Luna, quien pidió omitir su nombre real por seguridad, tenía 18 semanas de embarazo cuando tomó la decisión de abandonar la relación abusiva en la que estaba y abortar. Ella vivía en Guadalajara, Jalisco, cuando el procedimiento médico ni siquiera estaba despenalizado en la entidad.
No contaba con los medios ni los recursos para criarlo por sí misma, además de ser ya madre de un niño de 6 años.
Luna, como decenas de mujeres y personas gestantes en México, experimentan la necesidad de abortar por complicaciones económicas, de situaciones de violencia, o falta de recursos, pero la limitación de 12 semanas para interrumpir sus embarazos les ha quedado corta ante sus circunstancias.
“En un inicio yo sí quería, pero lo que me hizo tomar esta decisión fue que me empecé a dar cuenta que realmente yo no quería esta vida”, comparte Luna en entrevista. “Estaba yo viviendo un tema económicamente vulnerable, en la relación empezó a haber violencia física y la psicológica ya la traíamos de muchos meses atrás”.
En México, 22 de las 32 entidades federativas han despenalizado el aborto, ya sea por vía legislativa o judicial. La mayoría de ellas permiten la interrupción del embarazo hasta las 12 semanas de gestación, un hecho que ha sido criticado por organizaciones y personas que han abortado debido a los obstáculos que pueden impedir que el procedimiento se realice a tiempo.
“Por ejemplo, falta de recursos económicos, o de redes de apoyo, y también una preocupación que ha surgido mucho y que es principal después de las 12 semanas es la desinformación de cómo se concibe el aborto después de este periodo”, dice Brenda Gutiérrez, coordinadora de Fondo MARIA, organización que apoya a mujeres y personas gestantes en procesos de aborto.
“Las personas que van llegando con más semanas de gestación, muchas veces es porque tienen alguna situación específica que las pone en un lugar más vulnerable. Puede ser una cuestión de violencia, en la que es mucho más complicado, por ejemplo, marcar a la línea telefónica o buscar la información porque hay una vigilancia, o si hay violencia es menos el tiempo o los recursos que tienes para gestionar tu aborto, pero también pueden ser cuestiones de mucha vulnerabilidad económica”.
Estas también incluyen a mujeres y personas gestantes que han vivido violencia sexual y tuvieron que navegar un “laberinto” burocrático para poder acceder a la interrupción del embarazo por la norma mexicana NOM-046-SSA2-2005, la cual marca los criterios de atención médica en instituciones de salud federales en casos de violencia sexual.
En países como Colombia, por ejemplo, el aborto está permitido hasta las 24 semanas de gestación, y en Canadá el procedimiento médico se puede realizar en cualquier momento del embarazo sin alguna repercusión penal.
Luna comenzó a buscar redes de apoyo y colectivas feministas de Guadalajara para informarse sobre cómo proceder con la interrupción de su embarazo, que en ese momento tenía alrededor de 8 semanas de gestación.
“Me empecé a escribir con una chica por WhatsApp que me empezó a asesorar de qué podía pasar, qué no podía pasar. En ese inter yo todavía estaba en esta relación, donde yo inclusive no le quería decir que ya me quería ir porque cada que intentaba salir de esta relación había mucho chantaje y manipulación”, dice.
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Fue ahí donde pidió el apoyo de organizaciones y de sus amistades para obtener el dinero para mudarse a la Ciudad de México, y ahí abortar en una clínica pública de Interrupción Legal del Embarazo (ILE).
Sin embargo, una vez ahí le notificaron que tenía 15 semanas de gestación, tres más de las permitidas por el Código Penal local para hacer el procedimiento. Entonces recordó la información que le había brindado la acompañanta de aborto de Guadalajara, así como el procedimiento con medicamento, y decidió buscar nuevamente asesoramiento de colectivas y organizaciones en la capital para poder realizarse el aborto.
