en el cargo y sabía que su liderazgo, y el del país que representaba, necesitaban un impulso, sumidos como estaban en plena Guerra Fría con el bloque comunista soviético.
Así que en Ottawa, Kennedy aprovechó para hacer un guiño a la relación bilateral y establecer una agenda global conjunta.
“Está claro que en una época en la que nuevas fuerzas están afirmando su poder en el mundo y la forma política del hemisferio está cambiando rápidamente, nada es más importante que la unidad de EE.UU. y Canadá”, añadió para rematar su discurso, ante la mirada de aprobación del primer ministro canadiense John Diefenbaker.
Pero mucho ha llovido desde entonces, y lo que se escucha hoy de los líderes de ambos países no puede estar más en las antípodas de aquel ambiente de concordia.
“La antigua relación que teníamos con EE.UU., basada en la integración cada vez mayor de nuestras economías y en una estrecha cooperación en materia de seguridad y militar, ha terminado“, zanjó este jueves el primer ministro canadiense, Mark Carney.
El presidente del país vecino, Donald Trump, acababa de anunciar unos aranceles del 25% a la importación de automóviles, algo que cayó como una bomba en una Canadá en plena campaña electoral hacia los comicios del 28 de abril.
Fue el colofón de una serie de medidas y desplantes que comenzaron con llamar al anterior primer ministro, Justin Trudeau, el “gobernador del 51º estado” estadounidense y siguió con de una guerra comercial abierta.
Ambos jefes de gobierno conversaron este viernes por teléfono en un primer intento por limar asperezas, una llamada que los dos describieron como “productiva” y en la que acordaron sentarse a “renegociar exhaustivamente” tras las elecciones canadienses.
Pero Carney, que además de primer ministro es candidato del Partido Liberal en estas elecciones, no se desdijo y dejó claro que este es el inicio de una nueva era en la relación entre dos países vecinos que han sido amigos y aliados durante generaciones.
A continuación, cuatro datos que reflejan la complejidad del vínculo entre estas dos naciones.
Los territorios que hoy constituyen Estados Unidos y Canadá no siempre fueron aliados.
Durante la Guerra de la Independencia de EE.UU. (1775-1783), cuando 13 colonias británicas del actual territorio estadounidense se rebelaron y lucharon por independizarse de la Corona, las canadienses rechazaron las invitaciones para unirse a la revuelta.
Al estallar de nuevo las hostilidades entre EE.UU. y Reino Unido en la guerra de 1812, las tropas estadounidenses invadieron los territorios canadienses bajo dominio británico esperando ser recibidas como libertadoras, solo para encontrar una respuesta armada. Un episodio que —según coinciden expertos— contribuyó en gran medida al surgimiento del sentido de identidad canadiense.
“Desde el final de la guerra de 1812 no ha habido encuentros oficiales abiertamente hostiles, en parte porque muchos estadounidenses tendían a creer que los canadienses se unirían a la república”, escribe Robert Bothwell, profesor emérito del Departamento de Historia de la Universidad de Toronto, en un informe publicado en 2019.
“Al no ocurrir, EE.UU. aceptó a un Canadá independiente pero amigable como un vecino permanente, útil y deseable”, prosigue el especialista en el texto, centrado en los últimos 200 años de relación entre Canadá y EE.UU.
Sin embargo, aunque los vecinos establecieron relaciones diplomáticas en 1927, fue durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) cuando se estrechó la cooperación canadiense-estadounidense.
Desde entonces, hubo acontecimientos que pusieron a prueba esa amistad, como la guerra de Vietnam, la represión de las protestas del movimiento por los derechos civiles en los estados sureños y la invasión de Irak encabezada por EE.UU. en 2003, a la que Canadá se opuso con firmeza.
Pero en general ha estado marcado por gestos de cooperación y solidaridad, como la respuesta canadiense a los ataques del 11 de septiembre de 2001 contra EE.UU.
Unos 7.000 pasajeros que iban a bordo de decenas de vuelos desviados tras los atentados fueron recibidos en Gander, una comunidad de apenas 11.000 habitantes de la isla de Terranova.
