María Demetria Martínez se esmeró tanto en documentar la búsqueda de su esposo desaparecido que llegó a escribirle a sus hijas en un cuaderno las instrucciones específicas para viajar a Piedras Negras, Coahuila, desde la salida de su casa hasta las rutas de transporte que debían tomar llegando a Saltillo. Hasta el día de su muerte, nunca dejó de decirles que era su obligación seguir buscando a su papá.
Demetria no hablaba mucho, pero apuntaba todo: el día que había buscado, cuándo había sido recibida por autoridades, qué le habían dicho, qué había descubierto o aprendido en determinada fecha…
El detalle de las indicaciones para llegar a Coahuila es el que más conmueve hoy a Carmen, mientras recuerda la picardía y generosidad de su mamá.
El 26 de octubre de 2016 Demetria dejó de existir por motivos de salud, agravados por los estragos físicos y emocionales derivados de buscar a su esposo Gersain, que desapareció el 21 de marzo de 2009 a sus 36 años de edad, junto con otras 11 personas. A casi ocho años de su muerte, Carmen y Liz honrarán su memoria con rosas, crisantemos y notas musicales como componentes centrales.
Fotografías intervenidas con esos elementos, también relacionados con su propia iniciativa de bordado Corazones robados, formarán parte de la exposición Tejer memoria: El legado de quienes nunca dejaron de buscar, que hoy llega a la galería Rafael Galván en la colonia Roma de la Ciudad de México con el planteamiento central de contar las historias de quienes perdieron la vida sin conocer qué ocurrió con sus familiares desaparecidos.
Liz y Carmen, que tenían 15 y 12 años respectivamente cuando su papá desapareció, vivían con sus padres en Ecatepec, Estado de México. Él se dedicaba a la venta de pinturas casa por casa, labor que lo llevó a Piedras Negras junto con sus compañeros. De las tres camionetas en las que iban, solo regresó una; cuando el dueño dejó de tener contacto con las otras dos, ingresó una denuncia.
María Demetria recibió una última llamada de Gersain, en la que le avisaba que una de las camionetas, con seis personas, había desaparecido; después, en la búsqueda de sus amigos, también se perdió el rastro de aquella donde iba él. Su esposa inició su búsqueda cuando aún no se sabía mucho sobre desaparición, no existía la ley en la materia, no se había tipificado el delito y en primera instancia se pensaba que era un secuestro.
Al principio, la búsqueda incluso fue a solas, hasta que María Demetria conoció a otras personas que vivían las mismas circunstancias y se unió al primer colectivo de personas buscadoras de Coahuila, las Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos (Fundec).
“En ese transcurso desde 2009 hasta 2019 pertenecimos a Fundec, ya después nos separamos. Lo que ella hizo fue hacer la búsqueda en Coahuila, pero también nos incluía, nunca nos ocultó la verdad y siempre nos dijo qué había pasado realmente con mi papá. Desde el día uno sabíamos lo que había pasado, desde entonces la acompañábamos a la búsqueda”, relata Liz.
Carmen subraya que desde la primera llamada hasta el fallecimiento de su mamá afrontaron todo junto a ella. La denuncia se promovió en los ámbitos estatal y federal, y la familia cooperó en todos los aspectos correspondientes, pero no ha habido ningún resultado; apenas un avance mínimo una vez que cambiaron a un Ministerio Público federal.
“Hay un análisis de contexto que nos han explicado cuál fue la ruta, pero de ahí en fuera a nivel estatal tampoco hay resultados. También ya se hizo un análisis de toda la red de vínculos, pero como nuestro caso ya es del mal llamado ‘larga data’, pues no hay un resultado. Aunque tengamos la denuncia federal y estatal, no vemos avances”, lamenta Liz.
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Con esa misma incertidumbre falleció María Demetria en 2016. Carmen cuenta que ya tenía diabetes, y a raíz de la desaparición de su papá y durante el proceso de búsqueda, su salud se fue desmejorando. El tipo de vida que conlleva ser una persona buscadora –subraya– no permite cuidarse por completo, y desgasta física y emocionalmente.
Sus hijas recuerdan que su vida cambió de manera radical desde el primer día, empezando por el hecho de que su papá era el sustento económico de la familia. Su mamá tuvo que emprender la búsqueda al mismo tiempo que trabajaba para subsistir junto con sus hijas.
“También cambió nuestra forma de ver el espacio, porque el movernos a Coahuila, porque allá desapareció, en Piedras Negras, fue un cambio muy radical porque son 12 horas en camión, luego pagar el pasaje, si íbamos a ir las tres o solo una; fue un cambio muy difícil, pero creo que fue reconfortante el haber colectivizado el caso, el acompañamiento de otros familiares es fundamental para el trabajo que se hace”, detalla Liz.
