Alejandro García Rosas habló por teléfono con su esposa por última vez el pasado 13 de abril. Un día antes abordó un camión de pasajeros en San Pedro de las Colonias, Coahuila, con rumbo a Ciudad Juárez, Chihuahua, para retomar sus actividades de resguardo de la frontera norte como parte de la Guardia Nacional. Desde ese día no se sabe nada de él.
Su esposa, Ana, relata que hasta el momento ni las autoridades estatales de Chihuahua ni la Guardia Nacional le han dado respuestas sobre el paradero de su esposo, quien antes de pertenecer a la corporación creada en el presente sexenio fue soldado y cabo del ejército.
La mujer lleva más de siete meses esperando el resultado de una prueba genética que podría determinar que el cuerpo sin vida de Alejandro habría sido encontrado en una fosa clandestina.
La Fiscalía de Chihuahua dio con la fosa ubicada en la colonia Rancho Anapra, cerca de la frontera, por el testimonio de un menor de edad que habría participado en la inhumación del cuerpo.
El 14 de mayo Ana se presentó en Ciudad Juárez ante la oficina de Servicios Periciales y Ciencias Forenses de la Zona Norte para una entrevista que permitiera comparar las características físicas de Alejandro con las del cuerpo localizado por la Fiscalía. El estudio falló en determinar su identidad.
El estado de descomposición del cadáver impidió la identificación de coincidencias en cuanto a cicatrices, lunares o manchas en la piel y piezas dentales. Por otra parte, el comparativo de los rasgos que la Fiscalía determinó “positivos” incluían un error de la agente encargada: el cuerpo corresponde al de un hombre de entre 25 y 30 años, mientras que Alejandro habría cumplido 37 en abril.
Al día siguiente Ana acudió con sus dos hijos para aportar muestras de ADN que permitieran a la Unidad Especializada en la Investigación de Personas Ausentes y Extraviadas cotejar el perfil genético del cadáver. Durante su estadía no se le permitió ver el cuerpo ni la ropa que este llevaba.
La toma de las muestras genéticas por parte de la Fiscalía chihuahuense marcó el inicio de un periodo de silencio y contradicciones que se extiende hasta el día de hoy. Ana no ha recibido adelantos del caso, los agentes encargados no contestan sus llamadas y de la Guardia Nacional no ha recibido más que una respuesta cargada de indiferencia: que Alejandro no ha acudido a su trabajo, y por lo tanto es un desertor.
“Realmente el apoyo de la Guardia Nacional nunca se tuvo. Pedí el apoyo de ellos y hubo mucha negligencia, porque incluso se murmuraba que mi esposo se había autosecuestrado”, recuerda Ana.
En los días siguientes al reporte de desaparición, un capitán de la Guardia Nacional visitó a Ana en su casa. Le pidió que hablara con Alejandro, que le dijera que se presentara a trabajar, que diera la cara. Le aseguró que “no le harían nada”.
La Guardia Nacional le dijo a Ana que rastrearon el teléfono de Alejandro. Se encontraba en Torreón, Coahuila, y, según el capitán, habría sostenido comunicación con otra persona durante la noche anterior.
“Pero yo sabía que eso no era cierto, yo le mandé mensajes y nunca me contestó”, asegura Ana. Poco después la Guardia Nacional corrigió la sospecha: el teléfono que habían rastreado no era el de Alejandro. Se equivocaron al marcar por un dígito.
En el caso de la Fiscalía de Chihuahua, la información que le ha brindado a Ana —cuando lo ha hecho— ha sido contradictoria e inconclusa. El agente encargado de la investigación le ha dicho que el caso está prácticamente cerrado y que la carpeta de investigación pasará al departamento de Homicidios una vez que se tenga el resultado de la prueba genética, aunque ha tardado más de medio año.
Además, no fue hasta que Ana tuvo la carpeta de investigación en sus manos que se enteró del lugar exacto en el que posiblemente habrían encontrado el cuerpo de su esposo.
“El policía que llevaba el caso de mi esposo me dijo que habían encontrado el cuerpo en una colonia en el centro, después volví a marcar y me dijeron que lo habían encontrado en otro lado. Con el expediente ya pude ver en dónde lo encontraron”, dice.
Cuestionado sobre la tardanza en la entrega del resultado de la prueba genética, el Fiscal de la Zona Norte de Chihuahua, Jorge Arnaldo Nava López, dice que esto es señal de que no se han encontrado coincidencias y se comprometió a revisar el caso para próximamente aportar avances sobre las tareas de búsqueda.
“Estos son procedimientos muy técnicos. Si hubiera algún hit positivo en este procedimiento de genética forense, de manera inmediata se notificará a los familiares. Si no se les ha notificado al momento es porque no hemos tenido coincidencias positivas”, asegura.
Al respecto, la Guardia Nacional reconoce la desaparición de Alejandro García Rosas y asegura haber orientado a su familia para interponer la denuncia correspondiente ante la Fiscalía de Chihuahua, además de que colabora con las autoridades en las tareas de búsqueda.
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Es un lunes de abril y Javier fuma afuera de la casa de su abuela. Pasó todo el día anterior en casa de su novia, viendo películas. Por un camino de terracería se acerca “Junior”, su primo, quien le pregunta si quiere ganarse una “feria” por un trabajo sencillo. Tan sencillo como hacer un hoyo en la tierra.
Junior le dice a Javier que debe ir atrás de la Universidad Tecnológica Paso del Norte, que está ubicada en el páramo de tierra y yerbas que es Anapra, donde ya hay alguien esperándolo.
