"Americanos, ¿fue el autómata coronado, llamado Luis XVI, quien les ayudó a sacudir el yugo de sus opresores, o nuestros brazos y nuestros ejércitos?".
"Un autómata coronado": así describió en un discurso Maximilien Robespierre, uno de los líderes más reconocidos de la Revolución Francesa, a quien fuera rey de Francia, unos meses después de que el destronado monarca perdiera la cabeza en la guillotina en la Plaza de la Concordia de París.
La antipatía de Robespierre hacia la monarquía y todo lo que representaba no sorprende, pero quizás sí la manera de expresarla.
¿Cómo se coló una palabra como "autómata" en la jerga revolucionaria de fines del siglo XVIII?
Durante mucho tiempo, la idea de que las máquinas pudieran comportarse como nuestros cuerpos parecía totalmente fuera de nuestro alcance.
Pero hace unos 600 años, se hizo realidad.
En la Edad Media se desarrolló una nueva forma de tecnología que podía realizar movimientos complejos, controlados y regulares: la mecánica de relojería.
Casi tan pronto como se construyeron los primeros grandes relojes en las ciudades europeas, su aleteo, su oscilación y su movimiento regular se empezaron a comparar con el movimiento del cuerpo humano.
La analogía entre el reloj y el cuerpo inspiró a los constructores de la Zytgloggeturm de Berna a experimentar.
Entre 1191 y 1256, en la actual capital de Suiza los ingenieros de esa torre de reloj combinaron el arte, la escultura y el diseño con el mecanismo de relojería para darle vida a máquinas.
El teatro de máquinas de la Zytgloggeturm era un espectáculo primordialmente público, así como lo fueron los de otros grandes relojes mecánicos que se construyeron en ciudades de la Europa medieval.
Pero pronto dejarían de serlo.
Los autómatas se volverían privados.
Pasarían a ser teatros mecánicos que le mostraban el mundo a los pocos príncipes que lo gobernaban.
Uno de los más grandes y espectaculares de estos nuevos autómatas privados fue construido en la década de 1740 en la rica y próspera ciudad de Salzburgo, en Austria.
Fue creado especialmente para el Palacio Hellbrunn, un retiro de verano fabulosamente extravagante, diseñado para satisfacer los placeres privados de las clases dominantes.
Era un lugar de excesos lujosos, cuyos jardines estaban repletos de extraños dispositivos.
Pero una máquina los superó a todos en escala, ambición y sofisticación técnica.
Encargada por el arzobispo Jakob von Dietrichstein, representaba su visión de una sociedad perfecta: una ciudad poblada por sujetos autómatas obedientes y de buen comportamiento.
A medida que el magnífico teatro mecánico cobraba vida, casi 200 figuras comenzaban a moverse.
Por debajo, la presión del agua hacía girar una rueda que estaba conectada a través de una serie de engranajes a toda la máquina.
Una estructura metálica actuaba como un conjunto de instrucciones, guiando a cada una de las figuras para que realizaran sus acciones en diferentes intervalos.
Por encima, los trabajadores ejecutaban sus tareas perfecta, mecánica y automáticamente, mientras que una audiencia elegante y aristocrática los vigilaba.
Distopía
Pero el lado oscuro del seductor espectáculo es que la máquina fue diseñada y construida por un salinero, Lorenz Rosenegger.
Los mineros de sal, que habían generado la riqueza de la cual dependía Salzburgo, eran radicales, insurreccionales y muchos de ellos protestantes.
Una década antes de que se construyera el teatro, casi todos los protestantes en Salzburgo habían sido expulsados por orden de su gobernante.
De hecho, a Rosenegger constantemente lo vigilaba una guardia armada mientras trabajaba en el teatro.
Para los mineros de sal, esa obra maestra técnica era una máquina que representaba el poder tiránico de los gobernantes.
El teatro mecánico de Hellbrunn encapsula perfectamente la contradicción en el fondo de la producción de los autómatas del siglo XVIII.
Eran máquinas hechas para entretener a las fabulosamente ricas cortes. Pero su ingenio mecánico, sus exteriores artísticamente tallados, su alma misma provenía de trabajadores artesanos mal pagados.
