
De acuerdo con los primeros reportes de la prensa, fue un asesinato rápido: durante la mañana del miércoles 7 de febrero, dos sujetos a bordo de una motocicleta transitaban sobre la avenida prolongación Sonora de Fresnillo, en el corazón del estado de Zacatecas. Ahí, en la colonia Tecnológica, localizaron a Juan Pérez Guardado, director de Desarrollo Social del Ayuntamiento y cuñado del senador Ricardo Monreal, hombre de larga trayectoria política junto al presidente López Obrador.
Los agresores sacaron sus armas y dispararon al funcionario de 58 años en varias ocasiones hasta quitarle la vida.
Guardado era hermano de María de Jesús Pérez Guardado, esposa del senador Ricardo Monreal, cuyo hermano Saúl es el alcalde de Fresnillo y su otro hermano David el gobernador de la entidad. De acuerdo con un reporte del diario La Jornada, pretendía ser candidato a la presidencia municipal de Fresnillo y al momento del asesinato se encontraba haciendo un recorrido de supervisión al personal de limpieza.
El funcionario se suma así a la larga lista de asesinatos en un estado en el que tan solo el año pasado registró más de 700 casos y 900 víctimas, y en un municipio de unos 300 mil habitantes que ha visto cómo en apenas cuatro años los homicidios como el del funcionario se dispararon casi 500%, según datos oficiales del Sistema Nacional de Seguridad Pública.

“Zacatecas está en llamas”, expone en entrevista tras el suceso David Saucedo, consultor y experto en temas de seguridad, que explica que, si bien en la entidad “siempre ha existido presencia criminal por ser paso de químicos y ahora de fentanilo hacia la frontera con Estados Unidos”, en los últimos seis años la situación de violencia se ha desbordado. Tanto, que en octubre de 2022, los gobiernos de Zacatecas y de Estados Unidos firmaron una serie de acuerdos de seguridad, aunque el presidente López Obrador dijo que no tenían validez y estos no llegaron a concretarse.
Uno de los principales factores que desataron la violencia en Zacatecas, detalla Saucedo, ha sido la irrupción del Cártel Jalisco Nueva Generación en la zona centro del país.
“Jalisco tiene frontera con Zacatecas, y ha habido una ‘invasión’ de células del Cártel Jalisco desde la zona de Lagos de Moreno, junto a Guanajuato, hacia el norte. Y tan ha sido así, que el cártel de Jalisco ya se apoderó de, al menos, la mitad de Zacatecas”.
En este contexto, apunta Saucedo, Fresnillo, que está ubicada prácticamente a mitad del estado rumbo al norte, se ha convertido “en el municipio bisagra donde se suelen enfrentar ambos cárteles y sus aliados”, y donde también se están produciendo numerosos enfrentamientos con las distintas autoridades de seguridad pública.
Sin ir más lejos, apenas en noviembre del año pasado, el director de la policía municipal de Fresnillo, Rodrigo Reyes, también fue asesinado a balazos tras un enfrentamiento con un grupo armado que lo emboscó junto a otros elementos policiacos en la avenida Paseo del Mineral, una de las principales avenidas de Fresnillo. Durante el enfrentamiento, un civil también perdió la vida por los disparos.
Sucesos como este, así como los homicidios de otros cuatro funcionarios públicos, entre ellos el director del rastro municipal y el secretario de Desarrollo Urbano, han provocado que, de acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), Fresnillo continúe a la cabeza por varios años consecutivos como la ciudad con mayor percepción de inseguridad en el país, con más de un 96% de sus habitantes que opinan que es un lugar muy violento para vivir.

Aunque no sólo se trata de una percepción. Los datos del Sistema Nacional de Seguridad Pública indican que el número de asesinatos y lesiones han aumentado considerablemente, tanto en Zacatecas la capital, como en Fresnillo.
Por ejemplo, en 2015 se contabilizaron 74 casos de homicidio doloso. Para 2021, año récord de violencia en el municipio y en todo el estado, se registraron hasta 430; un aumento de 481%. Y aunque en 2023 se redujo considerablemente la incidencia con 164 casos, ésta continúa siendo un 121% más alta que hace seis años. De hecho, de los más de 3 mil 600 asesinatos ocurridos en los últimos cuatro años en Zacatecas, hasta 3 de cada 10 (1 mil 083) tuvieron lugar en Fresnillo.
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En el resto de la entidad, las cifras oficiales indican una situación similar: en 2018 se contabilizaron 561 denuncias por asesinatos. Para 2021, la cifra escaló a 1 mil 134 casos, un 102% al alza. Y de nuevo, aunque durante el pasado 2023 se registró una baja considerable de asesinatos, con 708 casos (en 2022 sumaron 981), la cifra sigue siendo mayor un 26% a la de hace cuatro años.
