Habitantes de Culiacán, Sinaloa, realizaron una marcha en exigencia de paz y seguridad así como de justicia por el asesinato de Antonio Sarmiento, trabajador de una notaria, y sus dos hijos menores de edad, Gael de 12 años y Alexander de nueve, quienes fueron atacados a balazos.
En conjunto, los manifestantes arribaron al Palacio Municipal de Culiacán y en medio del patio colocaron la lona con la fotografía de la familia asesinada. Luego llegaron al Palacio de Gobierno donde se pronunciaron en contra de estrategias de seguridad por parte del gobierno.
Los manifestantes quebraron la puerta de la entrada principal del recinto y accedieron hasta el tercer piso en búsqueda del gobernador, Rubén Rocha Moya.
Familiares y manifestantes por las muertes de los niños Gael y Alexander, reventaron una pared para entrar a la oficina del Gobernador Rubén Rocha Moya en el Palacio de Gobierno. #NoticieroNoroeste #Noroeste #Noticiero pic.twitter.com/yn2kP7G4da
— Noroeste (@noroestemx) January 23, 2025
La madrugada del 19 de enero, Antonio iba a bordo de su vehículo con sus tres hijos, Adolfo, de 17 años, Gael y Alexander, cuando fueron atacados a tiros por sujetos armados que presuntamente pretendían despojarlos de su auto.
El padre de familia murió en el lugar de los hechos, Gael falleció unas horas después y Alexander la noche del martes pasado, mientras que Adolfo, quien resultó herido en el tórax y abdomen, fue intervenido en el ISSSTE y su estado de salud se reporta como estable.
Los manifestantes se concentraron en la calle Aguilar Barraza y avanzaron hasta llegar a la avenida Álvaro Obregón, la principal arteria de la capital sinaloense y donde se encuentra la sede del Ayuntamiento, la cual bloquearon durante varios minutos.
En ese punto, los ciudadanos ingresaron al patio central del Palacio de Gobierno municipal, en donde continuaron con las consignas y colocaron una manta con las fotos de los fallecidos, veladoras y flores.
De igual manera exigieron ser atendidos por el alcalde de Culiacán, Juan de Dios Gámez Mendívil, al señalar que también es su responsabilidad ya que se encarga de “administrar la ciudad”, pero el funcionario no salió ni fueron recibidos.
Algunas de las consignas que se escucharon durante la manifestación fueron “¡Con los niños, no!”, “¡Culiacán está de luto!”, “¡Queremos paz!” y en contra del gobernador “¡Fuera Rocha!”.
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“Atacaron a lo que más queremos que son los niños y nos duele mucho (…) un gobierno inepto, un gobierno omiso, que ignora, que lastima. Queremos que esto ya se acabe, si este gobierno no tiene el poder de que algo cambie, que se vaya”, señaló Víctor Manuel Aispuro, director de la Primaria Sócrates, donde estudiaba Alexander y de la cual se había graduado Gael.
Sinaloa, en particular Culiacán, atraviesa una crisis de violencia desde el pasado 9 de septiembre por las disputas de facciones internas del Cártel de Sinaloa que, con corte al 15 de enero, ha dejado al menos 719 asesinatos, 858 personas privadas de la libertad, casi 2 mil 500 vehículos robados, al menos 218 detenidos y 50 abatidos.
De acuerdo con Óscar Loza, integrante de la Comisión de Defensa de los Derechos Humanos de Sinaloa (CDDHS), son al menos 21 los menores de edad los que han fallecido desde que comenzó la crisis de inseguridad.
A pesar de la situación de inseguridad que no cesa, el gobernador Rubén Rocha Moya ha asegurado que en la entidad “se puede vivir perfectamente bien” y que “sería bueno que se fijaran en lo bueno que tiene” la entidad.
A la par que los ciudadanos se manifestaban y lanzaban globos blancos al cielo los hechos de violencia continuaban en la ciudad: dos policías municipales fueron asesinados a tiros en el Parque 87 y con disparos y explosivos destruyeron el cenotafio de Édgar Guzmán, hijo del “Chapo”.
Omar Rentería Schazarino, secretario de Seguridad de Sinaloa, dijo que el ataque contra la familia fue porque su vehículo tenía vidrios polarizados, lo cual provocó que los agresores no vieran que al interior viajaban niños.
En entrevista con medios de comunicación, el funcionario dijo que se trató de algo “circunstancial” y no de un “ataque directo” ya que los criminales “no alcanzaron” a verlos.
Ante esta situación y como medida para combatir la ola de violencia que golpea a Culiacán, el secretario informó que a partir de este 23 de enero iniciará un programa para retirar los vidrios polarizados que no estén permitidos en vehículos.
Anteriormente, autoridades del estado indicaron que los vehículos no deben contar con un polarizado muy oscuro y que el grado debe ser menor al 20 % de opacidad.
