En El Alcalde, una comunidad rural de unas 300 personas del municipio michoacano de Apatzingán, en la región de Tierra Caliente, el suelo brilla intensamente con los rayos del sol: miles de casquillos de bala dorados y de todo tipo de calibres yacen esparcidos por las callejuelas sin asfaltar.
En ambos lados de la desierta avenida principal, las fachadas de las casitas –la gran mayoría de un solo nivel y suelo de tierra–, están agujereadas por los impactos de los proyectiles. Las puertas, que se mecen lentamente y chirrían con la brisa de aire ardiendo, producto de los sofocantes 38 grados de temperatura, permanecen entreabiertas y con las cerraduras reventadas por las balas, al igual que las ventanas, que están rotas y con los cristales hechos añicos.
A través de esas ventanas, se observa el interior de las viviendas. Están vacías de vida, baleadas por todas partes, con todo revuelto como si un vendaval las hubiera arrasado, y con pintas de uno de los cárteles anunciando que ya ‘tomaron’ el pueblo; una comunidad dedicada al cultivo de limón que, producto de los enfrentamientos armados, se ha convertido en un ‘pueblo fantasma’, pues al menos 300 personas se vieran forzadas a abandonar sus vidas, trabajos y hogares.
La iglesia, uno de los pocos inmuebles que tienen techo de concreto y paredes más consistentes –y donde la gente acudía a refugiarse, al igual que en la escuela–, está dañada por los ‘dronazos’: las bombas que los cárteles dejaron caer desde drones sobre las viviendas donde se escondían los sicarios de ambos bandos. Los caminos de terracería que dan acceso a la comunidad, así como a la vecina El Guayabo, donde vivían otras 200 personas que también huyeron, se convirtieron en un ‘volado’ macabro; en una suerte de ‘ruleta rusa’ donde transitar en vehículo o a pie se ha convertido en una temeridad por las minas que los criminales ‘plantaron’ por todas partes, y que a cada rato se escucha cómo explotan en los cerros de alrededor. De hecho, apenas el pasado miércoles 2 de abril, un agricultor pisó una cuando transitaba en su moto y murió.
–Esto es zona de guerra –lamenta uno de los vecinos de estas dos comunidades, que aún con pánico en la mirada a pesar del tiempo transcurrido, recuerda que todo empezó la tarde noche del pasado viernes 15 de marzo.
Esa fue, dice, ‘la noche de los drones’.
El Observatorio de Seguridad Humana de Apatzingán fue la primera organización civil en reportar el éxodo masivo de al menos 500 pobladores de El Alcalde y El Guayabo, mientras que otro millar de civiles quedaron atrapados en otras cuatro comunidades de Tierra Caliente –Guanajuatillo, Holanda, Los Laureles y Cueramato– debido a los enfrentamientos de dos grupos armados: el Cártel Jalisco Nueva Generación y Los Caballeros Templarios.
Estos dos grupos llevan, al menos, dos años asediando estas comunidades de Tierra Caliente en una disputa por el territorio y el control de la extorsiones a los productores de limón, señaló el Observatorio en un reporte.
Aunque fue la tarde noche del 15 de marzo cuando, producto de un prolongado enfrentamiento entre ambos grupos criminales, la gente decidió huir en masa.
Ahora es viernes, 4 de abril. Son algo más de las 7 de la mañana, pero el sol ya quema la piel. La camioneta negra de la maestra Carmen Zepeda, como la conocen en Apatzingán y en muchas de las comunidades de alrededor del municipio, transita por una carretera que comunica la cabecera municipal con varias rancherías.
Han transcurrido alrededor de 20 minutos desde que el vehículo abandonó la ciudad, cuando al final de una recta, a lo lejos, se divisa un convoy estacionado a un costado de la vialidad.
–Son gente armada –murmura Carmen, que conduce con una mano en el volante y con la otra sostiene un cigarrillo a medio consumir.
