Fátima Cecilia Aldrighett Antón era la más pequeña de su familia. Tenía siete años y quienes la conocieron la describen como curiosa y risueña. Le gustaba ayudar a todos, por eso es que quería ser doctora o volverse millonaria para poder ayudar a los niños en situación de calle, curarlos o darles dinero para comer y vestir, relata su hermana apenas conteniendo el llanto.
Lo primero que preguntaba a quienes atendían algún negocio cerca de su casa era “¿qué haces?”, y cada respuesta traía otra y otra pregunta. Era tan inocente, que también podía hablar con cualquiera aunque no lo conociera bien.
Si había más clientes, les decía “¿me regalas un pesito?”. Con eso compraba borrachitos, un dulce típico de leche envinado que costaba un peso. “Esos eran sus favoritos, igual que de Panchito, su hermano de 9 años”, narra Olivia la dueña de la papelería a la vuelta de la casa de la familia Antón, en Tulyehualco, en la alcaldía Xochimilco.
Fátima apenas había entrado a primer año de primaria, en el turno vespertino y en una escuela distinta a la de su hermano. Por eso es que en la tarde, ya con el uniforme puesto, acompañaba a su madre a recogerlo y luego ambos la dejaban a ella en su escuela, la primaria Enrique Rebasamen a las 2 de la tarde.
Así era su rutina, dice una de las vecinas con quien frecuentemente coincidían en la parada del camión a esa hora. “La niña era muy obediente, si Magda le decía que se quedara quietecita, se entretenía con cualquier cosa, un palito, una plantita mientras platicábamos”, relata la señora Rosalba.
A veces los dos pequeños acompañaban a su madre al café internet de la vuelta, pero sólo podía pagar por la renta de una computadora. “Cuando mi hija estaba aquí viendo videos, Fátima se acercaba y ya las dos veían Pepa Pig o el Chavo del Ocho, que le gustaba mucho”, cuenta Job, el dueño del negocio.
Los vecinos conocían bien la situación de la familia que vivía en esa casa con zaguán azul y barda apenas en pie con las varillas expuestas. María Magdalena era madre de tres hijos; su esposo, José Luis Aldrighett, de 71 años, había sido zapatero, pero al separarse él se fue a vivir a Tláhuac y se dedicó a manejar un moto-taxi, donde ganaba poco.
María Magdalena se dedicaba a quehaceres domésticos, pero no era un trabajo estable. Apenas hace un mes había comenzado a vender dulces caminando por la colonia con sus dos hijos pequeños y su hija mayor, Karla, de 18 años, decidió hace un año vivir con su novio.
Fátima nunca tuvo un festejo de cumpleaños, tampoco fue bautizada, y muchos de sus juguetes y ropa eran donaciones de los vecinos, y algunas veces también les regalaban comida. Por eso, la solidaridad en esta comunidad debía ser aún más intensa ante la tragedia que la familia estaba viviendo.
El 11 de febrero pasado, la pequeña Fátima salió de la escuela a las 18:30 horas como todo los días, pero ésa vez, su madre se había retrasado unos minutos. Aún así, los maestros de la primaria dejaron a la pequeña en la calle y una mujer que no ha sido identificada, se la llevó.
Las siguientes horas fueron de desesperación, sobre todo porque el Ministerio Público no quiso tomar la denuncia de la desaparición argumentando que debían esperar 72 horas y al otro día, después de lograr que la Procuraduría emitiera la alerta Amber para su búsqueda, los vecinos pegaron carteles por toda la colonia pero nadie dio ningún dato de la pequeña, ni las autoridades que se presentaron hasta el domingo 16 de febrero para hacer investigaciones en la zona.
Buscaban a la mujer que se había llevado a la niña y cuyo rostro había quedado registrado en las cámaras de la ciudad, pero ya habían pasado cinco días de la desaparición.
Ese día también encontraron los restos de una menor en una bolsa de plástico a menos de tres kilómetros de la casa de los Antón y por la tarde, la Procuraduría hizo los exámenes de ADN para determinar si se trataba de Fátima. La respuesta fue positiva.