Además, aunque el dato de 2023 cayó, la tasa de homicidios de Zacatecas el año pasado se ubicó en 41.65 casos por cada 100 mil habitantes, mientras que la nacional es de 19.26, la mitad.
“Junto con Guanajuato, Zacatecas es ahora mismo el estado con más atrocidades cometidas por el crimen organizado”, hace hincapié en entrevista el experto David Saucedo, que también recuerda que esta entidad del norte de la República es también la que más policías asesinados acumula en los últimos años.
De acuerdo con datos recabados por la Vocería de la Mesa Estatal de Construcción de Paz, durante 2019 Zacatecas registró nueve policías asesinados; en 2020, fueron 26; en 2021, se contabilizaron 36; y durante 2022 ascendió a 60. El año pasado, se contabilizaron 30 hasta antes de terminar diciembre, según publicó La Jornada en esta nota.
“En Zacatecas no veo a ninguno de los dos cárteles dominantes, Jalisco y Sinaloa, replegarse. Se trata de una zona de mucho trasiego de droga y por eso estamos viendo una pugna tan fuerte”, señala Saucedo.
“El consumo de drogas en ese estado es muy marginal. Es, sobre todo, un estado de paso de droga y un punto de control obligado para los cárteles”, agrega el especialista, que plantea que la ruta del Pacífico ya está controlada por el Cártel de Sinaloa, la del Golfo por varias organizaciones criminales, como el cártel del noreste o reductos de Los Zetas, mientras que el Cártel Jalisco está tratando de afianzarse en la ruta del centro del país hacia Estados Unidos.

“Si mañana el cártel de Sinaloa se fuera de Zacatecas, aún le quedaría la ruta del Pacífico. Pero eso no sucede con el Cártel de Jalisco. Por eso para ellos es primordial mantener abierta esa ruta del centro, en Fresnillo y Zacatecas, porque eso les permite continuar con el envío de metanfetaminas y sobre todo de fentanilo a la frontera norte con Estados Unidos”, concluye Saucedo.

La periodista venezolana Mirelis Morales relata su intento por legalizarse en EE.UU. y cómo se vio obligada a abandonar el trámite migratorio durante el gobierno de Trump.
Migrar a Miami nunca estuvo en mis planes. Sin la posibilidad de una green card, no me atrevía ni a soñarlo. Pero la aprobación del Estatus de Protección Temporal para los venezolanos (TPS por sus siglas en inglés) en marzo de 2022 me abrió un camino de permanecer legal en Estados Unidos que parecía improbable.
Mi travesía migratoria había comenzado en junio de 2018, cuando me fui a Perú en un acto desesperado por salir de la crisis humanitaria que ahogaba a Venezuela.
La aprobación del Permiso Temporal de Permanencia (PTP) en Perú se convirtió en un salvavidas para salir con mi hijo de 1 año y medio a un país que me prometía un poco de normalidad.
Perú me devolvió la calma. Sin embargo, la pandemia de covid me hizo cuestionar qué tan conveniente era seguir sola allí con un niño de 4 años. La idea de que pudiera contagiarme y no tener quién cuidara de mi hijo, me hizo pensar que debía buscar un nuevo destino donde tuviera red de apoyo. Entonces, ya en 2021, pensé en Miami o en Madrid.
Pero la duda volvía a surgir: “¿Cómo logro sacarme los papeles en Estados Unidos?”. Frente a mi falta de opciones, decidí que lo mejor era irme a Madrid y solicitar una visa humanitaria. Antes, quise hacer una parada en Miami para pasar Navidad con mi hermano y recargarme de abrazos luego de meses de aislamiento.
Ese era mi plan. Sólo que no contaba con que las fronteras de España seguían cerradas para los no residentes y me tocó quedarme en Miami con la esperanza de que ese asunto se resolviera lo más pronto posible.
Entonces, pasó lo inesperado.
El gobierno de Joe Biden aprobó el TPS para los venezolanos que estuvieran indocumentados en el país, como una medida de protección humanitaria ante la crisis que persistía en Venezuela. El TPS te daba la opción de obtener tanto el seguro social, como el permiso de trabajo. Y eso lo cambió todo.
Miami se convirtió en un refugio. Me permitió estar cerca de mis afectos, me concedió el privilegio de trabajar como periodista, me permitió formalizar mi negocio editorial y hasta me dio una segunda oportunidad de encontrar el amor.
