Jennifer Paola Pineda Lacan, guatemalteca de 28 años, no sabe dónde llorar a su padre, Efraín, y a sus hermanos, Nancy y Richard. En el cementerio de Sipacate, municipio turístico en la costa del Pacífico, hay tumbas con sus nombres. Pero ni ella ni el resto de la familia van nunca. No se fían. No saben si están allí, ni qué hay dentro. Desde que las autoridades mexicanas les entregaron unos ataúdes hace casi diez años siguen con la misma incertidumbre: no tienen certeza de que lo que les devolvieron fueran los cuerpos de sus familiares.
“Nos dijeron que si abríamos las cajas nos metían presos, porque era contra la ley. Nos mandaron a una persona de negro que vino a cuidar las cajas hasta que las enterraron”, dice Pineda Lacan, en conversación telefónica. Traumatizados como estaban, recibieron una caja sellada y la orden de no abrirla. Ni siquiera les entregaron un documento en el que explicaran cómo se había realizado el proceso de identificación. Era la palabra del gobierno mexicano y tenían que creerla.
Efraín Pineda Morales, de 48 años. Nancy Pineda Lacan, de 23 años. Richard Pineda Lacan, de 22 años son el padre y los hermanos de Jennifer Paola. Fueron asesinados entre el 22 y el 23 de agosto de 2010 en San Fernando, Tamaulipas.
Junto a ellos, también estaba Mayra Isabel Pineda Sifuentes Pineda, su prima, de 23 años, o Robin Estuardo Zúñiga Mijangos, vecino de toda la vida. En total, fueron 72 los ejecutados, 58 hombres y 14 mujeres procedentes de Honduras, Guatemala, El Salvador, Ecuador y Brasil.
México es un tránsito peligroso para los migrantes. Desde 2014, la Organización Internacional de las Migraciones (OIM) tiene registradas mil 560 muertes tratando de alcanzar Estados Unidos. Ni el Instituto Nacional de Migración (INM), ni la CEAV, ni la subsecretaría de Derechos Humanos tienen un censo sobre extranjeros que se dejaron la vida en tránsito hacia el norte.
Además, la Comisión Nacional de Búsqueda (CNB) tiene registrados mil 730 desaparecidos de origen extranjero, sin especificar si se trataba de migrantes. Por su parte, las organizaciones centroamericanas llevan su propio registro: el comité de familiares de migrantes desaparecidos de El Salvador (Cofamide) tiene un censo de 350 casos, el de Honduras, de 650, mientras que en Guatemala están documentados 90.
“Son cifras muy por debajo de las reales”, dice Ana Lorena Delgadillo, directora de la Fundación para la Justicia y el Estado Democrático de Derecho, que acompaña a 11 de las 72 familias.
La masacre de San Fernando fue la mayor perpetrada contra migrantes. A pesar del tiempo transcurrido quedan muchas cuestiones pendientes: no hay un solo condenado y la mayor parte de las familias no han recibido compensaciones por lo ocurrido.
Se supone que fueron Los Zetas los responsables de aquella matanza. Sin embargo, no hay verdad judicial. Aunque la Fiscalía General de la República (FGR) procesó a 15 personas nunca inició ningún juicio, así que tampoco hay condenas. De hecho, uno de los procesados falleció sin sentarse ante un tribunal. Animal Político consultó con la FGR por el estado de las carpetas de investigación, pero al cierre de la edición no había recibido respuesta.
Sobre las indemnizaciones, en 2018 la Comisión Estatal de Atención a Víctimas (CEAV) hizo público que se resarció a las familias de las cinco víctimas ecuatorianas y a uno de los sobrevivientes (fueron dos los que lograron escapar). Desde entonces no hay noticias sobre más avances. Animal Político consultó a la CEAV sobre los procesos de reparación, pero no ha recibido respuesta.
“Lo fundamental es que haya justicia y un proceso de identificación de restos”, dice Ana Lorena Delgadillo, directora de la Fundación para la Justicia y el Estado Democrático de Derecho, que acompaña a 11 de las 72 familias. Explica que están esperando que la CEAV nombre a un perito independiente para que se reúna con los allegados de las víctimas y puedan atenderse cada una de sus necesidades.
Guatemala es un país con mucha escasez en el que seis de cada diez personas viven por debajo del umbral de la pobreza, según datos del Banco Mundial. Eso fue lo que motivó a la familia a hacer las maletas y marchar con destino a Estados Unidos. Las despedidas en Centroamérica son un ritual que se repite casi a diario. Un “hasta lueg” con la confianza de que el pollero te entregue al otro lado de Río Bravo sano y salvo. Todavía recuerda Pineda Lacán el día en el que celebraron una reunión familiar para dar las bendiciones a los que se marchaban. “Se iban, pero tenían la esperanza d que iban a volver”, explica.
