Seis de cada diez víctimas mortales de COVID en México son personas pobres, sin protección social, con empleos mal pagados o no remunerados, o bien sin trabajo.
A un año de declarada la pandemia por el nuevo coronavirus, estadísticas oficiales comprueban que la desigualdad económica, la precariedad de más de la mitad de la población y la limitada estrategia del gobierno mexicano para proteger el empleo y el ingreso familiar, han sido la fórmula perfecta para que la mayoría de muertes por COVID se registre en el grupo de personas pobres y pobres extremos.
Las acciones en materia económica, laboral y de protección social implementadas por la administración de Andrés Manuel López Obrador son comparables con las estrategias seguidas por países latinoamericanos más pobres, como Haití, Honduras o Ecuador, según estándares internacionales.
La crisis no solo ha causado más defunciones entre los pobres: ha creado más. Antes de la pandemia, el 48.8% de la población en México (61.1 millones de personas) se ubicaba por debajo de la línea de pobreza por ingresos, y el 16.8% (21 millones) por debajo de la línea de pobreza extrema, según el Coneval.
Con el azote de la crisis, el organismo que mide los efectos de la política pública de desarrollo social en el país estimó que a ambos grupos se sumarían hasta 10.7 millones de personas, y señaló que este aumento obedece a la falta de apoyo gubernamental a la población con ingreso medio.
En suma, al día de hoy, alrededor de 72 millones de mexicanos —más de la mitad de la población— tienen dificultades para adquirir la canasta básica, o en definitiva es un lujo que no pueden darse.
El gobierno mexicano ha jugado un rol central en este doble proceso de muerte entre los pobres y precarización de la población, por no haber garantizado el ingreso de las familias vulnerables durante el confinamiento y no haber protegido el empleo, a decir de los especialistas.
“El Estado no está llamado a ‘hacer lo que pueda’. El artículo 1 (constitucional) ordena garantizar derechos. No es optativo. El Estado no es una persona que de buena voluntad hace lo que puede: el Estado tiene que hacer todo lo necesario, el mayor esfuerzo. En México no se hizo el mayor esfuerzo, por ningún lado”, asienta Rogelio Gómez Hermosillo, coordinador de Acción Ciudadana Frente a la Pobreza.
Entre las mujeres y los hombres marginados que sufrieron los efectos de la pandemia, la sensación que permanece es que el gobierno los dejó a su suerte, desamparados.
“Yo tengo que trabajar, ¿qué quieres que haga?, ¿quedarme allá (en mi casa)?”, dice Jaime Juárez Solís, un adulto mayor de 66 años que perdió su empleo como empacador en un supermercado. Sin pensión y sin trabajo, para sostener a su esposa, ahora pide dinero en los cruceros de autos. “Nadie va a tocar la puerta y decirme: ‘Ten (esta ayuda), no salgas’, porque eso no existe. Existiría en los sueños. O ni en los sueños”.
Desde su puesto de periódicos en la calle Madero, en el Centro Histórico, anteriormente atiborrada, el señor Alejandro Fraga Ibarra, de 54 años, comerciante informal, resume así el papel que ha jugado el gobierno:
“Nos queda salir solos (adelante). Rásquese cada quien con sus propias uñas, así de sencillo. Pero no dejes de pagar tus impuestos, eso es a huevo, porque, si no, vas a tener problemas”.
Expertos señalan que la situación de pobreza aumenta las probabilidades de convertirse en víctima de la emergencia sanitaria. Las personas pobres corren más peligro debido a una suma de condiciones fatales: baja escolaridad, mala alimentación, un historial de salud precaria que suele causar comorbilidades, hacinamiento, un limitado acceso a servicios públicos básicos en el hogar que garanticen a la higiene, y una frágil economía familiar que no permitió a esas personas quedarse en casa y las forzó a salir a ganarse la comida, exponiéndose al contagio.
“Esta pandemia, en México y en el mundo, en términos de los contagios, no distingue clases sociales: es tan probable que se contagie un grupo de personas de altos recursos como aquellas de bajos recursos, sobre todo (porque) la pandemia tiene que ver con las aglomeraciones urbanas”, afirma el investigador de la UNAM Héctor Hernández Bringas.