El último lugar donde pensaba vivir me abría un mundo de posibilidades. De modo que inicié con determinación mis trámites para obtener “mi visa para un sueño”, como tantas veces le escuché decir a Juan Luis Guerra.
Sólo que nadie me preparó para la pieza que me tocó bailar.
“Mirelis, tienes premios, publicaciones, reconocimientos… Puedes pedir una visa de talentos extraordinarios”, me decían mis conocidos.
Todo indicaba que mi perfil calificaba. Así que contacté a un abogado que les había hecho el trámite a otros periodistas venezolanos y desembolsé los primeros US$6.000.
Lo hice con los ojos cerrados, porque ellos habían logrado conseguir sus papeles. ¿Por qué yo no?
Pasé un año armando mi expediente. Un año recabando evidencias –hasta debajo de las piedras– para demostrar los 10 criterios que me avalaban como una persona sobresaliente en mi área.
Cada carta de respaldo ameritaba una búsqueda casi detectivesca para ubicar a la persona responsable de la firma y luego un lobby para convencerlo de que no era un caso inventado. Hubo muchos que se negaron. Otros ni lo dudaron.
Tenía toda mi esperanza puesta en este proceso. No sólo porque me abría la posibilidad de una residencia –y el camino hacia la ciudadanía– sino porque me permitía darle un estatus a mi hijo y a mi pareja que, para ese entonces, tenía más de 11 años a la espera de la entrevista por solicitud de asilo.
Pagué otros US$3.500 entre gastos administrativos y el servicio exprés para obtener respuesta en 15 días. Ello sin contar el gasto en traducciones certificadas.
“Esto es una inversión a futuro”, me repetía cada vez que me tocaba desembolsar más dinero.
El 15 de febrero de 2024 se envió mi expediente. El 27 de febrero llegó la respuesta: caso rechazado. Sabía que existía esa posibilidad. Igual, no pude evitar la frustración ni la impotencia. Lloré hasta que no pude más. Me sentía tan vulnerable…
¿Ahora qué? Tenía la posibilidad de apelar. Pero preferí pedir una segunda opinión.
“Tu caso está mal de base. No tiene sentido apelar. Lo mejor es armar uno nuevo”, me dijo otro abogado.
La buena noticia es que tenía otra oportunidad. La mala es que debía pagar US$12.570 entre honorarios y gastos administrativos.
“Esto es una inversión a futuro”, me volvía a decir.
Me embarqué en armar otro caso. Esta vez más exhaustivo.
¿El resultado?
Un expediente de 700 páginas con pruebas suficientes para demostrar mis aportes en el campo del periodismo, mi rol liderando investigaciones periodísticas en reconocidas organizaciones como BBC y The New York Times, mis publicaciones en los medios más importantes del mundo, mi papel como jurado del trabajo de otros periodistas y mi participación en instituciones periodísticas internacionales.
La solicitud se envió el 24 de enero de 2025, cuatro días después de que Donald Trump asumiera su segundo mandato.
A los días llegó una notificación de Uscis (el Servicio de Ciudadanía e Inmigración de Estados Unidos) en la que solicitaba evidencias adicionales. “¡¿Qué más quieren de mí?!”, pensé. Se envió lo requerido y sólo quedaba esperar.
Se había hecho tan buen trabajo que estaba segura de que esta vez sí obtendría una respuesta positiva. Debía lograr que me aprobaran al menos 3 criterios de los 10 expuestos. Me aceptaron 4.
Solo que no me dieron la residencia, porque, según el funcionario, “no tenía el high-level of expertise requerido” para este tipo de visas.
A juicio de mi abogado, Uscis se había excedido en el uso de la discrecionalidad. A criterio de muchos, mi caso había caído en el hoyo generado por el “efecto Trump”.
Tenía el derecho de apelar ante una corte federal por incumplimiento de la ley. Pero lo descarté al saber que el trámite podía demorar dos años y suponía desembolsar otros US$10.000 sin garantía de nada.
Para aquel momento, el futuro del TPS ya pendía de un hilo. La Secretaría de Estado y el Departamento de Seguridad Nacional luchaban por revocarlo de forma definitiva.
Se habían abierto varias demandas contra la decisión. Un juez determinó que el gobierno no podía interferir. Se asomó la posibilidad de una extensión hasta octubre de 2026. Sin embargo, nada era definitivo. Mi TPS se vencía en septiembre de 2025 y tenía el tiempo en contra.
Mi abogado me propuso optar por la visa O, a través de una empresa que me patrocinara. Otros US$4.000 que debía sumar a mi abultada deuda de la tarjeta de crédito.
