A las 8 de la mañana, todo el mundo en el parque se prepara para hacer ejercicio: unos calientan las articulaciones y otros estiran los músculos, mientras que un grupo de mujeres tira tapetes sobre el suelo para hacer yoga y meditación.
Las risas y la música por la celebración del Día de San Valentín le agregan un toque festivo a la escena. Nada hace indicar que en esta postal cotidiana en el Parque Nacional del Tepeyac, en la alcaldía Gustavo A. Madero de la Ciudad de México, se encuentra un pedazo de terreno donde colectivos de personas desaparecidas hallaron hasta 1 mil 700 restos humanos, el mayor registrado a la fecha en la capital mexicana.
El polígono tiene unos pocos metros cuadrados de extensión, lo equivalente a un departamento de 100 metros cuadrados. Está a menos de cinco minutos caminando desde la entrada del parque, a unos pocos metros del quiosco donde hombres y mujeres de todas las edades hacen estiramientos y meditación, y a tan solo unos pocos pasos de un área de juegos infantiles, donde un hombre se balancea en un columpio, relajado, mirando al cielo, a la par que niños y niñas ajenos a todo persiguen a los perros que corretean libres por el bosque.
En el lugar no hay policía vigilando, ni nadie de seguridad. Solo unas bandas elásticas amarillas, de esas que marcan la escena del crimen en las películas, son las que prohíben el acceso al área, aunque algunas ya están rotas por el viento y el corrosivo efecto del sol.
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Por el suelo, como si fuera una broma macabra, yace la cabeza de una muñeca bebé decapitada. Y junto a ella, están los montones de hojarasca, maleza y piedras, con los que los colectivos de activistas que hallaron el lugar en julio del año pasado trataron de preservar los miles de pequeños fragmentos humanos –entre los que se encontraron huesos completos y dientes–, hasta que la Fiscalía de la Ciudad de México llegara a por ellos para llevarlos y analizarlos.
Sin embargo, nadie fue al lugar hasta noviembre pasado, cuatro meses después, y luego de que la información se hiciera pública en los medios. Por lo que, a la fecha, se desconoce aún si esos miles de restos corresponden a una sola persona o a varias, así como el contexto de cómo llegaron hasta ahí y cuándo fueron enterrados.
“Los de la Fiscalía tampoco levantaron todos los restos. De hecho, aún quedan fragmentos expuestos”, subraya Carlos Ramírez, del Colectivo Hasta Encontrarlos CDMX, que explica que, además de esa zona precintada donde se hallaron los 1 mil 700 restos, ya se encontraron más en otra parte del parque natural, pero más hacia el interior, hacia lo alto de los cerros.
La tardanza en la búsqueda es, de hecho, el punto que más desgasta a los familiares, que critican que hay “falta de un interés real” por atender la problemática, más allá de que para estas búsquedas están participando personal de diferentes corporaciones de policía, Fiscalía, Guardia Nacional, así como la Comisión de Búsqueda capitalina.
“En Ciudad de México no se reconoce como tal que hay un problema de desaparición que, además, va en aumento. Hemos batallado muchísimo para que se reconozca este problema en la capital, porque lo que siempre buscan las autoridades es decir que esto no sucede. Quieren invisibilizarlo”, agrega Carlos Ramírez, que hace mención de las cifras oficiales de la Secretaría de Gobernación, las cuales señalan que en la capital hay más de 4 mil denuncias vigentes por desaparición de personas entre 2019 y los primeros 15 días de febrero de este año, más 469 personas que ya fueron localizadas muertas.
Carlos es el hermano de Ángel Ramírez Chaufón, un joven de 25 años que desapareció la noche del 29 de noviembre de 2019, cuando salió de su empleo en un Sanborns ubicado en la colonia Lindavista.
Ángel, estudiante y deportista aficionado a la lucha olímpica, desapareció junto a otros dos compañeros de trabajo: Jesús Armando Reyes Escobar y Leonel Báez Martínez.