Además de la historia de María Demetria, la exposición Tejer Memoria. El legado de quienes nunca dejaron de buscar contempla la de otra familia mexicana, Lupita Rodríguez y Josué Molina, dos guatemaltecas, dos hondureñas y una de El Salvador, para un total de siete.
En entrevista, Olivier Dubois, jefe de la delegación regional del Comité Internacional de la Cruz Roja para México y América Central, que está a cargo de la exposición, explica que podrán apreciarse fotografías intervenidas con bordados de las familias, pero también video y audio testimonial de otros integrantes.
Considera que se compone de testimonios potentes que tendrán un impacto considerable porque abordan lo que ocurrió dentro de la familia a partir de la desaparición, la lucha y dedicación de las personas que buscaron, así como lo que significa su ausencia para la familia ahora que ya no están. “Es el lado humano, el lado familiar atrás de la figura pública”, señala.
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Las familias –que fueron parte esencial de la exposición desde su concepción hasta su ejecución– trabajaron también en la reconstrucción de testimonios en primera persona, como si se tratara de la voz de la persona desaparecida. Desde su perspectiva, eso es lo que conmueve a escuchar y ver los diferentes elementos, que se hicieron siempre junto con los familiares.
Destaca igualmente el esfuerzo de los bordados en las fotografías, realizado no solo por la familia directa, sino también por personas que acompañan o forman parte de colectivos que quisieron contribuir como un acto de solidaridad a la memoria de la persona. “El bordado es significativo, representa algo del núcleo familiar de la persona desaparecida o de la que falleció durante la búsqueda”, añade Dubois.
El mensaje principal que, como organizador, le gustaría transmitir al CICR es que no se trata de cifras de personas desaparecidas, sino de personas, del impacto a largo plazo, de la necesidad o el deber forzado de no parar la búsqueda y de entender que el deseo de conocer el paradero, saber lo que ocurrió y tener una memoria de la persona desaparecida es algo que también se transmite y no se acaba cuando la figura principal de la búsqueda fallece.
“Este deseo sigue y está transmitido, por supuesto también a nivel del Estado, de las autoridades que deben liderar este proceso de búsqueda. Este fallecimiento no significa que ya no hay que hacer nada; al contrario, hay que seguir”, asegura.
Ese fue precisamente el principio que María Demetria le transmitió a sus hijas, aunque el tema de la herencia de búsqueda sigue siendo una discusión compleja entre las familias. Por ejemplo, Liz revela en voz baja que a ella no le gustaría que sus hijos hereden la labor que han sostenido ella y su hermana tras la muerte de su madre.
Para ellas, por lo pronto, las acciones que siguen emprendiendo, como esta exposición, apuntan al mismo tiempo a la memoria, la sensibilización y la exigencia. “Lo que queremos es sensibilizar a la sociedad sobre estos temas y prevenir, y que vean que no son casos aislados; no queremos meter terror, pero todos estamos expuestos a que nos pueda pasar”, dice Liz.
En la misma medida, buscan reiterar su exigencia al Estado en el sentido de que deje de pasar por alto los temas de desaparición forzada, violencia e inseguridad. “Creo que es importante que la sociedad también exija al Estado esta seguridad, y también la memoria. La acción de memoria es muy importante porque a veces solo los ven como números”, añade.
Aunque no es el caso de su mamá, Carmen y Liz remarcan igualmente la importancia de visibilizar a las madres buscadoras que han sido asesinadas en ese proceso, y que en esos casos son también otros familiares los que continúan con la búsqueda.
“Visibilizar y dejar plasmado el trabajo de mi mamá, todo lo que dedicó en la búsqueda de su esposo. Yo recuerdo con la enjundia que decía: ‘es que tengo que entregarle a su papá a mis hijas’. Dejar marcado el trabajo que ella realizó en vida; sí siento que el Estado tiene la culpa: es por enfermedad, pero se deterioró mi mamá por tanta preocupación y tanta lucha”, señala Carmen.
Sin la desaparición de su papá –sostiene— habrían llevado una vida más tranquila, por lo que quiso reflejar en la exposición el amor de su mamá en la búsqueda de su papá, que es lo que más la enorgullece. “Ella nos encargó igual, en su amor hacia mi padre siempre dijo que, si ella llegaba a faltar, no lo olvidáramos; era su preocupación”, añade.
Como un acto de memoria ante todo ello, para la exposición bordaron fotografías con significados especiales o que se identificaran con la historia. En el caso de María Demetria, fueron rosas y crisantemos, que le gustaban mucho, y notas musicales para Gersain. Para ellas, el recuerdo más valioso de su padre es cuánto le gustaba la música.