–¿De los malandros? –pregunta inquieta su compañera, una mujer que al igual que la maestra tiene unos 60 y pocos años, y que pide que no se revele su identidad.
Las cuatro ventanillas de la camioneta van abajo para aliviar algo el incipiente calor de la mañana y para diluir con el viento el humo del cigarrillo, pero sobre todo, explican ambas mujeres, porque así lo obliga una norma no escrita del crimen organizado que opera en la zona y que, de no cumplirse, puede traer consecuencias impredecibles, como que intercepten el vehículo para interrogar a sus ocupantes y descartar que se trate de sicarios o espías rivales, o como que abran fuego contra el coche y luego averiguen quién iba a bordo.
–No lo sé –responde con tensión en la voz la maestra, que se ajusta los lentes de sol sobre la nariz–. Aún no los alcanzo a ver bien.
–¿Qué hacemos, damos la vuelta? –pregunta desde el asiento de atrás el reportero de Animal Político que las acompaña.
Las dos mujeres niegan con la cabeza al unísono, para explicar que eso sería peor, pues abundan las historias en la región de personas que, espantadas ante un retén del narco, deciden huir y son atacados a balazos.
La camioneta continúa avanzando. Carmen baja la velocidad.
La figura de un hombre vestido de uniforme verde militar, con arma de asalto al hombro, casco y rostro tapado, se hace cada vez más grande, hasta que la maestra detiene el coche por completo frente a él.
En su chaleco se lee ‘Ejército mexicano’.
Todos respiran aliviados en la camioneta.
–¿Para dónde se dirigen? –pregunta con tono marcial el soldado. Junto a él, entre una fila de vehículos blindados artillados, una docena de soldados del Ejército y también de la Guardia Nacional, todos sudorosos y visiblemente nerviosos, se mueven gritándose indicaciones en clave por el camino de terracería.
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La maestra explica al militar que forma parte de la comitiva del Ayuntamiento de Apatzingán que, encabezada por la alcaldesa morenista Fanny Arreola y otras autoridades locales, visitará la mañana de este viernes El Alcalde, a 21 días del último gran enfrentamiento entre sicarios del Cártel Jalisco y Los Templarios que provocó el éxodo masivo de sus habitantes. Un par de días antes, la presidenta municipal anunció vía Facebook a los pobladores que huyeron de El Alcalde y El Guayabo que llevarían ayudas y darían servicios de limpieza, reparación de las fachadas, reinstalación de energía eléctrica, y hasta cortes de cabello.
La maestra no faltó a la verdad, aunque no fue del todo precisa con el soldado, pues aunque ella es regidora del cabildo de Apatzingán, dice que no fue invitada formalmente al recorrido, por lo que inició uno por su riesgo y cuenta, con la finalidad de que el periodista pudiera atestiguar la situación de la comunidad antes de que llegara el convoy de autoridades.
—Pásenle, pero vayan con mucho cuidado —responde el militar, que, ante la mirada silenciosa de la maestra, agrega: acabamos de desactivar dos minas.
Carmen reinicia la marcha. Durante el resto del trayecto por el camino de terracería no pasa de la tercera velocidad. El silencio se apodera del vehículo.
–Pelen bien los ojos –ordena la acompañante.
A los pocos kilómetros, la maestra detiene por completo la marcha. En mitad del camino hay un cráter, probablemente de otra mina desactivada por el Ejército, y a un lado la tierra luce tiznada, quemada, quizá por una explosión. Más adelante, a un costado del sendero, aparece de la nada un árbol tirado que obliga a invadir el carril contrario.
–Eso es sospechoso –murmura la maestra sin dejar de observar el sendero a través de la luna de cristal de la camioneta que está resquebrajada–. Es una táctica que usan los malandros para que te vayas por el otro lado de la carretera, donde puede estar oculta la mina.
Otra táctica, agrega, es que los cárteles dejan montículos de tierra “como distractores”.
