A las 8 de la mañana, todo el mundo en el parque se prepara para hacer ejercicio: unos calientan las articulaciones y otros estiran los músculos, mientras que un grupo de mujeres tira tapetes sobre el suelo para hacer yoga y meditación.
Las risas y la música por la celebración del Día de San Valentín le agregan un toque festivo a la escena. Nada hace indicar que en esta postal cotidiana en el Parque Nacional del Tepeyac, en la alcaldía Gustavo A. Madero de la Ciudad de México, se encuentra un pedazo de terreno donde colectivos de personas desaparecidas hallaron hasta 1 mil 700 restos humanos, el mayor registrado a la fecha en la capital mexicana.
El polígono tiene unos pocos metros cuadrados de extensión, lo equivalente a un departamento de 100 metros cuadrados. Está a menos de cinco minutos caminando desde la entrada del parque, a unos pocos metros del quiosco donde hombres y mujeres de todas las edades hacen estiramientos y meditación, y a tan solo unos pocos pasos de un área de juegos infantiles, donde un hombre se balancea en un columpio, relajado, mirando al cielo, a la par que niños y niñas ajenos a todo persiguen a los perros que corretean libres por el bosque.
En el lugar no hay policía vigilando, ni nadie de seguridad. Solo unas bandas elásticas amarillas, de esas que marcan la escena del crimen en las películas, son las que prohíben el acceso al área, aunque algunas ya están rotas por el viento y el corrosivo efecto del sol.
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Por el suelo, como si fuera una broma macabra, yace la cabeza de una muñeca bebé decapitada. Y junto a ella, están los montones de hojarasca, maleza y piedras, con los que los colectivos de activistas que hallaron el lugar en julio del año pasado trataron de preservar los miles de pequeños fragmentos humanos –entre los que se encontraron huesos completos y dientes–, hasta que la Fiscalía de la Ciudad de México llegara a por ellos para llevarlos y analizarlos.
Sin embargo, nadie fue al lugar hasta noviembre pasado, cuatro meses después, y luego de que la información se hiciera pública en los medios. Por lo que, a la fecha, se desconoce aún si esos miles de restos corresponden a una sola persona o a varias, así como el contexto de cómo llegaron hasta ahí y cuándo fueron enterrados.
“Los de la Fiscalía tampoco levantaron todos los restos. De hecho, aún quedan fragmentos expuestos”, subraya Carlos Ramírez, del Colectivo Hasta Encontrarlos CDMX, que explica que, además de esa zona precintada donde se hallaron los 1 mil 700 restos, ya se encontraron más en otra parte del parque natural, pero más hacia el interior, hacia lo alto de los cerros.
La tardanza en la búsqueda es, de hecho, el punto que más desgasta a los familiares, que critican que hay “falta de un interés real” por atender la problemática, más allá de que para estas búsquedas están participando personal de diferentes corporaciones de policía, Fiscalía, Guardia Nacional, así como la Comisión de Búsqueda capitalina.
“En Ciudad de México no se reconoce como tal que hay un problema de desaparición que, además, va en aumento. Hemos batallado muchísimo para que se reconozca este problema en la capital, porque lo que siempre buscan las autoridades es decir que esto no sucede. Quieren invisibilizarlo”, agrega Carlos Ramírez, que hace mención de las cifras oficiales de la Secretaría de Gobernación, las cuales señalan que en la capital hay más de 4 mil denuncias vigentes por desaparición de personas entre 2019 y los primeros 15 días de febrero de este año, más 469 personas que ya fueron localizadas muertas.
Carlos es el hermano de Ángel Ramírez Chaufón, un joven de 25 años que desapareció la noche del 29 de noviembre de 2019, cuando salió de su empleo en un Sanborns ubicado en la colonia Lindavista.
Ángel, estudiante y deportista aficionado a la lucha olímpica, desapareció junto a otros dos compañeros de trabajo: Jesús Armando Reyes Escobar y Leonel Báez Martínez.
A algo ya más de cinco años de la desaparición, la investigación y las pistas han sido prácticamente nulas. De hecho, a pesar del tiempo y de que ya ha habido detenciones por el caso, las dudas todavía son muy superiores a las certezas, lamentan las familias.
