Esta historia fue publicada originalmente en ProPublica, un medio independiente y sin ánimo de lucro que produce periodismo de investigación en pro del interés público.
El mensaje de texto vino desde un centro remoto del gobierno panameño, a horas de la capital de ese país y en el borde de la selva de Darién.
Lo había escrito un migrante que había logrado esconder su teléfono celular dentro de sus shorts. Dijo que las autoridades lo habían detenido sin darle acceso a un abogado ni facilitarle algún medio para comunicarse con sus familiares. Tenía hambre porque solo le daban pequeñas raciones de pan y arroz para comer. Su teléfono era la única forma de buscar ayuda.
Soy Hayatulla Omagh, de Afganistán, 29 años.
Llegué el 7 (de) febrero a Estados Unidos.
Me llevaron al centro de detención de San Diego y el 12 de febrero me deportaron a Panamá.
Ahora somos como prisioneros.
Era uno de los afortunados. La mayoría de los aproximadamente 100 migrantes detenidos junto con él no tenían forma de comunicarse con el mundo exterior. Fueron enviados a Panamá como parte de la campaña de alto perfil del Presidente Donald Trump para intensificar las deportaciones. Además de Afganistán, los migrantes habían viajado desde Irán, Uzbekistán, Nepal, Vietnam, India y China, entre otros países. Algunos dijeron a los reporteros que acababan de cruzar la frontera de EU y México cuando fueron detenidos, y que lo que pretendían era solicitar asilo. Pero, según dijeron, las autoridades estadounidenses se negaron a escuchar sus peticiones y los trataron como criminales. Los esposaron y los acarrearon en aviones militares desde California a Panamá.
Tres vuelos con un total de 299 migrantes, incluidos niños de hasta 5 años, aterrizaron en Panamá a mediados de febrero. Durante las siguientes tres semanas, en medio de un clamor internacional sobre lo que los críticos describen como un impresionante quebrantamiento del derecho estadounidense e internacional, los migrantes que no habían cometido ningún crimen estuvieron detenidos contra su voluntad. Mientras aumentaba la presión pública sobre Panamá y los activistas presentaban denuncias civiles contra el país, las autoridades liberaron a los migrantes entre el 8 y 9 de marzo, bajo la condición de que buscaran por su propia cuenta como salir de ese país dentro de los siguientes 90 días.
De cualquier modo, su liberación no ha solucionado el asunto del todo entre los grupos que se consideran parte de la red de seguridad internacional que proporciona apoyo humanitario a los migrantes. Entre ellos está la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), que ayudó a Panamá a repatriar a los migrantes que optaron por volver a sus países en lugar de quedarse detenidos. La OIM dijo que participó en este esfuerzo porque creía que, sin su presencia, la situación para los migrantes sería “mucho peor”. Los críticos alegan que el papel del grupo muestra hasta qué punto la red de seguridad se apoya en Estados Unidos, y como consecuencia puede fácilmente deshacerse.
“Reconozco que algunos individuos tienen la perspectiva de que suministrar una detención y deportación más humanas, o un regreso voluntario, es mejor que una versión menos humana de estas violaciones claras de los derechos”, dijo Hannah Flamm, una abogada del International Refugee Assistance Project (Proyecto Internacional de Ayuda a Refugiados).
“Pero en el contexto de la conducta flagrantemente ilegal de la administración Trump, este es un momento que llama a una introspección profunda sobre donde queda la línea de la complicidad”.
Añadió: “Si todo el mundo cumpliera con sus obligaciones legales y éticas de no violar los derechos de la gente que busca protección en EU, estas devoluciones a terceros países no podrían realizarse”.
Desde que asumió el cargo, Trump ha firmado varias órdenes ejecutivas que eliminaron opciones para pedir asilo en la frontera, designaron como ilegales todos los cruces y autorizaron ampliamente la expulsión de migrantes interceptados allí. La Unión Estadounidense por las Libertades Civiles (ACLU) y otros grupos de apoyo interpusieron denuncias civiles contra las órdenes del presidente.
Estados Unidos no ha respondido a estas denuncias en los tribunales. Los procedimientos contra Panamá en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos no se tramitan en público. Pero en una conferencia de prensa el día después del aterrizaje del primer avión lleno de migrantes el mes pasado, el presidente del país, José Raúl Mulino, evadió responsabilidad y aseguró que los migrantes solo pasaban por Panamá en camino a otros sitios. Su estadía sería breve y sin costos, dijo, y añadió que todo había sido “organizado y pagado por la Organización Internacional para la Migración”.
