La casa del horror estaba demasiado cerca del centro de Acámbaro, Guanajuato, como para que nadie supiese qué es lo que allí ocurría. Durante meses, quizás años, hombres y mujeres fueron torturados, asesinados y enterrados en una pequeña vivienda abandonada y semiderruida, situada en las faldas del parque nacional del Cerro del Toro. Son apenas cinco minutos caminando desde la calle Leona Vicario, la última vía urbanizada que desemboca en una cuesta empinadísima de piedra y tierra. Al fondo, la estatua de una Virgen que ejerce como guardiana del predio. Allí, tras unos árboles, estaba ese siniestro cementerio, aprovechando ese terreno ambiguo donde la ciudad deja de serlo.
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Los rumores sobre gritos, disparos y vehículos que subían con los detenidos y regresaban vacíos se habían multiplicado en los últimos tiempos. Pero el miedo se impone cuando el crimen organizado controla el territorio. Así que la antigua construcción de la que apenas quedan tres cuartos techados y varias paredes desnudas siguió operando como cementerio clandestino con total impunidad al menos hasta noviembre. Poco después, un puñado de familias valientes, acompañadas por la Comisión Estatal de Búsqueda, la Comisión Nacional de Búsqueda, el Ejército y la policía estatal irrumpió en el predio buscando a sus seres queridos. Lo que encontraron fue el testimonio del horror: 104 bolsas con restos humanos y 15 cuerpos enterrados en 48 fosas, el segundo mayor hallazgo en Guanajuato tras los 80 cuerpos hallados en Salvatierra un mes atrás.
Nada más poner un pie en la propiedad, familias y autoridades se dieron cuenta de que este no era un lugar abandonado, que había seguido siendo utilizado por los delincuentes casi hasta su llegada. Un dato demoledor: los dos primeros cuerpos hallados pudieron ser identificados por sus tatuajes. Eran dos jóvenes desaparecidas hacía dos semanas cuyos restos fueron devueltos a sus familias. Desde aquella primera exhumación se sucedieron las jornadas extenuantes de revisión, varilla, confirmar el positivo, cavar y desenterrar víctimas. Las últimas dos bolsas se extrajeron el jueves 17 de diciembre después de 15 días de rastreo.
“Fue algo muy fuerte. He participado en todas las búsquedas que se han realizado en el Estado y esta fue muy dura y muy difícil. Los cuerpos estaban desmembrados, con signos de tortura. Nos tocó ver en una fosa hasta 19 bolsas”. Una de las mujeres presentes en la búsqueda explica así sus vivencias. No quiere dar su nombre. No quiere dar ninguna pista sobre su identidad, solo que está buscando a su hija, a la que alguien se llevó hace tres años. Cuando llega a la Leona Vicario, antes de subir hacia el predio en el que se excava, cubre su rostro con pasamontañas, gafas oscuras y una gorra. Lo mismo hace el resto de sus compañeros. No es solo taparse con el cubrebocas para no contagiarse de COVID-19. Esto va más allá. “No quiero que me identifiquen”, explica la mujer. Existe la sospecha de que hay “halcones” vigilando, que el crimen organizado anda cerca. Por eso las participantes en la búsqueda, mujeres y hombres valientes, se protegen. No se fían de que haya ojos que puedan señalarlas.
El temor de los familiares a ser identificados es una de las características de esta expedición. Sus integrantes llegan desde diversos puntos del Estado, también del propio Acámbaro, y temen que pueda haber represalias.
“Fue una búsqueda cantada respecto a la entrada, la subida y el peligro que de antemano sabíamos que corríamos. Pero pesa más la esperanza. La angustia y la tristeza que vivimos nos lleva a arriesgarnos a cualquier cosa. Sabemos que corremos cualquier tipo de peligro. Pero no es comparado al sentimiento que llevamos como madres, esposas o hermanas de las personas a las que buscamos”, dice otra de sus compañeras. En su caso, tapa su rostro con un gran sombrero, gafas oscuras y un pañuelo que va por encima del cubrebocas. Aunque ella encontró el cuerpo de su esposo hace meses, dice que sigue viniendo por “solidaridad” con sus compañeras.