Javier le pide una pala a su vecino y se dirige al lugar indicado. Casi medio kilómetro más allá de la Universidad, en un descampado, lo espera un hombre viejo, alto, con botas de obrero.
“¿Tú eres la personas que iban a mandar?”, le pregunta. Javier responde que sí. Comienzan a excavar detrás de un mezquite. Hacen un hoyo de metro y medio de profundidad.
Javier aún no lo sabe, pero ese mezquite será el punto de referencia cuando regrese unas semanas después, en busca de ese mismo lugar, acompañado por agentes de la Fiscalía de Chihuahua.
Cuando terminan el trabajo deben esperar allí. Esa es la instrucción: esperar hasta que reciban una llamada. El viejo no habla mucho. Pasan seis horas casi en silencio cuando suena un teléfono. Un vehículo café se aproxima por el desierto.
Del vehículo desciende una cara conocida. Es “El Camello”, que abre la cajuela y baja el cuerpo de un hombre: un pantalón negro, una camisa de vestir azul marino con rayas negras, un trapo en la cabeza amarrado al cuello con un cable eléctrico. Esa es la descripción precisa que queda inscrita en la memoria de Javier.
“¿Qué estás viendo, wey? ¡Vete de aquí!”, espeta El Camello. Javier tarda 20 minutos en caminar a la casa de su abuela, tomar agua y volver a la de su novia. No habla con nadie sobre lo que acaba de hacer. No habla con nadie por ahora, pero lo hará dentro de dos semanas, frente a un agente investigador.
Al día siguiente, Javier encuentra a El Camello en casa de su abuela, en Rancho Anapra. Se trata de una colonia periférica de Juárez, ubicada en el norponiente del municipio. A pocos metros se levanta una valla metálica de cinco metros que delimita la frontera entre México y Estados Unidos. Al otro lado se alcanza a ver la ciudad de Sunland Park, en Nuevo México.
Javier le pregunta a El Camello por qué mataron al hombre que sacó de la cajuela. La respuesta revela la naturaleza brutal de la frontera:
“Que andaba queriendo pasar gente indocumentada. Que el militar quería empezar a pasar gente sin pagar, que por eso lo mataron.”
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“Indudablemente, la verdad se aleja con el tiempo”, sostiene Carla Palacios Flores, abogada del Centro de Derechos Humanos Paso del Norte (CDHPN), una organización que en Ciudad Juárez brinda acompañamiento a sobrevivientes y familiares de víctimas de tortura y desaparición forzada.
“El que las autoridades estén todavía sin dar respuesta a la familia se traduce en una posible pérdida de evidencias. Estamos hablando de que, después de tantos meses, es posible que los perpetradores del homicidio hayan huido de la ciudad y que la recolección de evidencia no sea sencilla”, dice Palacios, quien desde junio acompaña legalmente a la familia de Alejandro García Rosas.
Para la abogada, la hipótesis de la participación de Alejandro en el cruce ilegal de migrantes es un elemento que lo criminaliza y que podría explicar el cese de las diligencias para localizarlo, en el marco de un proceso que, para la familia, ha sido “sumamente revictimizante“.
Además, dice, las actividades propias del trabajo de Alejandro podrían haberlo puesto en una situación de vulnerabilidad, pues los elementos de la Guardia Nacional están designados a la protección de la franja fronteriza desde su llegada a esta ciudad, en junio del año pasado.
Palacios opina que el trabajo de las autoridades estatales y federales en torno a la desaparición de Alejandro ha sido negligente y omiso. Han puesto a la víctima y a su familia, dice, en una situación que vulnera sus derechos humanos.
En la experiencia del CDHPN, pruebas genéticas similares a la que se realizó al cadáver encontrado en el desierto tardan aproximadamente dos meses. En una ocasión, relata la abogada, se logró obtener el resultado en una semana “gracias a la presión que hizo la organización”.
El cabo Alejandro García Rosas nació en Ayutla de los Libres, Guerrero, en 1983. Ingresó a las fuerzas armadas a los 21 años, en noviembre de 2004. Estudió hasta la secundaria y antes de ser soldado fue campesino.
Inicialmente formó parte del 50 Batallón de Infantería, en Chilpancingo, pero luego fue trasladado al 31, ubicado en San Pedro de las Colonias, donde vivía con su familia desde hace tres años.
Su hoja de identificación militar lo describe como un joven delgado, moreno, de corta estatura. Actividad artística que practica: guitarra. Actividad deportiva que practica: futbol.
Su expediente laboral indica que en 2009 fue reconocido junto a los miembros de su Batallón por su “lealtad institucional, esmero y celo en el cumplimiento de sus obligaciones, destacando las operaciones contra el narcotráfico”. En 2015 se le otorgó una condecoración de perseverancia.
Hasta hoy, sus 16 años de servicio en las Fuerzas Armadas no han sido suficientes para que autoridades estatales y federales den con su paradero o, siquiera, lo busquen.
Su familia ha pedido celeridad en la identificación de un cadáver que podría ser el suyo. En cambio, se ha dejado pasar el tiempo con la consecuente pérdida de evidencias para la investigación de los que podrían ser dos delitos: una desaparición y un homicidio.
Mientras las autoridades callan, la justicia no llega para el cabo comisionado a vigilar la frontera, ni para la familia que lo espera en un municipio distante. Tampoco para el hombre desconocido que fue sepultado al pie de un mezquite, en la inmensidad terrosa del desierto de Chihuahua.