A un año del inicio de la pandemia de coronavirus y casi el mismo tiempo de suspensión de clases, la Secretaría de Educación Pública (SEP) no ha hecho pública la cifra oficial de la deserción escolar, pero el Inegi realizó una encuesta que mostró el impacto de la pandemia en este sector: 5.2 millones de estudiantes no se inscribieron al actual ciclo.
Las afectaciones están concentradas en dos grupos: 330 mil alumnos de preescolar que no fueron inscritos sobre todo por razones atribuibles a la pandemia y 2.9 millones de alumnos de educación media superior que dejó de estudiar por problemas económicos.
En la educación media superior, históricamente ha sido el nivel con el mayor índice de deserción en el país, sobre todo porque quienes dejaban los estudios por trabajar difícilmente retomaban la educación formal. Mientras que el preescolar es la etapa fundamental para incentivar habilidades, tanto así que se hizo obligatorio desde la reforma de 2019.
Entre las razones para no inscribirse es que las clases a distancia les parecían poco eficaces, porque los padres perdieron el empleo o porque no tenían herramientas tecnológicas para dar continuidad, de acuerdo con la Encuesta para la Medición del Impacto COVID-19 en la Educación (ECOVID-ED) 2020, publicada este lunes.
De hecho, ahora también se sabe que la estrategia de clases a través de la televisión “Aprende en Casa” fue poco utilizada, pues la principal herramienta digital fue el teléfono inteligente (65.7%), seguido de la computadora portátil (18.2%), computadora de escritorio (7.2%), la televisión digital (5.3%) y la tablet (3.6%).
Para entender el contexto en el que las familias decidieron poner una pausa a la educación formal en distintos niveles y cómo lo están viviendo los maestros, Animal Político presenta los siguientes testimonios narrados en primera persona que demuestran que las afectaciones económicas, de salud y los problemas del sistema educativo tuvieron como resultado estas cifras abrumadoras de abandono escolar.
Tengo una hija de seis años y otro de cinco. Ella entraría a tercero de kínder y él a segundo este año. Ambos iban a una escuela pequeña privada en Hidalgo en la que también recibían el desayuno y la comida. Pagaba 4 mil 300 pesos por ambos.
Tras el confinamiento, la maestra mandaba por WhatsApp un portafolio de trabajo muy estricto, con una carga de trabajo que era desgastante y poco productivo para ellos y para nosotros, además teníamos que mandar evidencias de que lo hacían.
Sólo escogíamos algunas cosas de todo lo que nos dejaban, no queríamos presionar a los niños, pero las maestras regañaban a mi esposa, ella era la que más se estresaba por eso. Parecía que la directora estaba más preocupada por juntar evidencias en sus portafolios que por el bienestar de los niños.
En noviembre decidimos que ya no los inscribiríamos y nos ahorraríamos la colegiatura porque era claro que para este año las actividades serían en línea y de todos modos tendríamos que estar con ellos porque están chiquitos. Pensamos en inscribirlos en una pública y que vieran la tele, pero eso era hacernos tontos.
Como la clase de pintura era la favorita de mi hija, intentamos que la tomara por zoom con la maestra, pero sólo aguantó tres clases. Aprendió a apagar la cámara y el micrófono y se iba, se reía al escuchar que la maestra la buscaba.
A partir de noviembre optamos porque la maestra viniera a la casa a darle clases a los dos, yo la llevo y traigo de su casa. Pago 500 pesos a la semana y son cuatro horas que le han servido a los niños y también a nosotros, que podemos dedicarnos solamente al trabajo al menos ese tiempo. Adaptarnos de esta manera ha sido de las mejores decisiones.
Antes de la pandemia tenía un negocio en la Plaza de computación, pero por inseguridad lo dejé y empecé con la compra venta de material de computo, muebles de oficina, coches, lo que fuera para rehabilitarlo y venderlo.
Además, tenía dos carros, un taxi y un Uber que compré a crédito. Con eso podía pagar la hipoteca del departamento y la colegiatura de mi hijo en el Centro Universitario México. Ahorraba la colegiatura un año antes, juntaba 80 o 100 mil pesos para pagar las colegiaturas del siguiente ciclo escolar y los 20 mil pesos de inscripción lo pagaba con una tarjeta de crédito a seis meses.
Al empezar la pandemia, los choferes de los taxis ya no entregaban cuentas porque decían que no había trabajo, aunque yo les di marzo y abril. Tampoco había trabajo en la compra de cosas, porque las empresas que vendían por licitación sus muebles o equipo de cómputo ni siquiera dejaban entrar a extraños.
La agencia de los carros me dio cuatro meses para no pagar, pero al quinto, ya cobraba interés. Lo mismo con la hipoteca del departamento. Se empezó a juntar todo, los intereses de tarjetas, los pagos. Los bancos no perdonan.
Con los que tenía ahorrado alcanzó para este año y pagar la colegiatura del último año de preparatoria, pero cuando vi que la universidad más básica costaba 100 mil pesos, le dije a mi hijo ‘no vas a ir a la universidad este año’. O si de todos modos iba a tomar clases en línea, mejor que intentara hacer el examen para entrar a la UNAM en lo que ahorro para el otro año.
Él me dijo que sí, que hacía lo que le dijera, pero es muy difícil. Todo pega, mentalmente, económicamente. Trato de no darle la sensación a mi hijo de incertidumbre, pero está difícil. Nadie ayuda. Desafortunadamente la clase media somos los más perjudicados.
Soy profesora desde hace siete años, cinco he impartido las materias de filosofía y ética en el bachillerato general del Estado de México, en Cuautitlán Izcalli, una ‘zona roja’ por la violencia y marginación.
