La infancia aún no la abandonaba del todo cuando Bettina Cruz se unió a otros para rebelarse contra una injusticia. Tenía 13 años y fue una de las líderes de la huelga que se organizó en su escuela en Juchitán, Oaxaca, al sur de México, para exigir que se bajara el costo del transporte a los estudiantes que vivían en los pueblos cercanos. La resistencia duró un año, al final los alumnos consiguieron su objetivo.
Cuando la muchacha terminó sus estudios secundarios, los directivos de la escuela decidieron que no le entregarían su carta de buena conducta. Quizá pensaron que con eso apagarían sus ímpetus de lucha. Lo que no tenían en cuenta es que Rosa, la madre de Bettina Cruz, en lugar de regañar a su hija, le decía: “¡No te dejes! ¡Participa!”.
Quienes conocieron a Rosa, la recuerdan como una mujer de carácter fuerte, solidaria, hablante del didxazá (zapoteco) y comprometida con movimientos sociales. También sabía leer y escribir en español, algo poco común en el Juchitán de los años setenta. La madre de Bettina Cruz utilizó estos conocimientos para ayudar a sus vecinos a realizar gestiones y a traducirles cuando no entendían.
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Cuando se conoce un poco sobre la vida de Rosa se entiende de dónde le viene a Bettina Cruz su espíritu de lucha. Se podría decir que lo trae en la sangre, en su herencia de mujer juchiteca.
Lucila Bettina Cruz Velázquez hace lo mismo que su mamá: utiliza sus conocimientos para levantar la voz y denunciar lo que pasa en la tierra donde nació, el Istmo de Tehuantepec, territorio marcado por la fuerza del aire —en algunas temporadas puede alcanzar hasta los 110 kilómetros por hora—; una región en donde las empresas eólicas llegaron ofreciendo empleo y prosperidad. El tiempo mostró que a esas promesas se las llevó el viento.
Cuando terminó la secundaria, Bettina Cruz dejó el Istmo, quería seguir con los estudios y en su comunidad, en ese entonces, eran pocas las opciones escolares. Se instaló en la Ciudad de México, donde de inmediato extrañó los sabores y tradiciones de su tierra. Decidió estudiar ingeniería agrícola en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM); ahí se unió al movimiento estudiantil de 1986 y conoció a Rodrigo Flores Peñaloza, afrodescendiente originario de la costa chica de Guerrero. Desde entonces Bettina Cruz y Rodrigo Flores son compañeros en la vida y en la lucha. “Ella —dice Flores— siempre ha sido una líder. Desde que la conocí, es una mujer de principios firmes”.
Después de estudiar una maestría en desarrollo rural regional, en la Universidad Autónoma de Chapingo, Bettina Cruz obtuvo una beca para estudiantes indígenas que le permitió hacer su doctorado en Barcelona, España.
Algunos de los estudiantes indígenas que obtuvieron la beca ya no retornaron al lugar donde nacieron. Bettina Cruz sí regresó: “Estoy arraigada con raíces profundas en este territorio. No podía quedarme en otro lado. Amo mi tierra. Soy parte de esta tierra, de mi madre, mis abuelas. Soy binnizá. Yo formo parte de este territorio”.
Cuando la lideresa binnizá retornó, alrededor del 2005, el paisaje del Istmo de Tehuantepec, en Oaxaca, ya había sufrido cambios. En 1994, la Comisión Federal de Electricidad (CFE) —empresa del estado mexicano— instaló la primera central eólica del país en La Venta, Juchitán. Ese fue el banderazo de salida para que el gobierno entregara permisos a compañías privadas interesadas en la generación de energía eólica.
Para realizar su tesis doctoral sobre desarrollo regional en el Istmo de Tehuantepec, Bettina Cruz comenzó a recorrer la zona y a escuchar las inquietudes de las comunidades sobre los contratos que firmaron con las empresas para rentarles sus tierras. La gente tenía muchas dudas y motivos para desconfiar. Para empezar, ninguna autoridad les había buscado para preguntarles si querían que en su territorio se instalaran los campos eólicos.
“La gente comenzó a pedirnos que investigáramos”, recuerda Bettina Cruz. “La intención no era hacer un movimiento, sino dar información para que la gente se diera cuenta de que los estaban robando, que los estaban engañando y para que no siguieran entregando sus tierras a esos megaproyectos. La gente fue la que dijo: ‘Vamos a organizarnos’”. Fue así como en 2007 nació la organización de la que es cofundadora: la Asamblea en Defensa de la Tierra y el Territorio de Juchitán, que después se transformaría en la Asamblea de Pueblos Indígenas del Istmo en Defensa de la Tierra y el Territorio (APIIDTT).