Cabe recordar que los habitantes de Sinaloa, así como de otras zonas del norte del país, usan el polarizado como protección contra los rayos del sol y las altas temperaturas que llegan a registrarse.
“Los vehículos polarizados a nosotros la autoridad nos dificultan ver quién se va transportando en ese vehículo; del otro lado están los delincuentes que pueden confundir ese propio vehículo. Nosotros vamos a empezar una campaña para ir retirando esos polarizados que nos dificultan hacer nuestro trabajo”, señaló.
En el Caribe colombiano hay un pueblo atravesado por la migración que, lejos de sumirse en una crisis, capitaliza el fenómeno.
Los migrantes lo llaman “el paquete” porque por US$350 pagan alojamiento, comida, transporte en lancha y un guía hasta las puertas del Tapón del Darién, la difícil selva que atravesarán a pie camino de Estados Unidos.
El venezolano José Gutiérrez lo compró y parece satisfecho.
“Todo está muy bien organizado. El guía nos recogió en la terminal de buses, nos buscó dónde dormir, comer y abastecernos”, dice este migrante joven y vigoroso, listo para emprender la travesía.
Gutiérrez aguarda sobre las 10 de la mañana junto a uno de los dos muelles de Necoclí, un remoto pueblo del norte de Colombia ubicado a pocos kilómetros del Darién, uno de los pasos migratorios más peligrosos del mundo.
Hoy el mar está bravo, así que aún no sabe si zarpará la lancha que lo llevará al otro lado del Golfo de Urabá para adentrarse en la tupida selva entre Colombia y Panamá, en la que cada año mueren decenas de personas.
Solo en 2024 murieron al menos 55, según estiman autoridades panameñas. Se teme que muchos otros desaparecen en el intento.
Por ubicación, servicios e infraestructuras, Necoclí se ha convertido en un paradero donde cada año cientos de miles de migrantes recuperan fuerzas y fondos antes de reemprender su odisea.
Uno podría pensar que este fenómeno mantiene en crisis a esta población de alrededor de 70.000 habitantes.
Pero desde que en 2019 aumentó el flujo de personas hacia el Darién, el poblado prosperó, no sin retos, con la industria de la migración.
Se disparó la oferta hotelera y de restaurantes, aparecieron decenas de tiendas que surten al migrante, se ampliaron y construyeron nuevas casas, se multiplicaron las motos y los viajes en bote. La economía se dinamizó.
“Aquí en Necoclí hay absolutamente de todo”, me explica Gutiérrez.
Cuando el mar se calma, se acaba la incertidumbre para el venezolano. Más migrantes se le unen hasta superar la veintena.
Un guía da las últimas indicaciones y los abraza uno por uno. Les desea suerte. Un oficial de migración pasa lista. Los pasajeros toman asiento, poniendo a sus pies las pertenencias. El timonel enciende el motor.
La lancha zarpa, sortea las olas de la orilla y se mete mar adentro. Todo está coordinado.
La de los botes es una de las áreas que más lucro genera, de acuerdo a la secretaría de Turismo.
En Necoclí operan dos y cobran 170.000 pesos (US$38) por trayecto de ida y vuelta.
El migrante, aunque solo realice el viaje de ida, paga lo mismo.
Dicen en Necoclí que hasta 2019 o 2020 no llegaron migrantes en masa. Los necoclicenses vivían de cultivar banano o coco, de la pesca, del ganado y, sobre todo, de un turismo atraído por sus casi 100 kilómetros de playa.
Aparte de eso no era un municipio muy diferente a otros remotos colombianos, marcados históricamente por falta de recursos, difícil acceso, debilidad institucional y la presencia de grupos armados.
En este caso, del autodenominado Ejército Gaitanista de Colombia (EGC), una organización paramilitar que en los últimos tiempos rechaza el nombre con el que más se le conoce, el Clan del Golfo, al que gobierno y expertos vinculan con economías ilícitas como el tráfico de drogas, la minería ilegal y el tránsito migratorio.
Todo cambió tras explotar la crisis migratoria en 2021.
“El mar entre Necoclí y el otro lado del Golfo es más tranquilo y aquí, por el turismo, ya había hoteles, restaurantes y transportadoras marítimas que nos convirtieron en un punto expedito para la migración”, me explica el secretario de Turismo del municipio, Carlos Rojas.
Algo más de 60 kilómetros de agua, alrededor de dos horas de navegación, separan Necoclí de Capurganá y Acandí, los últimos municipios colombianos antes del Darién.
Estos también, me cuentan locales, consiguen sacar rédito del flujo migratorio, aunque no de una forma tan establecida como la de Necoclí.
Se calcula que en 2019 cruzaron la selva alrededor de 22.000 personas. En 2020, con la pandemia, el número se desplomó a menos de 10.000. Un año después, superó los 130.000.