–Cuando ves un montículo tienes que fijarte muy bien antes y después, porque si lo esquivas y te confías, puede que la mina esté un poco más adelante y estalle.
Después de una media hora de psicosis –cada hoyo, cada forma extraña con tierra removida, o que lo pareciera, cada montículo, cada rama tirada en el camino, dispara el miedo y la adrenalina–, la camioneta de la regidora Carmen llega a la comunidad de El Alcalde.
A izquierda y derecha de la avenida principal, todo luce vacío, fantasmagórico. La iglesia, que parece más un almacén con techo de lámina y fachada pintada de un extraño color naranja diluido, está vacía, como el resto de viviendas. Algunas tienen aparatosos candados en las puertas, que fueron quebrados por las balas. Otras fueron abandonadas a las carreras y en su interior yacen solitarios muebles, sofás y sillones, rodeados de cristales y de impactos de bala.
–Hoy viene la alcaldesa de Apatzingán a atender a la gente, pero pues dígame usted qué gente ve aquí. Dígame dónde hay una casa que esté habitada, pues. Esta ya es una comunidad vacía. Un pueblo fantasma.
Doña Carmen se detiene frente a la escuela que desde diciembre cerró sus puertas a los niños por las balaceras y enfrentamientos constantes. Ahora solo un puñado de soldados la ocupan como ‘cuartel’ improvisado.
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Ante la llegada del vehículo, otro militar de casco y rostro sudoroso sale para tomar los datos de los visitantes. Como a los soldados que limpiaban el camino de minas, a estos que están en el ‘cuartel’ también se les nota sobreexcitados. El militar toma nota en una hoja, cuando, de un cerro muy cercano al poblado, se escucha un estruendo seco y potente –¡pum!–, que a lo lejos levanta una columna de polvo y humo. Es el mismo cerro donde apenas un par de días antes un helicóptero del Ejército mexicano, con una ametralladora Minigum montada, disparó varias andanadas sobre blancos que se movían por la montaña, sin que a la fecha se sepa el saldo de ese enfrentamiento.
Tras la explosión, y como si de un gesto eléctrico se tratara, todos los militares giran la cabeza hacia el cerro y guardan silencio.
–Es un minazo –murmura el que anota los datos en la libreta–. Todos los días los escuchamos.
Tras pasar el control militar, más viviendas vacías, baleadas, y con un océano, literal, de casquillos de bala por el suelo, salen al encuentro. En algunos de los inmuebles, en las bardas de las fachadas agujereadas hay vasitos de plástico con montones de balas adentro; en otras hay envases con tuercas ennegrecidas, afilados clavos, y restos de aluminio y de fierro retorcido: es la ‘munición artesanal’ de las bombas que lanzan los drones desde el cielo.
En una de las viviendas se observa a una familia que, aprovechando la visita de la alcaldesa y del convoy de la milicia, regresó para echar un vistazo a su patrimonio y limpiar la vivienda un poco. Aunque se apresuran a decir que, una vez que los soldados y las autoridades salgan de la comunidad, ellos también se irán.
En otra vivienda, un joven saca un montón de cristales rotos.
–Las siglas FEE significan ‘ya estamos aquí’ –se apresura a explicar al reportero que graba con el celular una enorme pintada sobre la fachada de la casa que reza C.J.N.G (Cártel Jalisco Nueva Generación) y las letras FEE. La pinta está justo debajo de un crucifijo dorado que quedó intacto en el lugar.
–Sin deber uno nada, aquí vivimos con miedo por tantas bombas que tiran –continúa el joven hablando–. Tiran unas ‘bombonas’ así –abre ambos brazos para dejar un espacio como de medio metro–. Caen del cielo, con los drones, y también explotan en la tierra haciendo que todo tiemble. Esa gente entierra las minas o le echan basurita así por encima para que no las veas y salgas por los aires.
A continuación, se sienta sobre el borde de una cubeta. Prende un cigarrillo y se ajusta la gorra sobre la frente.