De hecho, en la mesa frente a la que hablan, reposa una fotografía de Gersain en una hoja tamaño carta con unas cuantas flores pequeñas bordadas que dice: “mi papá. Gersain Cardona Martínez. Le gusta jugar básquet y comer, por él me gusta la música y la radio. Te seguiré buscando”. Gersain cumplió 52 años de edad apenas este 12 de julio.
Tejer Memoria. El legado de quienes nunca dejaron de buscar llega a la Ciudad de México después de haberse exhibido dos semanas en Honduras, del 23 de julio al 3 de agosto. En la casa Rafael Galván se inaugura este viernes 9 de agosto a las 12:00 horas, y permanecerá ahí hasta el 10 de septiembre. Podrá visitarse de lunes a viernes de 10:00 a 18:00 horas.
Además, contempla una programación de eventos especiales: el sábado 17 el conversatorio “El derecho a saber: resolver la suerte y paradero, un imperativo humanitario” de 15:00 a 16:00 horas; el viernes 23 el diálogo “Vivir con la desaparición: garantizar el derecho a la salud y el bienestar psicosocial”, de 14:00 a 15:30 horas; la participación en la Noche de Museos del miércoles 28 de agosto con una sesión colectiva de bordado de 17:00 a 20:00 horas; el conversatorio “El legado de quienes no dejaron de buscar: arropar la búsqueda y mantener viva la memoria” el 4 de septiembre de 15:00 a 17:00 horas, y un sábado de galería abierta el 24 de agosto de 10:00 a 18:00 horas.
Liz y Carmen, ahora de 30 y 27 años, esperan que la exposición genere una reacción: “Que todo el trabajo que ha hecho tanto el CICR como nosotras sea reconfortante con la sensibilización, y que la sociedad lo visite y tenga en cuenta estos temas, que son de terror, se podría decir malos, pero también tienen algo que visibilizar y prevenir”.
Alegres, intensos, perdurables… y siempre hermosos: estos son los brochazos de color que México ha dado al planeta.
El torneo fue el primero que se transmitió a color en todo el mundo, permitiéndole a los televidentes ver los tonos de los uniformes de los equipos nacionales.
Pero esa no era la primera vez que México coloreaba el planeta.
Unas décadas atrás había dado un brochazo con un rosa brillante basado en los colores naturales del árbol de bugambilia.
La historia del color en Mesoamérica era muy antigua, pero el diseñador, fotógrafo y pintor Ramón Valdiosera lo había puesto en la escena internacional en un desfile realizado el 6 de mayo de 1949 en el famoso Hotel Waldorf-Astoria en Nueva York.
El artista había adoptado ese rosa tras realizar un viaje de investigación por México, en el que coleccionó trajes y vestidos característicos de diversas regiones para luego adaptar la indumentaria tradicional a la moda contemporánea.
Cuando le preguntaron por el origen del vibrante tono, Valdiosera contestó que formaba parte de la cultura mexicana, lo que inspiró el nombre “Mexican Pink” o rosa mexicano.
Con ese apelativo entró al sistema de definición cromática de Pantone.
Otro color que resonó en la escena internacional a mediados del siglo XX fue un azul resistente y brillante que los mayas inventaron siglos antes de que sus tierras fueran colonizadas.
Esta vez debido a que los arqueólogos lo “redescubrieron” y sus características los intrigaron.
Tiempo atrás, en la Europa del siglo XVII, solo los pintores más ilustres se podían permitir el lujo de usar el pigmento azul ultramarino, pues era hecho de lapislázuli, una piedra semipreciosa proveniente de las lejanas minas en Afganistán.
Costaba su peso en oro, así que los artistas menores tenían que conformarse con colores más apagados que se desvanecían con la luz del Sol.
Entre tanto, al otro lado del océano Atlántico, artistas como José Juárez, Baltasar de Echave y Cristóbal de Villapando en México, Nueva España, usaban sin vacilación en sus obras barrocas coloniales un hermoso color azul.
Estaba hecho de una arcilla rara llamada atapulgita mezclada con el tinte de la planta añil.
Esa receta lo hacía tan resistente que sobrevivió el paso del tiempo fijado en las ruinas prehispánicas de Mesoamérica, en los murales azules de la Riviera Maya, lo que hoy es México y Guatemala, que datan del año 300 d.C.
El color tenía un significado ceremonial especial para los mayas.
Cubrían a las víctimas de los sacrificios y los altares en los que se ofrecían con una pintura azul brillante, escribió Diego de Landa Calderón, obispo del México colonial durante el siglo XVI, en su relato de primera mano.
Durante la colonización, los materiales nativos como el azul maya se explotaron junto con todos los demás recursos de la tierra y su gente en el Nuevo Mundo.
