Edgar convirtió su pecho en un lienzo. Ahí aparecen dibujados un niño, un reloj y rejas, muchas rejas.
“Representa los tres años que estuve preso”, dice.
Edgar es un hondureño de Comayagua de 28 años, chaparrito, que el domingo 19 de enero, en la orilla del río Suchiate, limpiaba sus zapatillas con un cepillo de dientes.
Edgar no es un delincuente. No robó, ni mató, ni estafó a nadie. Pero pagó una pena de prisión que lo convierte en expresidiario.
La historia de su pecho, de cómo permaneció tres años en la cárcel, es el reflejo de un sistema migratorio perverso.
Cuenta Edgar que cuando tenía 17 años estaba en Dallas, Estados Unidos. Había cruzado tiempo atrás pagando 4 mil 500 dólares a un pollero. Quiso la mala suerte que un día se saltase un stop y la policía le diese el alto cuando se dirigía a trabajar de lavaplatos en un restaurante.
“Me halló la identificación falsa, que le llaman fake ID. Y me arrestaron por eso”, explica.
Pasó dos meses bajo arresto y le cayeron cinco años de “probation”, libertad condicional con la obligación de firmar semanalmente.
“Como estaba de ilegal me deportaron, así que no pude cumplir”, afirma.
Dos años después volvió a probar suerte. Lo logró, pero luego, en un descuido, fue arrestado nuevamente. Le cayeron tres años de cárcel por no cumplir con unas medidas que el mismo gobierno que se las impuso le impidió obedecer. Si estaba deportado no podía firmar, así que, a ojos de la justicia estadounidense, se convirtió en un prófugo y tuvo que expiar su culpa.
Las injusticias padecidas en Estados Unidos no le quitaron las ganas de intentar regresar.
Necesidad gana a orgullo.
“En Honduras no hay trabajo. Lo he intentado todo, pero nos morimos de hambre”, dice.
Edgar es uno de los cientos de centroamericanos que actualmente están encerrados en alguna de las estaciones migratorias del sur de México. Puede estar en Tuxtla Gutiérrez o en Tapachula, Chiapas. O en Acayucan, Veracruz.
Llegó a la frontera entre Guatemala y México junto a cientos de centroamericanos que se sumaron a la caravana que partió el 15 de enero de San Pedro Sula, Honduras. Su sueño era regresar a Estados Unidos, pero chocó con el muro mexicano.
No hay cifras exactas sobre cuántos migrantes fueron detenidos durante la última semana. Tampoco, sobre cuántos fueron devueltos a su país de origen. El cálculo aproximado es unos 4 mil arrestados entre Chiapas y Tabasco y al menos un millar devueltos por tierra y aire a Tegucigalpa y San Pedro Sula.
México se convirtió, por el momento, en una barrera infranqueable para los centroamericanos que huyen como Edgar. Muchos ya están planeando alternativas para lograr alcanzar el norte.
Según datos del Banco Mundial, seis de cada diez hondureños son pobres. También seis de cada diez guatemaltecos, y tres de cada diez salvadoreños. La Organización Mundial de la Salud (OMS) considera “pandemia” de violencia una tasa de 10 asesinatos por cada 100 mil habitantes. En Guatemala (33), Honduras (42) y El Salvador (50) superaron con creces esta cifra. Para que estos países no estuviesen enfermos de violencia deberían matarse tres, cuatro y cinco veces menos de lo que hacen ahora.
Morir por 150 pesos
Buscar un trabajo y escapar de la violencia son los dos argumentos que explican el éxodo centroamericano.
Sergio Bonilla, de 23 años y de Choloma, cerca de San Pedro Sula, une estas dos razones.
En Choloma la violencia está desatada hasta tal punto que las autoridades municipales decretaron un toque de queda en agosto de 2019.
Bonilla, además, trabajaba como piloto de autobús de la empresa Emtruch. En Centroamérica, manejar transporte público tiene un plus de peligrosidad. Si tu patrón no paga la extorsión el muerto puedes ser tú. Así que son habituales los asesinatos de choferes y ayudantes.