–Este rancho ya es de ellos –apunta con el cigarro hacia la pinta de la pared–. Aunque hayan puesto una basecita de militares en el colegio, este rancho ya es del cártel. Y tenemos miedo, pues, porque aquí somos cortadores de limón. Y sin deberla, pues mira cómo están todas las casas baleadas y destrozadas por los dronazos.
El joven da una calada profunda al cigarro y expulsa lento el humo azulado.
–Esa gente ya lo controla todo. Llegan y te hacen preguntas si te ven hablando con el gobierno, y pues uno se pone nervioso, ¿verdad?, porque es gente armada, que va con la cara tapada, y que vienen a lo que vienen.
Acto seguido, da otra calada al cigarro con fruición y lo aplasta contra el suelo para apagarlo.
–Esa gente no viene a jugar. Vienen a quedarse con el pueblo.
Cerca de la avenida, en una de las casitas que hay desperdigadas por el interior de la comunidad, en una de las pocas habitadas por ancianos que, fuertemente arraigados al lugar decidieron no salir del rancho, una pareja de señores cuenta que, en efecto, ha habido casos de personas que por hablar con los soldados, o con el ‘gobierno’ como le dicen aquí, han sufrido graves consecuencias.
–Lo que pasa es que un cártel está por allá –señala el hombre hacia el norte, hacia el cerro donde explotó la mina hace unos minutos– y el otro cártel está por allá –mueve la mano hacia otra montaña que está al sur–, y nosotros estamos en mitad del desmadre. Y pues, ¡ay de ti como te vean hablando con el gobierno!, porque te levantan. Así le pasó a un vecino, que le llevaba refrescos a los soldados, y lo desaparecieron.
Cuando se le pregunta a la mujer, que está dando de comer a las gallinas que campan libres por el corral y ajenas a todo, que si con la presencia hoy de las autoridades y del Ejército y de la Guardia Nacional se sienten más seguros, la anciana esboza una sonrisa irónica.
–¡Qué vamos a estar más seguros! –exclama cansada–. Si a cada rato se escuchan los balazos y los dronazos.
La mujer lamenta que llevan semanas sin poder ir a cortar limón, la actividad agrícola de la que subsiste la gran mayoría de pobladores.
–De ahí del cerro para arriba ya no dejan cortar limón –apunta con la barbilla hacia una montaña cercana–. Y pues ahí está todo el limón sin cortar, todo seco ya. Es pérdida total.
–Pero hoy las autoridades van a venir a traerles ayuda… –insiste el periodista.
–¡Ah sí! –exclama presta la anciana–. Nos dijeron que según vienen a cortarnos el pelo. Pero como no sea el de los militares –suelta una carcajada espontánea, tras señalar a su marido, que a sus más de 70 años no le abunda ya el cabello.
A unas cuadras del lugar –aunque en esta comunidad rural no es del todo preciso decir ‘cuadras’, pues fuera de la avenida principal las viviendas parecen ‘plantadas’ al azar en lotes de tierra desordenados–, otro septuagenario cuenta que la fatídica tarde noche del pasado 15 de marzo estaba tumbado en la hamaca descansando cuando vio a lo lejos a un grupo de personas armadas caminando.
–Me levanté, salí a la puerta y les dije ‘buenas noches’. Pero no me respondieron, sólo escuché que uno de ellos ordenó a los demás: ‘maten a los perros para que no hagan ruido’ –recuerda el anciano, al que llamaremos Don Yuset.
En su caso, no se sabe a ciencia cierta si porque realmente así sucedió, o porque la inmensa mayoría de los pobladores tienen temor a posibles represalias, el hombre cuenta que los sicarios entraron a su vivienda y, de forma muy educada –”me preguntaron: ‘¿con quién tenemos el gusto de hablar?’– le explicaron que no tenían nada en contra de la población de El Alcalde ni de la vecina El Guayabo.