Y hubo otro pigmento, uno de los más antiguos utilizados en América, que tras la invasión española se comercializó en todo el mundo.
A pesar de que su producción se convirtió en una industria que dependía por completo de los conocimientos, la experiencia y el trabajo de los indígenas mexicanos, nunca se les reconoció.
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Para la élite del mundo antiguo, el escarlata era símbolo de riqueza y estatus.
Gastaban sumas fantásticas en busca de tonos cada vez más vibrantes, pero un rojo verdaderamente potente era esquivo.
Lo mejor que tenían la realeza y la élite europea hasta el siglo XVI era la Sangre de San Juan y el rojo armenio, que datan del siglo VIII a.C.
Pero, al estar hechos de diferentes variedades de parásitos de la raíz de Porphyrophora, su producción era laboriosa y la disponibilidad era escasa, incluso a los precios más altos.
En el Nuevo Mundo, sin embargo, los pueblos mesoamericanos habían desarrollado un pigmento hecho a partir del insecto cochinilla.
El pequeño parásito, que se alimenta del cactus tuna, se cultivaba en México y Perú en tiempos prehispánicos.
La hembra se secaba y trituraba para extraer el ácido carmínico rojo, y los aditivos de diferente acidez producían tonos que iban del rosa claro al morado oscuro.
Y el rojo era más brillante y más saturado que cualquiera del Viejo Mundo.
Los pueblos americanos tenían sistemas para criar y manipular genéticamente la cochinilla para obtener características ideales, y el pigmento se utilizaba para crear pinturas para códices y murales, para teñir telas y plumas, e incluso como medicina.
Cuando los conquistadores llegaron a Ciudad de México, sede del imperio azteca, el color rojo estaba en todas partes.
Los pueblos de las afueras pagaban tributos a sus gobernantes aztecas en kilos de cochinilla y rollos de tela de color rojo sangre.
No obstante, Hernán Cortés, quien reconoció inmediatamente las riquezas de México y se las describió en cartas al rey Carlos V, no consideró que el pigmento fuera un tesoro comparable con el oro y la plata que quería saquear.
Pero cuando en 1523 el tinte llegó a España, el rey vio en la cochinilla una oportunidad para engrosar las arcas de la corona.
Los tintoreros europeos se lo confirmaron.
Tras experimentar con el color, quedaron encantados: era 10 veces más potente que la Sangre de San Juan y producía 30 veces más tinte por onza que el rojo armenio.
A mediados del siglo XVI se utilizaba en toda Europa y para la década de 1570 se había convertido en uno de los negocios más rentables de Europa y uno de los principales productos de exportación del Nuevo Mundo.
La demanda explosiva condujo a un rápido crecimiento de la producción, que se realizaba casi exclusivamente en Oaxaca por productores indígenas.
Se convirtió en el segundo producto de exportación más valioso de México después de la plata y, en el siglo XVII, se comercializaba en lugares tan lejanos como India.
Los pedidos como tinte para suntuosas sedas, terciopelos y tapices europeos se dispararon.
Luis XIV ordenó que la tapicería de las sillas y las cortinas de la cama real en Versalles se tiñeran con cochinilla, mientras que los británicos vistieron de ese carmín a los oficiales de su ejército.
Los pintores adoptaron rápidamente la cochinilla, desde Tintoretto, en la década de 1550, hasta Van Gogh, siglos después, pasando por muchos y grandes artistas.
Los españoles controlaban exclusivamente el acceso al rojo cochinilla, manteniendo la verdadera fuente del pigmento como un secreto celosamente guardado.
“El intento de controlar el comercio revela cuán importante fue como producto global”, anota Gabriela Soto Laveaga, profesora de Historia de la Ciencia en la Universidad de Harvard.
“Era uno de los más codiciados porque creaba una sensación de lujo: no cualquiera podía usarlo, solo la élite”.
Pero, como subraya, era un secreto robado.
“Los franciscanos y los dominicanos se acreditaron haberle, supuestamente, enseñado a los nativos cómo plantar los cactus, producir y cosechar los insectos”, explica.
“No era cierto: los indígenas no sólo habían sabido cómo hacer todo eso durante cientos de años, sino también cómo usar los diferentes tintes rojos”.
En el siglo XVIII, los biólogos europeos finalmente lograron descifrar que el origen del valioso pigmento era un insecto.
Para cuando México se independizó, España ya había perdido su monopolio.
En el siglo XIX, la cochinilla fue reemplazada en gran medida por tintes sintéticos, aunque todavía se usa hoy en día en muchos alimentos, bebidas, ropa y cosméticos.
Y eso siempre será gracias a los conocimientos de las culturas que habitaron esas tierras.
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