En lo alto de la colonia Vista Hermosa, en Acapulco, el señor Sabino De la Cruz agradece la canasta básica que el Ejército le lleva como parte del apoyo a las personas damnificadas por el huracán Otis; sin embargo, a este hombre de 51 años lo que más le preocupa es reconstruir su vivienda.
“Por alimento no hay queja, sí nos han estado ayudando, la verdad, el gobierno, la gente que manda apoyos”.
El taxista explica que en estas semanas no ha podido trabajar porque tuvo que construir un lugar dónde pasar la noche. Una de sus hijas pide ayuda gubernamental para las viviendas.
Él, de forma más tímida, apenas lo sugiere.
“Ahora sí que para las casas si llega la ayuda, qué bueno; si no pues hay que salir adelante, a echarle ganas. Hice una galera para poder dormir ahí porque allá dentro no hay cómo”.
Su terreno, como gran parte de Acapulco, tiene la huella del huracán Otis con árboles y construcciones dañadas. El huracán voló el techo de su casa y tumbó una parte de sus muros.
La galera donde duerme la familia está construida con nueve polines de madera de los árboles caídos, que sostienen unas láminas. Dentro, colocaron una hamaca, dos camas y dos colchones en una litera improvisada.
“Ahí estamos durmiendo todos. Allá había dos casas, la de mi papá y la de mi hija, en el fondo”.
En breve, dice, planea dedicarse de lleno nuevamente a manejar su taxi. “Ya espero el lunes irme a trabajar, porque económicamente tengo que comprar para volver a reconstruir”.
Este viernes un convoy de elementos de la Secretaría de la Defensa Nacional acudió a la colonia Vista Hermosa para entregar 600 despensas con productos de la canasta básica de las 4 mil 200 que distribuyeron en otras colonias.
Se trata del programa que contempla llevar 24 productos a 250 mil familias en Acapulco durante tres meses.
En la presentación que hizo el pasado 4 de noviembre, la secretaria de Economía, Raquel Buenrostro, informó que ante la falta de luz en todas las casas de Acapulco —pese a que el presidente López Obrador insiste en que ya se completó—, las primeras canastas básicas no incluyen productos que se puedan echar a perder, como carne, pollo o vegetales, y son sustituidos por alimentos en conserva.
Este viernes, los militares batallan un poco para encontrar cuántas viviendas hay en cada terreno, porque el huracán desapareció casi por completo algunas de ellas.
Un grupo de soldados busca sin éxito dónde pegar la calcomanía con que el gobierno controlará las 12 entregas. En la casa del señor Ever no quedó ni un muro. “Me la tumbó Otis”, resume él con resignación.
Por eso los funcionarios del Bienestar que censaron antes tuvieron que clavar una tabla sobre el tronco de un árbol de mango y dejar ahí el pegote.
Lo que más necesita el señor Ever es dónde vivir pero agradece la canasta básica que le entregaron los miembros de la Sedena, afuera del cuarto que le está prestando una de sus sobrinas.
En su camino hacia el cerro de esta colonia, los militares se toparon con pobladores que se asomaban por las ventanas al escuchar los motores. Algunos salieron a encontrarles y otros más les persiguieron con la esperanza de recibir una despensa después de hacer una fila. Sin embargo, esta entrega de despensas es casa por casa, independientemente de las personas que habiten en cada una de ellas.
Los encargados de repartir las canastas básicas son tanto integrantes de la Sedena como de la Marina.
Los militares van acompañados por funcionarios públicos del gobierno estatal o de la Secretaría del Bienestar. En cada vivienda los funcionarios pegan una calcomanía con un calendario de 12 semanas y en cada entrega marcan con una X la semana correspondiente. Les hacen dos advertencias: si no hay nadie en la casa, no se entrega la despensa y si una vivienda no tiene calcomanía, tampoco.
Les entregan una caja con los productos y un par de canastillas con 24 huevos aparte.
Los militares piden a los habitantes que les esperen en sus domicilios, aunque estén inhabitables.
“Requerimos que el titular se encuentre en la casa, como le expliqué: si su casa fue destruida y usted se está refugiando, ocupo que nada más esté aquí para recibir y si usted quiere se vuelve a regresar” le explica uno de los soldados a una mujer afuera de su vivienda que se quedó sin techo.
La colonia Vista Hermosa hace honor a su nombre por el paisaje que se mira desde las alturas. Está a solo unos kilómetros de la Diana Cazadora de la costera Miguel Alemán, 10 minutos en automóvil para llegar al Acapulco Dorado; pero parece mucho más distante.