El confinamiento fue de un día para otro y nos tomó desprevenidos. Los directivos intentaron resolverlo con una supuesta capacitación de en Classroom de Google, y ahí comenzamos a trabajar. Los maestros mayores fueron los que más sufrieron.
La plataforma sólo te permitía subir actividades y los estudiantes respondían a ellos, pero no hay comunicación directa. Eso sí, teníamos que cumplir con la evidencia. No podíamos tener comunicación directa con los alumnos por temas de privacidad o de acoso de profesores, pero en este ciclo la comunicación ya es hasta por redes sociales.
Ha sido un camino bien complicado. Creo que los alumnos no se han llevado casi nada porque en el bachillerato público no les podemos exigir que prendan cámaras, a veces estás hablando sola con la computadora, se conectan pero te contesta uno o nadie. Aún los más participativos creo que se han llevado cosas muy básicas.
Todo ha sido muy fingido. Fingen que estudian, nosotros que estamos trabajando, los directivos entregando evidencias, sólo para aparentar. Está siendo muy complicado y además ahora sumarle presiones administrativas que nos han cargado, entregar formatos, juntas.
Yo termino fastidiada y los demás maestros también. Es una escuela con matrícula de 600 alumnos en la mañana y 500 en la tarde. Tengo 14 grupos de 60 estudiantes cada uno. Sólo calificar trabajos es difícil.
Y además los alumnos también tienen situaciones difíciles. Muchos no tienen ni posibilidades. De unos 10 o 15 por cada grupo no sabemos absolutamente nada. Los otros maestros dicen que tal vez no han podido conectarse o tuvieron algún problema, por eso los hemos pasado.
Los que ya dejaron la escuela de manera definitiva es porque sus padres ya no tienen el mismo empleo y ellos se metieron a trabajar en mercados, como ayudantes generales. O porque sus papás fallecieron y son los hermanos mayores y tienen que tomar las riendas.
Estudié la licenciatura de Biología en la Universidad Autónoma del Estado de Morelos, y egresé en 2018. También estudié para técnico en emergencias en la Cruz Roja y empecé a trabajar en la delegación de Morelos en 2020.
Tenía pensado iniciar el posgrado en Ciencias Biológicas en la UNAM en enero de este año, pero a final de noviembre me enfermé de covid. Desde que empezó la pandemia estuve en el traslado de pacientes, sobre todo de emergencias. Nunca nos faltó equipo de protección, la delegación nos daba, pero finalmente me tuvo que dar.
Estuve hospitalizado dos semanas y cinco días en terapia intensiva. Por eso perdí mi otro empleo como paramédico en una planta productora de cementos sábado y domingo, 48 horas seguidas. Me liquidaron conforme a ley, pero sólo con los dos salarios podía vivir bien.
Pero perder el salario me afectó, necesitaría una beca para poder hacer el posgrado porque con lo de Cruz Roja no me alcanzaría, pero también hubo una reducción de becas.
Decidí esperar. El plan a ver si logro es entrar en agosto de este año, a ver cómo está la situación.
Estudiaba el doctorado en Ciencias en la UNAM, era el último año. Cuando empezó la pandemia, ya no tenía clases, pero tenía que ir a laboratorio. Pasó marzo, abril y no se veía claro el asunto, si nos iban a dejar entrar, los horarios, quiénes iban a hacer qué. Había muchas incógnitas.
Ya venía en mala racha de problemas de salud mental, venía arrastrando muchas cosas, y con el confinamiento empeoró. A final de mayo decidí dejarlo. Tampoco creo regresar porque la situación de la ciencia es precaria, no hay presupuesto y trabajas gratis o como becaria y en este momento no estoy en las condiciones para acepar que me pagaran 4 mil pesos.
Mi hijo Samuel terminó la secundaria el ciclo escolar pasado, hizo el examen para media superior y se quedó en un Cetis. Inició curso, pero las clases era ‘ten estos 20 pdf’s, y siéntate horas frente a la cámara’.
En noviembre me dijo que no le gustaba, que estaba muy triste, estresado, que no estaba aprendiendo nada, y sí yo también veía que no. Solicitamos baja definitiva, la razón principal era porque no había laboratorios para la carrera técnica, pero si su primer año iba a ser meramente en línea, no habría manera.
Le dije que tenía derecho a un año sabático. Cuando se acabara ya hablaríamos de qué hacer. Por ahora pasa la pandemia en casa, ayudando en las labores, preparando la comida y sale a andar en bici con sus amigos. Ya se siente mejor, más tranquilo.
En el Cetis 14 de Zapopan la pandemia no nos agarró tan desprevenidos para empezar las clases a distancia porque todos los maestros, alumnos y directivos manejábamos las aulas virtuales de Google, desde octubre de 2018 ya habían registrados mil 300 correos para la plataforma.
Pero a veces el problema no es que no tengan acceso a la tecnología, sino que les da flojera, y para quienes de verdad no tienen posibilidades, imprimimos cuadernillos con materiales.
De una matrícula de 1,200 alumnos, de un 5% no tenemos contacto de ninguna manera, pero hemos intentado por chat, llamadas desde números diferentes o hasta ir a su casa, primero para saber si están bien y luego para invitarlos a que se reincorporen.
De los que hemos que sí hemos sabido, dejan las clases por la falta de ingreso de los papás. La mayoría vive lejos, llegaba en transporte público, tomaban uno o dos camiones, ahora ya no gastan en eso, pero ahora gastarían más para poner internet en su casa o en el celular, son 400-500 pesos, pero muchas familias dicen ‘con eso comemos una semana’. Otros empezaron a trabajar y estuvieron poco pendientes de aulas.