En distintos periodos, en el Hospital Pediátrico de Coyoacán no ha habido siquiera guantes para tomar muestras, un insumo básico para atender a cualquier paciente. En otros, la carencia han sido gasas estériles. Ahora, además, de los 10 espacios que debería tener disponibles para terapia intensiva, solo hay tres funcionales.
“Una vez, incluso ya preparados con cirujano, anestesiólogo y todo lo necesario, no fue posible operar a dos pacientes con apendicitis pese a que ya eran casos complicados por perforación. Todo porque no había gasas estériles, de acuerdo con el relato de un médico de ese hospital”.
En aquella ocasión, la carencia implicó referirlos a otra instalación donde sí hubiera lo necesario. Eso significa no solo un retraso y riesgo para los pacientes, sino para que el personal médico pueda atender a otros, pues deben preparar y acompañar los traslados.
Para el personal médico del hospital esto parece increíble, pues el precio comercial de la caja de 100 gasas va de 100 a 200 pesos en cualquier farmacia.
En otras ocasiones, varias cirugías tuvieron que diferirse por la falta de atropina, un medicamento que se necesita en el servicio de anestesiología para poder reanimar al paciente en caso de cualquier emergencia.
“Es muy intermitente: de repente tenemos medicamentos, de repente no; por ejemplo antibióticos hace dos años casi no había, entonces teníamos que recetar unos que no eran el de elección, porque era lo único que teníamos”, relató Fernando, cuyo nombre fue cambiado para evitar represalias.
El cambio de antibióticos –explica el médico– no solo puede no atacar la bacteria específica a tratar, sino que conlleva, algunas veces, que el tiempo de internamiento de los pacientes se alargue innecesariamente. Entre una carencia y otra, él nunca ha conocido un momento de existencias completas.
Otro de los faltantes frecuentes son los tubos de todos los tamaños necesarios para intubar a pacientes, que deberían estar siempre disponibles en los conocidos como carritos “rojos” o carritos “de paro”, que se usan al presentarse un paro cardíaco.
“Un paciente cae en paro y a lo mejor no podría salir, porque no tenemos el carrito completo, falta y no hay ni cómo hacerle. Hay veces que nosotros hemos tenido que comprar, a veces pedido a los familiares –que no nos dejan hacerlo, pero lo necesitamos–, comentándoles que no es lo ideal, pero es el manejo óptimo si tienen el presupuesto”, confiesa el trabajador del hospital.
De manera frecuente, las inexistencias –según le responden al personal médico– son “a nivel central”, es decir, los insumos no llegan al hospital pese a haber sido solicitados. Enfermería es el área encargada de reportar todos los faltantes y en algunas ocasiones, se mandan traer de otros hospitales de la Secretaría de Salud (Sedesa) local.
En la capital, la dependencia cuenta con 10 hospitales pediátricos distribuidos en diferentes zonas, que tienen un total de 529 camas censables, 38 menos que en 2018, cuando llegaban a 567.
El área de terapia intensiva del Hospital Pediátrico de Coyoacán tiene solo tres camas. Únicamente hay dos intensivistas: una en el turno matutino y otra que va lunes, miércoles y viernes en la noche. En realidad, cada turno debería contar con un médico intensivista subespecializado en pediatría.
En los periodos que no están cubiertos, a veces hay un pediatra o se quedan los residentes solos. Sin médicos, son ellos quienes tienen que resolver o tratar a los pacientes, cuando aún están en formación. Al cuestionar por qué no se contrata a más, han recibido por respuesta que el área no está registrada como tal.
“El Hospital Pediátrico de Tacubaya, por ejemplo, que tiene una terapia intensiva de quemados, sí están registrados y entonces tienen mucho más recursos. Si las camas (de terapia intensiva) no entran dentro de las camas censables, en teoría son camas desde las que no se puede dar de alta y no refieren productividad”, añade el médico.
Según datos de la Secretaría de Salud capitalina, el número de camas censables en los últimos cinco años prácticamente no ha variado en sus hospitales pediátricos, pero en el de La Villa, el de Legaria y el de Tacubaya cada vez son menos. En ese periodo, en el primero se redujeron de 60 a 53, en el segundo de 62 a 56 y en el tercero de 76 a 51. Ninguno ha registrado un incremento.