Estas colectivas y organizaciones se apoyan en su mayoría en el “Manual de práctica clínica para un Aborto seguro” de la Organización Mundial de Salud (OMS), el cual explica opciones de tratamiento tanto para una interrupción previo a las 12 semanas, como para después de ello. Se recomiendan distintos métodos según el tiempo de gestación: mifepristona y misoprostol, sólo misoprostol, abortos quirúrgicos mediante un aspirado o dilatación y evacuación.
“Evidentemente a mí sí me vino el miedo, de qué tal si algo sale mal y más por el tema de mi hijo, porque yo soy madre autónoma”, expone Luna. “Pero llegué a un lugar seguro, tanto en la cuestión médica, y hubo atención psicológica, y fue ahí donde se cortó un poco el miedo”.
Luna pudo concluir con su proceso médico, pero reflexiona ahora sobre el tiempo que dan las legislaciones locales para poder llevar a cabo el aborto y lo considera completamente insuficiente.
“No estoy de acuerdo en que sólo sean las 12 semanas, justamente porque todavía hay forma de resolverlo tiempo después y no tenemos por qué estar forzadas a maternar cuando realmente no lo deseamos. Yo sí creo mucho en esto, que la maternidad se tiene que querer o no ser”, asegura. “Quiero que se quiten mitos, de justo que te metan este miedo de forma médica de que te vas a morir y te va a pasar algo”.
Kaori, otra mujer que habita en Puebla y quien pidió usar otro nombre por seguridad, apenas logró estar a tiempo para realizar su aborto.
Desde temprana edad, supo que ella no quería maternar, por lo que cuando se enteró de su embarazo, ya a sus 30 años de edad, quiso terminarlo. Inició su procedimiento con medicamento cuando tenía ocho semanas de gestación, con el apoyo de su pareja y colectivas locales.
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Ella pensó que había logrado retirar el producto, pero continuó presentando síntomas de embarazo por lo que se hizo un ultrasonido y ahí se percató que aún tenía residuos en su útero.
“El impacto fue mayor, porque ya había hecho un procedimiento antes. Después, al ver que el procedimiento no había funcionado, fue un shock”, expresa. “Fueron muchas cosas las que me hicieron pensar, ‘No, pues a lo mejor sí lo debes de tener’”.
Aún así, Kaori estaba segura que no quería ser madre, entonces empezó a investigar clínicas de la Ciudad de México donde podía acudir para hacer un aspirado y poder retirar el resto del producto.
“Yo sabía que ya no tenía más tiempo, sabía que las 12 semanas eran el límite para poder tomar una decisión, y realmente no sé qué hubiera pasado si hubiera tenido más tiempo (de gestación)”, dice.
Desde Fondo MARIA, Brenda Gutiérrez señala la desinformación que existe en torno al aborto después de las 12 semanas de gestación. “La necesidad de abortar continúa, pero hay una pausa, o a veces se desaniman pensando, o tomándose más tiempo para investigar, si realmente está en peligro sus vidas, o creen que es algo que no se va a poder o que nadie lo sabe hacer”, detalla.
Tal fue el caso de Val, quien pudo abortar en Puebla a sus 16 semanas de gestación gracias al apoyo de colectivas.
A pesar de que supo de su embarazo cuando tenía 6 semanas de gestación, el procedimiento aún no se había despenalizado en su entidad federativa, y viajar a la capital del país para recibir atención era complicado. Ella aún era una estudiante de universidad y la relación amorosa en la que estaba terminó al poco tiempo de saber de su embarazo, por lo que se sintió sola y sin apoyo.
“Pasaron semanas, yo no sabía qué hacer y también sentía que (mi embarazo) no era verdad, pero obviamente sí, solamente que no sabía qué hacer”, dice Val. “No tenía información, ni conocía a gente que lo ha hecho, entonces no sabía a quién acudir”.
Antes de vivir su interrupción del embarazo, Val consideraba que las 12 semanas eran tiempo suficiente para llevar a cabo el procedimiento, pero hoy tiene una opinión distinta.