Por ejemplo, aún no se sabe con precisión si Jesús y Leonel, que salieron juntos de trabajar, estuvieron en la misma cervecería en la que estaba Ángel, el último punto del que se tiene registro de su paradero. Solo se sabe, por las cámaras de vigilancia de la ciudad, que pasaron cerca de la cervecería ubicada en la colonia Lindavista y la hipótesis es que habrían estado juntos compartiendo tiempo, pues se conocían de las ‘retas’ de futbol que jugaban los empleados de las diferentes sucursales de Sanborns. Pero ahí se les pierde la pista a los tres compañeros de trabajo.
“Aún no sabemos realmente cómo se juntaron los tres”, dice Paula Ruiz Escobar, que luce en su playera blanca la fotografía de Jesús Armando, su hermano desaparecido que en este próximo mes de octubre cumplirá 36 años, que era enfermero de profesión, aunque llevaba un par de años trabajando en Sanborns.
Ahora, Carlos, Paula y otros familiares de los tres jóvenes están en el Parque Natural Tepeyac, concretamente en el cerro del Guerrero, porque este lugar está a unos pocos minutos en carro de la cervecería, y porque luego de varias búsquedas ya se encontraron restos humanos. Además, policías y vecinos entrevistados, comentan bajando la voz que las colonias que hay en los alrededores del parque natural, como la Gabriel Hernández, son zonas “muy violentas” en la capital donde se han producido hallazgos de personas muertas con violencia.
“Aquí es zona de asaltos, y también de delitos de alto impacto, como secuestros, extorsiones, y asesinatos”, hace hincapié un policía capitalino alto, de rostro de rasgos duros y voz rasgada, que acompaña a los familiares para brindarles seguridad, junto a otros elementos de la Guardia Nacional que se mueven constante por el perímetro donde se realizan las búsquedas.
De hecho, Gerardo Ramírez, el papá de Ángel, asegura que en varias ocasiones los han recibido “con balazos al aire” para mandarles un mensaje muy claro.
“Es una forma de avisarnos de que saben que estamos aquí buscando y de que no somos bienvenidos”, apunta.
La jornada de búsqueda arranca poco antes de las 10 de la mañana bajo un cielo despejado, extrañamente azul intenso, y sin atisbos del clásico smog capitalino.
A diferencia de lo que sucede en otros estados como Veracruz, donde las madres de los colectivos de búsqueda inician formando un círculo para tomarse de las manos y hacer una oración, aquí los familiares se reúnen en grupos bajo el techo de lámina de un quiosco y, como si casi de la charla en un vestuario de un equipo de futbol se tratara, se ajustan las rodilleras sobre los pantalones, se colocan guantes sobre las manos, y se cubren los rostros para protegerse del inclemente sol con pañuelos, sombreros y pasamontañas, al tiempo que escuchan las indicaciones del personal de la Comisión de Búsqueda capitalina sobre cuál es el área a rastrear.
Una vez que todos reciben un ‘lunch’ y agua, muchas botellas de agua para mantenerse hidratados, los familiares se desperdigan a lo largo de una barda de concreto que divide los límites del cerro de la mancha urbana de la colonia Gabriel Hernández de la alcaldía Gustavo A. Madero.
La selección del lugar es porque, uno, está a pocos metros de la zona de hallazgo de los 1 mil 700 restos humanos, y dos, al estar en una ligera pendiente creen que, por las lluvias y los deslaves, la tierra que se acumula en la barda pudiera contener más restos a analizar.
Lourdes Romero, de 32 años, está sentada sobre un montículo de tierra junto a su suegra de más de 60 años, la mamá de Leonel Báez.
Las dos llevan puestas una playera con la imagen del joven desaparecido, y las dos hurgan entre la tierra cribada en busca de pistas, ante la mirada lejana de unas peritas forenses que se encargan de ver y analizar todo lo que les ponen a la vista las buscadoras. Como un minúsculo hueso con forma de ‘y’ que Lourdes, ya con el ojo entrenado después de cinco años de búsquedas y de “aprender a la mala”, extrae de un océano de piedras, y que, al parecer, es de un pájaro. O como unos pants agujereados que alguien utilizó para envolver los restos de un perro que enterró en el lugar.
