“En la casa vivíamos siete. Le quitaron la vida a mi hermano y bajamos a seis”.
Dos adolescentes sentados en una pequeña grada en la calle en el centro de Tapachula. Se cubren con un abrigo a modo de mantita en las rodillas. Son hondureños, de San Pedro Sula, sector López Arellano. Da igual cómo se llamen, ellos no quieren ser identificados. Llevan una semana durmiendo en el piso. Todo está mojado. El mayor tiene 20 años y es güerito, como si le hubiesen dado un flashazo con la cámara. El pequeño es tostado, de cabello corto y rizado, y aparenta menos de los 15 que dice tener.
“Le dieron tres tiros en la cabeza”, dice el mayor sobre su hermano muerto.
El 12 de marzo alguien ejecutó a su hermano, afirma el grande, el güero. A la víctima le faltaban tres días para cumplir los 18 años. Sus asesinos, asegura, fueron sicarios del Barrio 18, una de las dos grandes pandillas que opera en Centroamérica, sur de México y Estados Unidos. La otra es la Mara Salvatrucha o MS-13.
Hablamos de jóvenes pobres, casi adolescentes, que controlan colonias enteras. Matan y extorsionan a sus vecinos, también pobres, en una guerra no declarada pero que desangra Honduras, Guatemala y El Salvador desde mediados de los años 90. Fue entonces cuando los primeros mareros llegaron deportados desde Estados Unidos, y se hicieron con el control de barrios desolados que se lamían las heridas de largas guerras civiles, y en los que el Estado es inexistente.
El hermano mayor explica su tragedia: “Somos conocedores de la palabra de Dios. Tenemos un hermano que se alejó porque tenía una novia, pero no andaba en cosas malas. Pero donde nosotros vivimos gobierna la MS. Y en otras colonias gobierna la 18. Y la 18 no quiere ver a los de la MS. Entonces se armó un relajo, se están peleando el territorio y le quitaron la vida a mi hermano. Los 18 mandaron una nota a la MS diciendo que por un pecador había muerto un justo. Ellos mataron a uno de los 18 pero como no pudieron ir a la otra colonia a cobrar venganza, entonces se cobraron la vida de él”.
Alguien mató a su hermano hace tres meses y estos dos jovencísimos hondureños no tardaron en marcharse por miedo a ser los siguientes. “Nosotros nos enteramos de que llegaban camionetas a tomar fotos a nuestra casa y por miedo a que nos hicieran daño nos tuvimos que ir”, dice el mayor, el que más habla.
Vivir en la López Arellano es tener más posibilidades de que te peguen un tiro que en otros lugares de Honduras. Como explica la periodista hondureña Catty Calderón, del medio A Contracorriente, en las últimas dos semanas “casi todos los días se han producido asesinatos”. Por eso estos dos hermanos huyeron. Porque no quieren acabar con tres disparos en la cabeza.
El güerito y el moreno (da igual cómo se llamen, no quieren identificarse ni mostrar sus rostros) llevan una semana durmiendo a la intemperie. No son los únicos. En el exterior de la Comisión Mexicana de Ayuda al Refugiado (Comar), en Tapachula, Chiapas, se ha organizado un pequeño campo de exiliados al aire libre. Se acuestan sobre colchones, sobre cartones, en el piso. Se cubren con plásticos y periódicos. No tienen dónde cobijarse, deben guardar fila para pedir protección así que se quedan aquí. En el suelo. En la calle. Vulnerables y desprotegidos.
Los albergues están sobrepasados.
Los migrantes no tienen dinero para pagar un cuarto.
La gente duerme en el suelo porque no tiene recursos y este es un espacio seguro, un lugar en el que saben que los agentes del Instituto Nacional de Migración (INM) no les van a arrestar.
“Esto comenzó en abril. Primero eran 100. Luego, 150. Ahora son unos 300. La situación se está volviendo insostenible y tenemos una crítica, aunque Comar no sea responsable de la situación”, dice Andrés Ramírez, comisionado del organismo mexicano de ayuda al refugiado.
Ramírez es consciente de que es un problema que decenas de personas estén durmiendo al raso ante sus oficinas. Por un lado, para los propios solicitantes de asilo, que se encuentran desparramados por la calle, convirtiendo la esquina entre octava avenida sur y cuarta poniente en un campo de futuros refugiados a la intemperie. Por otro lado, para los vecinos. “Estamos sufriendo una tremenda presión de las personas locales para cerrar nuestras oficinas, tenemos una situación de mucho repudio por parte de las personas de Tapachula”, dice.
El número de solicitantes de asilo se ha disparado.
El año pasado se cerró con 21,647 peticiones.
Los cinco primeros meses de año se cerraron con 24,424 requerimientos.
Si todo sigue a este ritmo, y no hay nada que lleve a Ramírez a pensar que esta tendencia pueda modificarse, en 2019 se pueden alcanzar las 80,000 demandas de refugio, casi tres veces más que el año pasado.
Todo esto lo tiene que gestionar una institución cuyo presupuesto decreció este año en casi cinco millones, quedando en un total de 20 millones 843 mil pesos.
Existen dos perfiles diferentes entre estos solicitantes. Los que van a por el refugio de forma “genuina”, en palabras de Ramírez, y los que recurren a la Comar porque pedir la constancia de que se ha solicitado el refugio es condición sine qua non para obtener la tarjeta de residente por motivos humanitarios.
