Tres días después de dar a luz a su hijo Joshua, Sandra Ocampo Atanasio, de 25 años, fue deportada con su bebé en brazos. Nacida en Tecpán de Galeana, Guerrero, la joven se lanzó al Río Bravo el pasado 22 de agosto, embarazada de nueve meses y harta de dormir en una tienda de campaña junto a la frontera en Matamoros, Tamaulipas. En el momento del cruce la acompañaban su esposo Fidel Jaimes y sus dos hijos, de siete y un año. Cuando llegó la Patrulla Fronteriza ninguno corrió ni trató de esconderse. Al contrario. Se entregaron e intentaron explicar que huyeron de su casa en febrero y que buscaban asilo en Estados Unidos. No fueron escuchados.
De nada sirvió que el pequeño Joshua haya nacido en un hospital de Brownsville, Texas, lo que lo convierte en ciudadano estadounidense. Tampoco que Ocampo Atanasio explicara que tenía miedo de regresar, que en Guerrero ya habían matado a varios familiares y que Matamoros es un lugar peligroso. El mismo día en el que pusieron un pie en Estados Unidos, el padre y sus dos hijos fueron devueltos. La madre aguantó cuatro días: el que llegó y fue detenida, el del parto y otros dos de recuperación antes de ser expulsada con su hijo.
Desde entonces, la familia sobrevive en una estructura levantada entre cobijas, plásticos y palos de madera dentro del campamento para solicitantes de asilo a orilla del Río Bravo en Matamoros. Desde hace más de un año, aproximadamente un millar de personas procedentes de Honduras, El Salvador, Guatemala, Venezuela, Cuba o México duermen en tiendas de campaña, dependiendo de la ayuda de las organizaciones sociales y vulnerables a las extorsiones y secuestros del crimen organizado. El hacinamiento al interior del campo y la escasez de medidas higiénicas también los convierte en víctimas potenciales de la COVID-19. Por suerte, hasta el momento apenas se han detectado un par de contagios.
El caso de Ocampo Atanasio no es el único en el que una mujer embarazada trata de cruzar a Estados Unidos para pedir asilo. Se trata de un recurso desesperado ante el cierre de la frontera y la paralización de todos los trámites a causa de la pandemia de coronavirus. Animal Político constató al menos otros tres casos similares entre Matamoros y Reynosa entre mediados de agosto y la primera semana de septiembre: un matrimonio salvadoreño que fue devuelto en el último momento, cuando ya habían avisado a sus familiares para que los recibieran en Chicago; una pareja hondureña que fue separada al llegar y la mujer aguarda en el nacimiento del hijo en Virginia, EUA, mientras el esposo está de nuevo en Matamoros; una pareja de venezolanos a los que no dieron opción y en menos de dos horas fueron devueltos en Reynosa.
La pandemia por COVID-19 cerró la frontera a cal y canto desde el 21 de marzo y dejó a los solicitantes de asilo en un limbo a lo largo de la frontera norte. Por un lado, están los extranjeros (centroamericanos, cubanos, venezolanos), que se encuentran dentro del programa “Quédate en México”, que los obliga a esperar al sur del Río Bravo hasta que un juez estadounidense examine su caso. Desde marzo de 2019, cuando los gobiernos mexicano y estadounidense acordaron este plan, 65 mil 877 personas —según datos de la universidad de Siracusa, que elabora un informe mensual a través de peticiones de acceso a la información—, fueron devueltos a estados como Baja California, Chihuahua o Tamaulipas. Ahora no se aceptan nuevas solicitudes y quienes aguardan citas pendientes las tienen pospuestas hasta nuevo aviso. Es más que probable que al menos hasta el año que viene no sean atendidos.
El caso de los mexicanos es algo distinto. Ellos no están sometidos a “Quédate en México” por razones obvias. Su espera estaba condicionada a una lista que regula quién puede cruzar la frontera y tener una audiencia en Estados Unidos. Si tienen suerte y los funcionarios consideran que verdaderamente están en peligro, pueden esperar su proceso de asilo al interior. Esto no implica que puedan quedarse. En 2019, de los 7 mil 611 mexicanos cuyo trámite de protección se resolvió solo 852 ganaron su caso y recibieron la protección de Estados Unidos, según datos de la universidad de Siracusa. Pero lograr cruzar ya es un triunfo y poder estar al norte del Río Bravo mientras analizan las pruebas es tiempo ganado. Esa era la esperanza de la familia de Ocampo Atanasio. Por desgracia para ellos, desde mediados de febrero, dos semanas después de que llegaran a Matamoros, nadie ha cruzado el portón fronterizo.