–Me dijeron que eran del Cártel Jalisco y que venían a sacar a chingadazos a los cabrones de aquí, a los ‘templas’ –narra el anciano, que viste unos pantalones sucios y rotos, y camina con los pies descalzos.
–Y pos a mí no me hicieron nada, pá qué le echo mentiras –agrega y encoge los hombros–. Pero a la tiendita de enfrente sí le dispararon feo. Rompieron los cristales y reventaron la puerta a balazos y se robaron algunas cosas. Y a la casa de mi sobrina que está por aquí cerca también la balearon.
Poco después, dice el hombre, esa noche comenzó la guerra. Don Yuset se encerró en su casa, pero las frágiles paredes de ladrillo del inmueble no impedían que escuchara “los balazones” que ya se intercambiaban los ‘jaliscos’ y los ‘templas’ que acudieron a repeler al grupo rival, sin que ninguna autoridad de ningún nivel de gobierno acudiera al lugar a auxiliar a la población.
Luego, en la oscuridad de la noche, se comenzó a escuchar ese sonido, “como si fuera un enjambre de avispones”, dicen los pobladores, que ya se ha convertido en habitual en la región y que, solo de mencionarlo, lleva a muchos de quienes ya abandonaron la comunidad a llorar lágrimas de pánico. El sonido de los drones.
–Me asomé a la puerta y vi que de los techos salían flamas enormes para arriba por las bombas. La tierra bullía y temblaba, y se escuchaban feo los ‘dronazos’ por todas partes –cuenta don Yuset con los ojos muy abiertos por el recuerdo.
Por su parte, don Yander, otro vecino desplazado de 71 años, cuenta que escuchaba una y otra vez la pregunta ‘¿dónde está el jefe?’ mientras unos tipos cubiertos con pasamontañas de camuflaje militar lo pateaban en el suelo la tarde noche del 15 de marzo.
Don Yander estaba también echado en su hamaca esperando que la caída de la noche trajera algo de fresco, cuando a lo lejos, en la avenida principal de El Alcalde, vio que entraba caminando otro grupo de unas 10 personas.
–Pensé que venían a comprar algo a mi tiendita y me metí para atenderlos –cuenta el hombre, que también pide no se dé a conocer su verdadera identidad, ni que la cámara lo fotografíe. De hecho, es tal el temor que tiene, que aunque ninguna cámara lo graba, se coloca un paliacate para cubrir su rostro de nariz para abajo.
–Pero nada más entrar por la puerta, uno de ellos se me acercó por detrás del mostrador y me agarró del cuello y me tiró al suelo.
El hombre habla apoyado en un bastón. Sus piernas están frágiles y sus brazos lucen muy delgados por el desgaste propio de sus más de 70 años.
–Malditos desgraciados –escupe con rabia y voz temblorosa al recordar la escena .
Acto seguido, el anciano comienza a restregarse las lágrimas que le brotan de los ojos cuando cuenta cómo lo humillaron tirado en el suelo mientras unos sicarios “se tragaban” las papitas y se “chingaban” entre risas los refrescos con las que se gana el sustento, mientras otros se turnaban para patearle las costillas y el estómago, al tiempo que, dice, no paraban de preguntarle que dónde estaba ‘el jefe’.
–Yo les decía que pos mi jefe ya se murió hace muchos años, que no sabía de qué jefe me hablaban. Pero no les importó, me siguieron golpeando hasta que se cansaron y se fueron.
Son más de las 10 de la mañana. El convoy de la presidenta municipal ya llegó a la comunidad de El Alcalde. Hay militares y soldados de la Guardia Nacional por todas partes. Personal de la Comisión Federal de Electricidad también se mueve arriba de sus camiones por la avenida, para reinstalar la luz en muchas de las viviendas que se quedaron a oscuras. Y también hay elementos de la Policía montada que, junto a los soldados, recogen, casquillo por casquillo, todas las balas que yacen regadas por las calles del pueblo.