A algo ya más de cinco años de la desaparición, la investigación y las pistas han sido prácticamente nulas. De hecho, a pesar del tiempo y de que ya ha habido detenciones por el caso, las dudas todavía son muy superiores a las certezas, lamentan las familias.
Por ejemplo, aún no se sabe con precisión si Jesús y Leonel, que salieron juntos de trabajar, estuvieron en la misma cervecería en la que estaba Ángel, el último punto del que se tiene registro de su paradero. Solo se sabe, por las cámaras de vigilancia de la ciudad, que pasaron cerca de la cervecería ubicada en la colonia Lindavista y la hipótesis es que habrían estado juntos compartiendo tiempo, pues se conocían de las ‘retas’ de futbol que jugaban los empleados de las diferentes sucursales de Sanborns. Pero ahí se les pierde la pista a los tres compañeros de trabajo.
“Aún no sabemos realmente cómo se juntaron los tres”, dice Paula Ruiz Escobar, que luce en su playera blanca la fotografía de Jesús Armando, su hermano desaparecido que en este próximo mes de octubre cumplirá 36 años, que era enfermero de profesión, aunque llevaba un par de años trabajando en Sanborns.
Ahora, Carlos, Paula y otros familiares de los tres jóvenes están en el Parque Natural Tepeyac, concretamente en el cerro del Guerrero, porque este lugar está a unos pocos minutos en carro de la cervecería, y porque luego de varias búsquedas ya se encontraron restos humanos. Además, policías y vecinos entrevistados, comentan bajando la voz que las colonias que hay en los alrededores del parque natural, como la Gabriel Hernández, son zonas “muy violentas” en la capital donde se han producido hallazgos de personas muertas con violencia.
“Aquí es zona de asaltos, y también de delitos de alto impacto, como secuestros, extorsiones, y asesinatos”, hace hincapié un policía capitalino alto, de rostro de rasgos duros y voz rasgada, que acompaña a los familiares para brindarles seguridad, junto a otros elementos de la Guardia Nacional que se mueven constante por el perímetro donde se realizan las búsquedas.
De hecho, Gerardo Ramírez, el papá de Ángel, asegura que en varias ocasiones los han recibido “con balazos al aire” para mandarles un mensaje muy claro.
“Es una forma de avisarnos de que saben que estamos aquí buscando y de que no somos bienvenidos”, apunta.
La jornada de búsqueda arranca poco antes de las 10 de la mañana bajo un cielo despejado, extrañamente azul intenso, y sin atisbos del clásico smog capitalino.
A diferencia de lo que sucede en otros estados como Veracruz, donde las madres de los colectivos de búsqueda inician formando un círculo para tomarse de las manos y hacer una oración, aquí los familiares se reúnen en grupos bajo el techo de lámina de un quiosco y, como si casi de la charla en un vestuario de un equipo de futbol se tratara, se ajustan las rodilleras sobre los pantalones, se colocan guantes sobre las manos, y se cubren los rostros para protegerse del inclemente sol con pañuelos, sombreros y pasamontañas, al tiempo que escuchan las indicaciones del personal de la Comisión de Búsqueda capitalina sobre cuál es el área a rastrear.
Una vez que todos reciben un ‘lunch’ y agua, muchas botellas de agua para mantenerse hidratados, los familiares se desperdigan a lo largo de una barda de concreto que divide los límites del cerro de la mancha urbana de la colonia Gabriel Hernández de la alcaldía Gustavo A. Madero.
La selección del lugar es porque, uno, está a pocos metros de la zona de hallazgo de los 1 mil 700 restos humanos, y dos, al estar en una ligera pendiente creen que, por las lluvias y los deslaves, la tierra que se acumula en la barda pudiera contener más restos a analizar.
Lourdes Romero, de 32 años, está sentada sobre un montículo de tierra junto a su suegra de más de 60 años, la mamá de Leonel Báez.
