La noche después de su audiencia frente al tribunal de inmigración, Francisco Sical se encontraba en una celda helada de la patrulla fronteriza, con su hija menor en brazos. Ella le rogaba que abriera la puerta.
“¿Has vivido algún momento en el que ves llorar a tu hijo y tú no puedes hacer nada?” comentó referente a la noche en la que tuvo que tomar una de las decisiones más difíciles de su vida. “O sea, te parte el alma”.
Melissa Sical, la penúltima de sus siete hijos ― con cabellera larga, castaña y una sonrisa tímida ― había visto El Paso desde una camioneta van del gobierno y quería ver las casas con jardín más allá de las carreteras. Ahora temblaba de frío y Sical no sabía cómo decirle que habían sido detenidos, que habían viajado tres mil doscientos kilómetros desde Guatemala para esperar dos meses en un albergue provisional en Juárez, para enterarse de que su caso, bajo los llamados “protocolos de protección al migrante” del gobierno de Trump, no tenía resolución.
“Yo le dije: No llores. Aguántale”, dijo Sical. “Mañana nos vamos de aquí”.
“No, papá”, le respondió. “Salgámonos. ¡Abre la puerta!”
En aquel verano del 2019, decenas de miles de familias migrantes de Centroamérica se encontraban frente a las mismas opciones que Sical: quedarse en México y asistir a sus citas en la corte, en las que apenas un 1% de los solicitantes lograban resolver sus casos, volver para enfrentarse al hambre de sus hijos y a la deuda aplastante del banco que le financió el viaje al norte o arriesgarse a cruzar la frontera ilegalmente.
Sical y su hija eran dos de los más de 68 mil migrantes atrapados en la red de los protocolos de protección al migrante para ser devueltos a ciudades fronterizas en México como Juárez y Mexicali. Muchos, como Sical, eran padres de familia con buenas intenciones que buscaban refugio de la violencia de pandillas, la devastación del cambio climático y la angustia económica en América Central, pero quienes poca posibilidad tendrían de calificar para el asilo bajo la ley de los EE. UU., en particular sin la ayuda de un abogado.
Miles volvían a casa, vencidos, para sólo enfrentarse con una desesperación más profunda de la que huyeron. Cientos permanecen en limbo hoy en Ciudad Juárez, en habitaciones de alquiler o albergues de alivio bajo la dirección de organizaciones religiosas.
En lo que se prepara el gobierno del presidente electo Joe Biden para replantear las políticas fronterizas y de inmigración del país, los expertos opinan que el proceso de revisar las restricciones impuestas durante la era de Trump amenaza con provocar una nueva crisis humanitaria en la frontera entre los EE. UU. y México.
“Si no se comienza a reparar la operación de la frontera desde el primer día, se verán enfrentados con una crisis humanitaria sin estar preparados”, opinó Andrew Selee, presidente del Migration Policy Institute, sin partido, de Washington, D.C., el cual realiza investigaciones sobre patrones migratorios en América del norte.
Durante la noche que pasó en detención con su hija, a Sical se le venían ideas que ahora le duele recordar.
Consideró seriamente enviar a su hija de 10 años de vuelta a casa con un coyote.
“Yo miraba el muro desde Juárez”, dijo. “Ahí estaba el muro y yo lo miraba. Y yo dije: Ahí están los Estados Unidos. Yo me brinco el muro y yo me voy para allá…”
Se recriminaba por haberla traído hasta la frontera, por exponerla a tanto peligro por el camino y en Juárez, ciudad conocida por su extrema violencia. ¿Pero mandarla de regreso sola?
“Abandonarla a ella sería cometer el error más grande de mi vida”, explicó. “No podía abandonarla. No me importó el dinero. Me importó más mi hija. Y por eso estoy aquí”.
Sical hablaba sentado frente a su casa de adobe de dos habitaciones cerca de San Miguel Chicaj, en el altiplano de Baja Verapaz, Guatemala. Era marzo, antes de que arrasara con el país la pandemia, antes de que dos huracanes desataran su caos y se asentara por completo el hambre ardiente. Tenía el estómago en nudos por la deuda que debía. El banco poseía el título de lo único de valor que él tenía: su casa familiar.