En tanto, en la unidad de cuidados intensivos neonatales del pediátrico de Coyoacán hay espacio para 10 pacientes, pero por ahora solo hay tres cunas disponibles. Las demás se dañaron, no servían o eran parcialmente funcionales. De las tres que quedan, una no regula la temperatura, por lo que, al final, solo dos funcionan al 100 por ciento.
En reemplazo de las que no hay, el hospital utiliza bacinetes –una especie de contenedores fijos de plástico, con colchón, pero sin barandales–. Lo ideal para un bebé es una cama térmica capaz de regular la temperatura. El personal médico incluso ha dejado de recibir a algunos por la insuficiencia de cunas.
“En los bacinetes hay mucho riesgo de que se puedan caer, y además no tienen la temperatura; hay bebés que no la regulan todavía y hay que estarlos tapando con mil cobijas, y a veces no hay ni cobijas limpias”, lamenta Fernando.
Aparte de las cunas están las incubadoras, que deben ocupar los bebés más pequeños que nacieron en pretérmino. Solo una incubadora del hospital es completamente funcional, cuando debería haber por lo menos cinco. Esas áreas estratégicas, donde se generan atenciones urgentes, son las que tienen menor cantidad de espacios.
En una solicitud de información pública, la Sedesa respondió que en los últimos cinco años el total de camas censables en el pediátrico de Coyoacán se ha mantenido en 49, el segundo con menor cantidad después de Azcapotzalco, que solo tiene 16.
El resto va de las 49 que tiene Coyoacán a las poco más de 50 que hay en La Villa, Legaria, Iztacalco, San Juan de Aragón y Tacubaya, las más de 60 en Moctezuma y Peralvillo, hasta las 71 de Iztapalapa.
Aunado a todo lo anterior, en el área de choque del pediátrico de Coyoacán no sirve el monitor que marca los signos vitales, que guía el estado clínico y la evolución de los pacientes. Es un área crítica, de primer contacto con el servicio de urgencias de pacientes graves, de los que no puede notificarse algún cambio en su evolución.
En tanto, en las otras áreas hay muchos monitores que no sirven, por lo que es imposible para el personal médico darse cuenta si un paciente se está deteriorando hasta que pasan a tomarle los signos vitales. Además, a los familiares no se les permite estar todo el tiempo ahí, por lo que tampoco pueden dar aviso.
“Nosotros estamos cubriendo más pacientes de los que deberíamos cubrir cada uno. Si tuviéramos un monitor, tendríamos una vigilancia constante. No son funcionales: algunos solo sirven, algunos solo marcan la saturación, otros solo marcan la frecuencia cardiaca”, relata Fernando.
Por otro lado, la gasometría arterial es un proceso básico que mide la cantidad de oxígeno y dióxido de carbono en la sangre. El pediátrico no cuenta con las jeringas para hacerlo, pese a que se trata de una valoración esencial en terapia intensiva para saber el estado hemodinámico y respiratorio de los pacientes.
El relato de las carencias en unas y otras ocasiones es interminable: cunas e incubadoras, insumos para ventilación no invasiva –antes de intubar–, aparatos para fototerapia neonatal y, en algunos periodos, incluso papelería básica o impresora, que el hospital no tuvo durante casi año y medio.
“No tenemos cunas, no hay incubadoras, faltan métodos de ventilación, los monitores, la fototerapia y, obviamente, médicos. A veces incluso leche, para cuando las mamás tardan en poder dar lactancia, o que por algún otro motivo se tiene que dar fórmula a los bebés”, resume Fernando.
De los diversos testimonios que señalan la falta de material o insumos en ese y otros hospitales de la Ciudad de México, según la secretaria de salud, Oliva López Arellano, si fueran ciertos, la dependencia no tendría un registro –entre 2019 y 2022– de más de 11.8 millones de consultas, dos millones de atenciones a urgencias, 200 mil cirugías y 100 mil nacimientos.