Las dos llevan puestas una playera con la imagen del joven desaparecido, y las dos hurgan entre la tierra cribada en busca de pistas, ante la mirada lejana de unas peritas forenses que se encargan de ver y analizar todo lo que les ponen a la vista las buscadoras. Como un minúsculo hueso con forma de ‘y’ que Lourdes, ya con el ojo entrenado después de cinco años de búsquedas y de “aprender a la mala”, extrae de un océano de piedras, y que, al parecer, es de un pájaro. O como unos pants agujereados que alguien utilizó para envolver los restos de un perro que enterró en el lugar.
“Es muy fuerte estar de este lado de la moneda”, murmura la mujer, ante la mirada silenciosa de su suegra, una señora menuda, de pelo gris trenzado, y rostro agrietado.
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“Mucha gente piensa que en la Ciudad de México, como es la capital, no hay desapariciones. Y mucha gente piensa también que a ellos nunca les va a pasar algo así. Y pues sí, justo una semana antes, mi suegra y yo estábamos viendo un volante de una chica que había desaparecido junto a su hijo. Nos llamó mucho la atención. Dijimos: ‘qué doloroso encontrarse en una situación así’. Y a la semana, nos pasó a nosotras”.
A continuación, la mujer, con un montoncito de tierra en la mano enguantada, lanza un suspiro y deja pasar unos segundos mientras escruta con detenimiento el polvo y las piedritas.
“Cuando ves que alguien desaparece, dices: ‘ay, qué mala onda, qué feo’, y sigues con tu vida. Pero, cuando ya lo vives en tu carne, es algo horrible porque no descansas nunca. Es una incertidumbre que no te deja de perseguir”.
Además, Lourdes cuenta que, como sucede con muchas de las personas que tienen a un ser querido desaparecido, han tenido que enfrentar, además de la desidia, la burocracia, o la lentitud de las autoridades, el estigma de una sociedad que los mira con recelo por aquello del “algo habrán hecho”, o por la clásica sospecha del ‘se habrán ido con el novio o la novia, o los amantes’.
Con otro montoncito de tierra en la mano, la mujer cuenta que el 30 de noviembre de 2019, un día después de la desaparición, fue a levantar la denuncia a una delegación del Ministerio Público, donde se encontró a una mujer que la recibió.
“En ese entonces dije: ‘ay, qué bueno, me tocó una mujer, me va a dar una buena atención. Pero lo primero que me preguntó fue si el desaparecido era hombre o mujer, y su edad. Y cuando le dije que era hombre me contestó en tono burlón: ‘ay ya mujer, para qué lo buscas. Ya te dejó por otra’.
Lourdes sonríe con desgana sin dejar de palpar la tierra.
“O sea, una va toda asustada porque tiene la angustia de no saber dónde está tu familiar, ni qué fue lo que le pasó. Vas muy preocupada, con la incertidumbre, y lo que te encuentras son respuestas de ese tipo”.
O como aquella otra vez, agrega, en la que hizo un recorrido junto a su marido, el hermano de Leonel, por los múltiples hospitales que hay en la zona de Lindavista, en busca de pistas de su paradero, y se encontró con las dos caras de la moneda, con la de personas que le mostraron su empatía y apoyo, y con la de pacientes del hospital que exigían ser atendidos de inmediato y que nadie del personal médico dedicara tiempo a buscar si Leonel se encontraba internado ahí.
“Hubo gente que, de plano, se me acercó para decirme: ‘para qué lo buscas, ya se lo tragó la tierra. Aquí hay gente que necesita ser atendida y tú vienes a buscar a alguien que a lo mejor hasta ratero era, o andaba con gente mala’”.
–¿Y tú qué les respondiste? –le pregunta el periodista.
–Pues que sí, que quizá ya se lo tragó la tierra –responde Lourdes agarrando otro puñado de tierra para pasarlo por la criba–. Pero yo quiero encontrar el hoyo por el que se fue, y ya veré yo si le aviento una soga para sacarlo, o si, de plano, tapo el hoyo y sigo con mi vida. Pero sea como sea, quiero saber dónde está.
