Con información de José Eduardo Torres
Casi todos dormían en el autobús de la línea Futura que viajaba de noche entre las ciudades de Monterrey, Nuevo León y Matamoros, Tamaulipas, cuando una serie de disparos quebraron el silencio a la altura de Reynosa apenas a unos cientos de metros de la frontera con Estados Unidos, el 26 de diciembre del 2023. Los gritos que ordenaron al chofer detenerse, alertaron a Yosef y Paola, —quienes no se llaman así, pero piden el resguardo de su identidad—, de todas maneras no lograban conciliar el sueño rumbo a la última parada de un viaje emprendido tres semanas atrás desde Venezuela para cambiar de vida.
“¿Para dónde van?, ¿Ya tienen la cita aprobada?, ¿Cuántos días van a pasar en Reynosa?”, les preguntaron dos hombres, uno con un ojo lesionado y otro con un chaleco rotulado con el logo de la Marina, mientras afuera esperaban otros tipos armados con ametralladoras y una pistola de corto calibre. Más dormidos que despiertos, Yosef y Paola acataron las instrucciones y vaciaron en minutos el autobús en el que solo quedó el conductor.
Tomaron las pocas pertenencias que sobrevivieron al viaje y se metieron cabizbajos en uno de los tres vehículos dispuestos para llevarlos a su nuevo destino. Al menos dos eran taxis de la ciudad de Reynosa, reconocibles por su color blanco con rayas amarillas, recuerda Yosef. A las once de la noche las calles estaban vacías. Aunque nadie pronunció la palabra, todos eran conscientes de que estaban siendo secuestrados.
“El bus estaba casi full, éramos mínimo de 25 a 30 personas”, relata Yosef, ahora que se encuentra fuera de peligro, con un hablar entrecortado y rápido, difícil de descifrar a veces, como si se tragara las palabras. “Algunos de ellos, antes de bajar del bus hicieron disparos al aire para bajarnos”, “nos dijeron que colaboráramos”. “Nos llevaron a una casa a la que ellos le dicen bodega. En el camino nos llevó un taxista que nos pidió nuestro teléfonos. Eso fue lo único que nos habló esa persona”.
Al llegar a un barrio residencial, el grupo fue recibido por otros tres hombres y una mujer que los esculcaron y les preguntaron sus nacionalidades. Entre los migrantes venezolanos que tratan de cruzar México se repiten cada vez con más frecuencia las mismas historias de hombres armados que se suben a los autobuses y gritan: “que bajen todos los venezolanos”, la nueva presa predilecta del crimen organizado, capaces de pagar rescates en dólares más onerosos que los haitianos y cubanos.
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Les quitaron el dinero que les quedaba, los celulares y los separaron en un cuarto para hombres y otro para mujeres. El espacio era pequeño para la cantidad de personas agrupadas. Tenían que turnarse para estirar las piernas y dejar descansar a los otros, recuerda Yosef, quien guardó como pruebas una foto de él y su pareja que los secuestradores enviaron a sus familiares, las transferencias de dinero hechas a los criminales y los intercambios de mensajes por WhatsApp. Aunque no quiso ser grabado en video por razones de seguridad, después de meses de conversaciones accedió a reunirse con estos periodistas en un restaurante de la Ciudad de México y dejar su testimonio en audio.
“Fue un poco fuerte porque obviamente como éramos los nuevos, hicieron y deshicieron con nosotros. Después en la madrugada, (nos daban) golpes a las seis de la mañana, por gusto. Fue así como un par de días: llegaban despertando a la gente, gritando, nos daban golpes con un zapato (…), no les importaba darnos en la cabeza, no les importaba nada. No podías dormir, no podías hablar, no podías hacer nada, porque obviamente era peor”.
Así duró 22 días en cautiverio y Paola, su pareja, cinco más, hasta que los secuestradores los liberaron a unos pocos metros del refugio Senda de Vida de Reynosa, cuando sus familiares accedieron a pagar 6 mil dólares de rescate, asegura. En los recibos que conserva, consta el pago de 3 mil 220 dólares: una fortuna en Venezuela donde el salario mínimo ronda los 32 dólares mensuales: 15 mil bolívares.
