En México tenemos la tecnología necesaria para saber cuánto daño ocasionará un sismo, del tipo y magnitud que sea, por zonas y categoría de edificios. El gobierno, sin embargo, no ha mostrado interés en invertir en ella. En comparación, el Atlas de Peligros y Riesgos que manejan tanto el Centro Nacional de Prevención de Desastres (Cenapred) como Protección Civil de la CDMX es apenas una anticuada colección de mapas.
Esta tecnología existe gracias a que, por más de 25 años, el sector de las aseguradoras la ha financiado, pero no ha sido utilizada para prevenir tragedias como las de las personas que perdieron la vida, a sus familiares, y su patrimonio durante los sismos de septiembre de 2017.
Esta es la historia de un avance tecnológico que podría salvar vidas en una de las ciudades con mayor riesgo sísmico del mundo.
“Lloras”, responde Anel Rosado García, una de las propietarias de los departamentos de Tlalpan 550. “Adentro de tu casa está todo. Y afuera de esos sesenta metros cuadrados no hay nada”.
A pesar de tener menos de siete años de haber sido construidos, los departamentos quedaron inhabitables después del sismo del 19 de septiembre de 2017. Rosado, su esposo y su hijo de 10 años pasaron de ser propietarios a inquilinos. Tras perder su patrimonio y todas sus pertenencias, rentaron un cuarto para vivir. Dos semanas después, cuando ella regresó a trabajar a su puesto en la Segob, no tenía ropa qué ponerse. “Compré cinco faldas y cinco camisas, y cada día los lavaba en el lavabo del baño. También el uniforme de mi hijo, que como solo tenía uno lo tenía que lavar diario.”
Rosado es una de millones de damnificados de la Ciudad de México por el sismo de magnitud 7.1 del 19 de septiembre de 2017, que dejó casi 16,000 edificios con daños, más de 40 edificios colapsados y 228 muertos. No ha sido ni de lejos el más dañino que ha padecido la capital mexicana. El sismo de magnitud 8.1 de 1985 mató a más de 10,000 personas, tiró unos 400 edificios y causó daños a unos 3,000 más.
Los expertos determinaron que la mayoría de los edificios que colapsaron en el sismo del año pasado eran construcciones viejas que no cumplían con las normas de construcción posteriores a 1985. El hecho es que sí había tecnología para saber qué tipo edificios estaban en mayor riesgo, incluso antes de que temblara aquel día.
Ya habían pasado seis años del sismo de 1985 y Cinna Lomnitz, ingeniero y geofísico experto en mecánica de suelos, escribía lo siguiente en la revista Nexos: “Creemos entender por qué se caen los edificios en el Valle de México. Nos falta saber por qué pueden existir olas en tierra sólida. La respuesta es acaso más sencilla de lo que nos imaginamos: no estamos en tierra sólida. El Valle de México fue un lago y, desde el punto de vista del sismo, lo sigue siendo”.
Hay que admitir que los geofísicos e ingenieros mexicanos algo han avanzado desde entonces en el conocimiento de la respuesta sísmica del suelo y de los edificios del Valle de México. Ahora, por ejemplo, saben por qué los sismos se amplifican cuando entran a la llamada “zona blanda” de la Ciudad de México y tienen un mejor entendimiento de por qué duran tanto, y sobre todo, cómo construir edificios robustos que los resistirán.
“El peor lugar para construir una ciudad, es la Ciudad de México”, dice Luis Quintar Robles, geofísico responsable de la Red Sísmica del Valle de México. La megalópolis está construida sobre el suelo fangoso donde alguna vez estuvo el lago de Texcoco, sobre el cual flotaba la Gran Tenochtitlán.
Desde la época de la colonia ya sabían de los inconvenientes de construir en estos terrenos lacustres. En las primeras décadas del siglo XVII, el cosmógrafo e ingeniero Enrico Martínez fue enviado por la Corona a la Nueva España a solucionar el problema de las frecuentes inundaciones de la Ciudad. Lo que Martínez sugirió era sensato: de plano desplazar la Ciudad hacia la zona de las lomas y dejar la zona lacustre para jardines y áreas verdes.
En lugar de atender la recomendación, el virrey optó por patrocinar un gigantesco proyecto de ingeniería para hacer un desagüe para la Ciudad, y lo encargó a Martínez. La mala suerte quiso que el 21 de septiembre de 1629 cayera un diluvio que duró 40 horas. Durante cinco años, la ciudad quedó inundada bajo dos metros de agua. Como ya desde entonces los virreyes no se hacían cargo de sus errores, Martínez fue a dar a la cárcel acusado de negligencia y la Ciudad de México siguió en donde fue fundada.