La OIM, fundada después de la Segunda Guerra Mundial y ahora parte de las Naciones Unidas, típicamente tiene un papel clave, pero de bajo perfil, al ayudar a los migrantes, incluidos aquellos que al enfrentarse con la posibilidad de ser deportados deciden volver a sus casas. Proporciona todo, desde asesoría a los gobiernos que manejan movimientos repentinos y masivos de refugiados hasta documentos de viaje, comida y hospedaje para migrantes individuales. Y su declaración de principios la compromete a defender los derechos de la gente en tránsito.
Pero su papel en la repatriación de solicitantes de asilo que han sido expulsados de Estados Unidos, sin la oportunidad de presentar sus peticiones de protección contra la persecución, ha expuesto lo fácil que es que se quiebre la red de seguridad.
En respuesta a la letanía de amenazas de la administración Trump contra México y Centroamérica —imponer aranceles, cortar ayudas y, en el caso de Panamá, tomar por la fuerza su canal— esos gobiernos han tomado medidas extraordinarias que han derribado normas internacionales y diplomáticas, y han permitido que la administración Trump convierta a sus países en extensiones del sistema de inmigración estadounidense.
El presidente Rodrigo Chaves Robles, de Costa Rica, cuyo gobierno históricamente se ha esforzado en mantener su neutralidad en conflictos y desacuerdos regionales, también ha permitido que aterricen en su país vuelos de migrantes procedentes de Estados Unidos. En una gira presidencial el mes pasado, dejó en claro lo que estaba en juego.
“Estamos ayudando a nuestro poderoso hermano económico en el norte”, dijo, “a quien, si nos pone un impuesto en zona franca, nos friega”.
Mientras tanto, grupos como la OIM son igual de vulnerables ante la presión estadounidense. Alrededor del 40 por ciento de las donaciones que financian su trabajo provienen de los Estados Unidos. En las semanas recientes, la organización se vio forzada a despedir a miles de empleados después de que Trump congeló miles de millones de dólares en ayuda internacional. Esto significa, según un ex funcionario de la administración Biden que trabajó en temas de migración, que cuando los Estados Unidos pide algo, aunque sea algo que va en contra de la misión de la OIM, “no hay mucho margen para decir que no”.
Al hablar de la OIM, el funcionario añadió que “casi no puede existir sin EU”.
Sin las protecciones legales establecidas por el derecho internacional, los solicitantes de asilo como aquellos que fueron transportados por los Estados Unidos a Panamá no les dejan otra que defenderse por ellos mismos.
Cuando llegaron a Estados Unidos, muchos de ellos tenían poco más que la ropa que llevaban puesta y el dinero en sus bolsillos. Y las autoridades estadounidenses los expulsaron exactamente tal y como llegaron. Al aterrizar en Panamá, los oficiales confiscaron cualquier teléfono celular que encontraron en posesión de los migrantes.
Omagh fue uno de los pocos que logró evitar que descubrieran su teléfono.
La situación en la selva del Darién es extremadamente difícil. Hay guardias de seguridad en todas partes y están muy vigilantes. Incluso nos vigilan cuando vamos al baño.
Angustiosos mensajes de texto como este se convirtieron en la única ventana sobre lo que estaban pasando los migrantes durante su detención. Antes de ser enviados al campamento del Darién, las autoridades panameñas los mantuvieron 24 horas bajo la vigilancia de guardias armados, en un hotel en el centro de la Ciudad de Panamá.
Cuando las escenas de estos migrantes y sus mensajes de texto aparecieron frente a las ventanas del hotel, con peticiones de ayuda escritas a mano, algunas garabateadas con pasta de dientes sobre el cristal, causaron indignación internacional. Entonces, funcionarios de la OIM se movieron rápidamente para enviar en avión a más de la mitad de los migrantes que aceptaron ser devueltos a casa, mientras que el gobierno de Panamá trasladó al resto de personas al remoto campamento del Darién.