“La verdad es que hasta que te pasa, lo entiendes. No creo que sea suficiente el tiempo que ellos establecen porque no saben las condiciones que las chicas están pasando, si es por dinero, por salud, por salud mental, cómo se sienten. En ese momento, yo creo que no piensas en nada más porque tienes miedo. No sabes qué hacer, y no sabes si la decisión que vas a tomar es la correcta”.
Más allá del número de semanas de gestación al cual se permite la interrupción del embarazo, colectivas y organizaciones como Fondo MARIA exigen que el aborto se elimine por completo de todos los códigos penales en el país, al ser el procedimiento médico –junto con la eutanasia– en ser considerado como un delito.
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La despenalización en varios estados hasta las 12 semanas “sí es de celebración, pero también es decir, ‘Esto nos queda corto’, y seguir comunicando que ese plazo queda corto y que es insuficiente, que siempre lo ha sido, pero que actualmente tenemos como muchos otro, o sea, tenemos otros ejemplos en la región de avanzada”, expone Brenda Gutiérrez.
El riesgo de seguir hablando del aborto desde una lógica penal es que siga existiendo el estigma y miedo alrededor de la palabra, denuncia, lo que a su vez implica que personal de salud tiene dudas sobre la legalidad de su aplicación y en recibir capacitación para realizarlos.
“Los procedimientos médicos tienen que estar regulados y pensados desde otras esferas, como un asunto de salud pública, de derechos humanos, pero no desde la penalización”, resalta.
“Creemos que el siguiente paso es poder hablar de abortos en plural, como todos los abortos que sean necesarios, pero también abortos de más de 12 semanas con toda la complejidad que esto puede tener, y con todo el cuidado que también queremos poner en la discusión”.
Es un conjunto de lenguas que se habla ampliamente en la región andina de América Latina.
El idioma lleva el mismo nombre de la comunidad que lo habla y que vive en una amplia zona de la cordillera de los Andes desde hace unos 10.000 años.
Se estima que en la actualidad más de 2 millones de personas hablan aymara en Bolivia, Chile y Perú. También hay registros de una pequeña comunidad en el sur de Ecuador y en el norte de Argentina.
Particularmente en Bolivia y Perú se lo reconoce como idioma oficial junto al español y a otras lenguas indígenas.
Sin embargo, a pesar del alto número de hablantes, su situación es frágil, describe la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco).
Existen esfuerzos para que la lengua se fortalezca.
Desde mayo de este año, el traductor de Google incluye al aymara en su lista de idiomas y varias aplicaciones y sitios web ofrecen diccionarios en la lengua andina, por nombrar algunas iniciativas.
Pero hay pesimismo sobre el futuro del idioma.
“Soy pesimista porque vivo esa realidad. Si hoy el niño no habla aymara, mañana será un joven quien no la hablará. Solo los que hablamos envejeceremos con nuestra lengua”, le dijo a BBC Mundo Roger Gonzalo, profesor de lenguas andinas de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP).
“No hay políticas educativas ni políticas sociales serias. Hay muy buenas leyes, pero con ellas no se resuelven cosas prácticas”, reflexiona.
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La historia de los aymaras se remonta a más de 10.000 años.
Su origen está estrechamente vinculado a la diosa Pachamama o Madre Tierra.
La gran nación de Tiwanaku (o Tiahuanaco) regida por los antepasados aymaras existió entre 1580 aC al 1172 dC, es decir que duró cerca de 2.800 años.
Su esplendor e influencia fue notable en el altiplano del sur andino.
Abarcó parte de la sierra del Perú, norte de Chile, norte de Argentina extendiéndose hacia los valles y selvas de Bolivia.
Entre el 1470 al 1535 se impone la nación del Tahuantinsuyo gobernada por los incas quienes refinaron y perfeccionaron los principios de la religiosidad y organización del pueblo, potenciaron la cultura y la actividad económica.
La nación del Tahuantinsuyo finaliza con la llegada de los españoles quienes intentan imponer su cultura y se genera un amalgama con la tradición aymara que dura hasta el día de hoy.