Varios vecinos de comunidades aledañas se han acercado para recibir alguna despensa o apoyo, mientras que, como ya se expuso, algunos pobladores aprovecharon el convoy militar para regresar a echar un vistazo a sus inmuebles y luego volverse a marchar.
Sin embargo, a pesar de las ayudas, entre los vecinos persiste un gran malestar.
–Claro que todo esto que está haciendo es un ‘maquillaje’. Lo están disfrazando todo para decir que en El Alcalde no pasa nada, que no es cierto que no estamos desplazados –espeta uno de los vecinos con la mirada puesta en la hilera de camiones y blindados del Ejército.
–Pero yo quiero que la presidenta municipal regrese ya que se marche todo el Ejército, la CFE, todos. Que regrese y vaya casa por casa para ver quién de verdad hay en cada vivienda. Porque este pueblo ya está vacío. Es un pueblo fantasma. Nadie quiere regresar porque nadie nos garantiza nuestra seguridad.
–Gente que sea de aquí del rancho, le aseguro que de más de 300 personas no quedan ni 20 –interviene otro vecino, que se encuentra desplazado.
–Están trayendo a gentes de otros ranchos, para decir que aquí no pasa nada. Y mientras, nosotros llevamos 21 días fuera de nuestras casas –dice ahora con el ceño fruncido, enojado–. ¿Se imagina? 21 días sin poder trabajar, sin un techo para vivir, y con mucho miedo de regresar porque en cualquier momento, ahora que se vayan los soldados, se sueltan de nuevo los balazos y los dronazos –añade el hombre, que para sustentar lo que dice muestra al reportero la puerta de su casa llena de agujeros de bala.
–Todo esto nos duele mucho –lamenta por último otro vecino desplazado–. Nos están quitando nuestro patrimonio, nuestro trabajo de toda la vida, y ninguna autoridad mete las manos. Nadie hace nada, mientras esas gentes se quedan con nuestro pueblo.
Tras la visita a la comunidad, la regidora del Ayuntamiento de Apatzingán, Carmen Zepeda, informó que desde la 1 am del lunes 7 de abril hasta la 1 pm se produjeron nuevos enfrentamientos armados en la comunidad de La Loma de Los Hoyos, a unos kilómetros de El Alcalde, que provocó nuevos desplazamientos.
“La escuela primaria, locales comerciales y viviendas están muy dañadas, y hay más familias desplazadas. Mientras que en El Alcalde echaron dos explosivos muy cerca de unas viviendas deshabitadas”, informó la regidora.
Shakira dice en entrevista con la BBC que la situación de los inmigrantes en Estados Unidos es “dolorosa”.
En las entrañas del estadio Hard Rock de Miami, una nota está pegada en la puerta de la oficina de producción de Shakira.
“Por favor, vuelve más tarde… a menos que estés en llamas”.
La nota rosa, escrita a mano, sugiere un nivel de estrés totalmente comprensible para el equipo que organiza la gira de estadios más grande del año.
Con 64 conciertos agotados en América, Shakira ha tocado para más de dos millones de fans.
“He trabajado durante más de un año, puliendo cada detalle del espectáculo, así que esta es una recompensa increíble”, declara la estrella.
No hay nervios ni peleas a gritos tras bastidores antes del concierto en Miami… y nadie está en llamas.
El ambiente es tranquilo y profesional. Los bailarines estiran en los pasillos, las costureras cosen cristales en los catsuits y los técnicos de guitarra revisan y vuelven a revisar las afinaciones.
Si te quedas un rato, descubrirás algunos datos sorprendentes de la gira.
“Viajamos con dos lavadoras y dos secadoras, que conectamos en cada sede”, dice la jefa de vestuario, Hannah Kinkade, quien apenas tiene 300 trajes que cuidar.
Cada atuendo debe renovarse antes de un nuevo espectáculo, dice, porque “Shakira baila con mucha intensidad y los bailarines también”.
“Los bailarines desgastan tanto sus zapatos que tenemos que repintarlos cada mañana”.
