Juan Antonio Ortega Zúñiga, de 47 años, fue secuestrado hace tres meses. Salió de su casa, en la colonia Expo Fresas de Irapuato, Guanajuato, a las 8 de la noche del jueves 7 de mayo. Hizo algunas compras en una tiendita cercana y estaba de regreso cuando, a escasos metros de la puerta, hombres armados lo interceptaron y le obligaron a subir al vehículo.
“Se bajaron, dispararon, le pusieron una capucha y se lo llevaron”, dice Karen Ortega, su única hija. Habla desde el interior de su casa, una vivienda humilde y sobria, muy amplia pero prácticamente desnuda por dentro. Sobre la mesa del comedor, un afiche con la fotografía de Ortega Zúñiga y su descripción: hombre; 47 años; 1.70 de altura; ojos cafés; color de piel moreno; cabello corto negro. Carteles como esos han sido repartidos por Irapuato, por ahora sin resultados. Dice que su hija que para que estuviesen completos deberían incluir la ropa que vestía entonces: playera blanca, pantalón de mezclilla oscuro, tenis negras.
Cuenta Ortega que ella no estaba ahí en el momento en el que se lo llevaron. Comieron juntos, pasaron la tarde, pero una hora antes había marchado con su esposo y su hija. Fue la última vez que vio a su padre. Sabe lo que ocurrió porque alguien se lo contó. Alguien que escuchó los balazos al aire y alcanzó a ver un coche blanco y unos hombres que se acercaban a Ortega Zúñiga. El hombre, ya viendo el peligro, lanzó su celular a un pequeño jardín con malas hierbas justo a un costado de su casa. Los captores no se marcharon hasta que recuperaron el teléfono. Este relato lo sabe Ortega, la hija, porque se lo contaron. Pero cuando la Fiscalía General del Estado (FGE) regresó a la calle a tomar declaraciones nadie abrió la puerta de su casa. Todos tienen miedo.
El caso está denunciado ante la FGE, pero Ortega se queja de que no hay avances, que cada vez que llega a las oficinas solo le reciben con una pregunta: “¿tienen información?” “Si tuviera datos que aportar no me estuviera todos los días en fiscalía. No tengo ni medios económicos ni la gente especializada que tienen ellos”, dice la mujer, que tiene una tiendita en la que vende pollo crudo que lleva cerrada al público desde que llegó la COVID-19. “Vendemos a puerta cerrada. Vivimos casi al día”, explica.
Animal Político consultó con la FGE sobre el caso, pero al cierre de la nota no había recibido respuesta.
Guanajuato es el estado más violento de México. Con mil 691 asesinatos, es la entidad con mayor número de muertes violentas según datos del secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública. La confrontación entre el Cartel Santa Rosa de Lima y el Cartel Jalisco Nueva Generación por el control del territorio multiplicó los homicidios. En la misma calle donde vivía Ortega Zúñiga hay un anexo, un espacio traumatizado por la masacre de 28 personas en un centro similar el pasado 1 de julio. La propia víctima de secuestro acudía con frecuencia al local de rehabilitación porque 20 años atrás tuvo problemas con el alcohol y las drogas. Llevaba ya más de dos décadas sin probar una gota.
Paradójicamente, el mismo registro que sitúa a Guanajuato como el estado con más asesinados de México solo contabiliza cinco secuestros en los seis primeros meses del año, cuando en toda la República hubieron 431.
Quién sabe si la desaparición de Ortega Zúñiga entró en el cómputo.
Una cifra que explica mejor el problema es la que maneja la recién creada Comisión Estatal de Búsqueda, encabezada por Héctor Alonso Díaz Ezquerra y que certifica que algo más de 2 mil guanajuatenses faltan de sus casas.
Toda esta violencia es consecuencia de la expansión de los carteles y su guerra. Sin embargo, la hija advierte sobre el estigma. “No es como dice el presidente (Andrés Manuel López Obrador), que a los que les ocurre esto es porque andaban en malos pasos. También le pasa a la gente que trabaja. Mi papé vendía llantas. Ese era su único ingreso”, se queja.