A las 13 horas, ya con el sol en pleno zénit, los familiares, voluntarios que los apoyan, así como los integrantes de la Comisión de Búsqueda capitalina, de la Fiscalía, y de la alcaldía Gustavo A. Madero, entre otros, comienzan a recoger los picos, palas y rastrillos con los que estuvieron varias horas hurgando en la tierra.
Es el fin de los tres días de jornadas de búsqueda en el Parque Natural Tepeyac, en el que además de rastrear en la zona de la barda perimetral, también subieron a la zona alta del cerro por un sendero estrecho, ya del lado de la colonia, donde con el apoyo de Bomberos capitalinos hicieron varios “pozos de sondeo” en la parte de atrás de unas tienditas de abarrotes y una pollería abandonadas.
Como resultado de las jornadas, se colocaron sobre unas sábanas a vista de los familiares decenas de huesos y de restos óseos, así como diferentes prendas que se encontraron bajo la tierra, como zapatos de tacón, playeras, tenis, faldas, y ropa de bebé. Pero no hubo resultados positivos en cuanto a posibles restos humanos. Todos correspondían a fauna, principalmente aves y perros.
Ahora, explica Paula Ruíz Escobar, la hermana de Jesús Armando, tendrán que esperar al menos un mes para reiniciar la búsqueda en el lugar, pues la Comisión capitalina, saturada de trabajo y escasa de recursos, tiene que atender otros casos antes de volver al de los tres jóvenes del Sanborns desaparecidos.
“Hay que seguir buscando, porque si seguimos buscando pueden salir más restos humanos”, hace hincapié Paula, que se refiere a la zona donde se hallaron los 1 mil 700 restos óseos, en la cual, debido a que fue intervenida por la Fiscalía, ya no se pudo continuar con las búsquedas.
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“El problema es que la Fiscalía tarda mucho tiempo en analizar los restos. Incluso, todavía hay fragmentos en ese lugar”, insiste la mujer, que no obstante, a pesar del desgaste que ha sufrido ella y su familia en los últimos cinco años sin pistas de Jesús Armando, “el consentido de mis papás”, asegura que no parará de buscar hasta encontrar respuestas, más allá de que no sean las que quisieran obtener.
“Mucha gente, que no entiende, me pregunta por qué sigo buscando a mi hermano. Y pues yo lo hago –lanza un suspiro cansado y mirando de reojo la sábana con los restos óseos sacados de la tierra– porque sé que si yo fuera la desaparecida, o una de mis otras tres hermanas, él tampoco hubiera descansado hasta dar con nosotras”.
300 familias dejaron la isla en que vivían en el Caribe panameño huyendo del hacinamiento y los efectos del cambio climático, y fueron trasladadas a una barriada en tierra firme. BBC Mundo visitó ambos lugares.
“Es una isla casi abandonada. Quedó como muerta”, me advierte Delfino Davies nada más poner un pie en su pequeño museo de herramientas e instrumentos.
El sonido de su escoba al barrer es lo único que se escucha ahora entre estas casas. Ya casi no recibe a nadie en su “pequeño tesoro”, como llama a su local, pero le gusta tenerlo siempre impecable.
“Antes se escuchaba a los niños gritar y jugar por los rincones, había música en todos lados, los vecinos se peleaban… Pero todos los sonidos se escaparon”.
Los recuerdos asaltan rápido la memoria de este indígena guna, cuya isla cambió por completo el pasado mes de junio, cuando decenas de botes a motor y cayucos de madera trasladaron a 300 familias desde la isla Gardi Sugdub, en el Caribe panameño, a una barriada en tierra firme conocida como Isberyala.
Fueron unas mil personas las que huyeron del hacinamiento y del aumento del nivel del mar. Se trata de una de las primeras comunidades que es reubicada en América Latina debido a causas climáticas y la primera en Panamá.
La mudanza duró varios días.
“Se fue mi papá, mi hermano, mis cuñadas, mis amigos… Los niños preguntaban ‘¿dónde se fue mi amiguito?’ Y comenzaron a llorar”, me relata Delfino.
Soltero y sin hijos, las piezas de su museo son ahora su mejor compañía.
