Cuando el chef Jorge Álvarez preparó una ensalada de quelites para un grupo de mujeres en una comunidad de Oaxaca, una de ellas le advirtió: “No se coma los quelites crudos; le van a hacer daño, se tienen que cocinar”. Álvarez había sido enviado por la UNAM para enseñarles a preparar otros alimentos que les ayudaran a mejorar su dieta, ampliar la oferta para los turistas y aumentar sus ingresos. Las que no hablaban español negaban con la cabeza, y las que lo hablaban le decían que no lo iban a comer porque los quelites eran comida para burro, recuerda riendo. “Era su conocimiento ancestral frente a mi conocimiento científico”, dice.
Esa frase resume la historia de su cocina. Durante los últimos 30 años, el chef ha recorrido mercados y puestos de comida en 28 de los 32 estados para estudiar la gastronomía de calle y poder transmitirla a futuras vendedoras que quieran aprender a cocinar. Se sentaba en un puestito, pedía un atole y le preguntaba a la vendedora qué le ponía o cómo lo preparaba. Incluso, compraba tamales y los llevaba a la Ciudad de México para pesarlos y descifrar sus ingredientes.
“Había señoras que me decían: ‘Le pongo una cucharada de canela’, pero, ¿cuánto es una cucharada? Yo los traía y hacía un estudio: pesaba la masa, pesaba la carne, la salsa, ¡y hasta la hoja! Tenemos 22 hojas diferentes para envolver tamales. Yo quería estandarizar las medidas de cada tipo y ver cuánto costaba producirlos para calcular por cuánto se podían vender y ayudar a las señoras”, señala el chef.
Ahora, en su cocina del restaurante La Casona del Sabor, en la Ciudad de México, cada semana reúne a un grupo de mujeres en torno a una mesa y les enseña a cocinar para que después puedan venderlo y montar sus propios negocios. Cocinan atole, tamales, tacos de canasta, gaznates, quesadillas, muéganos, alegrías, calaveritas, churros, y gelatinas, entre otros, y todo de forma tradicional, con recetas sacadas del mercado o de otras vendedoras.
La gente piensa que el negocio de la calle casi no es rentable, cuenta Álvarez, pero algunas vendedoras obtienen el triple de lo que gastan. “La gente me decía: ‘Oiga, pero, ¿una quesadilla cuesta eso? ¡Yo las compro a 20! Con razón la señora no se quita de vender…’. Hay gente que de un solo producto ha mantenido a su familia; vendiendo churros o quesadillas”, dice.
Jorge tenía apenas 22 años cuando comenzó a impartir los cursos y había rentado un apartamento en el tercer piso de la colonia Santa María la Ribera para abrir su escuela. El dueño se lo había rentado porque su hija también estudiaba cocina y sólo le puso la condición de que no hiciera mucho ruido. Ahí recibía a grupos para dar sus clases hasta que pudo abrir su propio restaurante. Pero desde entonces, el boca a boca le ha funcionado como la mejor publicidad.
En la mesa siempre tiene a la mano una pesa y una tabla donde muestra los dibujos de las hojas, los gramos de cada ingrediente y un montón de sumas y cuentas para calcular la rentabilidad. Quienes asisten a sus clases, en su mayoría mujeres, además de aprender a preparar la receta, salen con un plan de negocio. “El proceso es, más o menos, así: comienzan vendiendo a los vecinos, después con un bote, y después se ponen un puesto. Pero ya lo hacen con una lógica de rentabilidad. Les enseño a que su costo de producción sea lo más bajo posible”.
–¿Cómo hace para mantener la calidad a bajo costo?
–Se puede, porque el sabor no te lo va a dar sólo un producto de calidad; además hay que saber condimentarlo. Empiezas a ser un químico en la cocina, a mezclar esencias y a bombardear los productos de sabor. Y las especias no son caras.
–¿Qué trucos tiene?
–Siempre voy a los mercados; allí no dejo de aprender. No hay nadie más sabio que el que te vende los chiles. Por ejemplo, si vas al mercado temprano, como el señor hace una rotación del producto, los que quedaron de ayer y se aplastaron, los remata. Baja el costo hasta la mitad. Y eso pasa todos los días: vas a encontrar chiles, cebolla… Por eso llevo a los alumnos al mercado, para que vean cuál es el punto de cada chile, de cada verdura, y que el sabor sea espectacular. Yo así aprendí.
–¿Cuál es su mejor curso?
–El curso que más éxito ha tenido es el de tacos de canasta, porque todo el mundo los vende. No es una receta sencilla, son complejos. La calle te enseña a tener un producto sin refrigeración y mantenerlo en la canasta sin que se eche a perder. Pero se venden muy bien, y aparte son baratos. Donde veas una construcción, se pone ahí afuera, se lleva su canasta, dos salsas y está.
Para Álvarez, los vendedores de calle son los guardianes de la gastronomía tradicional mexicana. “Nuestra cocina está en la calle–dice–. Y tan está en la calle que hoy los grandes chefs han tratado de poner en su cocina una quesadilla, un sope, unas infladitas de Veracruz… ¿quieres algo de esferificación?, ahí lo tienes. Estos chefs recuperan la cocina mexicana tradicional y sus ingredientes. Tenemos 32 cocinas y cada una tiene una receta distinta de tamal, de atole, de mole… Hay 72 razas de maíz, y cada masa hace tortillas con sabores diferentes”.
–¿Cree que la gente valora la comida de la calle?
–Cuando vas a la calle, también eliges dónde comer y sabes quién prepara mejor sus antojitos. El tema no son los ingredientes, ni el lugar, es que lo recuerdes. Es el registro de sabores que queda en el cerebro. Para mí lo importante es que el producto se quede en tu mente; eso quiere decir que gané en transmitirte un sabor.
Dónde y cuándo
El próximo curso es de dulces mexicanos.
Fechas: 29, 30 y 31 de agosto de 9:00 a 13:00.
Duración: 3 días
Dónde: La Casona del Sabor, calle Sabino 156, Santa María La Ribera, Cuauhtémoc, ciudad de México.
Precio: 1,600 pesos