La urbe no solamente se ha seguido inundando durante siglos y siempre ha sido un reto construir edificios que se hunden sobre el lodo. El mayor problema de haber construido la ciudad sobre lo que fueron lagos se hizo evidente después de 1985: este suelo hace aún más devastadores los sismos.
Tras el terremoto del 19 de septiembre de aquel año, Jorge Flores Valdés, investigador del Instituto de Física de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), se dio cuenta de que el patrón de destrucción estaba concentrado en la zona de lagos, y que alternaba zonas de alta y baja devastación separadas por tan solo algunas manzanas. Considerando que el suelo en algunas zonas es en volumen 90 por ciento agua, “se volvió evidente que las ondas sísmicas se habían propagado como ondas de sonido en agua”.
Flores, que es físico teórico y no geofísico, utilizó ecuaciones de física clásica para modelar problemas muy reales: describir el patrón de destrucción del sismo. Su trabajo, “Posibles efectos de resonancia en la distribución de daños por sismos en la Ciudad de México” (en inglés en el original), fue la portada de la revista Nature en 1987.
El trabajo de Flores fue de los primeros que equipararon la resonancia propia del Valle de México a un tazón con agua cuya superficie se agita con los sismos. En ese aspecto ya han habido muchos avances. Hoy, Víctor Cruz Atienza, sismólogo del Instituto de Geofísica de la UNAM, tiene otros modelos para describir cómo se propagan los sismos horizontal y verticalmente en los sedimentos del Valle de México.
Con ellos explica por qué las ondas sísmicas se intensifican al llegar a esta región, por qué se amplifican hasta 500 veces cuando pasan del suelo firme a los sedimentos lacustres, y por qué duran entre 200 y 300 por ciento más que en tierra firme.
De hecho, Cruz Atienza coordina un proyecto de investigación para monitorear la llamada brecha sísmica de Guerrero, que es una zona de 250 kilómetros de largo donde no ha ocurrido un terremoto significativo en más de 60 años. Debido a la energía que se está acumulando allí, porque no se han desatado temblores lo suficientemente fuertes para liberarla, los sismólogos esperan que ocurra un terremoto de magnitud superior a 8 grados.
Esta zona está a unos 300 kilómetros de la Ciudad de México: 150 kilómetros más cerca que el epicentro del temblor de 1985. Entre más cerca del epicentro está la Ciudad, la intensidad es mayor; por eso el sismo de magnitud 7.1 del 19 de septiembre fue en algunos aspectos más intenso que el de 8.0 de 1985, pues su epicentro fue a tan solo 120 kilómetros de la ciudad.
Los sismólogos de la UNAM estiman que las aceleraciones de un temblor en esa brecha al tocar la zona blanda de la Ciudad de México no solo serán más intensas de las del sismo de 7.1 del 19 de Septiembre de 2017, sino que serían de dos a tres veces más fuertes que las de 1985, en particular para edificios de más de 10 pisos. Estiman también que la duración será mayor a esos terremotos: alrededor de tres minutos en su fase intensa.
Afortunadamente, los ingenieros mexicanos durante muchos años han perfeccionado la ciencia de construir edificios resistentes en estas condiciones. “Los edificios nuevos dañados no debieron sufrir daños si hubieran seguido las reglamentaciones modernas”, dice Edgar Tapia, ingeniero sísmico estructurista de la Universidad Autónoma Metropolitana, quien participó en brigadas voluntarias de revisión de inmuebles después del sismo del 19 de septiembre de 2017.
Después de 1985, el reglamento de construcciones se actualizó para dividir a la Ciudad de México en tres zonas distintas basadas en las características del suelo (zona de lago, zona de transición y zona de lomas), y después de 2004 lo dividieron en seis al dividir en cuatro regiones a la zona de lago.
A partir del nuevo reglamento de diciembre 2017, la subdivisión es tan exhaustiva que el diseñador puede obtener un espectro de diseño particularizado prácticamente cada 100 metros, de donde se pueden obtener las demandas sísmicas. Este espectro de diseño, a grandes rasgos, es lo que permite conocer qué fuerzas debe resistir el edificio en función de su altura y ubicación. Tapia lamenta: “Ya teníamos estos lineamientos listos para publicarlos quizás desde 2016, pero no fue sino hasta después del sismo que las autoridades se apresuraron a actualizar el reglamento”.