En BBC Mundo nos preguntamos ¿qué hace que el aymara sea un idioma especial?, ¿y por qué se habla un aymara diferente en Perú, Bolivia y Chile?
Aquí te contamos 3 de sus características principales:
El aymara no es un solo idioma sino una familia de lenguas.
Esto es comparable al término “lenguas romances” de las cuales el español es parte, como también lo son el francés y el portugués, por ejemplo.
“El aymara es una familia de lenguas, pero muchas lenguas aymaras se han extinguido, sobre todo en el centro y sur de Perú”, afirma el profesor Gonzalo.
Hoy solo quedan dos lenguas importantes dentro del aymara: el jaqaru y el aymara sureño o simplemente aymara.
El primero es una lengua que solo hablan unas 700 personas en las montañas de la sierra de Lima.
También hay una variedad del jaqaru que se llama cauqui y que solo tiene unas decenas de hablantes, en su mayoría personas mayores. Es una lengua que está en proceso de extinción.
“Los limeños no saben que tienen una lengua indígena propia”, asegura el profesor de la Pontificia Universidad Católica de Perú.
El segundo grupo es el aymara más extendido que se habla en el sur de Perú, Bolivia, Chile, sur de Ecuador y el noroeste de Argentina.
Quizás la particularidad más llamativa del aymara es la capacidad para formar palabras que son larguísimas, que pueden superar en algunos casos las 30 letras.
Como este ejemplo que cita la lingüista estadounidense Martha Hardman:
Aruskipasipxañanakasakipunirakispawa
Esta palabra aymara se puede traducir aproximadamente así: “Tengo conocimiento personal de que es necesario que todos nosotros, incluido usted, hagamos el esfuerzo de comunicarnos”.
Esta formación de palabras tan extensas se debe a que el aymara es una lengua aglutinante.
Aglutinar significa juntar, amontonar, añadir.
“La lengua trabaja con muchos prefijos, sufijos e infijos. Son partículas que se van anexando a una raíz y cada una va indicando género, número, tiempo verbal, sustantivo, etc.”, explica Celia González Estay, doctora en Ecolingüística de la Universidad Arturo Prat, en Iquique, Chile.
“Por lo tanto, una palabra que es muy larga, es porque allí se están diciendo muchas cosas: quién es, quién lo hace, en qué tiempo lo está haciendo”, añade la académica a BBC Mundo.
Esta característica lo hace “completamente distinto al español, que es una lengua que se separa, se desagrega”, detalla.
Otros idiomas aglutinantes son el quechua, el japonés y el turco, por nombrar algunos.
Otra de las características del aymara es el uso de las vocales: una palabra nunca muestra dos vocales juntas.
Y con la adhesión de sufijos o prefijos, también se produce el fenómeno de eliminación de vocales.
“Si unos cinco sufijos pierden sus vocales en una palabra, entonces ya no hay vocales. Tienes que pronuncia unas siete u ocho consonantes juntas”, detalla Gonzalo.
Otro detalle sintáctico del aymara es que el núcleo o sujeto siempre está al final, similar al inglés y opuesto al español.
Si hay algo que es típico de las lenguas andinas y muchas otras aborígenes es que la cultura se transmite oralmente.
Entonces, la gramática del idioma aymara nunca estuvo escrita.
Los trabajos académicos para describir las características gramaticales del aymara recién comenzaron en la década de 1960, señalan los expertos.
“El hecho de que hoy día se puede estar escribiendo es un avance para el mundo occidental, pero no es parte del ejercicio lingüístico de la comunidad. Ellos saben muchas cosas que dicen pero no se escriben”, sostiene Celia González.
“Los investigadores están tratando de recolectar los saberes y el conocimiento de los pueblos originarios porque no están escritos. Y no es fácil, porque es información que se genera dentro de la familia o dentro de la comunidad y no está abierta a público”, describe.