Explica el joven que pagaban 200 lempiras diarias (152 pesos) a la Mara Salvatrucha, una de las dos grandes pandillas que operan en Guatemala, Honduras, El Salvador, sur de México y Estados Unidos. El Barrio 18, sus grandes rivales, decidió entrar en el negocio. Así que los 200 se convirtieron en 400.
“La empresa no pudo pagar y empezaron a matarnos”, dice.
Asegura el joven, a las puertas del paso fronterizo con México, que seis de sus 30 compañeros de trabajo fueron asesinados a tiros. Ante estas perspectivas, la mitad de los trabajadores dejaron la empresa. Y él no volvió a conseguir un empleo.
“Estoy aquí porque ocupamos trabajo, no venimos a hacer daño a nadie, nuestra misión es llegar a Estados Unidos. Ahí de donde venimos la vida está complicada, la extorsión, la luz está cara, la violencia, por eso nos venimos”, dice.
Bonilla tiene 21 años y tres hijos. Con 15 años se casó con una niña de 14 y al año ya eran padres. Luego vinieron otros dos.
“Lo único que quiero es trabajar. Si me ofrecieran trabajo aquí me quedaría. Nunca había migrado para estos lados porque tenía, la necesidad me hizo perder el miedo”; dice.
Todavía no sabía Bonilla que a sus compañeros que siguieron las órdenes del gobierno de México les iban a dar la vuelta. Pero ya lo sospechaba.
“Nos dijeron de entrar de 20 en 20 pero lo que están haciendo es agarrarlos y deportarlos”, dijo.
“Venimos por necesidad, no a jugar”, afirma.
La caducidad de la regularización de AMLO
No todos los que se sumaron a la caravana tienen como destino Estados Unidos. Los hay como Jason Martínez, de 22 años, que ya se había establecido en México, pero al que el INM le obligó a sumarse a la caravana.
Relata que llegó al país un año antes, en la primera marcha de 2019. Aquel éxodo se encontró con el único intento de Andrés Manuel López Obrador de hacer una política diferente. Entre el 18 y el 28 de enero se entregaron más de 13 mil tarjetas de visitante por motivos humanitarios que permitían trabajar y entrar y salir del país sin restricciones por el plazo de un año. “Podrán ser renovadas”, dijo entonces el INM.
Martínez decidió aprovechar las circunstancias y se instaló en Monterrey, donde era vendedor ambulante de semillas. Su problema: se venció la tarjeta y el INM no quiso renovarla. Bajó a Chiapas para realizar el trámite, pero le dijeron que no podría regularizar su situación. Así que se volvió a convertir en ilegal.
Después de un año viviendo legalmente en Monterrey terminó encerrado en la estación migratoria Siglo XXI.
Regresar a Tijuana para buscar trabajo
“Mi propósito es estar con mi mamá en Tijuana, no necesariamente es Estados Unidos. Ahí hay trabajo”, dice Kevin Josué Rivera Ríos, de Tegucigalpa, de 23 años, y que carga con su hija de ocho meses. Es también domingo y el joven se encuentra en la orilla del río Suchiate junto a su esposa. Tienen todavía esperanza. No saben que, una semana después, no habrá caravana y todos estarán detenidos o deportados.
“Todo el mundo aspira a ir a Estados Unidos, ahí hay más dinero, pero el dinero no compra la felicidad”, dice el joven. Explica que él ya estuvo en Tijuana y afirma, convencido, que ahí hay trabajo. Asegura que estuvo empleado en maquilas de Baja California pero no explica por qué se regresó a Honduras. Dice que buscó un modo de ganarse la vida en Honduras pero que terminó desesperado.
Por eso huye con una niña en brazos.
Su gran preocupación, dice, es la respuesta de México.
“Me da temor ir con mi hija porque dicen que lanzan bombas de gas, pero pongo la vida de mi hija, mi esposa y todos los que estamos aquí en manos de dios”, afirma.
Un día después de la entrevista, la Guardia Nacional repelerá con gases lacrimógenos a los cientos de centroamericanos que trataron de cruzar el Suchiate. Rivera Ríos estaba entre ellos.
Algo muy poderoso tiene que ocurrirte para atravesar un río con tu hija de menos de un año en brazos y dirigirte hacia una barrera de antimotines cuya única misión es impedirte el paso.