A sus pies cacareaban gallinas; en su corral los cerdos resoplaban. Una de sus seis hijas barría hojas y basura del patio de tierra. Los campos al lado de su casa estaban baldíos y secos, sin manera de sembrarlos por faltar la lluvia de la que dependían años atrás.
Su nieta de dos años hacía berrinches, típicos de su edad.
“Siempre yo he sido una persona que sueño muy en alto”, dijo. “A mí no me gusta quedarme en donde estoy. Prácticamente yo no puedo entrar a Estados Unidos, ni por la vía legal, ni por la vía ilegal. Automáticamente esto está cerrado para mí. Para mí, el sueño americano se murió”.
Así parecía en ese momento. Pero bajo las cenizas arden brasas.
Mientras conversaba Sical, su esposa, María Elvira Ramos, encendía un fuego en el gran comal en su cocina a la intemperie, esperando que estuviera lista la masa de maíz con la que formaría tortillas gruesas y amarillas entre las palmas de la mano. La segunda de sus hijas, Delmy, se encaminó por la ruta de barro agrietado con dos canastos llenos de granos dorados de maíz balanceados en la cabeza, con destino al molino.
La labor sin remuneración de casa se extendía del alba al atardecer, todos los días. Pero los días, las semanas y los meses sin percibir paga de un trabajo consistente a Sical le agrietaba de preocupación el rostro.
Casi exactamente un año atrás, Sical y Melissa se habían dirigido al norte, con la esperanza de cruzar la frontera en El Paso para llegar hasta Virginia, donde viven familiares cercanos. Habían llegado rumores a la comunidad maya de que los Estados Unidos otorgaba permisos a familiares. Los detalles no llegaban sobre quién calificaba para ser considerado refugiado ni bajo qué circunstancias.
Sical recordaba conversar del tema con su esposa en su lengua nativa Achi, la que hablaban entre familia. Pensó que podía ser una oportunidad para trabajar legalmente en los EE. UU. Estaba considerando llevarse a Melissa.
“No, no, no. Mi hija no se va. Dios me guarde mi hija. Tú puedes ir, menos ella” su esposa le dijo.
“Yo le digo, ‘Mira, últimamente el gobierno de Estados Unidos está dándoles prioridad a los niños”, recordándole a su esposa que su propio hermano había llegado a los Estados Unidos hacía unos pocos meses. “La Migración lo está visitando dos veces por semana. ¡Pero igual lo están dejando trabajar tranquilo”!
Años antes, del 2003 al 2008, Sical había trabajado en Riverside, California, en Tampa, Florida, en Washington, D.C., y en muchos otros lugares, colocando losetas y conduciendo camiones, ganando 12 dolares la hora, como parte de una vasta fuerza laboral indocumentada que a mediados de la década de los 2000 nutría la expansión económica de los EE. UU.
Las dos hijas mayores de Sical, Olga y Delmy, en esa época de 24 y 21 años, ya tenían parejas e hijos. El hijo de Sical, Germán, de 18 años, vivía en la Ciudad de Guatemala. Sandy, en aquel entonces con 17 años, acababa sus estudios, mientras que Ilse, de 13 años, se había ganado una beca para estudiar en un internado religioso en la capital.
Daniela, de seis años, la menor, niña precoz y extrovertida, sufría de asma. Corría mucho riesgo llevarla en un trayecto arduo e impredecible, pensó.
Por tímida que fuera, Melissa tenía curiosidad del mundo. Sical le enseñaría México y los Estados Unidos, lugares que le encantaban. Y era lo suficientemente pequeña todavía como para aprender el inglés y sacar provecho de la educación en los EE. UU. Con enorme esfuerzo, logró convencer a su esposa.
“Los guatemaltecos se arraigan mucho con la familia, la cultura, la tierra”, dijo Úrsula Roldán, directora del Instituto de Investigación y Proyección de Dinámicas Globales y Territoriales de la Universidad Rafael Landívar en la Ciudad de Guatemala.
“Sin embargo, las condiciones de los países (de Centroamérica) empeoran día a día”, dijo. “En el acceso a remuneraciones, a empleo, incluso a educación para los hijos, no existen opciones”.