El director de escena, Kevin Rowe, nos muestra los oscuros pasillos bajo el escenario, donde el equipo tiene reservas secretas de Gatorade y café frío para sobrevivir al sofocante calor de Miami.
“O hace mucho calor o llueve mucho”, dice sobre trabajar en un espectáculo al aire libre. “Pero esa es la desventaja de vivir en el submundo”.
Sobre las 14:30, la banda comienza su prueba de sonido. Poco después de las 15:00, Shakira llega con sus caderas que no mienten, escoltada por la policía, y se une al equipo en el escenario.
Vestida con jeans plateados acampanados y una camiseta blanca sin mangas, no puede evitar bailar mientras evalúa el lugar de la noche.
“Vine aquí para el concierto de Beyoncé y estuvo impecable, así que más les vale que me hagan sonar así”, bromea con el equipo.
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¿O no es tan broma?
Shakira suelta la broma con un guiño, pero hay algo que todos reconocen entre bastidores: la jefa es una perfeccionista.
“Cuando está encendida, está encendida”, apunta la bailarina principal Darina Littleton. “Cuando entra, está lista, su personaje está listo, está entregada a tope”.
“Ella sabe lo que quiere, y si no lo consigue, lo conseguirá de una forma u otra”, señala el director musical Tim Mitchell, quien ha tocado con Shakira desde los 90 (incluso escribió el riff de flauta de pan en “Suerte”). Es muy meticulosa con cada aspecto del espectáculo: el sonido, lo visual, la iluminación, las pulseras, todo. Es increíble. No sé cómo lo hace”.
La obsesión da sus frutos.
El concierto de Shakira consiste en dos horas y media de drama musical: un desfile ininterrumpido de éxitos bilingües, 13 cambios de vestuario y movimiento constante.
Interpreta una danza del vientre de inspiración libanesa durante Ojos así; una rutina tribal con cuchillos para presentar Whenever, Wherever; golpea con fuerza una guitarra Flying V durante Objection (Tango); y hace que el público aúlle y rebuzne con una versión electrizante de She Wolf.
La gira se titula “Las Mujeres Ya No Lloran” en honor al último álbum de Shakira, inspirado en algunos de los desamores y trastornos personales más intensos que jamás haya vivido.
Su relación de 11 años con el futbolista Gerard Piqué se rompió, al mismo tiempo que su padre se sometía a una cirugía cerebral de emergencia, y las autoridades españolas la acusaron de fraude fiscal por 14.5 millones de euros (16.8 millones de dólares), en donde finalmente llegó a un acuerdo extrajudicial.
“Muchos de ustedes saben que los últimos años no han sido los más fáciles para mí”, dice en el escenario. “Pero, ¿quién no se cae de vez en cuando, no?”
“Lo que he aprendido es que una caída no es el final, sino el comienzo de un camino aún mejor”.
Más específicamente, la turbulencia la impulsó a un arrebato creativo que la puso de nuevo en el centro de la conversación cultural tras siete años de silencio musical.
En 2023, Bzrp Music Sessions Vol. 53, un tema creado con el productor argentino Bizarrap, estuvo lleno de dardos dirigidos a Piqué y su nueva novia (“cambiaste un Rolex por un Casio”) y ganó el premio a la canción del año en los Grammy Latinos.
Continuó con la temática en una serie de sencillos exitosos como el sarcástico “Te felicito” y “TQG”, un dueto con la también estrella colombiana Karol G, que ha acumulado mil 300 millones de reproducciones en Spotify.
“Es una gran inspiración para las mujeres”, dice una fan, con orejas peludas de loba, poco antes del show. “Lo ha hecho todo. Ella es poder”.
El compromiso de Shakira con el espectáculo es tal que quiere que nuestra entrevista sea después de que baje del escenario. Así que, poco después de la medianoche, sale de su camerino luciendo más fresca que un campo de margaritas.