La búsqueda en Acámbaro, un municipio de 160 mil habitantes en el límite con Michoacán, es la última que se desarrolla este año en Guanajuato, el estado con mayores índices de violencia de México. Aquí se cometieron 4 mil 560 de los 26 mil 530 homicidios registrados entre enero y noviembre por el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública. Cuatro de sus municipios (León, Irapuato, Celaya y Salamanca) están entre los 15 que concentra el 27% de los asesinatos de todo el país. Hace cuatro meses, el gobierno de Diego Sinhué apenas reconocía 854 desaparecidos. A día de hoy, la Comisión Estatal de Búsqueda asegura que son 2 mil 315 las personas sin localizar. En México, según datos de la Comisión Nacional de Búsqueda, ya se rebasó la barrera de las 80 mil personas no localizadas. Lo particular en Guanajuato es que la mayor parte de sus desaparecidos lo hicieron en los últimos dos años. De hecho, desde 2018 esta es la segunda entidad en número de personas a las que no se encuentra, solo superada por Jalisco.
En este ámbito, los avances de los últimos meses se dieron por la presión de las familias. Hasta hace poco la Fiscalía General del Estado (FGE) no reconocía que hubiese fosas clandestinas en el territorio. Un estudio elaborado por activistas y académicos aseguraba que en el estado se encontraron al menos 109 enterramientos irregulares. Oficialmente solo se admite que existen aquellos puntos que han sido excavados y en los que se encontraron restos: cuatro desde septiembre. A la presa de El Conejo, en Irapuato, Cortázar y Salvatierra (donde aparecieron 80 cuerpos) se le suma ahora Acámbaro.
Hay tres características que hacen al último hallazgo un lugar diferente: el uso de bolsas para enterrar los restos en lugar de sepultar cuerpos enteros, el temor infundido a las familias que les obliga a proteger su identidad y la cercanía del cementerio clandestino de viviendas habitadas, que lo convierte en un lugar de fosas urbanas.
“En la búsqueda se encontraron decenas de bolsas con restos humanos que dejan pensar en decenas de cuerpos, el segundo hallazgo más grande del estado tras las fosas de Salvatierra”, explica Fabrizio Larusso, académico de la Universidad Iberoamericana en León e integrante de la plataforma por la Paz y la Justicia en Guanajuato. El investigador recuerda que este es un municipio relativamente pequeño, donde “todos se conocen”, y pone de manifiesto el “dramatismo” de que una casa de seguridad de un grupo criminal estuviese tan cerca de la zona habitada.
“No esperábamos encontrar esto en ningún momento. Era una prospección y dimos con el hallazgo”, explica Héctor Esquerra, comisionado de Búsqueda de Guanajuato. Diversas informaciones apuntaban a la posibilidad de que existiesen puntos positivos en la casa abandonada en las faldas del cerro, pero las autoridades no esperaban la magnitud del hallazgo. “Es un espacio muy pequeño y sin embargo es prácticamente un cementerio”, explica.
Hace cinco meses Esquerra llegó al cargo cuestionado por algunos de los colectivos como A tu encuentro, que organizó un plantón para rechazar su nombramiento. Desde entonces, las instituciones estatales han organizado por primera vez búsquedas en Guanajuato. El propio comisionado estuvo presente en varias jornadas de excavación en Acámbaro, tratando de dar ejemplo. Asegura que la instrucción es “entrarle con todo” apoyar a las familias. No tiene fácil convencerlas. Las instituciones nunca fueron cercanas a las víctimas de la violencia, acostumbradas al estigma y a la invisibilidad.
“Es muy difícil poder explicar lo que sentimos”, dice una de las participantes, la que sigue buscando a pesar de que ella ya encontró. “Desde los primeros días se localizaron restos. Así que, de consecutivo, todas las personas se pusieron a buscar y a varillar”, explica. Asegura que “ahora si somos un equipo y todos sabemos a lo que vamos. Vamos con una misma finalidad, un mismo propósito. Hasta ahora hemos sabido crear un buen equipo, ser un buen conjunto”.
Ser testigos del horror también remueve los propios miedos de las familias. Lo explica una de las rastreadoras valientes que cubre su rostro. Recuerda cómo un día aparecieron unos restos que tenían muestras explícitas de haber sufrido violencia. Y ella se angustió. “Me da miedo que mi hija haya pasado por esto. Me da mucho terror, mucho pánico. Llevo tres años sin saber de ella”, explica. Durante largas jornadas estas mujeres y hombres fueron las que empujaron unas exhumaciones que, sin ellas, nunca se habrían llevado a cabo.
