Hace ya poco más de diez años, Leidy Pech y sus compañeras mayas ya lo alertaban. En el municipio de Hopelchén, en Campeche, al sur de México, la deforestación avanzaba sin control, grandes extensiones de la Selva Maya se transformaban en inmensos campos de cultivo. La agroindustria, decían, estaba cambiando el rostro de sus comunidades y del monte. Eso que ellas denunciaron hace una década, aún continúa.
Leidy Pech, sus compañeras mayas y alrededor de 16,000 familias de toda la Península de Yucatán, se dedican a la apicultura; actividad que depende de que la selva esté en pie y en buen estado de conservación.
La mayoría de los productores de miel tienen colmenas de la abeja más conocida, la Apis mellifera, pero Leidy Pech y sus compañeras se empeñaron en rescatar las prácticas ancestrales de producción de miel y en conservar a una abeja nativa, que no tiene aguijón y que realiza sus colmenas al interior de troncos huecos. A esa abeja la ciencia la llama Melipona beecheii, para los mayas es la Xunáan Kab, “la dama de la miel”.
Hace poco más de diez años, Leidy Pech y las mujeres mayas de las comunidades del municipio de Hopelchén comenzaron a ver cómo se iban quedando sin pedazos de selva, cómo sus abejas morían por los plaguicidas, cómo al “tirar el monte” se perdían flores endémicas que son el alimento de las cerca de 200 abejas nativas que los científicos han identificado tan solo en la Península de Yucatán y cómo al abrir grandes campos de cultivo también se modificaban los sistemas hidrológicos de la región.
Fue por ello que, junto con otras iniciativas —la Organización Muuch Kambal y el Colectivo de Comunidades Mayas de los Chenes—, no han cesado en denunciar el avance de la deforestación en la Península de Yucatán, sus consecuencias y la impunidad que ha permitido que se cambie el uso de suelo.
De acuerdo con datos de la plataforma Global Forest Watch, entre 2001 y 2019, tan solo el municipio de Hopelchén perdió 186 000 hectáreas de cobertura arbórea, lo que equivale a una disminución del 20 % de lo que se tenía en el 2000.
El doctor Edward Allan Ellis, del Centro de Investigaciones Tropicales de la Universidad Veracruzana y quien ha realizado varios estudios sobre deforestación en la Península de Yucatán, señala que en Hopelchén, la tasa de deforestación es cinco veces más alta que el promedio nacional.
En las primeras semanas de noviembre, los medios de comunicación mostraron las imágenes de las inundaciones y destrozos causados por el huracán Eta en lugares como Tabasco y Chiapas, al sureste de México; así como en Guatemala, Nicaragua y Honduras. Territorios donde la selva y los manglares también han perdido terreno.
Meses antes, a principios de junio, en el estado de Campeche llovió como hace años no se recordaba. Durante cinco días se registró la mitad de las lluvias que, en promedio, cae durante un año en la región, de acuerdo con la Comisión Nacional del Agua (Conagua). No fue un huracán, sino dos tormentas tropicales con vientos de baja intensidad —Amanda y Cristóbal— las que causaron todo un cisma y mostraron la vulnerabilidad de un territorio que pierde su cubierta forestal.
Leidy Pech cuenta cómo la lluvia se estacionó durante cinco días: “El 4 de junio se inundó mi comunidad Ich Ek y casi todas las comunidades de Hopelchén. Vimos cómo el nivel del agua iba creciendo y no paraba. Desde los huracanes Opal y Roxana (que fueron de categoría 4 y se registraron en 1995) no habíamos tenido inundaciones de esta magnitud”.
De acuerdo con una evaluación de daños realizada por organizaciones civiles y colectivos de apicultores y campesinos agroecológicos, las tormentas causaron daños a más de 120 comunidades de la Península de Yucatán. En Campeche, donde la producción de miel es una de las principales actividades económicas, se afectaron 93 % de las colmenas, 28 % de ellas se perdieron. El territorio más golpeado fue el municipio de Hopelchén, donde 22 poblados registraron graves inundaciones y, por lo menos, 3500 familias resultaron afectadas.
Las carreteras se convirtieron en ríos; algo inusual en la Península de Yucatán, un territorio que, por su formación geológica, solo tiene corrientes de agua subterránea. Comunidades como San Juan Bautista Sahcabchén, a 19 kilómetros de la cabecera municipal, quedaron incomunicadas por más de ocho días. En la zona se miraban los cadáveres de animales; también los restos de los cajones de madera que habían funcionado como colmenas.