Entre las personas migrantes que fueron víctimas de secuestro, entrevistadas para este reportaje, así como la treintena de expertos, activistas de derechos humanos, directivos de refugios para migrantes, miembros de oenegés internacionales con presencia en el terreno, directivos de instituciones internacionales, exfuncionarios de gobierno, migrantes, familiares de migrantes, investigadores y académicos en Chiapas, Ciudad de México y Tamaulipas, circulan historias terribles sobre el destino de quiénes no tienen cómo pagar el rescate exigido por los secuestradores.
El caso de Yosef no es raro. Los secuestros de migrantes venezolanos se han vuelto cotidianos en todo México en los últimos dos años. Forman parte de una gigantesca industria subterránea de tráfico de personas, cuyo tamaño es difícil de evaluar, ya que no existen cifras oficiales al respecto.
De acuerdo con información de la Fiscalía General de la República (FGR) obtenida vía transparencia, en 2022, último año completo disponible, fueron secuestradas 404 personas migrantes en México, la mayoría en los estados de Puebla, Hidalgo, Estado de México, Morelos y Veracruz, a diferencia de los 18 registrados en 2019 (16 en 2018), un año antes de la pandemia. En apenas tres años los secuestros de migrantes aumentaron 2,144.44%.
Una parte importante de las personas secuestradas son venezolanas, pero es imposible definir cuál es el porcentaje, ya que el registro de la fiscalía mezcla distintas nacionalidades en un mismo evento.
Aunque el aumento es notable, corresponde a un subregistro, propio de un negocio ilegal y oculto por naturaleza, que impacta a una población particularmente vulnerable. Ninguno de los tres migrantes secuestrados contactados por los autores del reportaje en la región de Tamaulipas denunció oficialmente el delito que sufrió, por miedo a posibles represalias y amenazas explícitas de sus captores. Cada uno dijo haber estado encerrado con unas 30 personas más, algunas llevaban meses en el lugar.
“Es muy difícil saber con exactitud cuántos migrantes son víctimas de secuestro en México porque no hay estadísticas confiables”, señala Tyler Mattiace, investigador para Human Rights Watch en México. “La mayoría de las personas nunca denuncian, normalmente por miedo. Muchas de las personas que hemos entrevistado nos dicen que policías o agentes de migración fueron cómplices en su secuestro. Otros nos dicen que intentaron denunciar y las autoridades se negaron a ayudar”.
Si la industria ha crecido exponencialmente en los últimos años, es porque se beneficia de las nuevas reglas migratorias impuestas por Estados Unidos en 2021 y México en 2022 contra los venezolanos.
El endurecimiento de las medidas inició en 2019, bajo el mandato del entonces presidente estadounidense, Donald Trump (2017-2021), con el objetivo de limitar la llegada de migrantes a las fronteras, explica el profesor adscrito al centro de relaciones internacionales de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), Tomas Miltón. Trump “incluso amenazó con poner aranceles” a productos mexicanos “que iban a crecer de manera paulatina, empezando con el 5%”. Eso llevó a “un cambio radical en la política migratoria del gobierno de Andrés Manuel López Obrador”, que pasó de abrir las puertas del país y promover inversiones en sus países de origen, a “implementar políticas de contención elaboradas desde EU y puestas en la práctica en nuestro país”, advierte.
En concreto: México comenzó a exigir visa a los ciudadanos venezolanos que antes transitaban por caminos legales en el país, para apaciguar la presión económica de EU. “Ante esta situación, básicamente (los migrantes) ahora están recurriendo a rutas más peligrosas, al usar obviamente coyotes, particularmente vinculados con el crimen organizado, que muchas veces los secuestran”, agrega Miltón.
A cuatro años del inicio de la estrategia de máxima presión económica, política y diplomática impuesta por EU para asfixiar al gobierno venezolano, Nicolás Maduro sigue siendo presidente del país sudamericano y su país se sigue separando a través de oleadas de migrantes que, luego de haberse regado por el continente Sudamericano, comienzan a llegar a suelo estadounidense, empujadas por el empobrecimiento de sus países de acogida, la xenofobia y la represión.