Decidí quemar mi último cartucho, a sabiendas de que esa opción no me daba residencia ni ciudadanía. Sólo 3 años de permanencia legal, renovables por tres años más. El tiempo suficiente para que el país tomara otro rumbo migratorio y las aguas se calmaran. Pensé.
Lo que se suponía era un trámite sencillo, terminó por demorarse más de cinco meses y entré en desesperación.
Mi abogado y su equipo estaban colapsados. No respondían los mensajes. Nadie sabía el estatus de mi solicitud. Ni tampoco me daban la cara.
Cuando finalmente se dispusieron a cerrar el expediente para enviarlo, me enteré de las repercusiones tributarias y decidí desistir.
No era sostenible económicamente para mí.
Hasta entonces, había gastado más de US$25.000 sin obtener ningún resultado.
Fueron más de dos años de un intenso desgaste emocional y financiero, dentro de un contexto país cada vez más hostil contra los migrantes, en especial contra los venezolanos.
La única opción que me quedaba para extender mi permanencia en Estados Unidos era acogerme a un asilo extemporáneo, pero, con mis papás en Venezuela, estaba negada ya que eso habría supuesto no poder salir de EE.UU. durante años.
Madrid se abría, de nuevo, como una alternativa.
Por esas cosas del destino, llegué a una publicación en Instagram sobre la visa de nómada digital en España. Pedí una cita con un gestor para conocer con detalle los requerimientos y esa reunión me pintó un panorama más esperanzador: podría obtener la residencia en un plazo de 20 días hábiles y a los dos años optar por la nacionalidad.
Era eso o regresarme a Venezuela.
Fueron días muy complicados emocionalmente. Irme de Estados Unidos implicaba dejar lo más valioso que había construido en los últimos cinco años: mi familia. Y por mucho que mi abogado intentó resarcir el daño con la exoneración del último pago, nada ni nadie me devolvería esa pérdida.
Me tomó un mes cerrar mi vida en Miami. Metí lo que pude en cuatro maletas y viajé a Caracas con el único propósito de renovar mi pasaporte y el de mi hijo para seguir a Madrid.
Tenía la opción de pedir la visa en la embajada de España en Caracas, pero lo descarté al no saber con certeza cuánto duraría el trámite por la vía consular.
Aterricé en Madrid el 8 de septiembre de 2025.
A la semana me reuní con el gestor para entregarle los requisitos de la visa de nómada digital: documentos de mi empresa, estados de cuenta para avalar que gano más de 2.200 euros (unos US$2.580), seguro privado, mis antecedentes penales en Estados Unidos y Venezuela, así como una carta en la que explicara que podía ejercer mis funciones a distancia. Nada más.
Presentamos los documentos el 2 de octubre de 2025. Al mes recibí la noticia: mi residencia en España había sido aprobada por tres años. ¡No lo podía creer!
La resolución llegó en el tiempo establecido y a un costo que no superó los US$825.
Después de tantas vueltas, finalmente había logrado una respuesta afirmativa. De camino a casa, las lágrimas se me salían solas.
Aún no asimilo la sensación de desarraigo que me dejó la salida intempestiva de Miami. De una u otra forma, sentí que Estados Unidos me expulsó. Y me quedó ese mal sabor de no haber logrado permanecer en el país, a pesar de haber hecho las cosas bien.
Cuando me preguntan qué tal va mi adaptación, siempre respondo lo mismo: “No sé si Madrid sea mi lugar, pero, al menos, me ha hecho sentir más que bienvenida”.
España me ha permitido algo que había olvidado en Estados Unidos: ahorrar. Hasta entonces, mi sueldo se iba directo al bolsillo de los abogados y no me quedaba para mucho más. Mi pareja era quien asumía casi toda la carga económica.
Ahora logré recuperar un poco mi autonomía financiera al salir de mis deudas y el dinero me alcanza para cubrir mis gastos: renta, comida, colegio, entretenimiento.
Aquí volví a sentir la libertad de no tener que depender de un auto para moverme de un lugar a otro. El día que llevé a mi hijo caminando al colegio no me lo podía creer.
Ya no tengo que andar contando millas para saber cuánto gastaré en gasolina o en peaje. El sistema de transporte público en España te permite llegar a cualquier parte y te puedes mover por Madrid a una tarifa plana mensual de 32,7 euros (unos US$38).
No falta quien te mete miedo con la cuota que hay que pagar por ser trabajadora autónoma o quien me advierte que tenga cuidado con Hacienda, que no perdonó ni a la mismísima Shakira.
Pero, con todo y eso, aquí he experimentado una sensación que no tenía desde la llegada de Trump a Estados Unidos: sentirme a salvo.
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