El astrofísico y fotógrafo documental Jordi Busqué comparte 11 fotografías de cielos oscuros que trascienden los límites de la ciencia y se adentran en el reino de la pura maravilla.
Antes de que comenzara el siglo XIX, cuando París se convirtió en la primera ciudad de Europa en utilizar iluminación de gas para iluminar sus calles, ver la Vía Láctea era tan común como ver la Luna.
Pero en las últimas décadas, la contaminación lumínica se ha vuelto tan intensa que muchas personas rara vez pueden admirar una noche estrellada.
Siempre me ha fascinado la astronomía.
Cuando era niño, pasaba una semana cada verano en el pueblo de mi abuela, un pequeño lugar llamado Peñarroyas en la provincia de Teruel, España, que tenía sólo cuatro habitantes permanentes.
El cielo nocturno era increíble, con tantas estrellas que ni siquiera podía distinguir las constelaciones principales. Era tan impresionante como saltar en un cohete e ir al espacio.
Unos años más tarde, tomé mis primeras fotografías del centro de la Vía Láctea elevándose detrás de las colinas que rodean el pueblo.
Con el tiempo me convertí en astrofísico, lo que hace que la experiencia de estar ahí fuera, bajo las estrellas, sea aún más significativa para mí.
Ahora viajo por el mundo como fotógrafo documental y comunicador científico en busca de los últimos lugares de la Tierra donde todavía se pueden ver noches verdaderamente oscuras y estrelladas.
Desde Marruecos hasta la Patagonia, estas 11 fotografías revelan algunos de los últimos santuarios de cielo oscuro del mundo y ofrecen una visión de la majestuosidad que una vez envolvió a la humanidad.
Tomada en el desierto de Atacama, en el norte de Chile, a una altitud de casi 4 mil m, esta vista panorámica de la Vía Láctea muestra su trayectoria a través del cielo.
El desierto de Atacama es una de las zonas más secas del mundo y ofrece una de las tasas más altas de días soleados. Eso significa que no hay nubes por la noche, lo cual es esencial si quieres fotografiar las estrellas.
En el lado izquierdo de la foto se puede ver el centro de la Vía Láctea, que es la parte más brillante de la galaxia.
Capturé esta foto hace mucho tiempo en un pueblo abandonado en el norte de Chile, donde las noches se habían vuelto oscuras una vez más.
En el cielo se puede observar la parte de la constelación de la Osa Mayor. Es una de las constelaciones visibles tanto desde el hemisferio norte como desde el hemisferio sur.
Aquí está al revés respecto a cómo se vería en ese momento desde el norte.
Afortunadamente, el charco de agua en el suelo refleja la Osa Mayor en la posición vertical.
Gracias a su brillo, el centro de la Vía Láctea es relativamente fácil de observar.
Desde el hemisferio norte, se ve mejor durante el verano mirando hacia el sur, como se muestra en esta fotografía tomada desde las Islas Canarias de España.
Nuestro Sistema solar orbita el centro de la Vía Láctea cada 250 millones de años.
Dado que nuestro planeta tiene unos 4 mil 500 millones de años; eso significa que ha completado unas 20 órbitas alrededor del centro de la galaxia.
Una de las pruebas de calidad más desafiantes para un cielo nocturno es la visibilidad de la luz zodiacal, que es mucho más débil que la Vía Láctea.
La luz zodiacal resulta de la luz del Sol que se refleja en las partículas de polvo que flotan dentro de nuestro Sistema solar y aparece como un resplandor tenue, estrecho y de forma algo triangular en el cielo nocturno, que se extiende hacia arriba desde el horizonte.
En primavera, puedes ver la luz zodiacal aproximadamente una hora después del atardecer y en otoño aproximadamente una hora antes del amanecer.
La época del año también es muy importante.
Sólo en primavera y otoño se extiende verticalmente hacia arriba desde el horizonte. Durante el verano y el invierno, el resplandor forma un ángulo más pequeño con el horizonte y no llega tan alto en el cielo.
En la tradición musulmana, la luz zodiacal se conoce como el “falso amanecer”, porque en las noches oscuras del desierto puede confundirse con el amanecer real.
Esta fotografía fue capturada en los desiertos de sal del altiplano boliviano, a una altitud de aproximadamente 3 mil 700 m.
