Es un camellón de tierra estrecho, de apenas unos tres metros de ancho, que está junto a un changarro callejero de tortas y tacos para llevar, y dos carreteras también estrechas repletas de baches que dan acceso y salida a ruidosos autobuses que emanan bocanadas de humo negro. Ahí, a un costado de la Central del Norte de la Ciudad de México, decenas de carpas pequeñas se levantan amontonadas en fila para proteger a sus ocupantes del corrosivo sol de la mañana, de las fuertes lluvias de la tarde, y del intenso frío de la noche.
Alrededor del improvisado campamento, en mitad del vocerío de vendedores ambulantes, llanto de bebés, música salsa a todo volumen, y del pesadísimo tráfico del mediodía en la ciudad, decenas de migrantes venezolanos y alguno que otro nicaragüense, hondureño, guatemalteco y haitiano, platican entre ellos bajo la sombra raquítica que ofrecen unos árboles, al tiempo que algunos tratan de limpiar las hojas muertas que dejó el fuerte viento y la lluvia de la noche anterior y que le dan al campamento un aspecto sucio y algo desolado.
Sentado en una banqueta, frente a la fila de taxis de la Central del Norte y junto a otro migrante que hace modernos cortes de cabello a cambio de 50 pesos con una maquinilla que funciona a pilas, el venezolano Édgar, 27 años, pants negros, tenis Jordan de fayuca y una sudadera con gorro verde clara, explica que está esperando a un compañero para salir a buscar trabajo. Hace apenas unos días que renunció al que tenía como mozo de un almacén, donde asegura que trabajaba sin papeles 12 horas cargando pesadas cajas a cambio solamente de 270 pesos la jornada.
—No jodas, chico, con eso no te alcanza ni para la comida del día —lamenta con una sonrisa cansada que le deja a la vista unos dientes perlados y perfectamente delineados.
Édgar lleva varias semanas en el campamento. Está reuniendo algo de “plata” para comprar un boleto de bus y volver a intentar cruzar la frontera y entregarse a las autoridades de Estados Unidos en busca de asilo. Sería su segunda vez, luego de que en agosto pasado esas mismas autoridades lo tuvieron retenido cuatro días en un centro de Texas y sin explicación alguna decidieron regresarlo a México, donde las autoridades migratorias no lo deportaron a su país, pero sí lo regresaron a la ‘casilla de salida’: a Villahermosa, Tabasco, a casi 1 mil 500 kilómetros del ansiado norte. Se trata de una de las ‘tácticas’ habituales (y violatorias de derechos humanos) del Instituto Nacional de Migración para desalentar a los migrantes y que ellos mismos vayan por su propio pie hasta la frontera sur para ‘autodeportarse’ de México.
Cuestionado sobre por qué tantos migrantes como él están acampando ahora en las inmediaciones de la central camionera, así como en la explanada donde hay una boca del Metro justo enfrente de la entrada a la terminal, el joven encoge los hombros.
En primer lugar, explica que los albergues de la capital “están a full de llenos” y no hay cupo, o cuesta mucho alcanzar un hueco bajo techo. Además de que en esos albergues, tal y como documentó Animal Político en el caso del refugio de la alcaldía Cuauhtémoc, hay que salir igualmente a la calle a buscarse la vida para comer algo, pues no ofrecen alimentos y en algunos casos tampoco agua para bañarse o lavar la ropa.
Y en segundo lugar, agrega Édgar, porque las autoridades de migración pusieron de nuevo el cerco al tren conocido como ‘La Bestia’ para que nadie suba, o le cueste mucho hacerlo. Por eso, recalca, muchos migrantes ya no se están yendo tan en masa como hace unas semanas a Huehuetoca, el municipio mexiquense a unos 60 kilómetros donde se se suben al tren, sino que están optando por la Central del Norte con la esperanza de subir a un bus que los deje en Monterrey, para de ahí lanzarse a Piedras Negras, en Coahuila, y de ahí a Eagle Pass, Estados Unidos.
Pero claro, matiza el venezolano con otra sonrisa cansada, subir al bus, si bien no es tan peligroso como treparse a los hierros de La Bestia, tampoco es una tarea fácil.
