Manuel, de 40 años, y Eva, de 46, son nicaragüenses y llegan al parque central de Ciudad Hidalgo con cara de susto. Es lunes y acaban de desembarcar de uno de esos botes hechos con madera y neumáticos que cruzan el río Suchiate, frontera natural entre México y Guatemala.
No saben dónde están, qué tienen que hacer o a dónde dirigirse.
Su objetivo es alcanzar la frontera con Estados Unidos. Tienen por delante mucho trayecto. Son de Chinandega, un municipio de Nicaragua que hace frontera con Honduras al que se le conoció como “la ciudad de las naranjas”. Desde su casa hasta Tijuana, en Baja California, son 5 mil kilómetros. Desde su casa hasta Reynosa, en Tamaulipas, son 2 mil 700 kilómetros.
Son días largos para Manuel y Eva, que comandan un grupo de ocho nicaragüenses que lleva 48 horas en ruta.
Con ellos marchan sus tres hijos, un nieto, un sobrino y un amigo de la familia. Nadie conoce México. Atrás quedaron Honduras, El Salvador y Guatemala, los países que atravesaron tras dejar su casa en Chinandega.
El tramo de hoy consta de 30 kilómetros entre Ciudad Hidalgo y Tapachula.
Una cosa importante que no saben: sortear los retenes instalados por el Instituto Nacional de Migración (INM), apoyado por la Policía Federal y miembros del Ejército y la Marina. Se lo explicará un tipo antes de subirse por primera vez a una combi. “Qué cosas tiene que hacer uno”, bromeará después Manuel, cuando se sienta a salvo.
La parte de la familia que logró sortear la barrera lo hizo a pie, caminando entre la maleza y los sembradíos, por lugares apartados en los que lo mismo un lugareño te ofrece una mano amiga que un indeseable te asalta y te deja sin nada.
Lo hicieron a pie, expuestos, escondidos, vulnerables, como siempre se ha hecho.
Al final solo la mitad del grupo habrá logrado su objetivo: Manuel, Eva, su hija y su sobrino. Del resto no saben nada.
Lo más probable es que fueran interceptados en el retén instalado en el kilómetro 6.5 de la carretera Tapachula-Talismán.
El anuncio del despliegue de 6 mil integrantes de la Guardia Nacional para frenar la migración en Chiapas no ha provocado ninguna nueva reacción. No hay agentes del nuevo cuerpo, no llegarán, al menos, hasta el 30 de junio, pero sí hay retenes del INM, militares y marinos. También hay migrantes como la familia de Manuel que se ven obligados a transitar los penosos caminos de siempre. Los más alejados y los más peligrosos.
“El control hace que los caminos sean más peligrosos, más expuestos”, dice Andrea Villaseñor, directora del Servicio Jesuita al Refugiado. “El control de fronteras lo que hace es que la gente vaya por caminos más peligrosos”, denuncia.
“No hay trabajo, no hay nada”, dice Manuel, un tipo pequeñito y calmado, mientras explica por qué decidieron hacer las maletas. Antes de iniciar el tránsito, el hombre pone las reglas: no quiere fotografías en las que aparezca su rostro o el de sus familiares. Tampoco quiere que se publique su nombre completo.
“Si regresamos podemos tener problemas”, dice su esposa, Eva.
Nicaragua se enfrenta a una grave crisis desde hace más de un año. Comenzó el 18 de abril de 2018, con las protestas de los jubilados contra el gobierno de Daniel Ortega, antiguo comandante del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) y presidente en dos periodos: por un lado, entre 1979 y 1990, tras derrocar por las armas al dictador Augusto Somoza. Por otro, desde 2006, cuando gana por primera vez unas elecciones. Según relata Eva, las marchas de los jubilados provocaron un efecto dominó: le siguieron los estudiantes, y una represión más dura.
Al menos 325 personas murieron durante aquellas protestas según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), la mayor parte a manos de la policía y de grupos paramilitares afines al ejecutivo.
Los bloqueos y las huelgas han dañado la economía del país centroamericano. Por eso, dice Manuel, ya no hay trabajo.
“Llevábamos una semana pensando en marcharnos”, dice. Explica que es carpintero y que la crisis abierta hace un año provocó que la demanda de empleo se desplomase. “Las empresas se marchan, todo está muy mal”, afirma. Eva trabajaba como vendedora de ropa interior en la terminal de autobuses.