“Les advierto que puede que no tenga mucho sentido ahora mismo”, dice riendo. “Todavía me estoy recuperando. Hoy hizo mucho calor y humedad. Así que cuando está así, o hay altitud, es un gran reto… pero vale totalmente la pena.”
¿Qué pasa cuando está cansada o enferma?
“Para montar un espectáculo de esta envergadura y que se celebre cada noche, no importa si estás triste, si tuviste un mal día, si estás enferma o si tienes tos; simplemente tienes que dar lo mejor de ti y, milagrosamente, lograr que suceda”.
“Y la adrenalina, de hecho, no me deja sentir el agotamiento ni lo exigente que puede ser. Te ayuda a superarlo”.
Tocar en Miami fue particularmente significativo, cuenta, porque es la ciudad a la que se mudó de joven con la esperanza de abrirse paso en el mercado pop occidental.
Para entonces, ya era una estrella en Colombia, pero sabía que el éxito internacional significaba cantar en inglés. El único problema era que nunca lo había aprendido.
“Tenía solo 19 años cuando me mudé a EU, como muchos otros inmigrantes colombianos que llegan a este país en busca de un futuro mejor”, afirma.
“Y recuerdo que estaba rodeada de diccionarios español-inglés y diccionarios de sinónimos, porque en aquel entonces no tenía Google ni ChatGPT para [ayudarme]. Así que todo era muy precario”.
“Y luego me adentré en la poesía y comencé a leer un poco de Leonard Cohen, Walt Whitman y Bob Dylan, tratando de entender cómo funciona el inglés en la composición de canciones. Creo que así es como me volví buena en esto”.
Últimamente, ha estado reflexionando sobre esas experiencias, su aceptación en EU y cómo eso contrasta con la actitud del gobierno de Donald Trump hacia los migrantes.
Al aceptar el Grammy al mejor álbum de pop latino a principios de este año, abordó la situación directamente.
“Quiero dedicar este premio a todos mis hermanos y hermanas migrantes en este país. Son queridos, valen la pena y siempre lucharé con ustedes”, sostuvo.
¿Cómo se siente, le pregunto, ser inmigrante en EU hoy en día?
“Significa vivir con miedo constante”, asegura. “Y es doloroso verlo”.
“Ahora, más que nunca, tenemos que permanecer unidos. Ahora, más que nunca, tenemos que alzar la voz y dejar muy claro que un país puede cambiar sus políticas migratorias, pero el trato a todas las personas siempre debe ser humano”.
Es una declaración contundente, pronunciada en inglés y en español, cuando Shakira se dirige directamente a sus fans latinoamericanos.
Esa conexión es la base del éxito de su gira: sus fans han crecido con Shakira y se ven reflejados en ella.
En Miami, el público abarca generaciones: madres e hijas cantan al unísono éxitos de los 90 como “Pies descalzos, sueños blancos”, y bailan al ritmo de un Waka Waka (This Time for Africa) para celebrar.
Por eso, el momento álgido del espectáculo llega durante “Acróstico”, la tierna balada que Shakira escribió para sus hijos, en la que les prometió que se mantendría fuerte tras la separación de Piqué.
Mientras canta, Sasha (12) y Milan (10) aparecen en las pantallas de video haciendo un dueto con su madre.
“Se me derrite el corazón cada vez que los veo en esa pantalla y escucho sus vocecitas”, reconoce la estrella. “Son todo para mí. Son mi motor y la razón por la que estoy viva. Así que tenerlos cada noche en el escenario es un momento precioso”.
Esta es la primera vez que los niños tienen la edad suficiente para ver a su madre actuar en concierto, y ella confiesa que tienen sentimientos encontrados al respecto.
“Cuando tengo un concierto, se estresan un poco porque quieren que todo salga perfecto para mí”, relata.
“Siempre están preocupados, como: ‘Mamá, ¿cómo te fue? ¿Te caíste? ¿Estás bien?’. Y trato de mostrarles que no hay un concierto perfecto. Está bien cometer un error”.
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