Según el gobierno panameño, un récord de más de 500.000 personas la atravesaron en 2023.
En 2024, si bien se redujo a casi la mitad, entre otros motivos por el mayor control de fronteras impuesto por el gobierno panameño, se cree que al menos 300.000 personas cruzaron el paso.
Y de acuerdo a una evaluación del secretario de Gobierno de Necoclí, Johan Wachter Espitia, la mayoría pasó antes por allí.
Cuando los flujos se dispararon, el pueblo apenas dio abasto. Colapsó.
Decenas de miles de migrantes quedaron varados. Muchos acamparon en las playas. Algunos se quedaron años.
Según se apaciguó la crisis, en Necoclí hicieron números.
“Aprendimos que, si bien la migración es un fenómeno que no estábamos preparados para asumir, se podía recibir con cierta positividad: generó buenas divisas e ingresos para muchas familias y comercios del municipio”, cuenta Rojas, quien además de su cargo institucional también es empresario turístico.
Los martillazos y soldaduras son constantes en Necoclí.
Son decenas las nuevas construcciones y renovaciones que uno se encuentra por las calles.
Muchas de estas obras, me cuentan locales, serán nuevos hoteles y hostales para atender la demanda de migrantes y turistas.
Miriam Valdelamar me abre las puertas de su casa, convertida en hostal.
“En 2020, debido a la cantidad de personas que tuvimos en Necoclí, desocupé esta casa de cuatro habitaciones. Pusimos tres a rentar y toda la familia nos metimos aquí, en la pieza grande”, cuenta mientras me enseña las instalaciones, que cobra a 35.000 pesos la noche (US$8).
La hostalera defiende que su hostal, a menor precio que la media, se enfoca en albergar a los migrantes con más necesidades económicas, como las mujeres con niños y las personas con discapacidades.
Rojas, el secretario de Turismo, también tiene un hotel donde renta habitaciones a migrantes cuando se disparan los flujos.
Estos son intermitentes. Dependen de coyunturas como las crisis que en los últimos años se vive en países como Ecuador, Venezuela, Cuba o Haití, provocando un éxodo de sus nacionales que no para.
Pero cada vez más también llegan desde Asia y África.
“Antes del fenómeno migratorio, teníamos unos 86 alojamientos. Hoy hay más de 240 documentados. Si contamos los informales, tenemos una oferta de entre 300 y 320 alojamientos”, le dice Rojas a BBC Mundo.
Hay hospedajes para todo bolsillo: tipo boutique de 350.000 pesos (US$68,40) por noche, 3 o 4 estrellas de 150.000 pesos (US$34), ecohoteles y hostales por menos de 80.000 pesos (US$18).
Eso también muestra cómo el pueblo consigue hacer convivir sus rentas principales: migración y turismo.
Por lo general, los asiáticos, provenientes de países como China, Vietnam, Bangladesh o India, pagan por los alojamientos más equipados.
Haitianos o venezolanos, con menos recursos, se hospedan en los más humildes.
Si no les alcanza, acampan en la playa, como la venezolana Marisela Bellorín, que duerme en una tienda con su esposo e hijos desde hace semanas.
“Los precios de Necoclí no son para todos”, me dice mientras actualiza a su familia en Venezuela por videollamada sobre cómo transcurre la travesía.
En su caso, espera continuar su camino lo antes posible.
No todos lo logran. BBC Mundo conoció a un venezolano que lleva más de un año en Necoclí intentando reunir el dinero necesario para la siguiente fase.
Valdelamar me explica que con lo que ganó en su hostal, ahorró e invirtió en nuevas habitaciones en su patio trasero, en las que puede alojar hasta a 20 personas.
Si tiene las camas llenas, gana US$160 en una sola noche- en Colombia el salario mínimo equivale a US$390 mensuales en febrero de 2025.
Ahora está haciéndole un segundo piso a la casa.
Quiere más cuartos, pero le preocupa no recuperar lo invertido con la ralentización migratoria.
“Estamos preocupados porque ya no hay tantos como hace un año, pero confiamos en que por otro lado aumente el turismo”.
Aunque la migración dinamiza la economía municipal, la secretaría de Gobernación de Necoclí asegura que la masiva llegada de migrantes dañó el turismo, la fuente de ingresos tradicional de los necoclicenses.
“Si bien lo que consume el migrante contribuye a que se mueva la economía, el hecho de que haya algunos quedándose en la playa porque no tienen recursos suficientes afecta de alguna forma al turista”, le dice a BBC Mundo Wachter Espitia, el secretario de Gobernación.
Es común que aquellos en el pueblo que no han capitalizado el fenómeno migratorio se quejen de que los medios han alimentado una “mala fama” para la llegada de turistas.