Según un informe del Banco Mundial, el porcentaje de la población considerada pobre en Guatemala aumentó de un 43% a un 49% entre el 2006 y el 2014, último año para el que hubiera datos. Aunque el PIB nacional se expandió un poco durante estos años, en un 1,3% como promedio, no bastaba para elevar a la mayoría de la población. La clase media del país vio un declive al 15% de la población, de un 21%, y los pobres se vieron más pobres.
Todo esto antes de que la pandemia del virus COVID-19 hiciera trizas la economía global.
Las presiones que han impulsado a familias, trabajadores y jóvenes guatemaltecos a la frontera de los EE. UU. en años recientes se intensificarán con la pandemia, dijo Selee, del Migration Policy Institute. El gobierno de Biden debe prepararse, advierte.
“La mejor forma para abordar la inmigración ilegal no es con la construcción de muros, sino con la creación de oportunidades laborales para que las personas trabajen durante temporadas en los Estados Unidos”, dijo.
“Porque si no las creamos, igual van a seguir llegando a través de rutas ilegales. Hay sectores de la economía estadounidense en los que requerimos la labor de trabajadores extranjeros porque los estadounidenses no quieren esos trabajos. Y queremos saber quiénes son esos trabajadores, y queremos que les paguen sueldos normales para que no subcoticen a los estadounidenses”.
El año que viajaron Sical y su hija a la frontera de los EE. UU., el año fiscal 2019, la agencia U.S. Customs and Border Protection reportó haber capturado a más de 264 mil guatemaltecos, incluyendo a más de 185 mil “unidades familiares” –un padre o tutor que viaja con un niño como menos– y a más de 30 mil niños sin compañía.
La gran mayoría no infringió ninguna ley. Se entregó a los oficiales de migración en las puertas de entrada o a agentes de la patrulla fronteriza, en busca de protección.
Es lo que hicieron Sical y su hija al llegar a la frontera en El Paso.
El gobierno de Trump dijo que la mayoría no calificaría para el asilo y que estaban jugando con el sistema. De todos los obstáculos que levantó el gobierno para bloquear la inmigración ilegal en la frontera, los protocolos de protección al migrante eran, según normas del gobierno, entre los más exitosos. Para los defensores de migrantes, los protocolos estaban entre los más crueles.
“Bajo cualquier medida, los protocolos de protección al migrante han sido un gran éxito, incluyendo con reducir el cargo para las comunidades estadounidenses y con aliviar la crisis humanitaria en la frontera sur”, aseveró en febrero el gobierno en una declaración, en respuesta a una demanda.
Los defensores de migrantes dijeron que el programa era tanto inhumano como ilegal, que obligaba a familias vulnerables a esperar la protección en algunas de las ciudades más peligrosas de México, como Juárez, Mexicali, Matamoros y Tijuana, sin acceso a asesoría legal.
Si bien después de un tiempo el gobierno de México estableció un albergue en Juárez, no tenía cómo atender a los miles que fueron devueltos a esa ciudad. Las iglesias y albergues sin fines de lucro, acostumbrados a ofrecer unas cuantas noches de vivienda y albergue a los viajeros, se veían apoyando a familias enteras durante meses.
“Esta política muy cruel puso en peligro a muchas personas, incluyendo a niños y familias enteras”, dijo Linda Rivas, directora ejecutiva de Las Américas Immigrant Rights Center en El Paso.
Dos demandas legales contra esta política van camino al Tribunal Supremo.
“Las personas se valen de los instrumentos que tienen a su disposición”, dijo Selee. “Y el sistema de asilo era el único instrumento disponible que había para llegar legalmente a los Estados Unidos. Tenemos que crear protecciones verdaderas para las personas que realmente las necesitan, y otras avenidas de ingreso para las personas que quieren empleo”.
Siguen vigentes los protocolos de protección al migrante, aunque durante la pandemia del COVID-19 se han implementado muy poco.
En marzo, el gobierno de Trump comenzó a devolver a cualquier persona que cruzara la frontera de los EE. UU. sin autorización o a México o a su país natal — incluyendo a niños sin compañía — haciendo uso de la misma ley arcana de salud pública para justificar la política.
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