“Última llamada para escuchar a los cuentacuentos”, dice por un altavoz una voluntaria de chaleco azul a los integrantes de la caravana migrante.
Ni un solo niño se acerca al improvisado escenario instalado a un costado de una enorme carpa dentro del estadio Jesús Martínez Palillo, en Ciudad Deportiva, Ciudad de México. La única manera de competir con un divertido taller de masilla, impartido por el DIF, es prometiendo sorpresas y magia al final de la sesión.
La mujer continúa invitándolos por el altavoz. Varios papás llevan a sus hijos y uno que otro “se los encarga” a los cuentacuentos.
“¿Te puedo dejar a mi hijo?”, dice una mujer de aproximadamente 25 años que viste una playera blanca de hombre, “voy a ir a ver lo de los permisos para poder quedarnos aquí”.
Ella y su hijo pueden solicitar que les sea reconocida la condición de refugiados y así estar legalmente en México, de acuerdo con las normas del Instituto Nacional de Migración.
10 niños forman un medio círculo muy cerca de los cuentacuentos. Los pequeños migrantes se notan ansiosos. Playeras de princesas y de Mickey Mouse; gorras que anuncian Coca-Cola, otras de colores; uno más viste un pants y sudadera que recibió a su llegada al campamento de CDMX.
“Yo soy Javier y vengo de un pueblito del sur del país en busca de nuevos amigos y en el camino me encontré con Nando que es del norte de México”, comienza a narrar uno de ellos, caracterizados de viajeros, con sombreros y mochilas de campamento.
“¿Quién de aquí ha encontrado amigos en el viaje?”, se les pregunta a los pequeños migrantes de entre 3 y 10 años.
Todos levantan la mano.
“Yo conocí a mi amigo mientras nos bañábamos en el río”, dice Mauricio, quien viste unos pants café que recién le regalaron.
Byron, de playera roja y shorts negros, platica que él conoció a Leo mientras jugaban en el camino.
El pasado mes de octubre, miles de hondureños dejaron su país para cruzar México con destino a Estados Unidos. Cerca de 3,000 personas, entre menores de edad, mujeres y adultos mayores, huyeron de su país por la violencia, la pobreza y las violaciones a derechos humanos, de acuerdo con la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos en México (ONU-DH).
Durante el trayecto, la caravana se ha topado con un despliegue policiaco. En Tecún Umán, Guatemala, a las orillas del río Suchiate, en la frontera con México, los migrantes optaron por, literalmente, cruzar el río nadando; otros pagaron por usar una balsa y llegar al suelo mexicano.
El primer cuento introduce a Fredo, un oso pardo que decide dejar su casa en Sierra Gorda para emprender su viaje a lo desconocido. En el trayecto aprende lo importante que es ser valiente, aunque en ocasiones el miedo llegue de repente. Lleva consigo una pequeña maleta llena de cosas importantes.
“¿Ustedes qué echaron a la suya?”, se les dice.
¡Ropa, zapatos, desodorante, cepillo de dientes, shampoo y loción!, gritan los niños quienes relatan cómo para ellos el trayecto desde Honduras “ha sido un viaje” en el que se camina mucho.
“Solo ropa, ningún juguete, porque mi papá me dijo que sería muy pesado”.
Son más de 1,700 kilómetros los que se deben recorrer desde la frontera sur hasta la norte, dentro de territorio mexicano. La organización Médicos sin fronteras ha planteado las posibles rutas que pueden seguir hasta Estados Unidos. La caravana recorre 32 kilómetros por día, a pie o de “aventón”, incluso los niños saben que levantar el pulgar es la señal oficial para pedir ride.
El segundo cuento presenta a los amigos de Fredo, a quienes conoce en su viaje: una rata, una cerdita, un burrito y un perrito, que parecen ser muy amigables.
“En una cajita muy especial, Fredo guardaba lo que encontraba: chocolates, crayones, pelotas, pinceles, espejos, botana, pilas y claveles”, narran los cuentacuentos.
