Édgar Arturo Aviña tenía 29 años cuando entró a trabajar en 2008 como subadministrador de aduanas del Aeropuerto Internacional de Cancún, en el estado de Quintana Roo. Por su excelente dominio del inglés -estudió la escuela y el high school en Estados Unidos- y por su licenciatura en Comercio Exterior, el trabajo en la aduana de unos de los aeropuertos más cosmopolitas e importantes de México le quedaba como anillo al dedo. Por eso dejó la Ciudad de México y se trasladó junto a su pareja Leslie a las paradisiacas playas del caribe mexicano.
Pero el paraíso duró poco.
A los cuatro meses de iniciar el trabajo, Édgar detectó que, además de productos, por la aduana del Aeropuerto Internacional de Cancún también estaban entrando ilegalmente cientos de personas que venían traficados desde países asiáticos.
Arturo Aviña, de 67 años y padre de Édgar, cuenta que su hijo denunció ante el comité de vigilancia de la Aduana que había indicios de que en el aeropuerto operaban redes internacionales de tráfico de personas. Y, además, hizo otra denuncia: como responsable del área de almacenamiento de la aduana, señaló que también había detectado la llegada de varias toneladas de precursores químicos que se utilizan para fabricar drogas sintéticas.
Poco después de hacer estos señalamientos, Édgar fue con un compañero de trabajo a un bar. Era la noche del 2 de noviembre de 2008, y en la televisión pasaban un combate de box. Cenaron, disfrutaron de la adrenalina del combate, y a eso de la 1:30 de la madrugada se despidieron. Édgar salió a la calle para buscar su coche. Caminó unos metros por la avenida Yaxchilán, una de las más concurridas por los turistas de Cancún, y a los pocos minutos desapareció sin dejar rastro.
“Suponemos que lo secuestraron”, dice encogiendo los hombros Arturo Aviña, que achaca la desaparición de su hijo a que éste es una persona con ética que, por sus valores y su convicción religiosa, siempre rechazó la corrupción.
“Pero, hasta ahora, no sabemos con certeza por qué desapareció -añade-. Nadie nos ha pedido rescate, ni se ha comunicado con nosotros. Y las autoridades de Cancún nos dicen que están investigando, que van a dar resultados, y que no nos desesperemos. Pero ya han pasado casi 12 años… y mi hijo sigue desaparecido”.
Cuando escuchó por la radio que el viernes en la tarde llegó a la ciudad la Caminata por la Paz convocada por el poeta y activista Javier Sicilia, y secundada por la familia Lebarón y cientos de personas que son víctimas o familiares de víctimas de la violencia, Arturo asegura que no lo pensó: corrió a una tienda, imprimió dos fotos enormes de su hijo -una para llevarla él y otra para que la portara su mujer-, y se trasladó a la Estela de Luz para compartir su testimonio.
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“Me uní a la Caravana porque es un grito de desesperación y de dolor”, dice apoyado junto a una de las puertas metálicas de acceso al Bosque de Chapultepec, en la que se agitan con los golpes del viento cientos de telares que llevan bordados los nombres de innumerables víctimas, como Raúl Robles, líder del frente contra la corrupción en el municipio de Río Verde, San Luis Potosí, que fue golpeado hasta la muerte por policías municipales; o Ángel Aguirre Nieto, cuyo cuerpo decapitado fue hallado en un puente de Miguel Alemán, en Michoacán.
Como el resto de la Caravana, Arturo Viña lamenta que él y su esposa también están muertos en vida por la incertidumbre y el desgaste que, con el paso de los años, los va carcomiendo como un cáncer que avanza lento pero letal.
Ya lo han intentado todo, plantea a colación. Tras aquella fatídica noche de noviembre, Arturo vendió el taxi con el que laboraba en la Ciudad de México y se trasladó a Cancún en busca de respuestas. Como Sandra Jazmín Luna, integrante de la Caminata que busca a su esposo desaparecido, él también la tuvo que hacer de detective por su cuenta y riesgo, hasta que las amenazas y el temor de dejar huérfanos a sus otros dos hijos lo hizo regresar.
“Estuve ocho meses allí. En ese tiempo, le llevé a las autoridades de Cancún las sábanas de las llamadas de celular y del radio de mi hijo, y un mapa con su última posición. Y hasta ellos se sorprendían. Me preguntaban: ¿cómo ha conseguido usted toda esa información?”.