Se calcula que apenas una veintena de familias -poco más de cien personas- siguen viviendo en Gardi Sugdub.
Muchos se quedaron porque en Isberyala no había espacio para todos. La evacuación comenzó a planificarse hace más de 10 años, cuando había menos habitantes. Otros simplemente se negaron a abandonar su isla.
La mayoría, sobre todo los hombres, pasan el día en un embarcadero jugando a las damas junto a una cafetería que tiene ya más empleados que clientes. Hasta que un sonido se acerca desde el horizonte.
“Está llegando el pescado”, me explica Delfino al ver mi cara de sorpresa.
En ese momento, entra al puerto un cayuco de madera con dos hombres a bordo. Mientras uno hace sonar una enorme caracola marina para avisar de su llegada, el otro entona a voz en grito: “¡un pez, un dólar!”.
Es el momento más esperado del día para los últimos ocupantes de la isla.
“De mi familia nos quedamos solo tres personas”, cuenta Delfino. “En otra solo se quedaron dos, en otras no se quedó nadie… solo las puertas cerradas”.
Los candados en sus cerraduras atestiguan que se han marchado.
“Me acostumbré a estar aquí y me quedaré con mi comunidad. Si se hunde la isla, yo me hundiré con ella”, me dice Delfino sin perder la sonrisa.
Los gunas, que originalmente vivían en el interior del continente, llegaron a estas islas hace siglos, huyendo primero de los conquistadores españoles y luego de las epidemias y conflictos con otros pueblos indígenas.
En concreto, la isla Gardi Sugdub -cuyo nombre significa “Isla Cangrejo”-, fue ocupada hace más de un siglo, y desde entonces, no ha parado de crecer. En gente… y también en tamaño.
Ubicada en el archipiélado Guna Yala (antes llamado archipiélado de San Blas), es un espacio de aproximadamente 400 x 150 metros, donde hasta hace poco se apiñaban alrededor de 1.300 personas con servicios básicos limitados.
Muchos habitaban en extensiones hechas ganándole terreno al mar.
Cuando necesitaron más casas para albergar a la creciente población, los gunas comenzaron a colocar en la orilla grandes piedras traídas desde los arrecifes.
Luego fueron rellenando los huecos usando residuos como cáscaras de coco, y a modo de ingrediente final, lo recubrían todo con tierra extraída de la costa. Sobre ese “relleno”, como le dicen, levantaban nuevas viviendas.
Aun así, el espacio se hizo pequeño.
“Había familias que tenían que dormir con doble hamaca, una encima de la otra. Había que construir una nueva comunidad para ellos”, me cuenta Delfino mientras paseamos por las calles casi desiertas.
Solo unos niños jugando al fútbol se cruzan en nuestro camino. Menos gente, más sitio para jugar.
Fue precisamente debido al hacinamiento que la comunidad de Gardi Sugdub empezó a pedir en la década de 2010 un sitio para reubicarse.
Pero la falta de espacio no era el único problema que los afectaba. El agua también se había convertido en una amenaza tangible.
Según un estudio elaborado por el gobierno de Panamá y la Universidad de Cantabria (España), para 2050 la isla podría ser ya inhabitable.
Y las autoridades temen que muchas de las más de 40 islas habitadas por los gunas en el archipiélago corran la misma suerte en las próximas décadas.
“Todas están a apenas 50 centímetros sobre el nivel del mar, por lo que es prácticamente inevitable que el traslado sea obligatorio para todos”, le explica a BBC Mundo Jaime Jované, ministro de Vivienda y Ordenamiento Territorial de Panamá.
Steven Paton, del Instituto Smithsoniano de Investigaciones Tropicales, cree que “es casi seguro que antes del final del siglo, la mayoría de las islas de Guna Yala quedarán sumergidas”.
En Gardi Sugdub, la urgencia es palpable.
Muchas de las casas, construidas con madera, paja y techos de hojalata, terminan inundadas durante el periodo de lluvias entre noviembre y febrero.