Nancy, su hermana, le prometió a sus hijos, que entonces tenían 9 y 7 años, que les traería un robot. Mayra, su prima, hizo lo mismo con el pequeño Gustavo, que en aquel momento tenía cuatro. Un robot y, además, una espada. Efraín, el padre, solo pensaba en cómo resolver el agujero que le había dejado un mal cliente que le compró un camión y luego se lo quitó, dejándole sin camión y sin dinero. Y Ricard, el hermano, consolaba a su madre prometiéndole que ganaría lo suficiente para hacerle una gran casa ahí en Sipacate.
“Lastimosamente, nunca se pudo hacer”, dice la hermana.
Aquella última reunión familiar fue el 2 de agosto de 2010. Veinte días después, tras 48 horas sin comunicación con sus allegados, llegaron las noticias: habían masacrado a muchos migrantes en San Fernando, Tamaulipas, apenas a 150 kilómetros de la frontera con Estados Unidos. Aquella casa se convirtió en centro del dolor que algún desalmado trató de aprovechar.
Ese mismo día, con sus familiares ya muertos, recibieron una llamada pidiéndoles 80 mil quetzales (algo más de 225 mil pesos) a cambio de sus vidas. Era una extorsión. Luego supieron que el teléfono desde el que les contactaron era el de un policía del pueblo, pero nunca lo persiguieron. La impunidad no es exclusiva de México.
En estos diez años transcurridos desde la tragedia, la familia Pineda se ha sentido abandonada por las instituciones. Ese mismo año en el que fueron asesinados Efraín, Nancy y Richard se vieron obligados a vender su casa. No alcanzaba el dinero. “Nos quedamos en la calle. Teníamos deudas, no teníamos con qué pagar y la gente ya estaba exigiendo, así que tuvimos que vender la casa”, explica. Ángela, la abuela, tuvo que hacerse cargo de sus dos nietos. Tampoco recibió ningún apoyo. Y ella misma, que había visto cómo mataban a su padre y a dos de sus hermanos en el peligroso camino hacia Estados Unidos, tomó la misa ruta hacia el norte.
“Intenté ir a Estados Unidos en 2018, antes de las caravanas. Pero me agarraron antes de llegar a la frontera”, explica. No recuerda exactamente el lugar, pero sabe que todavía no había sobrepasado San Fernando. Dice que no tuvo miedo, pero que aún recuerda el maltrato y los insultos al interior de alguna celda del Instituto Nacional de Migración después de que unas compañeras salvadoreñas dieran fuego al colchón y tuviesen que evacuarlas.
A día de hoy, su reclamo sigue siendo la justicia. Y el primer punto es la exhumación. “Pedimos que le hagan justicia, que hagan la exhumación para que mi mamá ya esté tranquila”, afirma Pineda Lacán. Dice que su madre ya está afectada, que pierde la memoria de tanto pensar en todo lo que ocurrió y que volver a abrir las tumbas les daría algo de paz.
Desde que recibieron aquellas cajas, nadie en la familia se cree que ahí estuvieran Efraín, Nancy y Richard. Que no les permitiesen ver en su interior solo refuerza sus sospechas. Además, como explica Fabbiene Cabaret, de la Fundación por la Justicia y el Estado Democrático de Derecho, quienes sufren una pérdida así suelen fiarse más de lo que ven. En este caso tampoco llegaron documentos que sustentasen la identificación.
En 2013, esta familia, junto a otras cinco de Guatemala, otra de El Salvador y una de Brasil oficializó su petición de reabrir las cajas. Sus tesis se reforzaron cuando la Comisión Forense (un ente formado por miembros del Equipo Argentino de Antropología Forense, la FGR y representantes de las familias) determinó que no podía certificar que ahí estuviesen los familiares. Hay antecedentes que no les dan confianza. Como el del hondureño que enviaron con el nombre de otra de las víctimas y no subsanaron el error.
Siete años después de aquella petición solo una de las familias logró que se analizasen los restos que les habían enviado. Se trata de Glenda Yaneira Medrano Solórzano, a quien se identificó nuevamente en 2017.
Actualmente se han celebrado diversos encuentros entre autoridades mexicanas y guatemaltecas, pero no se ha llegado a ningún acuerdo para iniciar los trabajos de exhumación.
Diez años después, Jennifer y toda su familia sigue esperando por la justicia.
“Estamos demasiado mal. No fueron unos perros los que mataron, necesitamos ayuda. Nosotros perdimos la vida junto con ellos”, lamenta.
“Para nosotros ellos no están acá. No los vamos ni a ver porque no sabemos si son ellos”, se queja.
Hasta que no haya una investigación, esas lápidas en el cementerio de Sipacate no son lugar de despedida y recuerdo, sino de desconfianza.