Sahcabchén es una comunidad que está rodeada de tierras deforestadas para transformarlas en zonas de cultivo. A su alrededor, por ejemplo, está el campo menonita Santa Fe. La tormenta transformó ese lugar en una gran lago; así se mantuvo por más de tres meses.
Al igual que Sahcabchén, el poblado de Xcalot Akal está rodeado por terrenos deforestadas, tienen como su vecino al campo menonita Santa Rosa. “El agua vino del campo menonita. El agua empezó a subir y apenas y pudimos resguardarnos en los lugares más altos del pueblo”, recuerda Adriana Cauich, quien vive en Xcalot Akal.
Álvaro Mena es integrante de la organización indígena y campesina Ka Kuxtal Much’ Meyaj. Durante los días de la emergencia, él y otros pobladores de Hopelchén recorrieron la región y revisaron imágenes satelitales para documentar los daños. Fue así que identificaron que los lugares donde se deforestó, y que ahora son campos de monocultivos o áreas ganaderas, las inundaciones fueron más intensas. Entre estas áreas sobresalen los campos menonitas de Santa Fe, Nuevo Progreso y Nuevo Durango; así como el Valle de Paal Pool, en la comunidad de Chunchintok.
“Las grandes deforestaciones de la selva y las zonas costeras ha generado un gran impacto en todo el territorio de la Península de Yucatán: contaminación de suelos, de agua, pérdida de biodiversidad… Al no tener ecosistemas sanos, no tenemos las barreras naturales ante los impactos de tormentas y huracanes”, explica la doctora en geografía y maestra en ingeniería ambiental Yameli Aguilar Duarte, del Instituto Nacional de Investigaciones Forenses Agrícolas y Pecuarias (INIFAP).
El municipio de Hopelchén —así como toda la Península de Yucatán— alberga parte de la Selva Maya, la cual se extiende desde el sureste de México hasta Belice y el norte de Guatemala y es considerada como el segundo macizo de selva tropical más grande en el continente.
Perder cobertura forestal de la Selva Maya no es algo menor: se reduce el territorio donde habitan especies consideradas en riesgo de extinción como el jaguar o el tapir; se afecta la diversidad de especies —por ejemplo, de polinizadores como las abejas—, se pierden reservas forestales que contribuyen a mitigar el cambio climático.
En Hopelchén, la pérdida de selva tiene una larga historia, pero se ha intensificado en la última década.
Durante casi diez años (1972-1983), México tuvo un Programa Nacional del Desmonte cuyo objetivo era tumbar selva para impulsar la agricultura. Fue también a través de un programa de gobierno —recuerdan los habitantes de Chunchintok— cuando se deforestó el Valle de Paal Pool.
Guillermo León, quien vive en Chunchintok, menciona que en la década de los setenta se hizo el cambio de uso de suelo de tierras ejidales —al menos 12 500 hectáreas— para sembrar arroz; “aunque daba la producción, los que la manejaban decían que no les alcanzaba para pagar el crédito”.
Indalecio Canul Uc, de la misma comunidad, comenta que el programa gubernamental que impulsó la transformación del Valle de Paal Pool duró tres años y solo se utilizaron 5000 hectáreas de las más de 12 500 deforestadas. Hoy esos terrenos son utilizados como áreas ganaderas y en cada temporada de lluvias se llenan de agua.
A partir de la década de los años ochenta, nuevas áreas comenzaron a ser deforestadas en la zona. Eso se dio a partir de la llegada de comunidades menonitas —dedicados a la agricultura a gran escala— provenientes de Durango y Chihuahua que se instalaron, sobre todo, en Campeche y, en especial, en los municipios de Hopelchén y Hecelchakán.
En el estudio “Impulsores de deforestación y percepción de cambios de uso de suelo en paisajes ganaderos en tres municipios de Campeche, México”, la investigadora Hanna Rae Warren señala que “los menonitas pueden ser vistos como importantes agentes de deforestación; altamente efectivos en el cambio de uso del suelo a usos mecanizados”.
Para su estudio, Rae Warren entrevistó a investigadores forestales quienes destacaron que “la eliminación de la cobertura (forestal) con mecanización suele ser permanente, extensiva y se trabajan los suelos hasta el punto de su degradación”.
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