A ese espíritu de colaboración hizo referencia el 8 de febrero Justin Trudeau, ya como primer ministro saliente, en un emotivo mensaje a la nación después de que Trump firmara una orden ejecutiva que establecía un 25% de aranceles a todo producto importado de Canadá.
“Desde las playas de Normandía hasta las montañas de la península coreana, desde los campos de Flandes hasta las calles de Kandahar, hemos luchado y muerto junto a ti durante tus horas más oscuras”, dijo.
La frontera entre Canadá y EE.UU. constituye el límite territorial internacional más largo del mundo, una línea recta imaginaria trazada a lo largo del paralelo 49.
Sumando porciones de los océanos Atlántico, Pacífico y Ártico, además de los Grandes Lagos, mide un total de 8.891 kilómetros.
Fue el Tratado de París del 3 de septiembre de 1783 el que le dio origen, el mismo que puso fin a la guerra de la Independencia de EE.UU. Pero numerosos acuerdos posteriores han ido conformándola tal como es en la actualidad.
Separa a 13 estados de EE.UU. de siete provincias canadienses y un territorio, y varias comunidades indígenas se extienden a un lado y otro.
Y agencias de ambos países estiman que al día la cruzan alrededor de 400.000 personas y bienes y servicios por un valor de US$2.500 millones.
Es una frontera no militarizada, cuidada únicamente por elementos civiles, y de forma mucho menos activa que el muy patrullado confín entre EE.UU. y México.
Aunque ante la llegada de Trump a la Casa Blanca, en diciembre de 2024 el gobierno de Canadá anunció una inversión de US$1.300 millones en personal, equipamiento y nueva tecnología para reforzar la vigilancia.
“El 20 de enero, como una de mis muchas primeras órdenes ejecutivas, firmaré todos los documentos necesarios para cobrar a México y Canadá un arancel del 25% a todos los productos que ingresen a EE.UU. por sus ridículas fronteras abiertas”, había advertido ya el republicano en su red Truth Social tras ganar las elecciones en noviembre.
“¡Este arancel permanecerá en efecto hasta que las drogas, en particular el fentanilo, y todos los extranjeros Ilegales detengan esta Invasión a nuestro país! Tanto México como Canadá tienen el poder para resolver fácilmente este problema latente desde hace mucho tiempo”, zanjó.
Mientras, el gobierno canadiense sostiene que la guerra arancelaria tiene más bien propósito geopolítico. “La excusa del fentanilo es ficticia”, subrayó Trudeau a principios de marzo, antes de que Carney lo relevara en el cargo.
“Trump quiere que la economía canadiense colapse para anexionarnos”, espetó.
Aunque la administración Trump acuse a las agencias canadienses de no hacer lo suficiente para impedir el tráfico de fentanilo, un opioide sintético que ha contribuido con más de medio millón de muertes por sobredosis en EE.UU. desde 2012, las cifras muestran una realidad mucho más matizada.
Según datos de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de EE.UU. (CBP, por sus siglas en inglés), el año pasado se interceptaron alrededor de 43 libras de fentanilo provenientes de Canadá, mientras que las autoridades canadienses incautaron alrededor de 11 libras llegadas del sur durante el mismo período.
Según datos del gobierno canadiense, el comercio bilateral alcanza el billón de dólares anual, mientras casi US$2.500 millones en bienes y servicios que cruzan la frontera común a diario.
Estados Unidos vende más productos a Canadá que a cualquier otro país, lo que convierte a Canadá en el principal cliente de 32 estados estadounidenses.
Asimismo, EE.UU. es el principal inversor en Canadá; representa el 46% del total de inversión extranjera directa, según el más reciente Informe sobre el Clima de Inversión del Departamento de Estado.
En 2024, la inversión extranjera directa de Estados Unidos en Canadá se situó en US$452.000 millones, mientras que la inversión extranjera directa canadiense en EE.UU. alcanzó los US$672.000 millones de dólares.
Asimismo, casi una cuarta parte del petróleo que EE.UU. consume cada día proviene de su vecino del norte, y solo la provincia de Alberta exporta 4,3 millones de barriles al día.
Según la Administración de Información Energética estadounidense., EE. UU. consume alrededor de 20 millones de barriles al día, mientras que a nivel nacional produce alrededor de 13,2 millones.