En esos momentos, la única solución es permanecer tumbados en las hamacas, a pocos centímetros del agua que anega las viviendas.
“Cada año, veíamos que las mareas eran más altas. Como soy bajita, el agua me llegaba hasta los tobillos”, me cuenta Magdalena Martínez, una mujer de 74 años que sí se trasladó a tierra firme.
“No es posible que fuéramos a cocinar en fogones y siempre estuviera inundado. Así que dijimos: ‘tenemos que salir de aquí'”.
Delfino, sin embargo, cree que lo que está ocurriendo es cíclico.
“Mis abuelos y mi papá me dijeron que antes el nivel del mar subía más, los niños jugaban dentro de la casa en el cayuquito… Y, después de unos días, ¿qué había? Abundancia de pescado. Esa subida del agua nos trae los peces”.
En su relación ancestral con el mar, el concepto de cambio climático es secundario al del hacinamiento.
Pero expertos y ambientalistas creen que el caso de la comunidad guna puede ser un anticipo de lo que está por venir.
“Para finales de este siglo, se estima que 500 millones de personas que viven en costas de todo el planeta se tengan que mudar porque el nivel del mar va a hacer que ciudades grandes como Yakarta, Nueva Orleans o Miami sean inhabitables”, cuenta Steven Paton.
“Mi mente se remontó al éxodo de la Biblia cuando vi todas las familias que estábamos embarcando en diferentes barquitos”.
Sentada en su nueva casa en Isberyala, Magdalena recuerda el momento en que tuvo que abandonar la isla.
Unos días antes, y años después de que se iniciaran los planes de traslado, el gobierno -liderado entonces por Laurentino Cortizo- había hecho entrega de las llaves a los primeros vecinos de la nueva comunidad.
“Pensé, ¿qué será allá? Será algo bueno, porque le daremos nuestra imagen a ese lugar, pero ¿qué nos esperará?, ¿qué es lo que tendremos que hacer?, ¿qué nos faltará?”, me cuenta.
Trasladarse significaba empezar de cero.
“Es bastante triste salir de un lugar donde uno ha estado tanto tiempo. Añora las amistades, las calles en las que vivió, la cercanía del mar. Solo traje mi ropa y algunos utensilios de cocina. Una siente que deja pedazos de su vida en la isla”, confiesa Magdalena.
El mismo recorrido que hicieron aquellas familias en junio en 2024, lo hizo BBC Mundo unos meses después.
Tras 15 minutos en bote y otros 5 en camioneta llegamos a la nueva comunidad.
A la entrada, una pancarta recién instalada con el eslogan ‘Bienvenidos a Isberyala’, y a los costados, comuneros que retiran la maleza de la carretera con grandes machetes.
Varias filas de viviendas blancas y amarillas forman el nuevo hogar de los guna.
El gobierno de Panamá invirtió 15 millones de dólares en la construcción de la nueva barriada y también recibió fondos del Banco Interamericano de Desarrollo. Pero la comunidad jugó un papel esencial en su creación.
“Un haz de lápices es mejor que un lápiz solo, porque un grupo de lápices es difícil que se rompa”, me dice Magdalena, haciendo alusión a ese trabajo comunitario.
“Los pioneros que visualizaron esta comunidad no pudieron ver realizado su sueño. Yo todavía estoy viva y puedo gozar de mi casita”, cuenta orgullosa.
Magdalena vive junto a su nieta Bianca, de 14 años, y su anciana perra, Nieve, que esta tarde se resguarda del sol bajo un pequeño techado. Bajo este calor asfixiante, su nombre parece una paradoja.
“Aquí voy a poner un jardín con plantas medicinales y allá quiero plantar yuca, tomate, plátano, mango y piña”, va apuntando mientras me muestra el espacio detrás del inmueble.
Otros están construyendo techados o incluso nuevas habitaciones adosadas a las viviendas originales.
El traslado de los guna es visto como un ejemplo para el resto del mundo, de “cómo puede ser en la práctica la adaptación climática liderada de forma local”, explicó a BBC Mundo la investigadora Erica Bower, experta en desplazamiento climático para Human Rights Watch.