Existe una sensación generalizada de que el horror en Acámbaro se veía venir. El pequeño municipio puede servir como ejemplo de cómo la violencia se lleva todo lo que tiene por delante. En los últimos dos años el número de desaparecidos se multiplicó de forma dramática en el municipio. Según la Comisión Nacional de Búsqueda, hay al menos 63 personas sin localizar, de las que al menos 50 faltan desde este año. “Hay registros de colectivos y familias que hablan de al menos el doble de personas desaparecidas pero que no han denunciado”, explica Fabrizio Larusso.
El especialista en seguridad David Saucedo corrobora esta versión y reitera que durante todo este tiempo los rumores eran fuertes acerca de que algo estaba ocurriendo en este cerro de Acámbaro. Como contexto histórico, Saucedo asegura que este fue un territorio controlado grupos delictivos procedentes de Michoacán hasta que hace cinco o seis años estos fueron sustituidos por el Cartel Santa Rosa de Lima. Esta es una estructura criminal que sigue operativa en Guanajuato a pesar de golpes como la detención en agosto de José Antonio Yépez, “El Marro”, quien fue su líder absoluto.
Asegura el experto como la vivienda convertida en cementerio es un modus operandi característico de la zona: casas cercanas al centro, que son tomadas por el grupo criminal y convertidas en sus guaridas, obligando a marcharse a sus pobladores. Ahí era donde mantenían a víctimas de secuestro o interrogaban a rivales, así como enterraban a sus víctimas.
En los últimos años las autoridades han tratado de explicar la violencia en Guanajuato con una única lectura: el enfrentamiento entre Santa Rosa de Lima con el Cartel Jalisco Nueva Generación. Esa es la razón, según la versión oficial, de que Guanajuato pasase de ser un próspero estado con fuerte industria y atractivo turismo a convertirse en la capital de la violencia en México. Para Fabrizio Larusso, con amplia experiencia acompañando a víctimas de la violencia, esta es una visión “reduccionista” que “criminaliza” a quienes sufren las consecuencias del horror. “Existen dinámicas de violencia multifactoriales, el concepto es muy genérico”, afirma.
“Hay un contexto de mucho miedo y una desprotección total de la ciudadanía. Hay miedo a autoridades locales”, dice el investigador, que insiste en que “la violencia no la provocan solo los grupos criminales. Existe una violencia estructural y estatal”.
En este contexto de violencia desmedida las víctimas son el eje principal, el rostro humano, aunque tengan que cubrirse la cara. Si se llegó a la casa del horror de Acámbaro fue por el trabajo de los colectivos. Al contrario que ocurre en otros estados como Jalisco o Tamaulipas, donde las desapariciones son una triste realidad desde hace al menos una década, en Guanajuato este es un fenómeno reciente. Históricamente hubo dos agrupaciones, pero la violencia descontrolada de los últimos años provocó que actualmente sean diez grupos de gente que busca a sus seres queridos. Muchos estuvieron en Salvatierra, en noviembre, y también ahora en este pequeño municipio de la frontera con Michoacán.
“Somos hermanas y somos familia del mismo dolor. Ahora ya nos conocemos, pero así nos conocimos, preguntando a quién buscábamos. Que si yo a mi hijo, a mi esposo, a mi nieto. En este calvario nos encontramos con compañeras que están sufriendo lo mismo que una”, dice una de ellas.
Aunque hay quien se marcha con la zozobra de no haber encontrado lo que buscaba, los positivos también dan una especie de tranquilidad colectiva. “Lejos del cansancio físico, fueron días muy difíciles y conmovedores. Igual no se localizó a algún miembro de colectivo, pero tengo la certeza de que muchas familias van a descansar. Van a tener esta paz, esta tranquilidad, no se van a preocupar más”, dice una de las participantes en la búsqueda.
Fabrizio Lorusso insiste en algo clave: “no buscan culpables, sino a sus familiares”. En todas estas jornadas no se habla de quién pudo hacer qué, sino de dónde están. De quiénes serán los seres humanos a los que se desentierra.
En realidad, este es solo el primer paso. El hallazgo de las fosas y la exhumación de los restos son el inicio de un proceso que debe concluir con la identificación de las personas a las que se encontró y su entrega a sus familias. En Acámbaro, aún falta mucho para eso. Mientras tanto, detrás de la cinta amarilla de la fiscalía, queda como testigo aquella casa convertida en cementerio en las faldas del cerro. También unas familias valientes que seguirán buscando aunque tengan que cubrirse el rostro.