“Entendiendo la migración como un derecho y algo que nos acompañará los próximos 30 o 40 años, debemos tener la capacidad de hacer coincidir migración y turismo”, opina Wachter Espitia.
Para muchos negocios locales los límites entre turismo y migración son cada vez más borrosos. Paradójicamente, demandan casi los mismos servicios.
Pero los que sacan buenas rentas de la migración defienden que es ese, y no el turismo, el verdadero negocio.
“El turista de aquí es el migrante. Yo no distingo”, dice el cubano Léster Vidal, quien llegó hace unos años con su esposa para cruzar el Darién, pero se quedó sin recursos.
También los peligros de la selva los hicieron cambiar de plan.
“Decidimos entonces quedarnos, trabajar y reunir dinero para intentar ir por una vía más segura, quizás a España en vez de a Estados Unidos”, le cuenta a BBC Mundo.
Vidal tiene un pequeño carrito ambulante que aparca junto a uno de los muelles desde donde parten migrantes y turistas hacia el otro lado del Golfo.
Vende medicamentos, fosforeras, mascarillas, repelentes: pequeños objetos que pueden ser útiles para la travesía por la jungla.
Junto a los embarcaderos hay decenas de puestos como el suyo y en el centro del pueblo me encuentro con establecimientos que venden tiendas de campaña, botas de caucho, machetes, ollas y fogones portátiles.
“Antes del flujo migratorio uno podía ganarse un millón o millón y medio de pesos (US$336) vendiendo al turista y ya con la migración se puede ganar unos cuatro o cuatro millones y medio de pesos al mes (US$1.000)”, me cuenta Fredy Ruiz, propietario de una de esos locales.
La convivencia entre turismo y migración alcanza límites insospechados en estos bazares.
Justo al lado del de Ruiz, la trabajadora de otro comercio me dice que por el suyo recientemente pasaron unos turistas colombianos a comprar todo lo que se lleva el migrante para “vivir la experiencia de cruzar el Darién en forma de tour”.
Ruiz señala que con lo ganado dio “para mejorar la casa y comprarse una motico”. También multiplicó a sus empleados.
El contexto en que se generan sus ganancias no es ajeno a los necoclicenses.
No se le escapa que muchos de sus clientes huyen de la violencia y la precariedad, dejando vidas y familias atrás.
También saben que decenas de personas mueren cada año en la selva.
Le pregunto a varios comerciantes cómo manejan el hecho de que su negocio dependa de un drama que sufren cientos de miles.
Muestran simpatía, pero también pragmatismo. Al final, dicen, no es algo que puedan controlar.
“La felicidad de uno es la desgracia del otro. Ellos buscan su sueño americano y a nosotros nos hacen mucho por la economía”, indica Ruiz desde el mostrador de su tienda.
Los migrantes con los que pude conversar no se sienten utilizados.
Aunque algunos reclaman precios más bajos, en general agradecen que en medio de tan larga y dura ruta exista un pueblo enfocado en brindarles todos estos servicios.
Nadie habla mucho del supuesto papel del “Clan de Golfo” en la economía de la zona.
Un reporte de la Fundación Ideas para la Paz de Colombia afirma que por su “control hegemónico”, el grupo interactúa con redes nacionales y transnacionales de tráfico de migrantes.
Según el estudio, el Clan realiza una tributación forzada en actividades vinculadas con la migración, contiene la violencia contra los migrantes y autoriza y restringe el uso de rutas marítimas y terrestres.
Pero ninguno de los comerciantes que entrevisté admite que eso suceda. Y el secretario de gobernación, Wachter Espitia, dice que se trata de especulaciones.
“Nosotros nos relacionamos y conversamos con las empresas, los actores regulados, y no los secundarios. Si hay rentas irregulares, eso le corresponde tratarlo a las autoridades competentes”, indica el secretario.
Los migrantes que transitan por Necoclí permanecen ajenos a estas dinámicas.
Quienes duermen en la playa por semanas o meses esperando reunir dinero parecen casi instalados en la cotidianidad.
La familia de la venezolana Marisela Bellorín aguarda cerca de una fogata donde otros migrantes cocinan.
Sus niños se recuestan sobre un bote, adormecidos, mientras bares junto a la playa recogen las sillas donde se sentaron los turistas, permitiendo que decenas de familias monten las carpas donde dormirán por un número de noches aún indeterminado.
Los necoclicenses desconocen si los migrantes a los que acogen, alimentan, abastecen y transportan cruzarán con éxito la peligrosa selva y llegarán a su destino.
Pero mientras, su paso por Necoclí engorda los bolsillos locales.
Como me dice una emprendora a pie de playa, “en Necoclí sale el sol para todos”.
Incluso para los migrantes de la playa, que desde el alba salen a ganar fondos en el pueblo que prospera bajo la peor crisis migratoria de América Latina en décadas.
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