“La gran diferencia”, prosigue, “está en las personas que, habiendo contraído el contagio, tienen las consecuencias más severas, incluida la muerte. El mayor número de personas que mueren por COVID, efectivamente, corresponde a aquellas personas en los estratos sociales más bajos, en condiciones de precariedad y de pobreza. En ese sentido, la pandemia no es democrática, es absolutamente selectiva”.
Animal Político accedió a bases de datos socioeconómicos y sociodemográficos elaboradas por la Secretaría de Salud federal (Ssa) a partir de las actas de defunción de las víctimas de COVID. Dichos datos oficiales, provenientes del Subsistema Epidemiológico y Estadístico de Defunciones (SEED) de la Ssa, registran 205 mil 674 decesos certificados con corte al 1 de marzo. La ligera variación respecto de la cifra de fallecimientos proporcionada diariamente por la Dirección General de Epidemiología se debe a un desfase de registro.
Los cruces de datos a partir de la información del SEED confirman que la pandemia sí fue “selectiva”: el 66.8% de los fallecidos tenía escolaridad básica terminada o incompleta (preescolar, primaria, secundaria), o bien, no tenía estudios de ningún tipo. Solo 28% tenía educación media y superior, incluidos posgrados.
El investigador Hernández Bringas, sociólogo y demógrafo, indica que la baja escolaridad es un fuerte indicador de pobreza.
“Una baja escolaridad tiene una fuerte correlación con salario precario, con condiciones de vida precaria, con ingreso precario y con bajo nivel de acceso a servicios, particularmente de salud; por eso es importante la escolaridad como un dato que nos habla de las diferencias sociales”, explica en entrevista.
Asimismo, más de la mitad de los muertos por COVID (54.6%) desempeñaban oficios como trabajadores manuales (obreros, choferes, albañiles, productores agrícolas), prestadores de servicios (empleados domésticos, comerciantes —incluidos ambulantes—, meseros, vigilantes, repartidores), o ejercían trabajo no remunerado (amas de casa). Solo 11% eran profesionistas o funcionarios públicos, o tenían puestos de mando en el sector privado.
Las defunciones entre amas de casa han sido particularmente numerosas. Del total de muertes, el 24.6% corresponde específicamente a mujeres que definieron así su ocupación. Es decir, uno de cada cuatro decesos pertenece a este grupo.
Por otro lado, si bien el 64.8% de las víctimas fatales del virus estaba afiliada a un servicio de salud pública —IMSS, ISSSTE, Secretaría de Salud, así como los servicios de Pemex, el Ejército y la Marina—, otro 22% no tenía cobertura de salud de ningún tipo.
¿Cuál era el perfil de esas personas que, antes de morir, no contaban con ninguna protección social del Estado? De esos 45 mil 860 fallecidos, el 75.8% corresponde, precisamente, a trabajadores manuales (urbanos y del campo), prestadores de servicios, trabajadores no remunerados (amas de casa) y desempleados.
El gobierno federal dictó una política para que cualquier persona contagiada fuera atendida en hospitales públicos, independientemente de que estuviese afiliada o no. Así, según el SEED, el 84.5% de las muertes por COVID se registró en algún centro de salud pública. Pero otras 20 mil 087 personas (9.7%) murieron en su casa o en la vía pública, y solo el 3.3% pudo pagarse la atención en hospitales privados, los cuales solicitaban depósitos de entre 300 mil y 1 millón de pesos para aceptar el internamiento de pacientes.
En el escenario mundial, México se caracterizó por la limitada ayuda gubernamental brindada a los sectores más desprotegidos, de acuerdo con estándares de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) y la Organización Internacional del Trabajo (OIT). Mientras unos países condonaron el pago de servicios públicos, México endureció el cobro de impuestos. Mientras otros dieron apoyos económicos directos a la población, México otorgó algunos préstamos a los empleadores formales —créditos que, en medio de la pandemia que continúa, ya deben comenzar a ser pagados—.
Sin apoyo y sin empleo estable o remunerado, muchos, millones, tuvieron que romper la recomendación de quedarse en su casa para salir a trabajar.
“El gobierno dijo que te iba a apoyar. Nunca te apoyó con nada. Hasta la fecha nunca te ha apoyado con nada. Y el salario es mínimo. El tiempo que nosotros dejamos de trabajar, el apoyo del patrón, pues sí (hubo), pero no fue lo suficiente para poder solventar los gastos”, dice Mayté de Jesús Herrera, mesera en un restaurante de tortas del Centro Histórico que un mediodía de miércoles luce vacío.