Con viviendas construidas de materiales más endebles, desde ahí se alcanza a ver la belleza del Acapulco turístico, sin la sombra de los árboles que el huracán rasuró.
“Creo que ahora nos quedó más vista hermosa, cosas que no se veían estamos viendo ahora, porque el huracán se llevó todos los árboles”, dice con pesar la señora Norma Bello.
Otra de las vecinas, de nombre Beatriz, explica que no sabía nada de la entrega de canasta básica anunciada por el gobierno: “como no tenemos ni internet ni luz y estamos incomunicados, ahorita no estamos en redes sociales ni nada de eso, no sabíamos. Sí escuchábamos lo que decía la gente, pero para creer…”.
La mujer agradece la ayuda de los soldados. Después coincide con otra persona y le dice que los productos provienen de los recursos de todos.
Un par de niños, de unos 9 y 3 años, explican que viven en la casa de láminas y polines que está a unos metros, pero por el momento no está su mamá, así que les dejó su credencial de elector por si hacía falta y así consiguen que los militares les entreguen su despensa.
Sentada en el patio de su casa, la señora Petra Crucillo Castro relata que desde hace dos años le diagnosticaron retinosis pigmentaria, por eso casi no ve. Vive con su hija que estudia la secundaria y su esposo que se dedica a la albañilería. El huracán, dice, le sorprendió por completo. No sabía que iba a haber huracán.
Agradece que los militares le lleven las despensas porque por su enfermedad en la vista se le dificulta bajar a formarse cuando llega algún camión con víveres a su colonia.
“Mi niña es la que me está jalando, ‘mamá, vamos’, porque por su edad a ella no le quieren dar las despensas, así que tengo que ir, hasta me caí —dice y muestra una herida en su codo izquierdo—. Y en otra ocasión, añade, se desmayó en su camino por despensas.
“Ahora no será necesario correr”, celebra.
Mientras los militares caminan por esta colonia que todavía no tiene luz ni agua tras el huracán, un joven que limpia su motocicleta se acerca para pedir que no se olviden de ellos.
“A ver si mandan seguridad. En la noche, sin luz, por aquí nada más se oyen los balazos: tatatatata”.
Durante siglos, las pastoras wakhi de Pakistán viajaron a remotos campos de montaña para dar de pastar a sus rebaños. Los ingresos generados fueron fundamentales para transformar su comunidad.
Ayudaron a pagar la atención médica, la educación y el primer camino construido para salir de su valle y conectar con el resto del mundo.
Pero esta forma de vida está desapareciendo.
La serie 100 Mujeres de la BBC se unió a ellas en uno de sus últimos viajes a las regiones de pastoreo.
Nuestro trayecto hasta los pastizales del Pamir es traicionero. Los empinados senderos de montaña serpentean y se retuercen: un paso en falso y se acabó.
Las mujeres silban y gritan a las ovejas, a las cabras y a los yaks para evitar que se desvíen de los estrechos senderos y caigan por la ladera de la montaña.
“Antes había mucho más ganado que ahora”, dice Bano, de unos 70 años. “Los animales saltaban de aquí para allá y desaparecían. Algunos regresaban y otros no”.
En años pasados, cada verano decenas de pastoras wakhi hacían este viaje a través de las escarpadas montañas del Karakoram, en el noreste de Pakistán, con sus hijos pequeños a la espalda.
Entonces dejaban a los hombres en casa para trabajar en el valle de Shimshal.
Hoy en día sólo quedan siete pastoras.
Caminamos ocho horas al día bajo la lluvia, la nieve y un calor abrasador. El viaje que antes les tomaba a las mujeres tres días, a nosotros nos lleva cinco.
Las pastoras, aunque ancianas, siempre van muy por delante del resto mientras nos aclimatamos a la altura.
La amenaza de deslizamientos de tierras está siempre presente y el ruido sordo de los cascos de las ovejas vibra en el suelo, haciendo caer rocas y polvo.
En el pasado era aún más difícil. Antes las pastoras no contaban con chaquetas térmicas ni calzado apropiado para caminar por este terreno.
“Solíamos usar túnicas sencillas. Íbamos descalzas y caminábamos así sobre el hielo”, dice Annar, de 88 años.
Afroze, que ahora tiene 67 años, recuerda haber sido la primera mujer del valle en conseguir un par de zapatos.
“Mi hermano me regaló dos pares cuando me casé”, cuenta. “La gente solía venir sólo para verlos. A menudo los tomaban prestados, junto con mi vestido, para las bodas”.