Primero, enumera de nuevo Édgar, porque no a cualquiera lo dejan subir.
—Necesitas probar que estás registrado en la CBP One —explica, haciendo referencia a la app que el gobierno de Joe Biden sacó para que las personas puedan realizar su solicitud de asilo vía electrónica y ahí mismo se les otorgue una cita para presentarse en suelo estadounidense y analizar el caso. “Sin eso, no te venden el boleto”, insiste el migrante.
Animal Político recorrió varios stands de compañías de transporte terrestre al interior de la Central, y ahí explicaron que, en efecto, se necesita presentar el “pre-registro” en la app, independientemente de cuál sea la nacionalidad del migrante, más una identificación oficial.
Y aún así, dice el venezolano con el ceño fruncido, los boletos también son muy limitados.
—Te venden 6, 7, 8, a lo sumo 10 boletos. El resto es solo para los mexicanos.
Además, todo lo anterior puede ser válido, o no, en función de la persona que esté al frente del mostrador, de su humor, de las indicaciones de la compañía, o incluso de los prejuicios raciales.
—Otras veces te dicen que no, que además del pre-registro necesitas que si el pasaporte sellado, que si la tarjeta de visa humanitaria, que si la cita ya programada, y no sé cuántas vainas más.
Y luego está el tema económico, claro. Aproximadamente, un boleto a Monterrey sale en unos 1 mil 500 pesos por persona, y la mitad del costo para los niños. Como prácticamente la gran mayoría de los migrantes venezolanos y haitianos que llegan a la terminal vienen con al menos dos menores, o incluso tres, cuatro y hasta cinco, el gasto para las familias se dispara considerablemente.
Por ello, en otro camellón estrecho que hay entre el campamento migrante, el changarro callejero de comida y la fila de taxis, se escucha a otro joven migrante venezolano que, con un mazo de tarjetas en la mano, vocifera que por fuera de la terminal hay otros autobuses que, sin tantas exigencias burocráticas, van para el norte a cambio de 1 mil pesos; 500 menos que el precio convencional. Al ser compañías desconocidas —en una de las tarjetas que reparte el joven se ve un autobús sin logo alguno y un número de whatsapp que reza ‘servicio de paquetería’ a Monterrey-Torreón-Ciudad Juárez— hace que muchos migrantes desconfíen del servicio.
—Mira pana, te subes a ese bus, y quién sabe dónde aparezcas —suelta una carcajada el venezolano mientras se despide para salir, un día más, a buscar el trabajo que lo ayudará a buscar el norte.
—¿Usted sabe si está prohibido estar aquí pidiendo con los niños?
La pregunta la hace con cara exhausta de no haber dormido en toda la noche Juana, una hondureña de 28 años que se encuentra con sus dos hijos, una niña de 10 años y un niño de 6, pidiendo unas monedas o algo para comer en las escaleras de la estación del Metro que desemboca justo delante de la Central del Norte.
Muy cerca de ella, a un costado de las escaleras, los venezolanos Jorge, de 30 años, y Bryan, de 33, se desgañitan gritando para ofrecer el platillo nacional por excelencia de su país: “¡Hay arepa, papá!, ¡Hay arepa!, ¡Llévate la de pollo por 40 pesos!”.
Juana los mira sin ponerles demasiada atención. Está más pendiente de una señora menuda, con lentes y pelo recogido en una cola, que porta un chaleco reflectante de color naranja y que avisa a los migrantes que están sentados en unas bancas que, pasando de unos pilotes de concreto amarillos que están a unos pocos pasos de la boca del Metro, no pueden poner tiendas de campaña, ni dormir, ni vender comida.
Por eso la pregunta con cara de angustia de Juana, porque cree que ella y sus hijos pueden estar haciendo algo indebido y porque ve agentes de migración hasta en la señora menuda que no tiene ninguna autoridad para pedirle unos documentos que, obviamente, no tiene.
Aunque quien la espanta más, murmura sin quitar el ojo de su hija que recibe unas monedas en la mano de un viandante, son los dos agentes de la Guardia Nacional que, a lo lejos, pasean por el interior de la central camionera. Le traen malos recuerdos, dice cohibida y francamente asustada; por retenes pasados allá abajo, en la frontera sur de México, donde como la gran mayoría de los migrantes tuvo que pagar su cuota de extorsión para poder continuar con el camino.