“Yo tuve que salir a trabajar, a hacer una limpieza, a ir a barrer al mercado. La pandemia te obligó a hacer muchas cosas que no hubieras pensado. ¿Por qué? Porque llevabas un ritmo de vida, no de lo mejor, pero sí podías sacar tus gastos adelante. Hoy no. Y ahorita tienes una deuda encima. Y espérate, ¿cómo la vamos a poder pagar poco a poco?”, dice preocupada.
Los especialistas coinciden en que la falta de apoyos directos del gobierno a las familias para reducir el tránsito social fue un factor que contribuyó decisivamente al aumento de los contagios, en un país donde el 80% de los traslados diarios se realizan en transporte público, un fuerte foco de contagios.
“La mitad de la gente que se murió, la gran mayoría era de muy bajos recursos. Y la explicación es lógica: tuvieron que salir, no podían evitar el contagio”, explica el académico Gómez Hermosillo. “Si la mitad de la población no tiene ingreso suficiente para adquirir la canasta básica, es que vive al día. Por lo tanto, quedarse en casa no es una posibilidad para gente que no recibió un apoyo para quedarse en casa. Ahí está la responsabilidad: antes de las vacunas, eran los apoyos, las transferencias para que la gente pudiera quedarse en su casa y evitar el contagio”.
A finales de 2020, junto con la imposición de la Jornada de Sana Distancia y el cierre de establecimientos no esenciales, el gobierno federal anunció que entregaría 1 millón de préstamos blandos de 25 mil pesos a pequeños empresarios, siempre y cuando estos hubieran mantenido su nómina intacta, sin despedir a trabajadores ni reducirles el sueldo. A un año del inicio de ese plan, 742 mil créditos se han asignado, según la cifra más actualizada, pero no existe una evaluación que mida el impacto o beneficio real de dicho plan.
Para especialistas y trabajadores, la estrategia fue insuficiente y discriminatoria, pues se centró exclusivamente en proteger los empleos formales, que suman 19.8 millones, a pesar de que es mayor la proporción de trabajadores informales (29.5 millones) que no cuentan con seguridad social.
El presidente López Obrador descartó desde el inicio de la pandemia la posibilidad de recurrir al endeudamiento para suministrar apoyos directos a la población en general. Dijo que, en los hechos, esas transferencias ya se realizaban vía los programas sociales de su gobierno, trasladando el enfoque asistencialista a la atención de una emergencia sanitaria. El mandatario federal también rechazó las peticiones del sector empresarial de reducir, aplazar o condonar el pago de impuestos y servicios.
“Lo que necesitaba la gente era asistencia”, explica Gómez Hermosillo. “Los apoyos son una forma de asistencia, y cuando cerraste las fuentes de trabajo, por lo menos paralizaste la economía por razones sanitarias, que está bien hacerlo. Lo que se requería era asistencia. Temporal. Y de preferencia inteligente, bien focalizada. Y focalizada a que se conservaran las empresas y los puestos de trabajo, porque con eso es que logras una recuperación económica más rápida y que no te desigualara tanto”.
La mesera Mayté mira inquieta hacia fuera del restaurante de tortas donde trabaja, porque finalmente han llegado clientes y debe correr a atenderlos. De 45 años, explica que, como van las cosas ahora, sus ingresos son de 150 pesos diarios, que deben alcanzar para pagar la renta de su departamento en Iztapalapa y mantener a sus dos padres adultos mayores.
“Por ahorrarme lo de un pasaje, tengo que caminar seis, siete cuadras, y estamos hablando de 10, 12 pesos, pero si ya los sumas a la semana, es un poco de dinero para cubrir la verdura, las medicinas o alguna otra cosa”, dice.
En comparación con otros países de la región, el gobierno de México hizo pocos esfuerzos por proteger el empleo y garantizar que la población se mantuviera en confinamiento, de acuerdo con información de la Cepal, que registró el número de acciones implementadas por los gobiernos de América Latina y el Caribe.
La Cepal contabiliza acciones en varios rubros, entre ellos: economía (estímulos económicos a las empresas, alivio de deudas, control de precios, exenciones fiscales); empleo (apoyo al salario de los trabajadores, reducción de jornadas laborales, prohibición de despidos) y protección social (transferencias en efectivo, dotación de alimentos o bienes en especie, garantía de acceso a servicios básicos).