En al menos dos ocasiones, funcionarios panameños ofrecieron a los periodistas permiso de entrada al campamento para hablar con los detenidos, pero las dos veces cancelaron las visitas sin explicación. Desde entonces, han rechazado múltiples solicitudes de entrevistas. Abogados panameños dijeron que a ellos también les negaron el acceso a los migrantes.
Conversaciones secretas a través de teléfonos celulares llenaron el vacío informativo y esbozaron imágenes de las condiciones en el campamento. Los migrantes escribieron que los baños y las duchas no tenían puertas para garantizar la privacidad y que fueron encerrados sin aire acondicionado, a temperaturas sofocantes. Un migrante llevó a cabo una huelga de hambre durante siete días. Omagh escribió que, cuando él y otros se quejaron por la calidad y cantidad de la comida, las autoridades ofrecieron comprar más, pero solo si la pagaban los detenidos.
Nosotros los inmigrantes, cada uno de nosotros, no tenemos más de $100, y algunos no tienen ni siquiera un dólar. ¿Por cuánto tiempo podemos seguir comprando por nuestra cuenta?
El 7 de marzo, el gobierno panameño anunció que liberaría a los 112 migrantes que aún quedaban. Las autoridades advirtieron que aquellos que permanecieran más del tiempo límite de tres meses, se arriesgaban a ser deportados. Los migrantes afirmaron que también se les dijo que solo podrían abandonar el campamento si aceptaban firmar un documento declarando que no habían sido maltratados, lo que podría dificultarles la posibilidad de interponer una denuncia legal en el futuro.
Al día siguiente, funcionarios panameños y de la OIM regresaron al campamento y les dijeron a los migrantes que se les pediría desocupar el lugar en cuestión de horas, lo que ocasionó una nueva ola de desorden y ansiedad entre los detenidos, la mayoría de los cuales no habla español y no tienen contactos ni donde quedarse en Panamá.
Omagh, que entendió lo que pasaba porque había aprendido un poco de español durante su recorrido por México hacia los Estados Unidos, envió un mensaje comentando sobre el disturbio.
Pregunté, si vamos a la Ciudad de Panamá, ¿qué pasará allí? Somos refugiados. No tenemos dinero. No tenemos nada. La OIM me dijo: “Es tu responsabilidad”.
No sé qué va a pasar allí, pero estoy seguro que la OIM no nos ayudará.
Cuando se le preguntó sobre estos comentarios, la OIM respondió que, debido a que su equipo había ayudado a los funcionarios panameños con la traducción, los migrantes en el campamento frecuentemente confundían quién era quién.
Jorge Gallo, un portavoz regional para la OIM en América Latina y el Caribe, defendió el papel de su organización en Panamá. Dijo que el trabajo de la agencia, “empoderar a los migrantes para tomar decisiones informadas, aun cuando se enfrenten con opciones restringidas, es preferible a no tener opción alguna”.
Gallo y otros oficiales de la OIM dijeron que la organización ayuda a los migrantes a encontrar “alternativas seguras”, lo que incluye asistirlos para trasladarse a otros países donde puedan obtener un estatus legal si deciden no regresar a sus países de origen.
El Departamento de Estado y el Departamento de Seguridad Nacional no respondieron a preguntas detalladas sobre las expulsiones. Sin embargo, un portavoz del Departamento de Estado expresó agradecimiento a los países que han aceptado cooperar y que muestran que están “comprometidos a terminar con la crisis de inmigración ilegal en Estados Unidos”.
Dentro de la comunidad de los que trabajan por los derechos humanos, los defensores de migrantes no saben qué hacer. Mientras el gobierno panameño se preparaba para sacar a los migrantes del campamento del Darién, funcionarios de la OIM contactaron con administradores de refugios religiosos para buscar lugares que pudieran acoger a los migrantes.
Elías Cornejo, el coordinador de servicios para migrantes de la orden jesuita Fe y Alegría en la Ciudad de Panamá, dijo que algunos de los administradores dudaron porque temían que cualquier paso que diera la apariencia de que ellos defendían políticas contrarias a la ley podría manchar sus reputaciones.
La OIM, según Cornejo, “queriendo hacer algo bueno, está lavando la cara del gobierno, y participando y manchándose las manos con una política improvisada sin control y sin posibilidades de hacer algo bueno por la gente”.
Mientras los migrantes en el campamento del Darién trataban de decidir qué hacer cuando salieran de Panamá, empezaron a usar sus teléfonos abiertamente y a compartirlos entre ellos.