—Lo que más miedo me da es que venga la policía y me los quiera quitar —apunta ahora con la barbilla hacia su otro hijo, que también tiene cara de sueño y está sentado en la banca con ambos brazos estrujándose el regazo. Esta mañana no ha desayunado aún.
—Los tengo aquí porque no tengo dinero para llevarlos a una pensioncita, o a un cuarto. Viera usted la tristeza que me da cuando mi niño me dice: ‘mami, tengo hambre’ y yo sin nada para darle de comer. ¡Já! Hasta a llorar me pongo aquí en medio de toda la gente por la desesperación.
Tras contener el llanto como puede, Juana explica que ella, como los migrantes venezolanos y haitianos que la rodean —cruzando el Eje central Lázaro Cárdenas una pareja de venezolanos que migran con un bebé en carriola observan con el gesto perdido el continuo transitar de los camiones que salen de la central—, también quiere reunir algo de dinero para comprar los pasajes del autobús hacia Monterrey. Pero ella no está registrada en la app del gobierno estadounidense para que analicen su caso —asegura que huye de las pandillas, de las Maras, que buscan reclutar a la fuerza a sus dos hijos—, y eso hará que sea prácticamente imposible abordar el autobús. Por ello, dice apesadumbrada que aún no descarta agarrar una combi que la lleve a Huehuetoca en busca de ‘La Bestia’.
—Queremos subir al bus, pero a ver qué dice Dios, porque sabemos que el problema es que te piden papeles para subir, y nosotros no tenemos.
Por el momento, Juana y sus dos niños pasarán la noche en el improvisado campamento que los migrantes levantaron a un costado de la central. Dormirán al raso porque no tienen tienda, pero al menos, dice la mujer, se sentirán más protegidos junto al resto de migrantes.
Enfrente de la explanada que da acceso al Metro hay un largo pasillo con ventanales y varias puertas para entrar a la Central del Norte. Sentados en las repisas de los ventanales están descansando Pedro y Lucía, ambos venezolanos y ambos de 28 años. Junto a ellos, haciendo travesuras y correteando de aquí para allá, están sus tres hijos de 9, 7 y 5 años.
—El camino por México ha sido durísimo —se arranca Lucía nada más al ver una grabadora—. La policía te extorsiona a cada rato. ¡Te quita el dinero de los bolsillos! —exclama ahora con los ojos negros muy abiertos—. Y si tú, por ejemplo, les dices, no mira, es que solo tengo 200 pesos y te registran y encuentran más… ¡huy no! Entonces te quitan todo el ‘real’ que llevas encima y encima te mandan de vuelta para atrás.
—¡Ni el camino por la selva fue tan duro como todo lo que hemos pasado en México! —interviene Pedro, que viste unos pantalones cortos deportivos, unas sandalias con calcetines, y unas gafas de sol.
Pero ahora, al menos, ya están algo más ‘establecidos’. El plan, aseguran al unísono, es encontrar uno de los hoteles baratos que brotan por las inmediaciones de la central para que al menos Lucía y los niños duerman resguardados, mientras Pedro se buscará la vida en unos cartones con la compañía de un primo. Ellos, dice el venezolano con una amplia sonrisa de alivio, ya tienen el pre-registro en la app de la CBP One, y están a la espera de poder sacar un dinero que les mandaron para poder comprar los boletos del autobús que los lleve a Monterrey.
—El tren es demasiado peligroso, especialmente por los niños —dice Lucía, mientras reconduce entre risas a su niño de 7 años que está empeñado en meter una galleta en la boca del periodista que los entrevista.
—Por eso vamos a intentar subir al norte en autobús, hasta Monterrey y de ahí para Piedras Negras. Ese es ahora mismo nuestro plan y nuestra esperanza de cruzar a Estados Unidos —concluye la venezolana.
BBC te cuenta sobre algunas de las alucinantes historias detrás de la invención de tecnologías del mundo moderno.
A menudo pasamos por alto que estamos rodeados de una tecnología increíble.