La cifra de migrantes venezolanos expulsados de su país por la crisis económica en la que se encuentra hundido desde hace una década es tan gigantesca –más de 7.2 millones de personas-, que la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR por sus siglas en inglés) no ha dudado en calificarlo como “el éxodo (…) más grande que ha visto América Latina en la época moderna”, el segundo mayor en el mundo después del sirio. Es superior a la población de países como Panamá, El Salvador, Costa Rica o Nicaragua, que eran hasta hace poco los principales proveedores de migrantes que atraviesan México hacia el norte.
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Y toda esa gigantesca estampida humana se encuentra con “el principal corredor migratorio del mundo”, como define en un informe la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) a México, “por su cercanía con EU”. Generando así un negocio colosal para los coyotes y miembros de grupos criminales organizados para facilitar el tráfico de migrantes venezolanos en México.
“La imposición de nuevas visas (para venezolanos y ecuatorianos) y otros requisitos (como el pre-registro para colombianos) para ingresar a México en los últimos años ha obligado a cada vez más personas a transitar México por tierra, exponiéndolos a mayores peligros, como secuestros y extorsiones”, sentencia Mattiace.
“Pero otro factor, quizás más importante, ha sido la serie de políticas migratorias en los últimos cinco años (como el Quédate en México, el Título 42, y ahora la aplicación móvil CBP One) que han obligado a las personas no sólo a cruzar México por tierra, sino también a esperar durante meses en zonas peligrosas del país con la esperanza de eventualmente tener la oportunidad de presentar una solicitud de asilo en Estados Unidos”, agrega el investigador.
Hasta hace unos años, el peor tramo para quienes querían atravesar el continente era la selva del Darién, que divide a Colombia de Panamá y separa el sur de Centroamérica. Un paso lleno de grupos armados que extorsionan y maltratan a los migrantes, serpientes venenosas y ríos crecientes. Pero ya quedó atrás, porque ahora “es peor atravesar México que el Darién”, dice el sacerdote Luis Eduardo Zavala de Alba, director del refugio para migrantes Casa Monarca en Monterrey, Nuevo León. Y lo mismo repiten casi todos los entrevistados.
La puerta de entrada a México es otra jungla: el estado sureño de Chiapas, en el que también acechan secuestradores y extorsionistas, cobros excesivos, violencia y xenofobia, articulados por autoridades corruptas y el crimen organizado.
Una vez que atraviesan Guatemala, los migrantes se topan de frente con el río Suchiate, la frontera natural que separa a México con territorio centroamericano y que no puede cruzarse sin la ayuda de los balseros que han hecho de la necesidad un negocio. Es la primera actividad lucrativa que se desprende de la migración irregular y deja jugosas ganancias.
Lo vivió Alianys, migrante venezolana, quien también pide resguardar su identidad, que sufrió un secuestro exprés en Chiapas antes de llegar al centro del municipio fronterizo de Tapachula. Luego de entregarle unos dólares a unos supuestos policías chiapanecos en uniforme, el grupo de 10 personas con las que viajaba fue llevado en transporte a un monte cercado con alambres de púas que debió rodear. Pero todo fue una trampa.
Al subir el monte, fueron interceptados por dos sujetos armados con vestimenta militar que les apuntaron con armas y les ordenaron adentrarse entre los matorrales. Vestían “ropas tipos camufladas color verde oscuro y un poco claro, botas color negras, los dos tenían cada uno de ellos armas largas, uno de ellos era de estatura alta, delgado y de tez moreno claro, el otro era también alto, complexión mediana”.
Enseguida apareció un tercer sujeto, vestido con el uniforme que portan los agentes del Instituto Nacional de Migración de México: pantalón de tela negra, camisa blanca de manga corta sin logotipo ni nombre y zapatos de vestir negros. Era de estatura baja, tez morena obscura, cara redonda, nariz mediana, cabello negro, corto y ondulado. El presunto agente migratorio se abotonó la camisa mientras les pedía a cada uno mil pesos mexicanos para dejarlos avanzar.