Con la excusa de la pandemia, Estados Unidos suspendió todas las garantías legales que existían en la frontera. Nadie es procesado en cortes de migración ni puede pedir asilo. Cuando alguien es arrestado tratando de cruzar irregularmente, los agentes lo devuelven a México inmediatamente o lo deportan apoyándose en el Título 42, un decreto que justifica las expulsiones por considerar a los extranjeros potenciales propagadores del coronavirus. En marzo México anunció que recibiría no solo a sus ciudadanos, sino también a las personas rechazadas procedentes del Triángulo Norte de Centroamérica. Muchos de ellos fueron posteriormente deportados por el gobierno mexicano o trasladados a la frontera con Guatemala, donde los abandonaron a su suerte.
Según datos de Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de los Estados Unidos (CBP por sus siglas en inglés), entre marzo y agosto fueron expulsados por este procedimiento 147 mil 601 personas. Hasta el 14 de agosto, 7 mil 131 de estos procedían de Guatemala, Honduras o El Salvador, según datos del Instituto Nacional de Migración (INM) obtenidos mediante solicitud de transparencia. Es decir, que la gran mayoría de rechazados son mexicanos. No hay cifras sobre cuántos solicitantes de asilo sí consiguieron pasar. Algunos lo hicieron, pero fueron muy pocos. Historias de éxito que corren como la pólvora y que empujan a familias como la de Ocampo Atanasio a jugárselo todo para cruzar.
“Piensan que si cruzan por el río los van a recibir. Porque ya lo han visto. Pero es incierto que Estados Unidos tenga un criterio. No hay un patrón especifico”, dice Paula Juárez, trabajadora social de Médicos Sin Fronteras (MSF), una de las pocas organizaciones que se mantuvieron en el campamento a pesar de la pandemia. “Algunos llevan como el año en espera y sufren mucha incertidumbre. Desde junio les están aplazando sus citas. Ahora no saben si tan siquiera en seis meses van a abrir la frontera. Han visto estas situaciones en las que cruzan y que a algunos les ha funcionado y lo replican. Porque no tienen nada que perder”, explica.
No existe un censo oficial del campamento y tampoco del número de mujeres embarazadas en su interior. La estimación de MSF es que podrían ser unas 70 de un total de unos mil habitantes en el recinto. Tampoco hay datos sobre cuántas de ellas atravesaron el Río Bravo, ni si lo consiguieron o no. Solo quedan los relatos individuales de quienes lo intentaron o los rumores sobre aquellas que tuvieron éxito.
Preguntado sobre el número de mujeres embarazadas que cruzaron en los últimos meses o que siguen su proceso de asilo al interior de Estados Unidos, la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP) argumentó que “no rastreamos esta estadística. Además, es posible que alguien esté embarazada pero no se presente, o ni siquiera lo sepa, por lo que la métrica sería engañosa”.
“Muchas de ellas no quieren que sus hijos nazcan en México, quieren que nazca en Estados Unidos. Por eso se ponen en esta situación gravísima para la vida de la embarazada y del bebé. Es muy grave la desesperación”, dice el padre Francisco Gallardo, director de la Casa del Migrante de Matamoros. El sacerdote, un tipo fornido, de formas directas, es una de las figuras que más sabe lo que padecen los migrantes en esta parte de la frontera. Asegura que desde su congregación han tratado de dialogar para intentar que estas mujeres “no se arriesguen”. Pero es en vano. “Veo una situación grave. Porque Estados Unidos no las va a recibir. La cuestión de embarazo no conlleva una seguridad, no es una garantía para estar allá”, advierte.
Animal Político consultó sobre estos casos al Instituto Nacional de Migración (INM) y Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE) pero al cierre de la edición no había recibido respuesta.
“En Guerrero hay mucha violencia, muchas cosas feas. Hubo sucesos que nos orillaron a salir del lugar”, dice Sandra Ocampo Atanasio. Tiene los ojos rasgados, la cara ovalada y una sonrisa enorme que transmite sinceridad. No le gusta hablar de las razones que le motivaron a escapar de Tecpán de Galeana, el municipio de la costa de Guerrero. En 2019, un total de 5 mil 128 personas del estado sufrieron desplazamiento forzoso según un informe elaborado por la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos (CMDPDH). El estudio recoge que es año huyeron de su casa 8 mil 644 en todo el país, lo que convierte a Guerrero en el estado que más población expulsa para salvar su vida. Aquel año la mujer todavía no había decidido hacer las maletas, pero ya lo estaba pensando.