¿Cuál es la manera de saber si una lengua es distinta a otra en una misma familia lingüística?
Cuando los dos hablantes no se entienden, apuntan los especialistas.
“La compresión entre un hablante del jaqaru y el aymara sureño es casi nula. Es igual que quien le habla en francés a un hablante de español”, compara Gonzalo.
Pero el aymara sureño tampoco es igual entre sí.
“Cuando llega una lengua a un territorio empieza a mezclarse con las lenguas locales. Y comienza entonces a tener sus propias diferenciaciones en cada lugar. Es lo mismo que pasa con el aymara”, detalla Celia González.
Entonces surgen variantes dialectales, aunque en este caso no hay un problema de incomunicación absoluta.
“En la región de Tarapacá [norte chileno] se habla de una manera, con ciertos sonidos y otras palabras que se usan para decir lo mismo respecto al aymara de Villa Parinacota que queda a unos 300 km más al norte” en el límite con Bolivia, ejemplifica González.
“El aymara que se habla en Oruro es distinto al que se habla en La Paz, Bolivia”, agrega, aunque solo unos 220 kilómetros separan a ambas ciudades.
Mientras que en Perú se registran tres variedades grandes de aymara: en Puno, Tacna y en Moquegua.
Durante siglos se creyó que los idiomas aymara y quechua compartían un origen. Pero no es así.
“No son lenguas hermanas pero si son lenguas muy amigas”, describe Roger Gonzalo.
En términos históricos se conoce que el Imperio inca realizó un ejercicio de expansión a principios del siglo XV llevando su lengua quechua hacía territorios que en la actualidad son Ecuador, Perú, Bolivia, Chile y Argentina.
Allí se produce una mezcla entre el quechua y el aymara. Ambos idiomas empiezan a convivir y lo hacen por siglos.
Si bien ambas lenguas son aglutinantes en sus características gramaticales, y comparten aproximadamente el 25% de palabras, son dos idiomas distintos.
“La expansión es una explicación de por qué hay palabras aymaras metidas en el quechua y hay palabras quechuas metidas en el aymara”, señala Celia González.
Los distintos pronombres personales en el aymara y el quechua son un indicio de sus diferencias.
Y una pista más.
“En quechua las palabras pueden terminar en vocal y en consonante. Y eso hace que se requiera la aplicación de ciertas reglas para añadir otro sufijo. En cambio en aymara, todas las palabras terminan en vocal”, explica, por su parte, Gonzalo.
Aprender aymara parece ser todo un desafío.
“No es una lengua fácil de aprender, al igual que el quechua o cualquier lengua aglutinante”, opina Celia González.
Además de las complejidades gramaticales de la lengua se suma la discriminación que sufren algunos de los hablantes del aymara.
“Cuando se les pregunta si son hablantes, muchos lo niegan, porque hay un sentimiento de inferioridad”, describe Roger Gonzalo, cuya lengua materna es el aymara.
“La historia nos ha demostrado que por hablar aymara muchas personas hemos sufrido discriminación por parte del Estado en lo político, económico, social y cultural. Entonces hay vergüenza de hablar la lengua aymara”, reconoce.
A eso se suma la poca disponibilidad de profesores que comprendan la cultura y enseñen la lengua.
“La formación de profesores es esencial porque aquí existe la comunidad aymara. Si un niño se está comportando de una manera particular es en gran parte por su cultura”, analiza Celia González.
La profesora, que vive en Iquique, también destaca que esos niños aymara se relacionan con otras culturas que no son andinas o con migrantes que llegan de Venezuela o Colombia, por ejemplo.
“Hay que introducir esta temática en la universidad para que vayamos formando profesionales que tengan también esta mirada o sensibilidad” sobre la cultura aymara, asegura.
Y para que no muera.
O como destaca el sitio aymara.org especializado en esa lengua:
Nax jiwäwa. Akat qhiparux waranq waranqanakaw kutt’anïxa
“Yo moriré pero mañana regresarán millones”.
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