“No necesitamos su energía. No necesitamos su petróleo y gas”, dijo en enero Trump. “No necesitamos nada de lo que tienen”.
Durante la mayor parte de las últimas cuatro décadas, el comercio entre Canadá y Estados Unidos se ha regido por una sucesión de acuerdos de libre comercio.
El más reciente es el T-MEC, que entró en vigor en julio de 2020 y del que forma parte también México.
“Hay cosas que podemos hacer, no solo para trabajar juntos con Estados Unidos, sino para generar más capacidad de acción para Canadá”, dijo el exministro de Finanzas canadiense Bill Morneau (2015-2020), en una conferencia titulada “Las relaciones entre Estados Unidos y Canadá en una época de tumultuosa política norteamericana” ofrecida en la Universidad de Yale el mes pasado.
“El desafío es mantener la cabeza fría frente a un diálogo degradante y francamente ofensivo, y hacerlo de una manera que reconozca la relación positiva y muy beneficiosa a largo plazo entre nuestros dos países”.
Canadá es un exportador neto de electricidad a EE.UU. y las redes energéticas de ambos países mantienen una alta interdependencia.
Sus redes eléctricas se fusionan en un sistema “complejo y altamente interconectado” en el que las principales empresas canadienses del sector cuentan con filiales y divisiones comerciales en Estados Unidos, según la Administración de Información Energética de ese país (EIA, por sus siglas en inglés).
Ambas naciones intercambian energía por valor de US$95.000 millones anuales y en algunos estados este comercio llega a representar entre el 5% y el 15% de su PIB, según una investigación del Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales (CSIS).
EE.UU. importó 33,2 millones de megavatios-hora (MWh) de electricidad en 2024, de los cuales 27,2 millones provinieron de Canadá y el resto de México.
Aunque esta cifra representa menos del 1% del consumo total de electricidad estadounidense, su impacto es significativo en ciertos estados, especialmente los fronterizos con su vecino del norte.
Es por eso que la electricidad ha sido también foco de tensión en la guerra comercial entre ambos países.
El gobernador de Ontario, Doug Ford, eliminó el 11 de marzo el recargo del 25% que un día antes había impuesto a la electricidad que esta provincia canadiense vende a tres estados de EE.UU.
Horas después, el presidente Trump, retiró su amenaza de elevar del 25% al 50% el arancel sobre el acero y el aluminio canadienses.
En cualquier caso, el comercio energético entre ambos países no es unidireccional: Canadá también importa electricidad estadounidense, especialmente en los últimos dos años en los que la sequía ha reducido la capacidad de generación de las centrales hidroeléctricas canadienses.
Pero la lista de conexiones e interdependencias no acaba ahí.
Ambos países también cooperan en defensa, a través de distintos foros e instrumentos bilaterales y multilaterales, aunque un funcionario de alto rango del gobierno le confirmó recientemente a la agencia AP que su país inició negociaciones con la Unión Europea con el objetivo de reducir su dependencia de EE.UU. en esa materia.
Como buenos vecinos, tienen una historia común de migraciones, con grandes movimientos en ambas direcciones desde 1750 hasta bien entrado el siglo XXI.
Sus habitantes comparten, en gran parte, lengua, y sus identidades se han ido definiendo por momentos en contraposición a la nación vecina.
“De todos los países, Canadá ha sido históricamente el que más se ha parecido a Estados Unidos, en términos de cultura, geografía, economía, sociedad, política, ideología y, especialmente, historia”, escribe Bothwell, el profesor de la Universidad de Toronto en su informe.
“Una cultura compartida —literaria, social, legal y política— es un factor crucial en las relaciones entre canadienses y estadounidenses. Y la geografía es, al menos, igual de importante”, prosigue.
“Ninguna idea estadounidense, buena o mala, desde el liberalismo hasta el populismo, deja de encontrar eco en Canadá. Lo fuerte o lo suave que suene el eco marca la diferencia”, concluye.
O como más célebremente describió la relación entre vecinos el ex primer ministro Pierre Trudeau:
“Vivir a tu lado es en cierto modo como dormir con un elefante. No importa cuán amigable y ecuánime sea la bestia, si es que puedo llamarla así, uno se ve afectado por cada contracción, por cada gruñido”.
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