En los últimos años, Chiapas se ha convertido en uno de los centros de retención de migrantes más grandes del mundo que funciona como filtro de seguridad para evitar que más personas lleguen hasta la frontera norte con Estados Unidos para solicitar asilo por medio de la aplicación CBP-ONE. Según cifras oficiales, la mayoría de los 444,439 “eventos de personas en situación irregular” registrados en México entre 2021 y 2022, canalizadas por el Instituto Nacional de Migración (INM) ocurrieron en ese estado (34.3%).
Allí, como en otras regiones, las pésimas condiciones de las estaciones migratorias, donde abundan historias de hacinamiento, falta de alimentos, abusos y negligencias, buscan desalentar la migración irregular. Al precio de una “criminalización del fenómeno migratorio” similar a “las condiciones de una detención de carácter penal” y numerosas denuncias de tratos “contrarios al respeto de los derechos humanos”, retomadas por la CNDH en un informe del 13 de abril de 2023.
El caso más famoso ocurrió sin duda el 27 de marzo de 2023 en Ciudad Juárez, Chihuahua, donde 40 migrantes (13 de ellos venezolanos) murieron y 27 resultaron heridos en un centro de detención del INM, luego de que las llamas se desataron al interior de una celda cerrada con llave, donde no había extintores ni ventilación.
En los últimos cinco años (2019 – 2024) los trabajadores del Instituto Nacional de Migración han sido sancionados por cometer violaciones a los derechos humanos, abuso de autoridad y ejercicio indebido de sus funciones, según datos de la Secretaría de la Función Pública obtenidos vía transparencia. De los 162 que recibieron una sanción, sólo ocho fueron destituidos.
Sin embargo, la represión no parece estar logrando su objetivo en el continente. Cada año se rompe récord en cuanto a la cantidad de migrantes que cruzan el tapón del Darién, el barómetro del flujo de personas que cruzan de sur a Centroamérica. En lo que va 2024, según cifras del gobierno panameño, ya han atravesado el paso selvático más de 110 mil migrantes, lo mismo que de enero a abril de 2023. La mayoría son venezolanos (70 mil 092), seguidos de ecuatorianos (8 mil 953), haitianos (7 mil 329 y colombianos (7 mil 136). Un flujo que en algún momento llega a las puertas de México, en ocasiones en gigantescas caravanas.
Alianys recuerda que migró motivada por “la inseguridad y por salud, ya que tengo una cardiopatía hipertrófica y él tratamiento o una emergencia en Venezuela es complicada de resolver”, dice, y enlista que debió cruzar Colombia, Panamá (incluida la selva del Darién), Costa Rica, Nicaragua y Honduras, donde “nos tocó quedarnos un mes por falta de dinero. Gracias a Dios una familia nos dejó quedarnos en las carpas al lado de su casa en un terreno”.
Para cubrir los gastos que el viaje demandaba, su pareja le enviaba dinero, mientras que sus padres y amigos le prestaban lo que podían. “El dinero nos lo iban mandando, por razones de seguridad no se puede cargar todo encima ya ve que en todos lados nos quitaban dinero la policía”.
Hace menos de dos décadas, Venezuela era aún una economía petrolera boyante, más acostumbrada a recibir migrantes que a ver sus ciudadanos escapar en masa hacia otros países. Luego llegó al poder Hugo Chávez en 1999 y durante unos años instaló el “socialismo del siglo XXI”, repartiendo a manos llenas los réditos de las rentas petroleras entre las clases menos favorecidas, hartas de la desigualdad.
Sin embargo, el control estatal de la economía, la corrupción y la ineficiencia fueron acabando el Producto Interno Bruto del país, que se desplomó 80% en 20 años. Así que en 2012, poco antes de la muerte del líder bolivariano (2013) comenzaron a salir las primeras oleadas de venezolanos hacia el sur del continente. A México y Estados Unidos se demoraron mucho más en llegar.