Los talleres de Europa comenzaron a desarrollar formas ingeniosas para miniaturizar los componentes de los relojes.
Con esos nuevos mecanismos más pequeños, los autómatas podían simular nuevos tipos de movimientos e incluso producir sonidos complejos y naturalistas.
Para producirlos era esencial el trabajo especializado y coordinado de una vasta fuerza de trabajo artesanal.
Crear componentes tan intrincados era una labor extremadamente difícil, que requería la atención más intensa y se llevaba a cabo en entornos insalubres, con sólo la luz de las velas como iluminación.
No obstante, era un oficio innovador: constantemente se desarrollaban nuevas herramientas, máquinas y tipos de diseños.
La mano de obra artesana fue una fuente constante invención gradual.
Pronto, lo que una vez había necesitado una torre de reloj completa pudo encajar cómodamente en la palma de una mano, lo que significaba que esas máquinas ya no tenían que estar enraizadas en un lugar.
La miniaturización y la sofisticación técnica hizo que esas obras maestras pudieran mantenerse estables y seguir funcionando de manera confiable y regular aunque hubiera cambios en su entorno, así fueran de temperatura, presión o golpes.
Ese principio se llama homeostasis y es tan importante que para algunos científicos era la definición de la vida misma.
Con las nuevas técnicas fue posible un gran avance en el diseño de autómatas: no solo podían imitar, sino simular seres vivos.
Y el pionero en la simulación de los seres vivos fue Jacques de Vaucanson, quien logró construir algunos de los seres mecánicos más bellos y complejos de la época.
Vaucanson, ingeniero e inventor francés considerado el creador del primer robot y del primer telar completamente automatizado, estaba convencido de que no había una diferencia significativa entre los humanos y las máquinas.
Pasaba sus noches asistiendo a clases de anatomía, estudiando con extremo y sangriento detalle el funcionamiento del cuerpo.
Al observar de cerca la anatomía humana, Vaucanson esperaba poder reconstituirla usando un mecanismo de relojería.
Sus ideas formaban parte de una nueva forma de pensar sobre el cuerpo humano que comenzó a surgir en el siglo XVIII.
Los contemporáneos de Vaucanson habían comenzado a notar que el cuerpo humano funcionaba esencialmente de forma automática.
"¿No retrocede tu cuerpo aterrado cuando se topa con un precipicio inesperado? ¿No se te cierran los párpados automáticamente ante la amenaza de un golpe? ¿No funcionan tus pulmones automáticamente como fuelles?", escribió un amigo de Vaucanson en la década de 1740.
Automáticamente fue la palabra clave de la época para describir lo que hacían los humanos.
Tras estudiar la actividad de tocar la flauta detenidamente, Vaucanson pudo construir un dispositivo que realmente tocaba la flauta.
Dentro de esa obra maestra no había una caja de música escondida: pulmones mecánicos y una lengua plateada controlaban el movimiento del aire.
Los dedos cubrían los agujeros con la precisión de un reloj…y Vaucanson incluso consiguió una piel real para cubrir su extraordinaria máquina.
El autómata dejó a Europa asombrada. Era una celebración gloriosa de la combinación de ingeniería, arte y los conocimientos de anatomía.
Desafortunadamente, el flautista de Vaucanson desapareció en algún lugar de Europa del Este en el siglo XIX.
Pero en su momento, inspiró a toda una generación a preguntarse si existía alguna diferencia entre las meras máquinas y los seres vivos.
Y una de las realizaciones más notables de esa tecnología daría más motivo para esa reflexión: un dispositivo en forma de un elegante niño.
Es quizás el autómata superviviente más asombroso del mundo, uno más magníficos del siglo XVIII.
"L’écrivain" o "El escritor" fue construido en Suiza por Pierre Jaquet-Droz, uno de los mejores relojeros de Suiza, a principios de la década de 1770.
Tiene unas 6.000 piezas refinadas y miniaturizadas para que se ajusten completamente dentro del cuerpo del niño.