Cuando finalmente llegamos a Pamir, a casi 5.000 metros sobre el nivel del mar, los exuberantes pastos verdes aparecen ante nosotros y los arroyos de reluciente agua glacial se abren paso a través del paisaje, rodeados de escarpados picos cubiertos de nieve.
“Hemos caminado por estas tierras junto a nuestras madres y abuelas. Y como nosotras, ellas eran pastoras, batían mantequilla y hacían yogur“, evoca Annar, mientras las mujeres cantan y bailan.
Un grupo de 60 casas de piedra, abandonadas y cerradas, dan pistas de un estilo de vida en desaparición.
Al ser la pastora de más edad, Annar besa la puerta de uno de los ranchos, dice una oración y entra llevando una hornilla con hojas ardiendo.
“Nuestros mayores nos enseñaron a utilizar la planta spandur. Nos dijeron que la tuviéramos siempre cerca, ya que aleja los problemas”, dice mientras se asegura de que el humo toque a todos los animales.
En el pasado, para ahuyentar a los lobos y leopardos dormían en los tejados, incluso en las condiciones climáticas más adversas. También fabricaban trampas y quemaban hogueras.
“Por la noche estaba completamente oscuro”, expone Annar, “no teníamos luz ni antorchas y ni siquiera veíamos lo que habíamos perdido hasta la mañana siguiente”.
También recuerda momento muy duros. Como cuando un verano enterraron a 12 niños en los pastizales. Entre ellos estaban su hijo y su hija.
Y es que en las montañas no había médicos ni centros de salud.
“Me quedé con las manos vacías, así como ahora”, suspira Annar, abriendo y cerrando los puños, sintiendo todavía el dolor de hace casi 60 años.
Con el paso de los años, las pastoras se convirtieron en exitosas empresarias.
“Recolectábamos leche de los animales para hacer yogur y productos lácteos. Esquilamos las ovejas e hicimos cosas para llevar al pueblo”, dice Bano.
La comunidad wakhi dependía del trueque y, a cambio de sus productos, la gente construía chozas y casas para las mujeres.
Afroze ganó lo suficiente para construir dos casas, una en Shimshal y otra más lejos, en Gilgit, la ciudad más cercana.
“He ganado mucho con este lugar”, dice con orgullo. “Pagó las bodas de mis hijos. Pagó su educación”.
La combinación del pastoreo de las mujeres y la agricultura de los hombres supuso un punto de inflexión para toda la comunidad, que estuvo desconectada del resto del mundo hasta principios de la década de 2000.
Las dos actividades ayudaron a financiar la única carretera que sale del valle de Shimshal y que une el pueblo con la autopista Karakoram que se extiende entre Pakistán y China.
Los viajes que antes duraban días se redujeron a horas y la vida se transformó. Hubo un mejor acceso a la atención médica y la educación y surgieron nuevas ideas.
El hijo de Bano, Wazir, lleva ahora una vida muy diferente. Dirige una empresa turística que organiza excursiones de senderismo, montañismo y visitas culturales.
“Nuestras prioridades cambiaron cuando se abrió la nueva carretera”, afirma. “Fue entonces cuando comencé mi negocio”.
Fazila, de 24 años, es propietaria de la primera casa de huéspedes en el valle de Shimshal, que su padre construyó antes de fallecer.
Su madre es pastora, aunque su mala salud le impidió ir a los pastizales este año.
“Nuestras madres nos animaron a centrarnos en los estudios en lugar de pastorear. Nos dijeron que lo hiciéramos para no pasar las mismas dificultades que ellas“, explica.
“Tenemos la libertad de hacer lo que queramos. Si no hubiera seguido mis estudios, estaría viviendo la misma vida dura que ellas. El ciclo habría continuado“.
Mientras conduce su jeep por las escarpadas montañas, Wazir está de acuerdo: “Gracias a nuestras madres tenemos médicos, ingenieros y muchos otros profesionales”.
Sentadas juntas compartiendo recuerdos, las pastoras ancianas están felices de ver que sus hijos están bien, pero hay un matiz de tristeza porque los viajes a los pastos del Pamir ya no son viables.
“El pastoreo es más que un trabajo. Sentimos un fuerte vínculo con Pamir. Es hermosa como una flor. Es nuestro tesoro“, dice Afroze.
Y mientras Annar camina lentamente hacia el cementerio donde enterró a sus hijos, sus ojos se llenan de lágrimas.
“Quiero morir en Pamir para poder ser enterrada junto a mis hijos”, dice. “Cuando vuelvo a los pastizales, vuelvo a ellos”.
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