“Él ya jamás va a volver y no lo vamos a mirar. Nunca vamos a escuchar su voz”. Maximiliano Mauricio López, de 69 años, lamenta la muerte de su nieto Anderson Marco Antulio Pablo Mauricio, de 16, la víctima más joven de la masacre de Camargo, Tamaulipas. Junto a otros miembros de su familia, el hombre observa por televisión la llegada de los cuerpos de los 16 migrantes guatemaltecos asesinados en México cuando trataban de alcanzar Estados Unidos.
En el caserío La Nueva Esperanza, aldea Tuilelen, en Comitancillo, el luto se arrastra desde que el pasado 22 de enero se confirmaron las sospechas de la matanza. Los cuerpos llegaron por la tarde al estadio de la cabecera municipal, donde fueron recibidos por cientos de vecinos. Con los entierros, que tendrán lugar en las próximas horas, se avanza en el luto. Queda el dolor del recuerdo, la pobreza que les empujó a migrar y las deudas contraídas por las familias de las víctimas para pagar a los coyotes.
“Es una pena para nosotros, una tristeza y un dolor”, dice Mauricio López, agricultor como todos los hombres en esta zona. Explica el hombre que su nieto, con apenas 16 años, era el mayor de ocho hermanos. A causa de la pandemia por COVID-19 tuvo que dejar de estudiar y ayudando a su papá en el campo comenzó a tramar su plan: iría a Estados Unidos para ayudar a su familia.
No era una idea descabellada. Muchos de los amigos de Anderson ya emprendieron el camino antes que él. Esta es una zona humilde, de casas de lámina o bloc, donde los familiares de quienes migraron al norte pueden levantar viviendas más robustas gracias a las remesas.
“Nosotros no ganamos un dinero bonito. Es poquito lo que ganamos. El patojo sintió el peso de la necesidad que tiene en la casa”, dice su abuelo. Cuenta que, en la familia de Anderson, ocho menores más sus padres, viven todos en una pequeña casita, durmiendo en el mismo espacio. “Él se decidió buscando un cambio”, explica, mientras señala el lugar donde el adolescente proyectaba levantar la nueva vivienda familiar. “Lastimosamente no fue así”, dice.
Mientras que el hombre habla hay un trasiego a su alrededor. Como manda la tradición en la zona las familias preparan tamales para ofrecer alimentos a quienes les acompañen en el velorio.
“Aquí en la casa el único trabajo que hay es de agricultor. Y se escucha que allá se gana un poco más. Todos sus amigos ya llegaron a Estados Unidos. Él se fue para conseguir una mejor vida”, repite.
Una parte de la historia reciente de Centroamérica se concentra en esta pequeña comunidad rural. Jóvenes de escasos recursos que salen hacia el norte con la esperanza de tener una vida mejor, como antes lo hicieron otros amigos o familiares.
Lo mismo le ocurrió a Santa Cristina García Pérez, de 20 años. Cuenta su mamá, Olga García Pérez, que llevaba todo el año insistiendo para iniciar el viaje. “Quería apoyar más y sus amigas le llamaban desde EU, diciéndole que ahí se gana un buen dinero”, explica. Aunque la joven trabajaba en Zacapa, un municipio cercano a la frontera con Honduras, sentía que no estaba aportando lo suficiente a la economía familiar.
Esta conversación es demasiado habitual en Guatemala, Honduras o El Salvador. Una madre reacia al viaje que termina cediendo al empuje de su hija: en el norte hay trabajo, oportunidades, solo hay que jugársela en el viaje.
Dice García Pérez que el gran motivo que impulsó a su hija para hacer las maletas fue conseguir el dinero suficiente para operar a su hermana pequeña. Esta padece labio leporino, un defecto congénito que abre un orificio en la zona superior. “Tenía miedo de que la discriminasen”, explica.
Por eso su plan era claro: endeudarse para llegar a Estados Unidos y trabajar día y noche para pagar la deuda y la operación de su hermana.
Tanto presionó Santa Cristina que sus papás accedieron. Pidieron un crédito y empeñaron la propiedad de su vivienda para pagar al coyote. Aún tratando de convencerla, la madre le decía: “no te vayas, tenemos comida”. Pero ella, segura de que todo saldría bien, respondía con un “quiero sacarles de la pobreza”.
Cuenta la mujer que su familia está destrozada desde aquel día en el que su esposo, Ricardo, llegó llorando con un mensaje: “Nuestra hija se fue y solo quedaron las cenizas. Nos dijeron que no hay que reclamar los restos”.
La detención de doce policías estatales fue recibida por esta madre con escepticismo. “Dicen que están detenidos. Quién sabe si serán ellos o no. Ellos no son quién para quitar la vida a nadie”, reflexiona.
México es un lugar muy peligroso para los centroamericanos que tratan de alcanzar el norte. El presidente guatemalteco, Alejandro Giammattei, centró su discurso en la Fuerza Aérea, donde se recibió el avión con los restos, en señalar a los coyotes como responsables. Pero García Pérez, que sabe que si su hija viajó fue por pura necesidad, mira hacia México. “Qué les cuesta a los hermanos dar paso. Aquí también hay mexicanos”, dice.
La de Anderson y la de Santa Cristina son historias que simbolizan la necesidad. Jóvenes que deciden jugarse la vida en un trayecto arriesgado porque saben que solo así podrán dar otra vida a sus familias. A ellos la fatalidad les convirtió en víctimas de una masacre de la que nada se sabe hasta el momento. Apenas hay doce policías detenidos y cinco sobrevivientes están en EU como testigos protegidos. El Poder Judicial de Tamaulipas reservó las declaraciones de los agentes, así que se desconoce cuál fue su papel o qué han argumentado.
Ahora en Guatemala es tiempo de luto y de enterrar a los muertos. Luego llegará el momento de exigir justicia.