“Antes de la pandemia, cuando nosotros empezamos a trabajar con migrantes, estamos hablando de 2016, 2017, llegaban los venezolanos por avión, por vía aérea y pedían refugio o asilo en los aeropuertos, o entraban como turistas y pedían refugio. Nosotros los ayudábamos en esos procesos”, relata Franciso D’Angelo, director de Venemex, asociación de venezolanos en México.
“Más que todo porque eran personas que eran bachilleres, estudiantes, técnicos, profesionales, que venían a quedarse en México, (…) muchas veces porque tenían amigos o familiares, por reunificación familiar. Tenían un punto de conexión con el país. ¿Y qué pasó? Bueno, vino la pandemia, con la pandemia también vino el tema de que nos pusieron visa para entrar y empezó a crecer post pandemia el fenómeno de ver llegar personas caminando que siempre era un fenómeno que era de pocos pues. Normalmente los venezolanos no venían caminando, pero fue creciendo, creciendo, creciendo. Creemos que hubo una política de Estado, quizá en el gobierno de Maduro, para hacer presión sobre Estados Unidos” a través de esas migraciones masivas, agrega el activista venezolano.
Una presión que parece estar funcionando, en la medida en que la migración se ha vuelto un tema central de la campaña electoral en curso en la que los estadounidenses elegirán a un presidente entre el demócrata Joe Biden y el republicano Donald Trump.
Mientras eran extorsionados por el supuesto agente de migración, Alianys y su grupo comenzaron por negar que llevaban dinero. Pidieron perdón y le dijeron que tenían familia, pero les contestó “que no le importaba”. En medio de la conversación, el hombre regordete recibió una llamada de una mujer, al parecer su superior. El silencio del monte y la bocina del teléfono les permitieron escuchar el regaño en el que le pidieron que acelerara la búsqueda de un grupo de migrantes que habían perdido de vista. Él fingió demencia.
Aferrados a su versión, Alianys y sus acompañantes permanecieron retenidos durante unas tres horas, durante las cuales los sujetos armados les apuntaron con armas largas, al tiempo que los amenazaban con entregarlos a migración y meterlos presos. “Nos empezaron a gritar que éramos unos brutos, que por eso nos pasaba lo que nos pasaba, que teníamos que pagar porque no nos iban a dejar seguir por el camino”, relata. Hasta que los amenazaron con desnudarlos.
“Nos asustamos y pensé que nos harían otra cosa. Sin embargo al escuchar eso, temiendo que me fueran a hacer algo le entregué al señor de la camisa blanca la cantidad de tres mil pesos mexicanos en sus manos, dinero que juntamos entre todos. Le dimos la mitad del dinero que pedía, ya que él quería la cantidad de seis mil pesos”, cuenta Alianys. “Mi pareja pidió un préstamo de tres mil dólares (…) pero le tocó pagar el doble con los intereses, aún lo está pagando”. A diferencia de la mayoría de los otros migrantes entrevistados, Alianys si interpuso una queja ante la fiscalía de la que estos reporteros dispone de una copia, con ayuda de una ONG que respalda su versión.
Una vez entregado el dinero, los agresores les ordenaron cerrar los ojos, darles la espalda y arrodillarse. Carcomidos por el miedo a morir, algunos se pusieron a llorar. Luego de un momento dejaron de escuchar los susurros, voltearon y al ver que ya no estaban sus agresores, “nos fuimos corriendo hacia la carretera, y allí esperamos un rato para que se nos pasara el susto”.
Como pudieron cogieron diferentes transportes hasta llegar a Tapachula, Chiapas, un pueblo que se ha convertido en un albergue a cielo abierto para migrantes de diversas nacionalidades: venezolanos en su mayoría, colombianos, ecuatorianos, hondureños y haitianos.