“Esto es algo que ocurrirá cada vez más y más, y tenemos que aprender de estos primeros casos para entender cómo afrontarlo de forma exitosa”, destaca.
De momento, la vida en Isberyala está lejos de ser ideal y algunos de los servicios básicos experimentan interrupciones regularmente.
Por eso cuando Alberto, un vecino que hace las veces de taxista, activa el mecanismo del tanque de agua, se desata el fragor de la rutina mañanera.
Las madres bañan a sus niños, las lavadoras a plena potencia y los bidones vuelven a rellenarse “por si las moscas”. Hay que aprovechar. El agua se corta unas tres horas más tarde y no regresa hasta la noche.
Si regresa.
El tanque que surte a la comunidad se alimenta de cuatro pozos que funcionan con un generador, que en ocasiones, sobre todo debido al mal tiempo, se avería.
De hecho, poco antes de nuestra visita, nos cuentan, estuvieron sin agua durante una semana.
Magdalena enfrenta las carencias con optimismo.
“Acá tengo mejor condición de vida, luz 24 horas, agua potable… En la isla era más difícil. Teníamos que ir a buscarla al río. Aquí tengo el grifo, me puedo duchar las veces que quiera. Tengo más comodidad”.
“Cuando vivíamos allá solo teníamos luz durante cuatro horas y aquí por lo general mi nieta puede seguir estudiando en la noche”, le explica a BBC Mundo.
Pero hay quienes ante estos incidentes optan por regresar a la isla.
“Sin luz puedo estar, pero sin agua no. Por eso, vengo acá a cocinar y a limpiar la ropa”, me cuenta Yanisela Vallarino desde la isla, mientras cuelga las prendas que acaba de lavar a mano.
Yanisela se mudó a la nueva barriada junto a su marido e hijos, pero vuelve a menudo a Gardi Sugdub, donde aún viven su madre y algunos de sus hermanos.
“Aquí la brisa la siento fuerte, pero allá no. No me acostumbro todavía. Y echo de menos mi casa, porque allá es más chica”.
Aunque el agua no es la única razón que la trae a la isla.
En la barriada tampoco hay un centro de salud, por lo que sus habitantes tienen que seguir acudiendo al que existe en Gardi Sugdub, que no cerrará mientras no haya una alternativa en Isberyala.
“Yo como madre me preocupo, porque si un hijo se enferma allá es difícil”, explica.
En una ocasión, relata, tuvo que conseguir un auto y un bote a las 10 de la noche para llevar a una hija al centro de salud de la isla, porque no podía respirar.
Las autoridades panameñas le dijeron a BBC Mundo que en 2012 (durante el gobierno del expresidente Ricardo Martinelli), se inició la construcción de un hospital, pero la obra fue abandonada dos años después por problemas de financiación.
El equipo del actual ministro de Salud, Fernando Boyd Galindo, aseguró que espera retomar el plan en 2025, aunque no especificó fecha para la entrega de las obras.
Por su parte, Jované, encargado de Vivienda y Ordenamiento Territorial, afirmó que se está estudiando la posibilidad de ampliar Isberyala para acoger a las familias que siguen en Gardi Sugdub y quizás en un futuro a las de otras islas del archipiélago.
Las ruinas del hospital abandonado contrastan con las de un proyecto que sí se concretó: el Centro Educativo Sahila Olonibigiña.
El enorme complejo de edificios de paredes azules es el gran orgullo de la nueva comunidad, y a él asisten no solo alumnos de Isberyala sino también aquellos que quedan en Gardi Sugdub e incluso desde otras islas.
“De las más de 40 escuelas que tenemos en la comarca Guna Yala, es la única con todas estas facilidades”, me cuenta Francisco González, el director e impulsor de este centro modelo.
Con su apertura, la escuela que existía en la isla cerró definitivamente.