“Es muy fuerte estar de este lado de la moneda”, murmura la mujer, ante la mirada silenciosa de su suegra, una señora menuda, de pelo gris trenzado, y rostro agrietado.
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“Mucha gente piensa que en la Ciudad de México, como es la capital, no hay desapariciones. Y mucha gente piensa también que a ellos nunca les va a pasar algo así. Y pues sí, justo una semana antes, mi suegra y yo estábamos viendo un volante de una chica que había desaparecido junto a su hijo. Nos llamó mucho la atención. Dijimos: ‘qué doloroso encontrarse en una situación así’. Y a la semana, nos pasó a nosotras”.
A continuación, la mujer, con un montoncito de tierra en la mano enguantada, lanza un suspiro y deja pasar unos segundos mientras escruta con detenimiento el polvo y las piedritas.
“Cuando ves que alguien desaparece, dices: ‘ay, qué mala onda, qué feo’, y sigues con tu vida. Pero, cuando ya lo vives en tu carne, es algo horrible porque no descansas nunca. Es una incertidumbre que no te deja de perseguir”.
Además, Lourdes cuenta que, como sucede con muchas de las personas que tienen a un ser querido desaparecido, han tenido que enfrentar, además de la desidia, la burocracia, o la lentitud de las autoridades, el estigma de una sociedad que los mira con recelo por aquello del “algo habrán hecho”, o por la clásica sospecha del ‘se habrán ido con el novio o la novia, o los amantes’.
Con otro montoncito de tierra en la mano, la mujer cuenta que el 30 de noviembre de 2019, un día después de la desaparición, fue a levantar la denuncia a una delegación del Ministerio Público, donde se encontró a una mujer que la recibió.
“En ese entonces dije: ‘ay, qué bueno, me tocó una mujer, me va a dar una buena atención. Pero lo primero que me preguntó fue si el desaparecido era hombre o mujer, y su edad. Y cuando le dije que era hombre me contestó en tono burlón: ‘ay ya mujer, para qué lo buscas. Ya te dejó por otra’.
Lourdes sonríe con desgana sin dejar de palpar la tierra.
“O sea, una va toda asustada porque tiene la angustia de no saber dónde está tu familiar, ni qué fue lo que le pasó. Vas muy preocupada, con la incertidumbre, y lo que te encuentras son respuestas de ese tipo”.
O como aquella otra vez, agrega, en la que hizo un recorrido junto a su marido, el hermano de Leonel, por los múltiples hospitales que hay en la zona de Lindavista, en busca de pistas de su paradero, y se encontró con las dos caras de la moneda, con la de personas que le mostraron su empatía y apoyo, y con la de pacientes del hospital que exigían ser atendidos de inmediato y que nadie del personal médico dedicara tiempo a buscar si Leonel se encontraba internado ahí.
“Hubo gente que, de plano, se me acercó para decirme: ‘para qué lo buscas, ya se lo tragó la tierra. Aquí hay gente que necesita ser atendida y tú vienes a buscar a alguien que a lo mejor hasta ratero era, o andaba con gente mala’”.
–¿Y tú qué les respondiste? –le pregunta el periodista.
–Pues que sí, que quizá ya se lo tragó la tierra –responde Lourdes agarrando otro puñado de tierra para pasarlo por la criba–. Pero yo quiero encontrar el hoyo por el que se fue, y ya veré yo si le aviento una soga para sacarlo, o si, de plano, tapo el hoyo y sigo con mi vida. Pero sea como sea, quiero saber dónde está.
A las 13 horas, ya con el sol en pleno zénit, los familiares, voluntarios que los apoyan, así como los integrantes de la Comisión de Búsqueda capitalina, de la Fiscalía, y de la alcaldía Gustavo A. Madero, entre otros, comienzan a recoger los picos, palas y rastrillos con los que estuvieron varias horas hurgando en la tierra.