Nuestros hogares, nuestros bolsos, nuestras oficinas… todos están repletos de ingeniosos objetos diseñados para hacernos la vida más fácil.
Y aunque no lo notemos, detrás de muchos de ellos está el extraordinario ingenio humano, la suerte y la casualidad que han dado forma a nuestro mundo.
Descubre con BBC Mundo 5 historias que revelan esa genialidad.
Probablemente aprecies tus auriculares con cancelación de ruido cuando estás sentado junto a un fanático de TikTok, pero ¿cómo cancelan realmente el ruido no deseado?
Pues resulta que tus auriculares, por pequeños que sean, contienen más de un micrófono.
Uno de ellos recoge la onda sonora del ruido que entra, y lo que sigue es una carrera entre la velocidad del sonido y la velocidad de las matemáticas.
Tu auricular toma esa onda sonora ruidosa, la invierte, la agrega y hace que llegue a tu tímpano exactamente a la misma velocidad a la que llega el sonido indeseado original.
La onda sonora que no quieres escuchar es cancelada por esa misma onda sonora invertida; por eso no la oyes y puedes seguir disfrutando de lo que te place.
Es algo fenomenal y alucinante, que implica muchos cálculos matemáticos brillantes.
Y aunque puede parecer una innovación reciente, su origen se remonta 70 años atrás, a la Guerra de Corea.
Estados Unidos enviaba helicópteros para recoger soldados heridos o varados, quienes tenían que pedir ayuda a través de radios.
Pero las aspas de los helicópteros interferían con las señales radiales, así que no los podían oír.
De hecho, ni el piloto ni los pasajeros en los helicópteros se podían comunicar verbalmente entre ellos, pues el ruido lo hacía imposible, como comprobó el ingeniero Lawrence J. Fogel, quien hizo varios viajes en ellos en busca de una solución.
La teoría sobre cómo las ondas sonoras se cancelan entre ellas había sido descubierta hacía más de 150 años, pero Fogel fue el primero en darle un uso práctico en la década de 1950.
Creó los primeros auriculares con cancelación de sonido, y al hacerlo, transformó completamente las comunicaciones en los vuelos.
Los pasaportes con chip incorporado de hoy en día pueden parecer de alta tecnología… pero los orígenes de los pasaportes biométricos se encuentran en realidad en la frustración de un empleado de policía del siglo XIX: el francés Alphonse Bertillon.
Mientras trabajaba en una comisaría de policía de París en la década de 1880, se dio cuenta de que, como no había una forma consistente de registrar los datos de los delincuentes, los reincidentes se libraban de la responsabilidad simplemente haciéndose pasar por otra persona.
Pero Bertillon sabía que la estructura del cuerpo adulto no cambia con el tiempo, y por eso ideó un sistema de medidas corporales combinado con una fotografía policial, que se convirtió en la forma perfecta de registrar los detalles de los criminales y detectar a los que reincidían.
Sus innovaciones ayudaron incluso a identificar al famoso asesino en serie francés Joseph Vacher.
El sistema de Bertillon fue reemplazado posteriormente por las huellas dactilares, pero renació en la década de 1960 como el comienzo de los sistemas de reconocimiento facial y biométricos actuales.
Cada tres días, los ascensores del mundo transportan el equivalente de toda la población mundial.
Y, a pesar de que son esencialmente una caja colgando en un abismo, hay pocos accidentes. De hecho, son el modo de transporte más seguro que existe.
Una de las principales razones son los increíblemente fuertes cables que los sostienen.
El secreto de su fuerza reside en el hecho de que son trenzados: la fricción entre las fibras retorcidas, por su áspera textura, les da agarre.
Fueron la solución a un problema mortal en las minas de carbón del siglo XIX que impulsaron la Revolución Industrial.
Los mineros tenían que bajar a las profundidades y los ascensores colgaban de cuerdas de cáñamo o cadenas de hierro, que se rompían con el uso.
Pero cada opción tiene sus virtudes, reflexionó el administrador de minas alemán Wilhelm Albert, y empezó a retorcer hilos de hierro a la manera de las sogas.