A Yeiby no le gusta la botana; a Daniel, las pilas, y a Jorge, los claveles. El resto de los niños tienen gustos muy similares a los de Fredo.
En medio del círculo, entre los narradores y los escuchas, está una caja muy parecida a la del cuento. Más de un niño intenta abrirla para saber su contenido.
“Compartir es muy normal, por eso Fredo tenía regalos para sus amigos”, continúa el cuento.
“Yo tengo tres amigos y si me dieran un pedazo de chocolate lo partiría en tres”, dice orgullosa Daniela, quien escucha atenta mientras come una gelatina.
Los niños tienen muy presente todo el apoyo que reciben en México, pues cuando los cuentacuentos hablan de ayudar a los demás, ellos lo relacionan con las personas que les dan comida, ropa.
Para atender a los migrantes en el albergue instalado en Ciudad Deportiva se unieron varias organizaciones como la Comisión Nacional de Derechos Humanos, la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR), el Consejo para Prevenir y Eliminar la Discriminación de la Ciudad de México (Copred) y la Cruz Roja.
Durante la semana que estuvieron ahí, decenas de voluntarios ayudaron a servir comida, organizaron grupos para entregar ropa y actividades para entretener a los migrantes que se quedaron en las gradas del estadio, en las carpas durmieron familias completas, madres y padres que viajen con menores, así como personas enfermas.
El sol está por ocultarse pero aún así los más pequeños de la caravana continúan escuchando las aventuras que narran los libros ”Hola, Fredo” y “Fredo y sus amigos” realizados por editorial Ate con queso, una empresa mexicana que promueve el desarrollo individual, comunitario y social a través de los textos.
Algunos menores recuerdan que dejaron en casa a sus mascotas.
“Yo tenía un Perico, se llamaba Pepe y era hembra”, ríe Daniela, una de las niñas más participativas. También platica sobre el “Pollo Campero”, un restaurante de origen guatemalteco: “(el pollo) trae papas, salsa de tomate y pan”, se relame los labios mientras platica y lo antoja a todos.
Cuando se les pregunta qué platillos les ha gustado de México presurosos responden que comida china, confites con chile y pizza.
Antes del anochecer, la misteriosa caja colocada en medio de todos se abre. Dentro de ella hay unos caballitos de plástico y dulces. Los cuentacuentos explican que deben compartirlos con los otros niños y niñas que no pudieron escuchar las historias. Unos dicen que le llevarán a sus hermanos; otros, a sus amigos.
Algunos solo toman un juguete y se retiran, no sin antes despedirse y agradecer a los que les hicieron pasar una hora entretenida.
Según el censo de autoridades capitalinas 1,726 menores de edad viajan en la caravana migrante. Unos cuantos lo hacen solos, sin ningún adulto acompañándolos.
Mientras los niños se entretienen con los cuentacuentos, a varios metros de ahí, los adultos escuchan atentos las indicaciones del personal de derechos humanos quienes les indican los posibles escenarios, la mayoría nada esperanzadores, al acercarse a Estados Unidos: polleros que los van a estafar, grupos armados, albergues donde van a separarlos de sus hijos.
Los migrantes tienen claro que para viajar deben hacerlo juntos. Siempre continuar unidos, “y no quedarse solos en la carretera” porque “eso sí es peligroso”, recomienda uno de los niños, mientras hojea uno de los cuentos que le han regalado.
El pasado viernes, la caravana comenzó a dividirse. La mayoría del grupo de centroamericanos suspendió su salida de Ciudad de México, programada para las 05:00 horas, y continuó en el albergue de Ciudad Deportiva, sin embargo, un contingente de aproximadamente mil personas salió rumbo a Querétaro a donde llegaron este sábado.
Aunque se les ha ofrecido la posibilidad de tener refugio, la mayoría pretende salir rumbo a Estados Unidos, pese a los numerosos anuncios del presidente Donald Trump de frenarlos usando la fuerza.