Es el fin de los tres días de jornadas de búsqueda en el Parque Natural Tepeyac, en el que además de rastrear en la zona de la barda perimetral, también subieron a la zona alta del cerro por un sendero estrecho, ya del lado de la colonia, donde con el apoyo de Bomberos capitalinos hicieron varios “pozos de sondeo” en la parte de atrás de unas tienditas de abarrotes y una pollería abandonadas.
Como resultado de las jornadas, se colocaron sobre unas sábanas a vista de los familiares decenas de huesos y de restos óseos, así como diferentes prendas que se encontraron bajo la tierra, como zapatos de tacón, playeras, tenis, faldas, y ropa de bebé. Pero no hubo resultados positivos en cuanto a posibles restos humanos. Todos correspondían a fauna, principalmente aves y perros.
Ahora, explica Paula Ruíz Escobar, la hermana de Jesús Armando, tendrán que esperar al menos un mes para reiniciar la búsqueda en el lugar, pues la Comisión capitalina, saturada de trabajo y escasa de recursos, tiene que atender otros casos antes de volver al de los tres jóvenes del Sanborns desaparecidos.
“Hay que seguir buscando, porque si seguimos buscando pueden salir más restos humanos”, hace hincapié Paula, que se refiere a la zona donde se hallaron los 1 mil 700 restos óseos, en la cual, debido a que fue intervenida por la Fiscalía, ya no se pudo continuar con las búsquedas.
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“El problema es que la Fiscalía tarda mucho tiempo en analizar los restos. Incluso, todavía hay fragmentos en ese lugar”, insiste la mujer, que no obstante, a pesar del desgaste que ha sufrido ella y su familia en los últimos cinco años sin pistas de Jesús Armando, “el consentido de mis papás”, asegura que no parará de buscar hasta encontrar respuestas, más allá de que no sean las que quisieran obtener.
“Mucha gente, que no entiende, me pregunta por qué sigo buscando a mi hermano. Y pues yo lo hago –lanza un suspiro cansado y mirando de reojo la sábana con los restos óseos sacados de la tierra– porque sé que si yo fuera la desaparecida, o una de mis otras tres hermanas, él tampoco hubiera descansado hasta dar con nosotras”.
Los minuciosos preparativos para lanzar la señal de humo que confirmará o no la elección de un nuevo Papa ya están en marcha.
Cuando la Iglesia católica elige a un nuevo Papa, el mundo no está pendiente de una rueda de prensa o de una publicación en las redes sociales, sino del humo que sale de una pequeña chimenea en lo alto de la Capilla Sixtina.
Si el humo es negro, no se ha elegido nuevo Papa. Si es blanco, se ha tomado una decisión: Habemus Papam – tenemos un Papa. Es un gran acontecimiento, retransmitido en directo a millones de personas.
Pero lo que los telespectadores no ven es la complejidad oculta de este centenario ritual: la chimenea cuidadosamente construida, la estufa diseñada y las recetas químicas precisas, cada parte minuciosamente diseñada para garantizar que una voluta de humo transmita un mensaje claro.
Expertos explicaron a la BBC que el proceso requiere “dos fuegos artificiales a medida”, ensayos de pruebas de humo y bomberos en estado de alerta.
Todo esto está meticulosamente organizado por un equipo de ingenieros y funcionarios de la Iglesia que trabajan al unísono.
El papa Francisco falleció el 21 de abril, lunes de Pascua, a los 88 años y, una vez finalizado el funeral, la atención se centró en el cónclave, una reunión privada en la que se elegirá a su sucesor.
El Vaticano confirmó que los cardenales se reunirán en la Basílica de San Pedro el 7 de mayo para celebrar una misa especial antes de reunirse en la Capilla Sixtina, donde comenzará la compleja votación.
La tradición de quemar las papeletas de votación de los cardenales se remonta al siglo XV y se convirtió en parte de los rituales del cónclave destinados a garantizar la transparencia y evitar la manipulación, sobre todo después de que los retrasos en la elección papal provocaran frustración y malestar de la opinión pública.
Con el tiempo, el Vaticano empezó a utilizar el humo como medio de comunicación con el mundo exterior, preservando al mismo tiempo la estricta confidencialidad de la votación.
Y hoy, a pesar de los innumerables avances en comunicación, el Vaticano continúa preservando la tradición.