Conforme a un ranking elaborado a partir de dicho registro, de 33 países de la región, México se ubicó en el lugar 17, con 35 acciones en esos tres rubros, lo que lo coloca en el mismo grupo que Belice (38 acciones), Ecuador (31), Trinidad y Tobago (31) y Haití (29).
Los países latinoamericanos con planes más robustos ante la emergencia son Brasil (139 acciones), Colombia (116), Argentina (112) y Costa Rica (107).
Existen varios ejemplos de medidas de protección que México no replicó, de acuerdo con informes de la Organización Internacional del Trabajo (OIT).
El gobierno de Cuba condonó el 50% de impuestos mensuales al sector empresarial gastronómico —el más afectado por el lockdown—, mientras que a los trabajadores por cuenta propia se les perdonó el pago de impuestos en un 100%. Además, en el caso de que un trabajador pierda el empleo, se le reubica en una nueva fuente laboral.
Brasil y Chile implementaron algunos de los planes de ayuda más vigorosos de la región. Este último país suspendió el cobro de IVA e ISR a empresas los primeros tres meses de la pandemia y aceleró el pago a proveedores del gobierno; creó un bono para beneficiar a 2 millones de personas sin trabajo formal y sin acceso al seguro de desempleo; estableció un subsidio mensual para trabajadores de bajos ingresos, y abrió líneas de crédito para trabajadores independientes.
Por su parte, Brasil arrancó un programa que permitió a empleadores y empleados llegar a acuerdos de reducción de horas de trabajo y de salarios, mismos que serían complementados por el gobierno federal mediante depósitos directos a las cuentas de los obreros; se estima que esta medida logró la preservación de más de 19 millones de trabajos.
El gobierno brasileño también anunció una línea de crédito de 7 billones de reales (equivalentes a 27.9 millones de pesos) para micro y pequeñas empresas y autoempleadores.
Aunque no pertenece a la misma región, la India es probablemente uno de los casos más emblemáticos de un vigoroso plan gubernamental de ayuda que ha redundado en el control de la pandemia. A pesar de que la India tiene una población casi 11 veces mayor a la de México –aunque en el país asiático hay menos desigualdad económica–, no figura siquiera entre los primeros 50 lugares a nivel mundial de muertes por COVID por cada millón de habitantes. Mientras que México ocupa el lugar 14 por su tasa de 1, 514 muertes por cada millón de habitantes, la India está en el lugar 85 con una tasa de 115.5 muertes.
Al margen del debate sobre si la población de la India es más inmune al nuevo coronavirus, lo cierto es que el gobierno de ese país aplicó un programa de apoyo que incluyó un paquete económico de 21 mil 900 millones de dólares destinado a 800 millones de personas afectadas por el cierre de actividades; también se implementó un paquete de 256 mil millones de dólares en créditos para granjeros, vendedores ambulantes y hasta migrantes.
El país asiático también garantizó el reparto mensual de 5 kilos de arroz o trigo a las familias pobres, y transferencias en efectivo de entre 13 y 26 dólares a mujeres, pensionados, personas con discapacidad, viudas y granjeros.
Nallely Cardona sienta a su hijo de 3 años junto a ella y le pone una película infantil en su laptop para que esté distraído durante la entrevista en su restaurante. El remedio funciona poco. El niño se desespera, se remueve en la silla, llora. Ella lo carga y lo tranquiliza. Mientras, en su negocio, ubicado en la colonia Roma de la Ciudad de México, su única ayudante se hace cargo de cocinar y atender a los pocos clientes que han llegado este mediodía de jueves.
Nallely, que en realidad se formó como actriz, cuenta que su restaurante sobrevivió a un año de pandemia y cierres intermitentes gracias a préstamos de su mamá y a la solidaridad de su casera, que aceptó un acuerdo para el pago de la renta. Pero del gobierno, nada, dice. No pudo acceder a uno de los microcréditos de 25 mil pesos porque algo falló en el papeleo.
En algún momento, sí, ella y su pareja tuvieron la conversación sobre si debían cerrar el negocio.
“O tengo miedo de enfermarme o me quedo sin dinero, entonces, es una de dos. Básicamente es poner la mente en cuidarme, cuidar a otros”, explica. “Y la verdad es que no me daba tanto miedo el virus sino quedarme sin trabajo, perder todo esto, que es una inversión que hicimos. Entonces, el virus, pues con respeto, pero me daba más miedo lo otro”.
