Como se puede ver, la capacidad de percibir es esencial para la supervivencia de las plantas y para determinar el tipo de respuesta que tendrán ante distintas contingencias
Pese al gran número de notas publicadas donde se dice que las plantas sienten dolor, esta aseveración es incorrecta, pues para hacerlo deberían tener un sistema nervioso central y cerebro. Lo que sí podemos afirmar es que son capaces de percibir lesiones —como cuando han sido mordidas o pisadas—, de saber si un insecto camina sobre sus hojas o de determinar si éste es amigable o un depredador en potencia, entre otras cosas.
“Esto se sabe desde hace años, pero lo que se acaba de descubrir y resulta sorprendente es que en estos procesos está involucrado el glutamato, un aminoácido que en los animales funciona como neurotransmisor y que les permite, por ejemplo, reaccionar y protegerse cuando se lastiman, mientras que en las plantas tiene que ver con el envío de alertas rápidas ante posibles amenazas”, explica el doctor Ulises Rosas, del Instituto de Biología de la UNAM.
Tal hallazgo se publicó en la revista Science el 14 de septiembre y fue ampliamente retomado por los medios, los cuales difundieron la noticia con cabezales del estilo “Las plantas también sienten dolor, dicen los científicos”, sin explicar que esto es tan sólo una metáfora y algo jamás sugerido en el artículo original.
“El dolor es complejo y se experimenta sensorial y emocionalmente. Existe, pero no es atribuible a un solo factor y, para experimentarlo, antes el cerebro debe recibir una serie de señales vía el sistema nervioso central. Aunque las plantas carecen de masa encefálica o de nervios, lo que sí tienen es un mecanismo para transmitir información basado en el glutamato, una molécula que en los animales posibilita la comunicación entre neuronas y que en los vegetales participa de otra forma, a través de canales de calcio”.
A esto se le llama evolución convergente y es lo asombroso de este hecho, ya que nos muestra que los procesos evolutivos, incluso si van por líneas diametralmente opuestas, a veces usan las mismas herramientas, agrega el académico. “Algo así se aprecia en el vuelo de los murciélagos y de las aves, pues las alas de cada uno tienen orígenes evolutivos diferentes, pero los resultados son parecidos. De manera similar, si comparamos cómo plantas y animales usan el glutamato para transmitir señales con rapidez de un órgano a otro, bien podría decirse que estamos ante sistemas análogos”.
La investigación publicada en Science viene acompañada de videos en los que, mediante proteínas fluorescentes que responden a los flujos de calcio, hacen visible cómo se da esto. En uno se observa a una oruga devorar una hoja de Arabidopsis y cómo, casi al instante, los canales de calcio distribuidos a lo largo de la pequeña hierba se encienden, como si se tratara de un árbol de Navidad.
Transmitir señales rápidas ante una lesión permite prepararse contra daños mayores; por ejemplo, es factible que al recibir la mordida de un insecto otros órganos de la planta comiencen a sintetizar glucosinolatos —moléculas que provocan un regusto amargo en las hojas— a fin de serle poco apetitosa a su agresor, u hormonas de estrés como los jasmonatos que, por ser compuestos volátiles pueden alertar a otros vegetales sobre peligros cercanos.
“Tras cientos de millones de años las plantas han desarrollado estrategias de comunicación sumamente complejas, como las usadas por las leguminosas para ligarse con los rizobios. Para hacerlo, una vez que la raíz detecta a un microorganismo cercano lanza señales rápidas parecidas a las de un telégrafo (ráfagas de calcio) a fin de constatar si se trata de una de estas bacterias. De ser así la absorberá con sus pelos radicales y establecerá una asociación en la que el rizobio le aportará nitrógeno al vegetal y recibirá, como recompensa por su trabajo, carbohidratos”.
Como se puede ver, la capacidad de percibir —“que no es igual a sentir”— es esencial para la supervivencia de las plantas y para determinar su respuesta ante distintas contingencias, acota el investigador. “Éstas pueden ser rápidas y hasta perceptibles para nosotros, como cuando una planta carnívora atrapamoscas cierra sus hojas para apresar a un insecto, o muy lentas, como cuando un árbol que no recibe suficiente luz se elonga y crece a fin de sobrepasar los follajes vecinos y asomarse un poco hacia el Sol”.
El doctor Ulises Rosas es el encargado del Laboratorio de Biología de Raíces del Jardín Botánico de la UNAM y uno de los temas que estudia es el estrés, concepto que, como el de dolor, suele verse limitado cuando se traslada al campo de biología experimental.
“Las especies que tengo aquí están casi en un spa: crecen en condiciones homogéneas, en un medio rico en nutrientes y con temperatura y luz constantes. Si alteramos alguna variable podemos estudiar el efecto de ello y resulta tentador creer que lo observado se debe al estrés que provoca todo cambio abrupto, pero nosotros, al igual que las plantas, vivimos expuestos a modificaciones ambientales y no por eso nos decimos estresados”.
Una de las líneas de investigación más recientes del académico consiste en establecer cómo se comportan ciertas plantas ante el exceso de sal (cloruro de sodio). “Algunas, al anticipar su muerte por intoxicación, crean semillas muy rápido a fin de reproducirse lo más pronto posible; otras, como los mangles, toleran la salinidad secretándola y depositándola en sus hojas, e incluso hay cactáceas que generan cristales y los aíslan en su interior, donde no causen daño. Aunque cada estrategia para hacer frente a esta sustancia tóxica es muy diferente una de otra, todas están determinadas por la capacidad de las plantas para percibir y responder”.
En contraste con las respuestas rápidas descritas en el artículo de Science, hay muchos procesos lentos, pero igual de cruciales para mantener con vida a estos organismos. “Por ejemplo, las raíces pueden detectar parches de suelo con pocos nutrientes y dejan de crecer en esas zonas; esto se debe a que al verse en escenarios adversos las plantas expresan ciertas estrategias de desarrollo para responder al estrés y ello, generalmente, se lleva su tiempo”.
En opinión del doctor Rosas, al comunicar la ciencia se vale usar metáforas, aunque siempre hay que advertir sobre sus alcances y la intención con que se usarán. “Hay una parte en la raíz de las plantas llamada meristemo que rige el desarrollo y da origen a los tejidos del órgano. Me gusta decir a mis alumnos que esta partecita —que funge como director de orquesta— es el cerebro de la raíz, pero ello no significa que haya vegetales con masa encefálica”.
Sin embargo, no saber que los símiles sirven de apoyo didáctico y pretender que son algo literal lleva a una comprensión deficiente de artículos como el de Science y a que aparezcan interpretaciones tan temerarias que sugieren que las plantas también sienten dolor.
En vez de caer en este juego, el académico propone asimilar el verdadero sentido de las metáforas, jamás deformarlas y mucho menos llevarlas hasta el punto del absurdo. “Ello nos priva del disfrute de investigaciones tan interesantes como ésta, la cual ya no sólo planeo dársela a leer a mis alumnos, sino proponerla como bibliografía en alguna materia, ahora que en la Facultad de Ciencias estamos analizando qué integrar en el nuevo plan de estudios”.
Tras dedicar gran parte de su vida profesional a entender cómo perciben las plantas, el doctor Rosas se confiesa aún sorprendido de la complejidad de ello. “Estamos ante organismos capaces de sintetizar moléculas para ahuyentar depredadores, expresar ciertos genes para sobrevivir a las sequías o de comunicarse con bacterias a través de sus raíces. Soy un convencido de que las plantas son seres muy inteligentes, eso sí, metafóricamente hablando”.