“Desde la antigüedad, la gente ha visto el humo que sale -de los sacrificios de animales y granos en la Biblia, o de la quema de incienso en la tradición- como una forma de comunicación humana con lo divino”, le dice a la BBC Candida Moss, profesora de teología de la Universidad de Birmingham, Reino Unido.
“En la tradición católica, las oraciones ‘ascienden’ hasta Dios. El uso del humo evoca estos rituales religiosos y la estética de asombro y misterio que los acompaña”.
Moss señala también que el humo ascendente permite a las personas que se reúnen en la plaza de San Pedro “sentirse incluidas, como si estuvieran incorporadas a este asunto misterioso y secreto”.
Los motivos son simbólicos, pero hacer que funcione en el siglo XXI requiere ingeniería del mundo real.
En el interior de la Capilla Sixtina se instalan temporalmente dos estufas específicas para el cónclave: una para quemar las papeletas y otra para generar las señales de humo.
Ambas estufas están conectadas a un pequeño conducto -un tubo dentro de una chimenea que permite la salida del humo- que sube por el tejado de la capilla hasta el exterior.
Recientemente se vio a bomberos en el tejado, que aseguraban con cuidado la parte superior de la chimenea en su sitio, mientras los obreros montaban andamios y construían las estufas en el interior.
La Capilla Sixtina, construida hace más de 500 años, alberga uno de los techos más famosos del mundo. Adornado con los frescos de Miguel Ángel, no está precisamente diseñado para señales de humo, y la chimenea debe instalarse de forma discreta y segura.
Es un proceso complejo.
Los técnicos utilizan una abertura existente o crean una trampilla provisional por la que se introduce el conducto para que salga el humo, normalmente de un metal como el hierro o el acero.
La tubería va desde las estufas hasta el exterior, y emerge a través del techo de tejas sobre la plaza de San Pedro.
Cada junta se sella para evitar fugas y cada componente se somete a pruebas.
Los especialistas ensayan con humo en los días previos al comienzo del cónclave, asegurándose de que el tiro de la chimenea funciona en tiempo real. Incluso participan los bomberos del Vaticano, en alerta por si hay una avería.
“Se trata de un proceso muy preciso, porque si algo sale mal, no es sólo un fallo técnico, sino que se convierte en un incidente internacional”, le explica a la BBC Kevin Farlam, ingeniero de estructuras que ha trabajado en edificios patrimoniales.
“No es como poner una tubería en un horno de pizza. Cada parte del sistema tiene que instalarse sin dañar nada”.
Este montaje se construye días antes de la llegada de los cardenales y se desmonta una vez elegido el Papa.
Para que la señal sea visible, los técnicos del Vaticano utilizan una combinación de compuestos químicos.
“En esencia, lo que están construyendo aquí son dos fuegos artificiales a medida”, le explica a la BBC el profesor Mark Lorch, jefe del departamento de química y bioquímica de la Universidad de Hull, Reino Unido.
“Para el humo negro, se quema una mezcla de perclorato potásico, antraceno y azufre, que produce un humo espeso y oscuro.
“Para el humo blanco, se utiliza una combinación de clorato potásico, lactosa y colofonia de pino, que se quema de forma limpia y pálida.
“En el pasado se intentaba quemar paja húmeda para crear un humo más oscuro y paja seca para hacer un humo más claro – pero esto causaba cierta confusión porque a veces parecía gris”.
Lorch dice que estos productos químicos están “preenvasados en cartuchos y se encienden electrónicamente”, por lo que no hay ambigüedad.
El toque de campana -introducido durante la elección del papa Benedicto XVI- sirve ahora de confirmación y se utiliza junto a la señal de humo.
A lo largo de los años se han hecho propuestas para modernizar el sistema: luces de colores, alertas digitales o incluso votaciones televisadas.
Pero para el Vaticano, el ritual no es sólo una herramienta de comunicación: es un momento de continuidad con siglos de tradición.
“Se trata de tradición y secretismo, pero también tiene un peso teológico real”, afirma Moss.
“Además, ‘Iglesia católica’ y ‘vanguardia’ distan mucho de ser sinónimos: la innovación es casi antitética al ritual”.
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