La violencia contra los migrantes que atraviesan México no es nueva. Durante años han sido extorsionados por pandillas y autoridades corruptas. Es el caso de los centroamericanos que se suben a “la bestia” para cruzar el país: el gigantesco tren que parte de Ciudad Hidalgo, Chiapas o Tenosique, Tabasco, sube por los estados de Veracruz y Puebla, atraviesa la Ciudad de México y los encamina hacia las principales ciudades fronterizas como Piedras Negras, Coahuila; Reynosa, Tamaulipas; Ciudad Juárez, Chihuahua y Mexicali, Baja California.
Pero las agresiones contra el gigantesco flujo de personas que huyen de la violencia y la miseria de Sudamérica y el Caribe, encabezados por los venezolanos, inquieta particularmente a las agencias internacionales que monitorean la situación en México.
“Es urgente abordar de manera oportuna y adecuada los factores de riesgo que enfrenta la población migrante frente a la trata de personas, ya que situaciones como el estatus migratorio, la falta de redes de apoyo y el idioma pueden colocarles en mayor vulnerabilidad ante este delito”, señala Dana Graber Ladek, representante de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) en México.
El problema es que la regulación del tema migratorio no sólo depende de México, aclara Giovanni Lepri, representante de ACNUR en México, ya que tanto “la administración anterior en Estados Unidos, como la administración actual y muy probablemente la próxima (…) han puesto en marcha toda una serie de mecanismos que restringen la posibilidad a muchas personas de ser reconocidas” como solicitantes de asilo, “con la posibilidad de ser reconocidas como refugiados o de poder tener una estadía regular en Estados Unidos.”
“Si antes teníamos solo personas que desde el sur entraban a México, ahora tenemos personas que desde el norte son devueltas hacia México”, por lo que “es importante que los canales regularizados oficiales y con documentación migratoria regular se amplíen para que evitemos lo más posible que las personas vayan por la invisibilidad”, añade.
Tan solo desde mayo de 2023, las autoridades estadounidenses han “devuelto más de 520,000 personas” -muchas de ellas venezolanas- halladas en la gigantesca frontera de 3,129 kilómetros que comparte con México, compuesta principalmente por ríos y desiertos. Y al no existir relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Venezuela, la mayoría se queda en una tierra en la que es presa fácil para los criminales de todo tipo.
Consultados para este reportaje, ni la Presidencia de la República de México, ni la Secretaría de Gobernación, ni la Secretaría de Relaciones Exteriores, ni la Comisión Nacional de Derechos Humanos, ni el Instituto Nacional de Migración han querido entregar declaraciones.
La droga, cuya versión moderna fue creada en Colombia en 2010, está de moda en países como España y Reino Unido. Sus composición impredecible puede hacer que sea extremadamente peligrosa.
Un coctel de drogas sintéticas conocido como cocaína rosa se ha convertido rápidamente en una preocupación importante en España, Reino Unido y otros lugares.
A principios de este mes, las autoridades españolas llevaron a cabo la mayor redada de drogas sintéticas de su historia, incautando una gran cantidad de cocaína rosa junto con más de un millón de pastillas de éxtasis. La operación se centró en redes de tráfico de drogas en Ibiza y Málaga.
Esta peligrosa sustancia se ha relacionado con un número creciente de muertes relacionadas con las drogas. La composición impredecible y la creciente popularidad de la cocaína rosa han dado lugar a llamamientos de las organizaciones europeas que buscan reducir los daños de las drogas para que se tomen medidas urgentes para abordar los riesgos que plantea.
A pesar de su nombre, la cocaína rosa no necesariamente contiene cocaína. Suele ser una mezcla de varias otras sustancias, como MDMA, ketamina y 2C-B. El MDMA, comúnmente conocido como éxtasis, es un estimulante con propiedades psicodélicas, mientras que la ketamina es un potente anestésico que tiene efectos sedantes y alucinógenos. Las drogas 2C se clasifican como psicodélicas, pero también pueden producir efectos estimulantes.
La cocaína rosa, que suele encontrarse en forma de polvo o píldora, es conocida por su color vibrante, diseñado para realzar su atractivo visual. Se colorea con colorante alimentario y, a veces, con sabor a fresa u otros aromas.