La madre, María Magdalena estaba desecha. Aunque Olivia su vecina le ofreció de cenar la noche del domingo, no probó bocado. “Empezó a temblar y se encerró en su casa, llevaba días sin dormir y sin comer, hasta con preocupación nos dejó anoche”.
Sonia López, tía de Fátima, estaba quebrada. No podía contener el llanto mientras hablaba de la pequeña, a quien se refería como “mi niña amada, mi niña preciosa”. Hoy aún estaría con vida de no ser “porque las instituciones no dieron la atención que debían dar, porque no se siguieron los protocolos que se debían seguir”.
Antes de llevarse el cuerpo de la pequeña del Instituto de Ciencias Forenses, Sonia declaró ante reporteros que “había un problema de salud mental y no se le dio la atención, es algo que ya se había reportado, que ya habíamos pedido”.
Con su dolor mezclado con impotencia describió que “Fátima estuvo en una situación muy vulnerable de la que alguien se aprovechó. Alguien vio que no había los cuidados pertinentes para Fátima y pensó que no íbamos a reclamar su nombre, que iba a pasar como una desconocida, que iba a ser una más de tantas miles que están desaparecidas en este país y no es así. Fátima no la vamos a olvidar, tiene que ser un nombre que recuerde que vivimos en un país de desaparecidos, de desigualdad, de gente que no le importa que sea una más”.
Aunque no precisó que el problema mental al que se refirió era de María Magdalena, la madre, quienes la conocen dicen que si bien no tiene un diagnóstico de algún padecimiento mental, su temperamento era inestable, “parecía que tenía un problema de nervios”, aunque eso no impidió que cuidara bien de sus hijos, afirman algunos vecinos.
Al conocerse este caso, el Sistema para el Desarrollo Integral de la Familia de la Ciudad de México (DIF-CDMX) envió una tarjeta a medios de comunicación en la que informó la existencia de un expediente del caso de la familia de apellidos Antón Fernández, residente en Xochimilco.
En noviembre del 2015, una persona cercana a la familia interpuso un reporte por “problemas en el círculo familiar, descuido y maltrato emocional hacia un niño y dos niñas, una de ellas de iniciales F.C.A.A., que entonces tenía dos años de edad”.
De acuerdo con esta tarjeta, un trabajador social del DIF de la Ciudad de México, asistió al domicilio de la familia y la madre informó que estaba siendo atendida por una trabajadora social del DIF nacional, quien también acudía por reporte de maltrato, por lo que en febrero de 2016 el DIF de la Ciudad de México cerró el expediente.
Sin embargo, en julio de 2017, una mujer quien dijo ser tía de Fátima, llamó al DIF de la Ciudad de México para solicitar orientación para el proceso de guarda y custodia de sus sobrinos, “señalando que existía descuido y negligencia generado por la progenitora y padrastro”, pero después de esa fecha “no se tiene ninguna interacción con la solicitante”, según la información oficial.
Nadie en la familia quiso hablar al respecto, pero ya en el funeral, cuando el pequeño féretro blanco llegó a la casa de la familia en Tulyehualco, Sonia y María Magdalena lloraron juntas, abrazadas. Mientras la madre recibía el pésame, la tía se llevaba las manos a los ojos hinchados para limpiarse las lágrimas. Hubo muchas palabras entre ellas, pero nadie se enteró entre la multitud de porras, llanto y alabanzas.
Eran las 18:30 horas y para entonces, los vecinos ya habían logrado cooperar lo suficiente para comprar flores y comida; otros donaron las lonas y sillas para el funeral. También habían resuelto los demás gastos gracias a que la organización de moto- taxis de la zona y la alcaldía de Xochimilco pagaron los 12 mil pesos de la funeraria. “¿Te imaginas? Ellos no hubieran podido pagar eso”, dice Olivia, la vecina que se ha encargado de la colecta y los pagos.