Tatiana Nikitina recibió un mensaje de su hermano de 28 años, que había emigrado a los Estados Unidos desde Rusia. Había sido detenido después de cruzar la frontera cerca de San Diego, pero su familia no había tenido noticias de él durante días y estaba aterrada de que lo forzaran a volver a su país. Sin saber a dónde dirigirse para conseguir respuestas sobre su paradero, en su desesperación, su hermana buscó información en chats grupales y empezó a comunicarse con ProPublica.
Su hermano, Nikita Gaponov, usó el teléfono de Omagh para comunicarse también con ProPublica y explicó por qué había huido de su país.
Soy LGBT. Mi país acosa a esa gente.
No puedo vivir una vida normal en mi país. Es imposible para mí.
Dijo que había hablado con representantes de la OIM sobre sus temores.
Dijeron: “Sentimos no poder ayudarle”.
Tampoco sé mi estatus en Estados Unidos, como si fue deportación o no.
En Estados Unidos me mostraron cero documentos. Ningún protocolo ni nada.
Omagh, también, dijo que la idea de volver a Afganistán lo aterroriza. Contó que pertenece a un grupo étnico que sistemáticamente ha sido perseguido por los Talibanes que gobiernan y que estuvo encarcelado brevemente.
Me van a ejecutar sin dudarlo.
Quiero solicitar asilo, pero no sé dónde puedo solicitarlo, en cuál país y cómo.
No puedo volver a mi país. Nunca, nunca, nunca.
Investigación de Lexi Churchill de ProPublica y The Texas Tribune.
Traducción por Carmen Méndez
En 2024, el 51 % de todas las muertes relacionadas con el terrorismo se produjeron en el Sahel, según el Índice Global del Terrorismo.
La región africana del Sahel se ha convertido en el “epicentro del terrorismo mundial” y, por primera vez, es responsable de “más de la mitad de todas las muertes relacionadas con el terrorismo”.
Así lo expone el Índice Global de Terrorismo (GTI), que en su informe más reciente señala que, en 2024, “el 51% de todas las muertes relacionadas con el terrorismo” se produjeron en el Sahel, es decir, 3.885 de un total mundial de 7.555.
El informe del GTI añade que, si bien la cifra mundial ha disminuido desde un máximo de 11.000 en 2015, la cifra correspondiente al Sahel se ha multiplicado casi por diez desde 2019, ya que los grupos extremistas e insurgentes “siguen desplazando su objetivo” hacia la región.
El índice lo publica el Instituto para la Economía y la Paz, un think tank dedicado a investigar la paz y los conflictos mundiales.
Define el terrorismo como la “amenaza o el uso real de la fuerza ilegal y la violencia por parte de un actor no estatal para alcanzar un objetivo político, económico, religioso o social a través del miedo, la coacción o la intimidación”.
Situado justo al sur del desierto del Sahara, el Sahel se extiende desde la costa occidental de África hacia el este, a lo largo de todo el continente. La definición de la GTI de la región incluye partes de 10 países: Burkina Faso, Mali, Níger, Camerún, Guinea, Gambia, Senegal, Nigeria, Chad y Mauritania.
El Sahel tiene una de las tasas de natalidad más altas del mundo, y casi dos tercios de la población tiene menos de 25 años.
A diferencia de Occidente, donde “el terrorismo de actor solitario va en aumento”, el Sahel ha sido testigo de la rápida expansión de grupos yihadistas militantes, según el informe.
La mayoría de los atentados fueron perpetrados por dos organizaciones: la filial del grupo Estado Islámico en el Sahel y Jama’at Nusrat al Islam wal Muslimeen (JNIM, por sus siglas en inglés, Grupo de Apoyo al Islam y los Musulmanes), una rama de al Qaeda.
“Intentan introducir nuevos ordenamientos jurídicos”, explica Niagalé Bagayoko, presidente de la Red Africana del Sector de la Seguridad. “Intentan administrar sobre todo justicia basándose en la sharia”.
Y en el proceso, dice, “compiten entre sí” por la tierra y la influencia.
El Estado Islámico del Sahel habría duplicado el territorio que controla en Mali desde los golpes de Estado de 2020 y 2021, principalmente en el este del país, cerca de las fronteras con Burkina Faso y Níger, al tiempo que el JNIM ha seguido ampliando su alcance, según un grupo de expertos de la ONU sobre Mali.