La forma psicodélica original de la droga data de 1974 y fue sintetizada por primera vez por el bioquímico estadounidense Alexander Shulgin. Pero la variante moderna surgió alrededor de 2010 en Colombia y es una imitación.
La droga ganó popularidad en las fiestas en América Latina y ahora se ha extendido a Europa. Los nombres comunes de la cocaína rosa varían mucho, desde “cocaína rosada” y “tuci” hasta “Venus” y “Eros”.
La cocaína rosa de hoy es una mezcla impredecible de sustancias y es ahí donde reside gran parte de su peligro. Los usuarios esperan a menudo un estimulante similar a la cocaína, pero la inclusión de ketamina puede provocar graves riesgos para la salud.
El abuso de ketamina, que está ampliamente disponible como droga de discoteca, puede provocar pérdida de conocimiento o una respiración peligrosamente dificultosa. Esto, a su vez, aumenta los peligros potenciales de la cocaína rosa.
Su aspecto estético y su condición de “droga de diseño” han contribuido a su atractivo, especialmente entre los jóvenes y en quienes la consumen por primera vez.
Esto refleja el atractivo histórico de drogas como la cocaína y el MDMA. Muestra una tendencia persistente en la que se idealizan ciertas sustancias a pesar de sus riesgos.
Los expertos comparan el consumo de cocaína rosa con jugar a la ruleta rusa con el consumo de sustancias, lo que subraya su naturaleza impredecible y peligrosa.
La droga se ha extendido más allá de Ibiza hasta Reino Unido, y hay pruebas de que ha ganado terreno en Escocia, partes de Gales e Inglaterra. Al otro lado del Atlántico, Nueva York también ha experimentado un aumento de su disponibilidad.
Las autoridades sanitarias de toda Europa están alarmadas. La cocaína rosa es difícil de detectar mediante pruebas de detección de drogas estándar, en particular en España, donde el sistema de pruebas actual aún no está equipado para identificar todos sus componentes.
La droga se vende a unos US$100 dólares el gramo en España, y se comercializa frecuentemente como un producto de alta gama. La respuesta legal varía, y las autoridades españolas trabajan para frenar su distribución.
En Reino Unido, la cocaína rosa está sujeta a la Ley de Uso Indebido de Drogas de 1971, que clasifica las drogas en tres categorías, clase A, B y C, en función de su daño percibido.
Si bien la cocaína rosa en sí puede no estar explícitamente incluida en la lista, las sustancias que se encuentran comúnmente en ella están controladas por la ley. Tanto el MDMA como el 2C-B son drogas de clase A, mientras que la ketamina es de clase B.
Una de las necesidades más urgentes que ha puesto de relieve el auge de la cocaína rosa es la de contar con servicios accesibles de análisis de drogas.
Los kits de análisis de drogas son una herramienta importante para reducir el daño para quienes desean analizar las sustancias que buscan consumir. Estos kits pueden ayudar a los usuarios a identificar componentes desconocidos, ofreciendo una capa de protección en un entorno de alto riesgo.
Mi propio trabajo demuestra lo vitales que son estos servicios de reducción de daños. Las campañas de concienciación pública y los servicios de apoyo también son una parte importante para limitarlos.
La creciente popularidad de la cocaína rosa es un duro recordatorio del panorama siempre cambiante de las drogas ilícitas, donde la estética, las tendencias de las redes sociales y el comportamiento arriesgado pueden combinarse para crear nuevas amenazas.
Si bien su tono rosa y su etiqueta de “diseño” pueden atraer a un público más joven, el cóctel impredecible de sustancias químicas que contiene presenta un peligro grave y creciente.
A medida que la cocaína rosa continúa extendiéndose por Europa y otros lugares, es fundamental que las autoridades, los servicios de salud y el público estén equipados para enfrentar los riesgos que plantea.
*Joseph Janes es profesor de Criminología, Universidad de Swansea, Reino Unido
*Este artículo fue publicado en The Conversatin y reproducido aquí bajo la licencia creative commons. Haz clic aquí para leer la versión original (en inglés).