En la comunidad de Rejogochi, en el municipio de Guachochi, en la Sierra Tarahumara de Chihuahua, cada año, desde hace unos diez, el IMSS Bienestar hace una campaña de detección de cáncer en mujeres. Este año se hizo, en abril. A cinco pobladoras les detectaron cáncer cervicouterino y en las mamas. Les prometieron que les darían atención en la clínica de San Juanito, en el municipio de Bocoyna. Pero por la pandemia de COVID, las consultas y tratamientos se suspendieron.
Te puede interesar: Comunidades indígenas enfrentan el regreso a clases a distancia sin acceso a televisión ni internet
Chihuahua no termina de salir de la epidemia. Es, de hecho, uno de los dos estados que volvió al rojo en el Semáforo de Riesgo después de un repunte de casos nuevos confirmados por día. Bocoyna es uno de los focos de mayor contagio con 166 casos confirmados totales y nueve activos, en una población total de 29 mil 835 habitantes.
Las cinco mujeres a la que se les ha dejado en espera obligada para recibir tratamiento, ahora además de cáncer padecen depresión. La promotora cultural y de salud Irma Chávez -colaboradora del programa Chihuahua Crece Contigo, una iniciativa del gobierno del estado para asegurar que lleguen servicios de salud y desarrollo social a las comunidades indígenas- cuenta que una de las afectadas es su tía.
“Ella se ve diferente, muy angustiada. Las cinco están muy deprimidas, es como si les hubieran quitado el sentido a su vida”, dice Irma. Las señoras ahora saben que tienen cáncer, pero no saben ni en qué etapa está ni si ya avanzó o cuándo las van a atender. No les han dado fecha para reanudar la atención.
En las comunidades indígenas de la Sierra Tarahumara, sostiene Irma, la atención a la salud siempre ha sido precaria y poco pertinente para los rarámuris. La mayoría de las comunidades no tiene cerca un centro de salud. El más cercano puede estar a tres horas, caminando. Los traslados en vehículo siempre son un problema.
En estos casos son precisamente las promotoras de salud (Animal Político ya ha recabado otros testimonios similares), quienes se encargan de conseguir cómo hacer los traslados.
Irma dice que en mayo tuvieron el caso de un poblador de Choréachi, en el municipio de Guadalupe y Calvo, que se cayó en su casa y se golpeó la cabeza. No había quién fuera por él para llevarlo a un centro de salud. Tardaron dos semanas en conseguir un vehículo para que lo trasladaran al hospital.
“Lo más triste es que pasan y pasan los años y todo sigue igual. El gobierno hace programas que son pura simulación, cuando están funcionando, los cancelan de golpe por falta de presupuesto o porque hay cambio de administración”, reprocha Irma.
Frente a ese abandono, la población de estos lugares cuenta con un solo recurso, su medicina tradicional. Acá la diabetes se controla con plantas, lo mismo que muchos otros padecimientos.
Pero en el caso del cáncer y los accidentes, frente a los que muchas veces la misma medicina alópata poco puede hacer, los rarámuris se quedan solos, sobre todo ahora en tiempo de epidemia.
En las comunidades más alejadas, esa misma lejanía los ha protegido de la infección. A Choréachi, Rejogochi y muchas otras comunidades el COVID no ha llegado, pero sí lo ha hecho a los lugares más poblados de la Sierra Tarahumara, donde justo están instalados los hospitales y centros de salud. Por eso los servicios se han cancelado.
El COVID no les ha afectado todavía, pero la falta de atención para otros padecimientos sí.
El domingo 29 de noviembre, Andrés Jiménez Pérez, de 39 años, su esposa Rosa, y su hijo de nueve años regresaban de trabajar como jornaleros limpiando cafetales cuando les cayó una lluvia de balas. Ellos viven en una zona donde eso se ha vuelto cotidiano, en San Pedro Cotzinam, en el municipio de Aldama, en Chiapas.
Andrés y su familia viven en la zona que hace de límite con la comunidad de San Martha, Chenalhó. La zona ha estado sumergida en un conflicto agrario por la disputad de 60 hectáreas que ambos municipios reclaman como suyas. Los de Aldama acusan que la violencia ha escalado por la presencia de presuntos grupos de corte paramilitar, herederos de quienes perpetraron la masacre de Acteal, en Chenalhó.
En la lluvia de balas que los atrapó, Andrés resultó con heridas en las dos piernas. Sus propios vecinos consiguieron un vehículo y lo trasladaron al Hospital Básico Comunitario de Aldama, pero solo había un enfermero, cuenta Rosa Santiz, su esposa.
Lo llevaron entonces al Hospital de las Culturas, en San Cristóbal de Las Casas, un hospital estatal que ha estado centrado en la atención de COVID y que reporta alta ocupación.
San Cristóbal de Las Casas, Chiapas, es un municipio que aparece como foco rojo, aunque el estado ya está en verde en el Semáforo de Riesgo COVID, por el número de casos confirmados hasta ahora, de acuerdo a los datos de la plataforma de Conacyt: tiene 409 en total, pero solo tres están activos.
El Hospital de Las Culturas aparecía el 27 de noviembre con 100% de ocupación en sus camas con ventilador, de acuerdo a los datos del Sistema de Información de la Red IRAG (Infección Respiratoria Aguda Grave).
Cuando Andrés llegó el domingo con sus heridas, los médicos lo revisaron, comprobaron que las balas habían salido, que no se habían incrustado en ningún hueso, le atendieron la herida y lo dieron de alta. Rosa cuenta que está en casa, con mucho dolor y sin antibióticos. No han tenido dinero para comprar los tres que pusieron en la receta con la que lo enviaron a casa. Nadie les dio una cita de seguimiento.
En la puerta a la Montaña de Guerrero, en Tlapa de Comonfort, el Hospital General estaba, hasta hace mes y medio, enfocado en COVID. Tiene 15 camas para atender a los afectados por la enfermedad y en los meses de mayo y julio no eran suficientes. Tenían que buscar a donde canalizarlos. Para más o menos darse abasto hubiera requerido 19 o 20 camas.
Ahora ya solo tienen seis pacientes en el área de COVID. Aquí, dice Eugenio, un integrante del personal de salud que prefiere que no lo identifiquemos por su nombre real, el repunte de casos no ha llegado. Eso les ha permitido reanudar la atención a otros padecimientos. En estos días están saturados pero es por otra razón.
Eugenio cuenta que cada día llegan tres o cuatro pacientes con la diabetes descontrolada y el mismo de casos de hipertensión. Los meses sin seguimiento médico a personas con enfermedades crónicas está cobrando la factura. Llegan al límite y los tienen que hospitalizar.
“No sé cuantos llegaban antes por estos padecimientos. Yo llegué para atender COVID y no tengo esa referencia. Pero es un número alto y sin duda tiene que ver con que no se les dio seguimiento durante los peores meses de la pandemia”, dice.
Hasta hace un mes este hospital sólo recibía a los contagiados de coronavirus y las personas con piquete de alacrán, o sea las emergencias graves. El resto se canalizaba a otros centros de salud de la zona. Ahora que la atención normal empieza a reanudarse el desborde es justo por todo lo que no se atendió.