El informe del GTI señala que ambos grupos han reclutado más combatientes, entre ellos niños soldados en el caso del EI.
“En algunos casos, la gente suele estar en una situación en la que no tienen elección cuando deciden unirse a un grupo militante”, afirma Beverly Ochieng, analista especializada en África francófona de Control Risks, una consultora de riesgos geopolíticos. “Son comunidades muy vulnerables”.
El informe del GTI explica cómo la inestabilidad política y la precariedad del gobierno están creando las condiciones ideales para que proliferen los grupos insurgentes, y señala la guerra como “el principal motor del terrorismo”.
A veces se hace referencia al Sahel como el “cinturón golpista” de África.
Desde 2020 se han producido seis golpes de Estado con éxito en la región: dos en Mali, dos en Burkina Faso, uno en Guinea y uno en Níger. Todos estos países están ahora gobernados por juntas militares.
“El Sahel ha experimentado un desmoronamiento de la sociedad civil”, apunta Folahanmi Aina, experto en la región de la Universidad SOAS de Londres.
“Ha sido el resultado de años de abandono por parte de los líderes políticos, que no han priorizado la gestión pública centrada en las personas, lo que ha agravado los problemas locales y ha dado lugar a que los grupos terroristas traten de aprovecharse de ellos”.
Se ha tenido la impresión de que los gobiernos civiles eran incapaces de combatir las amenazas a la seguridad de los grupos insurgentes, “pero a pesar de que estas juntas han asumido el poder, no han mejorado necesariamente la percepción sobre el terreno y, de hecho, la inseguridad ha empeorado”, sostiene Aina.
“Las juntas no están profesionalmente preparadas para hacer frente al rigor de la gestión pública”.
De hecho, en 2024, Burkina Faso “seguía siendo el país más afectado por el terrorismo por segundo año consecutivo”, según la GTI.
En los 14 años transcurridos desde el inicio del informe, es el único país que encabeza la lista que no es Irak o Afganistán.
Los grupos yihadistas sostienen sus operaciones en el Sahel con diversas actividades económicas ilícitas, como el secuestro para exigir rescates y el robo de ganado, según el informe del GTI.
El Sahel se ha convertido también en una ruta clave para los narcotraficantes que llevan cocaína de Sudamérica a Europa, y el informe señala que “el narcotráfico representa una de las actividades ilícitas más lucrativas vinculadas al terrorismo en el Sahel”.
Sin embargo, señala que algunos grupos evitan participar directamente en el crimen organizado y prefieren “ganar dinero imponiendo impuestos o proporcionando seguridad y protección a cambio de un pago”.
“Este modelo no sólo genera ingresos, sino que también ayuda a estos grupos a integrarse en las comunidades locales, reforzando su influencia”, prosigue el informe.
Los grupos insurgentes también compiten por el control de los ricos recursos naturales del Sahel.
Níger es el séptimo productor mundial de uranio, y las minas de oro no reguladas y de tipo artesanal que se encuentran por toda la región suelen ser aprovechadas por grupos como Estado Islámico en el Sahel y JNIM.
Tras la reciente oleada de golpes de Estado, los gobiernos del Sahel se han alejado de sus aliados occidentales, como Francia y Estados Unidos, y se han acercado a China y Rusia en busca de apoyo para hacer frente a los militantes.
“En estos momentos, Rusia está asumiendo un control más firme sobre los paramilitares rusos de la región, conocidos como Africa Corps (antes Wagner)”, explica Ochieng.
“Su labor es entrenar y apoyar a los ejércitos locales para que puedan contrarrestar la insurgencia en la región, pero hasta ahora no han sido eficaces”.
En consecuencia, el informe del GTI advierte del riesgo de que el llamado “epicentro del terror” se extienda a los países vecinos.
En Togo se registraron 10 atentados y 52 muertes en 2024, el mayor número desde que se empezó a elaborar el índice. Estos atentados se concentraron principalmente a lo largo de la frontera del país con Burkina Faso.
Ochieng coincide con esta valoración y afirma que “la expansión de grupos militantes dentro de la región en países como Benín o Togo u otros estados costeros de África Occidental parece inminente”.
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