Este documento permite viajar libremente por todo el país y no está tan atado a los requisitos del refugio. Es el que piden haitianos, cubanos o extracontinentales para seguir el camino hacia el norte.
“Vinimos el martes de la semana pasada. Primero Dios, lo que queremos es que salgan los papeles aquí y refugiarnos. Estuvimos dos días durmiendo en un hotel, pero no alcanza el dinero así que nos quedamos aquí, acompañándonos entre todos”, dice el hermano mayor.
El proceso es el siguiente: los solicitantes tienen que ser atendidos por primera vez en la Comar. Una vez registrados les dan otra cita, para la que también tienen que esperar un tiempo. Dos tipos que duermen sobre varios colchones y que no quieren identificarse dicen tener cita para el 3 y el 4 de julio. A partir de ahí, 45 días, ampliables a otros 45 más para recibir una respuesta. Pero ese plazo nunca se cumple. Las oficinas están colapsadas y hay gente que pasa meses sin saber si ya tiene la protección del Estado mexicano.
Estos dos hermanos han escalado posiciones hasta tener el turno 99. Si todo sale bien, al día siguiente serán atendidos. Por ahora, están en la calle, pies mojados, pantalones mojados, cartones para sentarse.
Si les dan refugio podrán salir a pedir trabajo, tendrán un documento. Ahora, en cambio, matan las horas en la calle.
La Comar solo tiene capacidad para atender a 100 solicitantes al día. No dan abasto. Así que son los propios migrantes los que se organizan.
“Mantenemos el orden para que no haya relajo. La gente se apunta, se apuntan hasta 350 personas. Hay gente que viene noche tras noche”, dice Noé Escalante, de 42 años, de Progreso, estado de Yoro, en Honduras.
Explica que él lleva en Tapachula un año. Que pidió refugio pero se lo denegaron. Tuvo suerte. El 18 de enero llegó a la frontera entre Guatemala y México una caravana, la primera del año. El Gobierno de Andrés Manuel López Obrador quiso demostrar que sus políticas serían diferentes. Por eso entregó más 12.000 tarjetas de visitantes por motivos humanitarios. Luego cerró el grifo, pero Escalante aprovechó y puede moverse libremente por todo México. Esa es la teoría, porque Escalante no tiene dinero para moverse más allá de los retenes que blindan Tapachula.
Escalante se presenta como el guardián de la lista. Son las ocho de la tarde del miércoles, 12 de junio. Llueve a mares. Hay casi 350 personas inscritas.
El sistema es similar al que funciona en el paso de El Chaparral, en Tijuana. Allí también han tenido que autogestionarse los propios migrantes. Como los funcionarios estadounidenses les atienden a cuentagotas y el número de peticiones se ha disparado, los demandantes de asilo se reparten números. Por cada número son diez familias. Cuando uno recibe ese número debe calcular que pasarán al menos dos meses hasta que le toque.
Ahora, después del acuerdo entre México y Estados Unidos, además tendrán que regresar al sur hasta que un juez determine algo sobre su petición. Esto puede implicar que se incrementen las solicitudes en el norte de México, según reconoce Ramírez, que explica que van a abrir dos oficinas en Tijuana y Monterrey.
En las cuadras que rodean las oficinas de la Comar en Tapachula hay de todo. En su mayoría son centroamericanos y, de entre estos, más hondureños que salvadoreños o guatemaltecos. También hay congoleños, haitianos, cubanos. Son personas en tránsito, que lo que quieren es una constancia que les permita seguir su camino, hacia la frontera norte o hacia Estados Unidos.
Agilizar sus trámites y no obligarles a pasar por Comar es una de las recetas de Andrés Martínez para descongestionar el proceso. “Tenemos que hablar con el INM. No hay la necesidad de dar toda esa vuelta. Se está generando una carga excepcional y exagerada. Muchas de estas personas son personas que no lo hacen porque genuinamente sean refugiados, sino para conseguir la tarjeta”, dice.
Otra solución: incrementar el presupuesto. Y, derivado de esta, que se aumente el número de funcionarios de la Comar. Según explica Ramírez, la institución tiene 48 plazas en todo el país para atender las oficinas de Tenosique, Tabasco; Acayucan, Veracruz; y Tapachula. La comisión para la frontera sur ha derivado otros 71 funcionarios, y el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), otros 30.
Son 150 personas para una estimación de 80,000 peticiones de asilo. Bajo esa regla de tres, lo raro es que en lugar de 300 personas durmiendo en el suelo no haya 3,000.
El jefe de la Comar dice que van a abrir otra oficina en Palenque para mitigar el colapso de Tapachula. Ahí también está previsto uno de los tres cuarteles en los que se desplegarán los agentes de la Guardia Nacional, que quieren cerrar la frontera sur.
Todas estas cábalas no llegan al exterior de la oficina de la Comar en Tapachula, donde la gente se cubre de la lluvia con plásticos mientras aguardan su turno.
“Aquí en este piso se está mejor que en Honduras. Dormimos en la calle porque estamos tranquilos y no tenemos recursos para un cuarto. Tenemos unos 20 días. Vinimos casi a finales de mayo. No se puede estar en Honduras. No se puede vivir. Estamos mejor aquí”, dice Miguel Martínez, de 31 años, de Progreso, Yoro. Vino con toda su familia. En total, ocho mayores de edad y otros cinco menores. “Queremos trabajar, comer, estar tranquilos. ¿Para qué voy a ir a Estados Unidos? Lo que buscamos es refugio, tener algo para salir libremente a buscar su trabajo”, afirma.