“En Gardi Sugdub nos enfrentábamos a la subida de la marea y los vientos que soplan del norte… Teníamos que buscar la manera de salir adelante y crear aulas en distintos rincones, donde encontrábamos espacio”, relata Francisco.
La nueva escuela cuenta con más de 20 salones y tiene comedores, computadoras, canchas deportivas, clases de idiomas y artes plásticas, una biblioteca…
También ofrece educación vespertina.
“Me alegré mucho cuando la nocturna se abrió, porque quería estudiar todavía”, me confiesa emocionada Yanisela, y se pone la mano en el corazón.
Además de en las clases formales, los niños participan en actividades destinadas a mantener las tradiciones guna.
Precisamente hoy, en la Casa de la Cultura de la escuela hay un ensayo de danza y música tradicionales.
Un grupo de niños y niñas de 12 y 13 años portan coloridas camisas y vestidos con molas, el diseño textil con formas geométricas típico de este grupo indígena. Ellos tocan flautas y ellas maracas.
Ensayan “la danza del tucán” y “las abuelas que lloran”, que se baila en honor a los caídos en la revolución de 1925, cuando los gunas se rebelaron contra las autoridades panameñas para que se respetara su autonomía.
Si las mañanas en Isberyala giran en torno al agua, las tardes son el turno del deporte.
Jerson, de 8 años, es fanático del fútbol e imita el célebre grito ‘siuuu’ de Cristiano Ronaldo después de cada gol que logra en una improvisada portería entre dos piedras.
“Prefiero este sitio a la isla porque tenemos más espacio para jugar”, me dice antes de lanzarse de nuevo por el balón.
Más allá, en uno de los extremos de la barriada, una nueva cancha de baloncesto hace las delicias de unos adolescentes que practican para el gran torneo que se celebrará unas semanas después, en el que cada calle – Naga Kantule, Iguatioquiña, Igwawilubbe, Ibelele,…- contará con su propio equipo.
El voleibol también es muy popular.
“Me gusta ser la que saca, porque puedo golpear fuerte la pelota”, me cuenta Bianca, la nieta de Magdalena.
Ambas llevan un rato sentadas bajo el techado exterior de su casa y la abuela le está enseñando a coser las tradicionales molas.
“Al principio le está costando, pero sé que va a aprender”, se ríe.
Cuando un rato después, Bianca es ‘liberada’ de sus tareas y se marcha con sus amigas, le pregunto a Magdalena qué echa de menos de la isla.
Presiento que me va a hablar del mar, de la brisa o sobre cómo añora comer pescado a diario, pero su respuesta no puede resumir mejor el sentir de este pueblo: “Me gustaría que todos estuviéramos aquí”.
No pierde su sonrisa, pero por primera vez detecto un aire de nostalgia en su mirada.
Antes de irnos visitamos la Casa del Congreso, el lugar donde se reúne la comunidad, y la única edificación construida a la usanza guna. Es un edificio grande, rectangular, techado con ramas y hojas.
En el centro, tumbado sobre una hamaca nos espera Tito López, el ‘sayla’ de Isberyala, la máxima autoridad del lugar.
“Mientras la hamaca esté viva, el corazón del pueblo guna estará vivo”, nos dice mientras se balancea.
Tan intrínseca es la costumbre de dormir en ellas que las están instalando en sus nuevas casas, sustituyendo las modernas camas que incluían por defecto.
La conexión trasciende el descanso.
Cuando un guna muere, se le viste con las ropas tradicionales y se le coloca en su hamaca durante un día mientras recibe la visita de familiares y amigos.
Luego, se le entierra envuelto en ella. Encima del cuerpo se colocan ramas de níspero, otro elemento muy especial para estos indígenas.
Los guna tienen un respeto sagrado por la naturaleza.
Así que, como se vieron obligados a talar muchos árboles de este fruto para limpiar el terreno donde se levantó la nueva comunidad, decidieron llamarla Isberyala, que en su idioma significa ‘montaña de nísperos’.
Allí está su nuevo hogar.
Mapa: Caroline Souza, Equipo de periodismo visual de BBC Mundo
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