Según explica, en los últimos tiempos vio a varios familiares morir asesinados, pero el último empujón para escapar se lo dio el grupo armado que amenazó a su esposo. Este trabajaba vendiendo remedios naturales y era instructor de taekwondo hasta que alguien quiso reclutarlo. “Tuvimos que dejarlo todo. Pero no era mi intención, nunca lo fue”, explica él. Cuenta que tenían un trabajo, una casa, una vida. Que ya hubo familiares que intentaron migrar a Estados Unidos, pero que a él nunca le atrajo la idea. Hasta que tuvo que huir. “Tienes que dejarlo todo”, lamenta el hombre, de nariz prominente, cuerpo atlético y una perilla perfectamente cuidada. Ajeno a todo el drama, acurrucado sobre las rodillas de su madre, Joshua se mantiene dormido. Apenas tiene doce días de vida y ya ha aprendido lo inhumano de las políticas en la frontera.
“Yo no quiero regresar a Guerrero. No busco el sueño americano, sino asilo político. Si no es en Estados Unidos, que sea en otro país”, explica Ocampo Atanasio. Es jueves 3 de septiembre y pasan algunos minutos del mediodía. La pareja acaba de llegar a lo que ahora es su casa, un socavón delimitado por plásticos que hacen las veces de techo y paredes al que se accede a través de una escalera cincelada en la tierra. El precario habitáculo se ubica en el extremo del campamento de solicitantes de asilo más cercano al puente internacional. Desde aquí puede verse a quienes se dirigen a cruzar legalmente. Pero ellos no pueden. Nadie en el campamento puede. Este núcleo de tiendas de campaña, lonas y precarias construcciones se levantó en Matamoros hace más de un año, en una borda de tierra que contiene las crecidas del Río Bravo. Como el piso se moldea, sirve para levantar hornos con los que cocinar o paredes en las que crear precarias estanterías. Cuando llueve todo se convierte en un lodazal insalubre.
Explica Ocampo Atanasio que esta no es la primera vez que su familia se ve obligada a escapar. Hace casi una década vivía en Tacámbaro, Michoacán, un pueblecito de la Tierra Caliente convertido en infierno por la guerra entre grupos del narco. Eran los tiempos de la guerra entre Los Caballeros Templarios y los Zetas. Aunque los actores han cambiado, la violencia nunca se detuvo en esta zona. “En ese tiempo estaba fuerte la situación en Michoacán. Todo el tiempo vivía una atemorizada, había balaceras, no se podía ir a la escuela porque cerraban. Ocurrían las balaceras y duraban hasta una semana”, dice la joven. Tenía 16 años cuando su madre la agarró a ella y a sus hermanos y se los llevó a Tecpán de Galeana, en Guerrero. Ese fue su primer exilio, que durará nueve años. Allí conoció a Fidel, que era amigo de la familia, y para cuando cumplió la mayoría de edad ya estaba viviendo con él y embarazada del primer hijo.
Nada les hacía pensar entonces, con su primer pequeño recién nacido, que siete años después tendrían que hacer las maletas nuevamente y escapar todavía más lejos, a Tamaulipas. Pero ocurrió. El 2 febrero de este año no aguantaron más y escaparon. Tomaron varios buses y cuatro días después ya estaban en Matamoros. Entonces todavía funcionaba la lista y la COVID-19 no era una amenaza. Dice Ocampo Atanasio que solo tendrían que esperar unas semanas y podrían seguir su proceso al interior del Estados Unidos. “Esto de pasar mexicanos se paró el 18 de febrero. Ahí ya no los dejaban. Se iban de aquí, pero estando en migración los retenían en las hieleras y los sacaban por Reynosa”, explica. Así que el cerrojazo fue un poco anterior a la pandemia. A partir del 20 de marzo se cerró la frontera y ahí sí, la familia perdió toda esperanza.
“Nosotros nos quedamos porque siempre tuvimos la esperanza de que se llegue a abrir y poder entrar. Queríamos hacer las cosas bien”, dice la mujer. Aquí se da una paradoja. Hablamos de ciudadanos mexicanos a los que su gobierno no ha sido capaz de proteger pero que tienen que esperar en su propio territorio hasta tratar de conseguir la seguridad al otro lado de la frontera. La situación se vuelve aún más surrealista si toma en cuenta que México ejerce de barrera para miles de centroamericanos que tienen que atravesar su territorio para pedir asilo en Estados Unidos. Este papel de contención se ha endurecido desde junio de 2019, cuando los gobiernos de Donald Trump y Andrés Manuel López Obrador firmaron un acuerdo por el que México se comprometió a frenar el flujo migrante.