Para 1834 había creado el cable de acero trenzado, más robusto que las cuerdas de cáñamo, y más barato y liviano que las cadenas de hierro.
Ese invento de hace 190 años hizo que los ascensores se hicieran más seguros.
Pero la tecnología que ayuda a impulsar los ascensores hacia arriba es aún más antigua: se utilizó en un arma de guerra en asedios del siglo XII.
El trabuquete de contrapeso era un dispositivo gigante parecido a una catapulta, que se usaba para lanzar proyectiles enormes a grandes distancias, lo que le permitía a los invasores aplastar las defensas enemigas muy rápidamente.
Es el mismo mecanismo que facilita que los ascensores de hoy eleven el peso de la cabina hacia arriba.
Las aspiradoras de hoy están llenas de una serie de artefactos electrónicos de alta tecnología.
El Gen5, por ejemplo, es el pequeño motor del modelo más poderoso de las de Dyson, y puede girar a 135.000 revoluciones por minuto, 9 veces más rápido que el de un auto de Formula 1.
Eso hace que el aire pase a 75% de la velocidad del sonido, lo que implica una poderosa succión, vital para recoger las más tercas partículas indeseadas del entorno.
Curiosamente, aquello de que la succión fuera la solución, no siempre fue obvio: las primeras máquinas no aspiraban, sino que soplaban aire para intentar levantar el polvo de las alfombras y depositarlo en una bolsa recolectora.
Fue al ingeniero Hubert Cecil Booth a quien se le ocurrió que funcionaría mejor succionar la suciedad a través de un filtro, y en 1901 inventó la primera aspiradora.
El aparato, sin embargo, era costosísimo y enorme.
Pero apenas seis años más tarde llegaron aspiradoras portátiles y más baratas, de la mano de James Spangler un inventor poco exitoso que no había logrado dar en el clavo con ninguna de sus ideas.
Falto de dinero, Spangler tuvo que emplearse en una tienda de departamentos de Ohio, EE.UU.
Su trabajo consistía en limpiar, pero como sufría de asma, le hacía mucho daño.
Decidió idear un aparato electrónico que succionara el polvo, valiéndose del motor de una máquina de coser, un palo de escoba, una funda de almohada y una caja con llantas.
Aunque creó la primera aspiradora portátil, el nombre que pervivió asociado a su invento fue el del empresario local que invirtió en la innovación: William Hoover.
Spangler murió antes de ver cuán exitosa fue su creación, cuya popularidad explotó en la década de 1920, acompañada de constantes mejoras.
La patallas táctiles son cada vez más populares, y las damos por sentadas.
El iPhone las llevó a las masas en 2007, pero esa tecnología ya se venía usando en las torres de control del tráfico aéreo desde la década de 1960.
La misión de los controladores de tráfico aéreo en tierra es proteger las vidas en los cielos.
Cada vuelo se identifica con un distintivo y, en esa época, tenían que escribir ese código único para que las computadoras procesaran la información de vuelo.
Con tanto tráfico aéreo, se requería precisión y había mucho en juego: cada uno de los vuelos tenía un código de 5 a 7 caracteres de largo, y si los estás escribiendo bajo presión, es muy fácil cometer errores.
Al ingeniero británico Eric Arthur Johnson se le ocurrió una ingeniosa idea para deshacerse del teclado: una pantalla sensible a los dedos.
Él sabía todo acerca de la idea de que las cargas eléctricas se almacenan en nuestros cuerpos, y cuando dos campos eléctricos se acercan, se perturban entre sí…
¿Qué tal si estiras un trozo de cable de cobre y luego lo conectas a una computadora?
Esa fue la base de su revolucionaria innovación.
Si en los centros de control de tráfico aéreo había pantallas con una serie de cables de cobre, y cada uno de ellos se podía detectar y etiquetar con los códigos de vuelo por separado, el controlador sólo tendría que tocar el indicado, en lugar de escribirlo.
Johnson creó un sistema que era flexible, mucho más rápido que cualquier cosa que hubiera existido antes, pero además, lo que es más importante, mucho menos propenso a errores.
Fue la primera pantalla táctil del mundo, y permitió ajustar rápidamente los planes de vuelo de los aviones, para evitar tragedias.
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