Bettina Cruz no se miraba como una defensora de ambiente y territorio. Se dio cuenta de que lo era cuando ella, su esposo y otros miembros de la organización recibieron las primeras amenazas. Las intimidaciones —entre ellas denuncias judiciales— se intensificaron cuando los miembros de la APIIDTT luchaban contra la construcción de un proyecto eólico que la empresa Mareña Renovables intentó instalar en San Dionisio del Mar y que se detuvo gracias a la movilización social.
Bettina Cruz recuerda que desde entonces las energías renovables se presentaban como la panacea del cambio climático, “pero nosotros planteamos que no era así. Que no lo sería mientras se buscara solo obtener beneficios económicos, la mercantilización de la energía, la privatización del viento”.
Las dos hijas de Bettina han abrazado en defensa del Istmo. Una de ellas estudió ciencias ambientales y la maestría en desarrollo rural; la otra antropología. Durante sus estudios de licenciatura, una de ellas escuchó sobre la urgencia de que el mundo impulsara la energía renovable. Pero, al mismo tiempo, en el Istmo ella miraba la lucha de sus padres y cómo los campos eólicos terminaban siendo megaproyectos que se imponían en las comunidades.
Hoy recuerda que a su mamá “la veían como la mujer que andaba pregonando advertencias ante algo que, como definición se planteaba como bueno. En algunos espacios, incluso, no la dejaban hablar. Como ella es aguerrida, buscaba la forma de explicar que las energías renovables estaban haciendo daño en los territorios”.
En el Istmo de Tehuantepec buena parte del territorio es propiedad social, es decir los derechos de uso de la tierra son de ejidos y comunidades agrarias. Para poder instalar los parques eólicos y hacer uso de ese territorio, las empresas —con ayuda de funcionarios federales y estatales de Oaxaca— realizaron contratos con las comunidades para que éstas les rentaran sus terrenos y cedieran el uso de la tierra durante 30 años. En la mayoría de esos contratos se señala que este periodo se puede renovar en forma automática.
Con este esquema, “lo que pierden las comunidades es el derecho al uso de la tierra. Ese derecho de usufructo es luego utilizado por las empresas como uno de los activos a través de los cuales obtienen financiamiento para la construcción de los parques. Para conseguir esos créditos ponen como garantía los equipos de los parques, pero también el derecho sobre la tierra de las comunidades”, explica Sergio Oceransky, de la Fundación Yansa, que impulsa la energía renovable comunitaria.
Hoy, después de varios años de la instalación de los parques eólicos, Oceransky señala algunas de las consecuencias que han tenido estos contratos: “En algunos casos, las empresas eólicas han demandado por despojo a campesinos que protestan con bloqueos contra las condiciones de los contratos. Otras han condicionado el pago de la renta por la tierra a que los campesinos garantice que nadie perturbara de alguna forma la operación de sus proyectos”.
Pero además, a partir de la llegada de los parques eólicos, en el Istmo se produjo un proceso agresivo para la parcelación de tierras de uso común. “Lo que ha pasado en muchas comunidades de la región —detalla Oceransky— es que se han convertido en parcelas individuales muchas superficies que antes era de uso común, en las que existen ecosistemas que tenían una historia de manejo sustentable y equitativo por parte de las comunidades indígenas, y que ahora (esas tierras) están cercadas como consecuencia de las eólicas”.
Fue en un taller en la ciudad de Oaxaca, en donde Bettina Cruz conoció a otras mujeres que, como ella, también defendían el territorio y los bienes naturales. “Ahí dije sí, soy una defensora, porque estamos luchando por las demandas de justicia y dignidad, estamos haciendo una defensa de nuestra identidad como pueblo indígena y de este territorio que es nuestro, que siempre ha sido nuestro y siempre nos lo han despojado”.
En ese entonces, Cruz, su esposo y sus hijas tuvieron que salir del Istmo. “Nos andaban buscando para matarnos, porque estábamos afectando los intereses de las empresas y del gobierno”, recuerda la defensora.
“(Bettina) es de las primeras mujeres que comenzaron a hablar de la defensa del territorio y el despojo por parte de los proyectos eólicos”, recuerda Yésica Sánchez Maya, abogada y directora de Consorcio Oaxaca, organización civil feminista dedicada a la defensa de los derechos humanos de las mujeres y al acompañamiento a defensoras en riesgo por su labor.
A Sánchez le tocó acompañar a Bettina Cruz cuando la amenazaron. En ese entonces, la defensora tuvo que guardar sus coloridos huipiles para pasar desapercibida y poder salir de su comunidad —entre 2012 y 2013— para salvaguardar su vida. Dejar el huipil no es algo fácil para quien lo mira como parte de su fuerza, su identidad de mujer indígena y mujer istmeña.