Consecuencia de aquel pacto son los cientos de personas que malviven en el campamento de Matamoros. No es el caso de la familia guerrerense, convertida en desplazada en su propio país.
Cuenta Ocampo Atanasio que tras siete meses en el campamento empezaron a desesperarse y a valorar oportunidades. Entre las tiendas ya se escuchaba el rumor de que algunas embarazadas habían logrado alcanzar el otro lado y que la Patrulla Fronteriza no las hiciera volver por su estado de gestación. Ella, que había salido de su casa encinta de tres meses, veía cómo se agotaba el tiempo.
La joven es sincera sobre sus intenciones. “Salté por las circunstancias. ¿Cómo el niño va a nacer en estas condiciones? Una carpa no es apto apta para un bebe recién nacido. Y todos lo estaban haciendo. No fui la única, fueron muchísimas embarazadas”, explica. Asegura que ella nunca quiso cruzar de mojada. “La idea era entregarnos con migración. No huir, no escapar, entregarnos para que ellos nos brindaran la ayuda. Pero no fue así”, lamenta.
Cruzar al otro lado en Matamoros tiene sus trámites. Aquí toda la frontera está en manos de “la maña”, que es como se conoce al crimen organizado. Nadie salta al río sin permiso de esta estructura. Y para tener el beneplácito hay que pagar. Los precios oscilan entre los 500 dólares que se abona solo por tener el derecho a cruzar, algo así como un peaje, hasta los 14 mil que se llega a pagar para que un grupo de coyotes te deje sano y salvo en Houston, Texas.
El sábado 22 de agosto, de madrugada, un pequeño grupo atravesó el Río Bravo y logró poner un pie en Estados Unidos. El caudal todavía venía elevado después de que el huracán Hanna provocara una fuerte crecida semanas atrás, hasta el punto de poner en riesgo el campamento. Pero eso no fue obstáculo para dos hombres, dos mujeres y dos niñas hartas de dormir en tiendas de campaña. Por un lado, Ocampo Atanasio, su esposo y sus dos hijos. Con ellos una pareja de hondureños: Marvin Giovanni y Rosivel, procedentes de Choluteca, al sur del país centroamericano. Esta última, embarazada de siete meses, había enviado a sus hijos atravesar el puente internacional como menores no acompañados el 4 de enero. Antes, en julio de 2019, el marido intentó cruzar con la pequeña, de 7 años. Pero los atrapó la Patrulla Fronteriza y, a pesar de alegar que su vida corría peligro, los devolvió a Matamoros como parte de “Quédate en México”. Un mes antes, muy cerca del punto en el que cruzaron, se había producido la muerte de Óscar Alberto Martínez Ramírez y su hija Angie Valeria, dos salvadoreños que se ahogaron tratando de alcanzar el sueño americano. Como ya lo habían devuelto a él, Giovanni consideró que no tenía sentido que su mujer lo intentara. Pero ahora era diferente. Con los pequeños sanos y salvos en Virginia, el matrimonio estaba desesperado por reunirse con ellos.
El grupo caminó durante media hora hasta que llegó la Patrulla Fronteriza. Incluso Giovanni conserva una selfie que se hicieron entre los matorrales cercanos al río. Fue el último momento de caminata todos juntos. A partir de ahí sus historias se dividen. Los mexicanos fueron devueltos. Los hondureños, separados. El marido enviado nuevamente a Matamoros. La esposa, a un hotel para hacer cuarentena antes de ponerse rumbo a Virginia, donde está su familia. No hay razón que explique por qué unos sí y otros no. Son decisiones que toman los oficiales estadounidenses. Depende de la suerte. Una la tuvo y está en el norte. La otra, no, y lo devolvieron a México.
Ocampo Atanasio recuerda el momento del cruce con angustia. “Yo llevaba en ese momento contracciones. Llevaba dolores y era una situación estresante, con las preguntas. Llaman a la ambulancia y a mí me llevan. Detrás de la ambulancia iba a una patrulla. Llego al hospital y ahí estuve, me checaron los médicos y me dijeron que ya iba en labor de parto. Vine a dar a luz hasta el otro día”, dice.
Mientras a ella la llevan al hospital Valley Regional de Brownsville, su esposo y sus hijos son conducidos a Migración. Allí estarán unas horas hasta ser devueltos a Matamoros. Fidel Jaimes también recuerda con amargura aquel proceso. Especialmente, el maltrato de un funcionario, de apellido Vera, que no dejó de hostigar en ningún momento.