Esta mujer de 40 años ha tenido que acomodar su vida para atender el restaurante y criar a su hijo pequeño, que a veces pega unas carreras a la calle y se aleja mucho. El negocio funciona con el mínimo personal, por lo que a veces Nallely debe meterse a cocinar ella misma o a atender las mesas.
“Es que tengo que hacer todo. Sí te tienes que partir en mil, que funcione esto, que funcione lo otro, que funcione tu hijo, que funcione tu relación de pareja. Porque obviamente el estrés, los dos somos dueños de aquí, y al mismo tiempo tener que lidiar, él con su paternidad, yo con mi maternidad. Pagar a la gente, no cerrar porque este es nuestro ingreso. ¿Qué hacemos? Tenemos un hijo, si cerramos, ¿a dónde vamos?, ¿sí me explico? Son como muchísimos problemas de lo que significa cerrar. Pero también llega un punto en el que humanamente ya no se puede”, dice en medio del llanto.
Nallely no pedía mucho: que el gobierno aplazara los cobros de servicios como luz, agua o gas, por ejemplo, o apoyos en el pago del seguro y la vivienda de sus trabajadores.
Negocios como el de ella fueron precisamente los más afectados durante la pandemia por la falta de apoyo gubernamental. Entre febrero de 2020 y enero de este año se dieron de baja del IMSS 5 mil 594 pequeñas y medianas empresas que empleaban a entre 1 y 250 trabajadores. La pérdida fue 8 veces menor respecto de las grandes empresas, de las que se registraron 711 cierres.
Esos cierres han significado la pérdida de 676 mil 608 empleos formales, lo que significa que esos trabajadores, junto con sus familias, perdieron el acceso al seguro social, en una época en que contar con cobertura de salud es crucial, no solo porque está en curso la pandemia de COVID, sino también por la oleada de desempleo y el impacto de la reducción del ingreso familiar para la atención de diversas enfermedades.
La desatención gubernamental no solo impactó a los trabajadores formales, sino también a los informales, que, aunque representan la mayoría de la población económicamente activa, no fueron cubiertos por ningún tipo de plan federal emergente (de manera local, el gobierno capitalino anunció un paquete de préstamos de 25 mil pesos a 100 mil trabajadores informales).
“Es muy difícil que aquí se pueda manejar la pandemia, por necesidad económica. Todos salimos pidiéndole a Dios no enfermarnos. ¿Qué pudiéramos hacer? ¿Quedarnos en casa? Pues es fácil. Pero tengo que pagar mi renta. Yo escuché en las noticias que había países que pagaban la luz, el teléfono, todos los pagos los gobiernos los absorbían. Aquí fue manejado de otra manera”, reflexiona desde su puesto de periódicos en el Centro Histórico Alejandro Fraga Ibarra, que no tuvo acceso a los préstamos de la ciudad.
“Yo soy comerciante, soy trabajador, a mí no me interesa que me den el pescado, me interesa que me enseñen a pescar; yo no quiero estirar la mano, yo quiero chingarle, sacar mi dinero, que me cueste a mí. Porque así debe de ser. Porque, si para tenerme contento, me van a dar, cuando se acabe, ¿qué me van a dar? Y luego me van a enseñar a no trabajar”.
Al amparo de una sombrilla para soportar el calor, a un lado de la Catedral Metropolitana, el albañil Tomás Núñez Canuto se come un helado y observa una calle por la que casi nadie camina. En el suelo tiene el letrero en el que oferta su mano de obra.
De 78 años, Tomás viaja todos los días desde San Pedro Xalostoc, Estado de México, a ver si alguien le da trabajo. Pero hace cuatro meses que nadie lo contrata. Cuatro meses sin trabajo.
“Estamos al día, nosotros necesitamos trabajar para tener algo de gasto. De todos modos nos iba mal. Decían que nos quedáramos en casa, pero venimos aquí a ver si nos cae algo”, cuenta.
Tomás vive con su esposa y cobra una pensión de adulto mayor del gobierno federal, pero, dice, las cuentas no le salen.
“Los gastos son pasaje, comida, teléfono, agua, luz. Pues no alcanza. Tenemos que buscar un trabajo, pero, como no hay, ahí la llevamos. La verdad, le voy a decir una cosa: de la luz, yo debo como un año o dos, porque no tengo dinero para pagarla”, explica.