El caso Juan Antonio Ortega Zúñiga simboliza el desamparo de las familias ante la violencia desatada en Guanajuato y las acciones del crimen organizado. Vendedor de llantas por tradición familiar (heredó el negocio de su padre) y amante de las luchas, hombres armados se lo llevaron y hasta el momento todos los intentos de su familia han sido infructuosos.
“Nunca nos percatamos de que hubiese algo extraño”, dice su hija, recordando el día del secuestro.
En su desesperación, la familia se puso a buscar.
“Al principio, cuando se lo llevaron, no quisimos ir a denunciar. No se dedicaba a ningún ilícito y pensamos que era un secuestro para pedir dinero. Empezamos a movernos con familiares para empezar a juntar y tener una cantidad que darles”, explica.
Dos días después, alguien contactó a otro alguien y a la semana tuvieron su negociación: acordaron un pago de 90 mil pesos y los presuntos delincuentes les dijeron que ese día dormiría en casa.
Allí esperaron hasta que se hizo de noche y Ortega Zúñiga no había regresado. “Hasta nos preocupamos porque no había agua caliente y seguro que él vendría con ganas de un baño”, dice Modesta, su madre.
“No nos dieron prueba de vida. Entregamos el dinero así, sin más”, dice la hija.
¿Qué más podrían haber hecho? Tiempo después, consultando con un vecino que también es militar, la familia recibió un consuelo: era preferible quedarse con la angustia de que hicieron todo lo posible a sufrir por no haber entregado el dinero y pensar siempre en qué hubiese ocurrido de haber pagado.
Con el paso del tiempo y en medio de la angustia, los Ortega han podido atar algunos cabos sueltos. El principal, que Juan Antonio había sido extorsionado. Explica su hija que en una ocasión él mismo les contó que un familiar de un antiguo cliente que había sido asesinado le llamó para exigirle dinero. Lo mismo ocurrió con otras personas que tenían vínculos laborales con esa persona, según supieron. Pero mejor no saber, debió pensar Ortega Zúñiga. Por eso, para no preocupar a su madre y a su hija, les aseguró que todo estaba arreglado. En silencio, siguió recibiendo mensajes amenazantes.
Según el secretariado ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, en lo que llevamos de año en Guanajuato hubo solo 7 casos de extorsión.
Algunas cifras oficiales no reflejan en absoluto la sensación de lo que ocurre en la calle que expresan las propias víctimas.
“Desaparecen personas en Irapuato todos los días. Todos los días desaparecen y matan gente”, lamenta Karen Ortega.
“La gente ya no denuncia por miedo, porque los ministerios públicos no levantan las demandas y porque los familiares reciben amenazas”, explica David Saucedo, analista de seguridad en Guanajuato.
Según el experto, las vulcanizadoras han sido objetivo reciente del Cartel Jalisco Nueva Generación debido a que detectaron que en algunos de estos negocios hubo infiltración de sus rivales de Santa Rosa de Lima, que los utilizaban para vender huachicol (gasolina de contrabando) e incluso estupefacientes. A su vez, explica que se han detectado casos de funcionarios corruptos o de personas aprovechadas que piden rescates aún sin tener nada que ver con la persona secuestrada.
Pero esto son hipótesis, algo de radiografía de un estado golpeado por la violencia. En realidad, Ortega Zúñiga ya ni siquiera tenía un local. Llevaba tanto tiempo en el negocio que le bastaba hacer de enlace entre los proveedores y los clientes. Quien tiene que dar respuestas es la fiscalía. Por eso su hija Karen va tantas veces a la oficina que a veces piensa que terminará apareciéndole en sueños a la licenciada encargada de su caso.
Hoy se cumplen tres meses desde que hombres armados se llevaron a un vendedor de llantas y nadie tiene una explicación sobre quién o por qué lo secuestraron.
Su hija solo tiene una petición:
“Yo no quiero represalias contra nadie. Con que me lo dejen como sea que lo encuentre. No quiero problemas. No tenemos el corazón para hacerle daño a otras personas. Solo queremos de regreso a mi papá”.