Ahora, aunque aún mantiene viva la esperanza de hallar a Édgar, Arturo se toma un respiro para agarrar fuerzas y decir que, a 12 años de la desaparición de su hijo, no tiene más remedio que iniciar los trámites para declararlo oficialmente como muerto. Porque, de no hacerlo, sus dos nietos, un joven de 20 años que ya entró a la universidad y una niña que ya está en secundaria, no pueden acceder a los beneficios del seguro que tenía Édgar.
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“Que un padre declare como muerto a un hijo es algo muy duro -dice el hombre de 67 años ahogando un sollozo-. Mi esposa y yo estamos seguros de que nuestro hijo está vivo, de que un día va a volver con nosotros. Pero necesitamos que nos den esa ayuda del seguro”, expone Arturo, que explica que tras un accidente laboral en el que perdió la mano y parte del brazo derecho se le ha complicado mucho apoyar a sus nietos.
“Por eso lo hacemos, por amor a nuestro hijo -concluye aferrado a la lona con el retrato de su muchacho, un joven de ojos negros y barba de candado-. Para que mis nietos puedan estudiar y prepararse, y tener un buen futuro”.
María de Lourdes Romero Díaz tampoco pudo asistir a la Caminata que salió el jueves de Cuernavaca para recorrer a pie el trayecto hasta la Ciudad de México.
Pero cuando supo de su llegada a la Estela de Luz, donde este sábado se hizo una jornada cultural de lectura de poesías, conciertos musicales, y la exposición de testimonios de víctimas y de familiares de víctimas, también se puso una camiseta blanca con la fotografía de su cuñado desaparecido, Leonel Báez Martínez, de 35 años, y se unió a la Caravana.
Con la lúgubre lectura de fondo del poema ‘Instrucciones para contar muertos’, declamado con pasión por la actriz Julieta Egurrola, María de Lourdes trata de explicar, con el sofoco de la angustia impregnado en su rostro juvenil, que su cuñado desapareció en circunstancias extrañas junto a otros dos jóvenes cuyas fotografías también porta en su playera y en dos lonas: Ángel Gerardo Ramírez Chaufón, de 20 años, y Jesús Armando Reyes Escobar, de 30 años.
Los tres trabajaban para la cadena comercial Sanborns, aunque en sucursales diferentes en la alcaldía Gustavo A Madero. Ángel era mesero en la sucursal de Parque Linda Vista; y Jesús y Leonel trabajaban en otra sucursal próxima a la Avenida Politécnico, como bodeguero y chófer, respectivamente.
No está muy claro si se conocían, si eran amigos, o qué relación tenían. Pero los tres laboraban para la misma compañía, y los tres desaparecieron en la misma zona, el mismo día: el domingo 29 de noviembre del año pasado.
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Más allá de esto, poco más se conoce con certeza. Y la investigación de las autoridades, aún no dan resultados “a casi dos meses” de la desaparición, denuncia enojada y con el ceño fruncido María de Lourdes.
A su alrededor, algunas de las personas que la escuchan, bajan la mirada, y guardan un silencio cargado de pesadumbre. No quieren decirle que está rodeada de casos como el del propio Arturo Aviña, que lleva ya casi 12 años sin respuestas; o como el de Rubén Alonso Gómez, que busca a su hermana Marazuba Teresa Gómez, una agente federal antisecuestros que desapareció en Durango hace una década; o como el de María Salvadora Coronado, que busca a su esposo desaparecido hace nueve años. Y así, una lista tan interminable como la de los nombres de víctimas bordados en los telares, o como los casos que están grabados en placas metálicas en el suelo de la Estela de Luz.
Pero, para María, el sufrimiento de estos casi dos meses se siente ya como el paso de toda una vida. Visiblemente nerviosa, sube al escenario por el que han pasado otras decenas de testimonios y grita desgarrada que, por favor, la ayuden a encontrarlos vivos.
“Son tres personas que queremos en casa. Por favor, ayúdennos a que regresen…”, pide la joven, que quiere continuar con su discurso, pero no puede.
Las lágrimas le quiebran la voz y el micrófono se queda en silencio unos largos segundos, hasta que desde el público surge con fuerza un grito espontáneo: “¡No estás sola!”, “¡No estás sola!”.