Cuando estás en lugares verdaderamente oscuros, puedes ver galaxias a simple vista.
Esta fotografía fue tomada en un campo de cactus gigantes en Bolivia.
La forma blanca parecida a una nube en el centro de la foto se llama Gran Nube de Magallanes. Es una galaxia enana y un satélite de nuestra Vía Láctea.
Antonio Pigafetta, que acompañó la circunnavegación del mundo de Fernando de Magallanes entre 1519 y 1522, fue el primero en informar de su aparición a los europeos, que desconocían su existencia, ya que sólo es visible desde el hemisferio sur.
En algunos lugares casi parece que se pueden tocar las estrellas.
Esa era la sensación que quería transmitir con esta imagen de estrellas reflejadas en una poza de marea en la costa argentina de Tierra del Fuego.
La región es conocida por sus fuertes vientos, por lo que seguí el pronóstico de viento durante muchos días para maximizar mis posibilidades de lograr condiciones de agua estables y, por lo tanto, un reflejo claro.
Me tomó tres visitas capturar esta foto del Cerro Torre, el pico legendario de Los Andes patagónicos en Argentina, ya que el pico a menudo está envuelto en nubes.
Aquí se pueden ver los diferentes colores de las estrellas, que proporcionan información sobre la temperatura de su superficie y, hasta cierto punto, la etapa de sus ciclos de vida.
Las estrellas que parecen más rojas son más frías y normalmente más viejas que sus contrapartes más azules.
Para encontrar lugares con cielos nocturnos despejados, es necesario ir a lugares donde la densidad de población sea baja. Por esa razón, los desiertos suelen ser buenos lugares para admirar las noches estrelladas.
Esta fotografía fue tomada en un oasis en el desierto del Sahara; Aquí puedes ver formas parecidas a nubes que son visibles a simple vista.
Pero las formas guardan un secreto que sólo se revela cuando se utilizan un telescopio o binoculares.
Galileo Galilei fue la primera persona en hacer esto (con su pequeño telescopio casero) en 1610 y descubrió que las nubes de luz son en realidad densos enjambres de millones de estrellas individuales.
Aquí, en la costa atlántica de Marruecos, se puede ver el brillo muy suave que produce la luz de las estrellas, que es más fuerte de cara al mar que de cara a tierra.
Las crías de tortugas marinas utilizan esta luz para moverse hacia el mar inmediatamente después de nacer.
Desafortunadamente, la contaminación lumínica hace que la tierra brille más fuerte que la del mar, lo que hace que se confundan y caminen en dirección opuesta.
La contaminación lumínica molesta a los astrónomos, pero también a otras criaturas nocturnas como las crías de tortugas marinas, polillas y luciérnagas.
En Europa cada vez es más difícil encontrar lugares sin contaminación lumínica.
Lo mejor que podemos esperar es encontrar un lugar donde al menos una parte del cielo permanezca oscura.
Lugares así todavía existen en algunas zonas rurales montañosas, como los Pirineos, donde tomé esta fotografía en un cementerio para transmitir la sensación de eternidad que a menudo se obtiene al mirar las estrellas.
Tomé este autorretrato en el salar de Uyuni en Bolivia.
Cuando te acuestas y miras hacia arriba en un lugar sin árboles u otros objetos altos, tu campo visual sólo contiene estrellas y es muy fácil imaginar que simplemente estás flotando en el espacio o en la superficie de la Luna.
Me gustaría animar a la gente a que lo pruebe.
Mirar hacia una noche estrellada ofrece un cambio de perspectiva y nos insta a reevaluar nuestras prioridades.
Maravillarnos ante la inmensidad del cielo nocturno nos recuerda que nuestro planeta es un lugar excepcional.
En la brevedad de nuestras vidas, en comparación con los cuerpos celestes, debemos ser conscientes de nuestro viaje en la Tierra.
* Si quieres leer el artículo original de BBC Travel en inglés, haz clic aquí
Recuerda que puedes recibir notificaciones de BBC News Mundo. Descarga la última versión de nuestra app y actívalas para no perderte nuestro mejor contenido.