“Me hablaba feo, me decía cosas como ‘por qué no te pones machito en Matamoros’. Era mucha la agresión que estábamos pasando”, recuerda.
Para las 3 de la tarde del sábado 22 de agosto, James y sus dos hijos ya estaban de regreso en Matamoros. Él no lo sabía entonces, pero en ese momento su esposa había iniciado el trabajo de parto en una habitación del hospital en Brownsville. Junto a ella, en mitad de ese momento tan íntimo, no estaba él, el padre, sino un agente de migración que no abandonó el cuarto ni un momento. Lo que vivió en ese centro médico es una historia de violencia obstétrica contra una mujer vulnerable que cruzó el río porque en su país no le garantizaban que podrían proteger su vida.
“No sabía qué iba a pasar, qué estaba pasando con mi niña, que está chiquita. Estaba con mucha angustia. Todo ese día estuve con contracciones”, explica la mujer, ya tranquila, con Joshua entre sus brazos. Solo tuvo intimidad durante el tiempo que duró el trabajo de expulsión. En principio, una agente debía estar en la misma sala. Pero, según dice Ocampo, ella se negó. Así que al menos pudo dar a luz sin un policía vigilando. En cuanto el pequeño llegó al mundo, el proceso para devolver a su madre a México se reinició.
“Nace el bebé, se lo llevan a la sala donde los pesan y entra el agente de migración para poner mis huellas en el aparato y tomarme la foto. En ese momento estaba tan desgastada que no quise decir nada. Me preguntó si estaba lista y le dije que no me sentía bien. Pero agarró mi mano y las puso. No sé para qué eran las huellas. No quise preguntar. No quería saber nada. Estaba muy agotada por el parto”, explica.
Durante los dos días siguientes la mujer fue trasladada a otra habitación, siempre vigilada por un agente migratorio. Nunca se pudo comunicar con su familia.
La única llamada a la que tuvo acceso duró más de tres horas. Al otro lado, un funcionario del Servicio de Ciudadanía e Inmigración de los Estados Unidos (USCIS, por sus siglas en inglés) que le preguntaba por qué había cruzado la frontera y cuál era su temor en México. Apenas un día después de dar a luz, exhausta, sin siquiera ver el rostro de su interlocutor, tuvo que enfrentarse al escrutinio de Washington. No debió convencer al oficial porque un día después fue conducida a la frontera con su hijo. Y eso que la trabajadora social del hospital le aseguró que no podrían deportarla teniendo un hijo estadounidense. La única explicación que recibió fue que su caso de asilo había sido rechazado.
“Cuando me lo dijeron, yo solo moví la cabeza. Traía la autoestima por los suelos”, dice.
En realidad, su caso nunca fue rechazado porque ni siquiera hubo oportunidad que siguiese el proceso, según explica Lizzie Fulton, abogada del Instituto para las Mujeres en Migración (IMUMI) y que acompaña a la mujer para tratar de abrir su caso. En su opinión, el interrogatorio formó parte de otro proceso conocido como entrevista de “non-refoulement” en el que funcionarios estadounidenses valoran si el solicitante de asilo debe ser expulsado o no de regreso. El resultado fue la expulsión, pero cuando se reabran las fronteras, la mujer podrá volver a presentar su caso.
Preguntado sobre estos hechos, el CBP respondió que no se deportan a ciudadanos estadounidenses. En un correo enviado a Animal Político, la oficina fronteriza dijo que “los ciudadanos estadounidenses nunca son deportados a menos que se revoque su ciudadanía. Si un recién nacido fue expulsado o deportado, fue porque la madre se encontraba en el país ilegalmente. Ella podría haber pedido que el niño se quedara con familiares o ingresara en el sistema de servicios sociales. Pero una nueva madre probablemente no querría hacer eso y, por lo tanto, se llevó al niño con ella”.
Y tiene razón en una cosa. Ocampo Atanasio no quería separarse de su hijo. Pero tampoco le dieron ninguna alternativa. Y eso que, en el comprobante del acta de nacimiento incluyeron la dirección de la madre en Fort Pierce, Florida, el lugar en el que reside su hermana. Ahí debía haber llegado la guerrerense con su hijo recién nacido. Pero no. No le dieron esa oportunidad. Solo le dijeron que tenía que irse. Dos semanas después de la expulsión tenía cita en el hospital para las vacunas y que le entreguen los documentos que acreditan que Joshua es estadounidense. No podrá acudir porque la obligaron a permanecer del otro lado, en el país del que huye porque tiene miedo a que la maten.
Este trabajo se realizó con apoyo de National Geographic Society Covid-19 Emergency Fund