Es un verdadero autómata: dentro del pequeño escritor está toda su fuente de energía y toda la maquinaria que lo impulsa.
Él trabaja por su cuenta.
Con esa máquina sublime, Jaquet-Droz diseñó por ingeniería inversa el acto de escribir.
Pero el niño mecánico tenía una característica quizás más sorprendente. La rueda que controlaba las levas estaba formada por letras que se podían quitar y luego reemplazar y reordenar.
"El escritor", entonces, puede ser programado para escribir cualquier palabra y oración, en buena letra, deteniéndose ocasionalmente para sumergir su pluma en tinta y escanear la página con sus hermosos ojos azules.
Este hermoso niño es, por lo tanto, un antepasado de la computadora programable moderna.
"El escritor" fue uno de los aparatos más avanzados tecnológicamente del siglo XVIII, pero también fue uno de los más exclusivos socialmente.
Como muchos otros autómatas de la época, fue un espectáculo privado, solo para ser visto por unos pocos privilegiados.
Cuando Jaquet-Droz llevó sus máquinas a París, se aseguró de que solo los extremadamente adinerados pudieran verlas cobrando precios ridículamente altos, y luego proclamando que no se permitiría a ningún criado ver el espectáculo.
Los cortesanos y los autómatas que los fascinaban empezaron a parecerse… mucho.
Esa semejanza no pasó desapercibida por los radicales, republicanos y revolucionarios, que la explotaron sin tregua.
La maquinaria de la vida y la muerte ayudó a inspirar a los protagonistas de la Revolución Francesa.
Robespierre se valió de la referencia más de una vez.
"La indisciplina en el idioma de nuestros patricios, es el delito de ser, al mismo tiempo, soldado y patriota. Es el delito de ser algo más que un autómata dispuesto a matar a la gente y oprimir la libertad, señal de tiranos", declaró, por ejemplo, en otro discurso.
Los muñecos automáticos también se filtraron en la literatura.
Una novela de ciencia ficción escrita en la década de 1770 para atacar al régimen aristocrático describía a los cortesanos como "cuerpos sin alma, cubiertos de encaje; autómatas que pueden parecer humanos, pero no lo son".
Los panfletistas radicales, por su parte, se valieron de la diciente imagen para señalar que si bien era fácil ser un autómata, como el rey, era muy difícil construir uno, como los artesanos. Los artesanos eran, por ende, mucho más nobles que la realeza.
E intelectuales en otros lares que tenían lazos con los franceses, hicieron eco de la comparación entre los autócratas y los autómatas.
Thomas Paine, uno de los Padres Fundadores de Estados Unidos, escribió en "Los derechos del hombre":
"Para ser un mecánico mediano, preciso es tener alguna habilidad, mas para ser Rey, no se necesita más que la figura de un animal semejante al hombre, una especie de autómata con aliento".
No sólo fueron los miembros de la monarquía los que eran descritos como máquinas; al referirse a los autómatas, no sólo hablaban de individuos sino de todo el orden absolutista.
Así, el autómata, que durante mucho tiempo había representado el ideal aristocrático, pasó a simbolizar los peores excesos de la monarquía.
Curiosamente, la novela "Le Miroir des événements actuels ou la Belle au plus offrant"* escrita por François-Félix Nogaret y publicada en Francia en 1790, cuenta la historia de un inventor llamado Frankenstein quien construye un autómata del tamaño de un ser humano que enamora a la protagonista tocando la flauta.
La obra fue escrita durante la Revolución Francesa, pero, en este caso, el autor sugiere que una máquina puede comunicarle emoción a un humano -el mayor desafío de la ingeniería- y el autómata, lejos de ser un símbolo negativo, representa el ideal de regeneración de la Francia revolucionaria.
*La novela quedó en el olvido hasta que, en la primera década de este siglo, la investigadora Julia Douthwaite la rescató, presentándola como una probable predecesora del "Frankenstein" que Mary Shelley escribió casi 30 años después… pero esa es otra historia.
*Parte de este artículo está basado en el documental de la BBC "Mechanical Marvels: Clockwork Dreams"
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