Cruz y su familia lograron regresar a Juchitán en 2013, después de que se anunció la cancelación del parque eólico en San Dionisio del Mar. Su lucha continuó, porque no se detuvieron los planes para instalar más aerogeneradores. Por ejemplo, el proyecto de Mareñas Renovables se reinventó con otro nombre, Eólica del Sur, y se instaló en Juchitán.
En varios foros, integrantes de la Asamblea denunciaron que esos proyectos se imponían en las comunidades. En las consultas, por ejemplo, aseguran que participaba gente que no era de la comunidad o que había sido “comprada” por las empresas. Además, no se daba la información completa sobre los impactos sociales que provocarían los parques, solo se hablaba de los supuestos beneficios. También mostraron cómo las compañías dividían a la comunidad ofreciéndoles más dinero por la renta de las tierras y prometiéndoles que, además, tendrían empleos.
Pobladores que creyeron las promesas y firmaron contratos señalan que hoy no les pagan por el uso de sus terrenos y que, en algunos casos, ni siquiera les dejan entrar a sus tierras. “Lo advertimos, pero muchos no nos creyeron. Incluso, nos descalificaron. Todavía hay algunos que nos dicen que nosotros queremos presionar a las empresas para que nos den dinero, para obtener beneficios. Yo solo les digo: ‘Entonces, si es que he tenido beneficios, ¿por qué no dejo de molestar a las empresas?’”.
En el Istmo hoy se pueden encontrar 29 parques eólicos, 27 de ellos privados y en su mayoría pertenecientes a empresas europeas. Ninguno produce energía para las comunidades; lo hacen para grandes compañías, entre ellas las mineras. En el paisaje de esta región del sur de México hay poco más de dos mil aerogeneradores. Y, de acuerdo con los datos de la APIIDTT, estos campos ocupan más de 50 mil hectáreas de tierras de uso común en el territorio del pueblo binnizá. Mientras otros se benefician del viento de estas tierras, los pobladores han realizado protestas en contra de las altas tarifas eléctricas que les cobra el Estado.
“Nosotros siempre pedimos que se hiciera un estudio de los impactos acumulados en la región, porque ya había muchos parques”, recuerda Bettina Cruz. Su demanda, no se escuchó.
A mediados de octubre pasado, en el periódico La Jornada, Cruz y una de sus hijas publicaron el texto Energía renovable para el despojo de los territorios indígenas; ahí señalan que el corredor eólico del Istmo, considerado el más grande de América Latina, “a pesar de emplear un discurso de energía limpia y mitigación ambiental”, ha tenido múltiples impactos sobre el territorio: “el desplazamiento de las actividades productivas campesinas, el cambio de uso de suelo, la privatización de la tierra, los conflictos intercomunitarios, el aumento de la violencia en la región debido a la presencia del crimen organizado (que sí, trabaja directamente con las empresas) e incluso la militarización y masculinización del territorio”, se lee en el artículo.
Desde 2015, el doctor en ciencias sociales Luis Miguel Uharte Pozas ya señalaba que “la construcción masiva de parques eólicos en un mismo lugar no responde en absoluto a ninguna lógica de sostenibilidad ambiental ni territorial ni tampoco a las necesidades de consumo de los habitantes del Istmo, sino estrictamente a los intereses empresariales de un pequeño grupo de corporaciones privadas”.
En otras investigaciones también se han documentado los impactos sociales, ambientales y económicos de los parques eólicos en el Istmo como: transformación del paisaje, contaminación de fuentes de agua, privatización de tierras que antes eran comunales, entre otros.
Bettina Cruz insiste que una energía que significa explotación, despojo y aniquilación de los recursos naturales no puede llamarse verde: “La energía renovable no va a detener el cambio climático. Son las prácticas y quien tenga el poder para decidir qué hacer y cómo utilizar esas energías renovables”.
El 20 de septiembre de 2021, los integrantes de la APIIDTT anunciaron uno de sus más recientes triunfos legales: obtuvieron un amparo en contra de la construcción, en tierras de uso común, del proyecto eólico Gunaa Sicarú, de la empresa francesa EDF.
En esta lucha legal contra las eólicas y en su defensa del territorio, la APIIDTT no está sola, tiene el respaldo y acompañamiento del Congreso Nacional Indígena (CNI), espacio de articulación de los pueblos indígenas, hermanado al Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN).
Desde que surgió el EZLN, en 1994, Bettina Cruz quedó prendada de sus palabras. Por eso, para ella fue “muy natural” su integración al CNI. En 2017 fue elegida para formar parte del Consejo Indígena de Gobierno del CNI. “No represento a todas las mujeres binnizá ni a todos los hombres; pero sí estamos representando a los que luchan con nosotros por defender nuestros derechos como pueblos indígenas”.
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