No alcanzaba para alimentar cinco bocas.
Por eso hicieron las maletas. Por eso quieren alcanzar Estados Unidos siguiendo la ruta que anualmente toman miles de hondureños, guatemaltecos, salvadoreños y nicaragüenses.
Eva dice que vendieron todo lo que tenían en la casa: dos televisores, una motocicleta, la lavadora. Hasta rentaron su vivienda, donde ahora se queda un primo. A pesar de deshacerse de todas las posesiones acumuladas durante años, asegura Manuel que solo lograron reunir 600 dólares a dividir entre ocho personas durante cientos de kilómetros de trayecto. No alcanza ni haciendo magia. Solo en el viaje desde Ciudad de Guatemala hasta Tecún Umán el carpintero calcula que se les fueron unos 90.
La historia de migrantes irregulares, como los integrantes de esta familia nicaragüense, comienza aproximadamente a las 7 de la mañana en la casa del migrante de Tecún Umán, en Guatemala. A esa misma hora, a más de 1,200 kilómetros, el presidente Andrés Manuel López Obrador ofrece su conferencia mañanera. Presenta el equipo que implementará el acuerdo suscrito el viernes entre México y Estados Unidos por el que se desplegarán 6 mil integrantes de la Guardia Nacional en la frontera sur para evitar el paso de gente como Manuel.
El carpintero, sin embargo, no se muestra preocupado. “Si hubiese Guardia Nacional pues nos escondemos”, dice al navegar en las precarias balsas que cruzan diariamente la frontera entre México y Guatemala.
Tocar tierra es el primer golpe contra una realidad desconocida. Avanza el grupo sin tener muy claro hacia dónde. Por suerte, la plaza central está cerca del embarcadero, para él, estos sitios tienen algo de tranquilizador.
Hay que buscar la combi. Alguien en el albergue de Tecún Umán, donde se unen los recién deportados con los que inician la ruta, les dijo que debían tomar una. Pero ellos no saben lo que es, solo que les transporta.
“¿Qué es una combi? ¿Dónde se agarra?”, pregunta Eva.
Pasa un camión de reparto de bebidas. Y una camioneta que transporta verduras. Ni rastro de las combis, que tienen la parada a dos cuadras, pero ni Eva ni el resto de la expedición lo saben.
En una de las esquinas de la plaza se celebra la primera asamblea familiar. Aquí se tomará una decisión clave. Irán en dos grupos. Se adelanta el primero.
El conductor de un bicitaxi observa a los rezagados y comprende que no tienen la más remota idea de en qué lugar se encuentran. Les ofrece llevarlos a algún lugar y les advierte que el INM tiene retenes en el camino. Ellos no se fían. Siguen adelante. Antes, preguntan al tipo del bicitaxi por las famosas combis. “La parada está a dos cuadras”, responde.
No son ni las 9 de la mañana cuando la camioneta arranca. Va llena. Muchos estudiantes y cuatro nicaragüenses que quieren llegar a Estados Unidos, pero no saben en qué punto se encuentran de Chiapas. Un tipo, al ver sus dudas sobre si subirse o no en la camioneta, les ha dicho que deben bajarse en algún punto. Y ellos obedecen. No tienen más opciones.
“La vida está muy difícil allí”, dice Kevin, el sobrino. Explica que tiene 23 años, que le gusta el fútbol más que nada, que empezó a estudiar derecho el año pasado pero que las protestas y el cierre de la universidad le obligaron a dejar el curso. Mientras habla, observa fijamente un retén de la Policía Federal. Mira intranquilo. Cree que el viaje ha llegado a su fin. Se equivoca.
La combi avanza. Los policías quedan a la espalda.
En algún punto de la carretera que lleva hacia Tapachula los nicaragüenses se bajan. Sabían dónde tenían que hacerlo. Un hombre se lo indicó en la misma parada y se lo recordó al chofer. Toca ir a pie porque en algún punto del camino hay un retén. También apartarse de la carretera, de un lugar más o menos seguro, de la comodidad de la combi, y adentrarse en los sembradíos. De la nada, como si supiese que en esta camioneta llegaban cuatro nicaragüenses sin brújula, aparece un campesino que ofrece mostrarles el camino. Es un hombre de edad avanzada que carga un machete. A Eva no le da buena espina. Pero sigue caminando. Se abren paso entre los matorrales, los sembrados, los campos. Atraviesan algunas vallas metálicas, alguna alambrada.
A mitad de camino el hombre se voltea: “me tendrán que dar algo”.
Ellos le ofrecen 20 pesos. Él no se conforma con menos de 200. No hay mucha discusión. Terminarán pagando 120. Valió la pena. Han sorteado el retén de migración y se adentran en Tapachula como hombres y mujeres libres, como migrantes irregulares con un larguísimo camino por delante. Han tenido suerte. En el camino se escuchan historias terroríficas sobre asaltos, robos con violencia y todo tipo de agresiones. El hombre les llevó porque quería sacar algo a cambio. Ellos le dieron casi todo lo que tenían. Solo han recorrido 30 kilómetros como indocumentados en México.
“¿Cuál es el siguiente pueblo?”, se pregunta Kevin, de 23 años, el que tiene más hambre de llegar al norte. “¿Es verdad que en Estados Unidos hay ayudas especiales para nicaragüenses y venezolanos?”, cuestiona Eva. “Nosotros no somos relajeros, ¿a que la gente aquí tiene menos miedo a los nicaragüenses?”, interroga Manuel.
Llegados a la plaza central de Tapachula, jarro de agua fría. Ninguno de sus familiares (dos hijos, nieto y un amigo) responde al teléfono. Alguno da tono, pero en seguida cuelgan. Parece señal inequívoca de que la combi en la que viajaban fue interceptada por el INM. Aunque todavía es pronto para certificarlo.
Segunda asamblea familiar, únicamente con la mitad de sus integrantes. Toca buscar información. Saber qué opciones ofrece México, si conviene quedarse en Chiapas o seguir adelante, cómo saber qué ocurrió con los que faltan. Pedir refugio, solicitar una tarjeta de visitante por motivos humanitarios, aventarse y jugársela. Todas las opciones están sobre la mesa. Todas menos una: la de pagar a un pollero para seguir adelante. Esta familia forma parte de los pobres de entre los pobres, a los que no les alcanza para financiarse un guía. Y eso que tenían uno de confianza que les ofreció el camino por 3 mil dólares por persona. Una ganga, si se toma en cuenta que habitualmente se llegan a pagar hasta 8 mil dólares por todo el tránsito desde Centroamérica.
“Pensamos en mandar a uno o dos del grupo y el resto seguir, pero no nos alcanzó el dinero”, dice Manuel.
Necesitaban 3 mil para lanzar a su pionero y apenas alcanzaron los 600.
Solo les quedaba un recurso: caminar por los dobladillos de la ruta, orillarse y esconderse, jugarse la vida en rutas peligrosas que se han tragado a cientos como ellos.
“Obligar a las personas a viajar en clandestinidad les pone mas en riesgo frente a la propia autoridad. También les pone en manos de la delincuencia común y el crimen organizado. Pueden ser víctimas de secuestros, asaltos, extorsiones, violencia de todo tipo”, dice Salva Lacruz, director de incidencia de la organización de Derechos Humanos Fray Matías.
Lacruz advierte que la familia ha transitado una de las partes con menos denuncias de ataques. El tramo hacia Huixtla, por ejemplo, está regado de ataques.
El gobierno de Andrés Manuel López Obrador no ha necesitado implementar a la Guardia Nacional para intensificar la presión sobre los migrantes, en su mayoría centroamericanos. Bastó con hacer ruido públicamente, lanzar diversos operativos y mantener uniformados en retenes permanentes. Esto ha empujado a la clandestinidad a los que tratan de alcanzar Estados Unidos a toda costa. Ya no son visibles. Vuelven a ser sombras a un lado de la carretera.
El grupo nicaragüense se acuesta sin saber qué ha sido de su mitad. Buscan asesoramiento con una organización mientras piensan cuál será su siguiente movimiento. Al menos, podrán dormir bajo techo, ya que han logrado un cuarto. Resulta difícil conciliar el sueño cuando tienen la sospecha de que sus familiares se encuentran encerrados en siglo XXI, la estación migratoria en la que México enclaustra a quienes entran sin permiso en su territorio.