Una noche de 1908 una anciana fue brutalmente asesinada a golpes en Escocia. Lo que ocurrió después mostró lo mejor y lo peor de una sociedad, e introdujo una nueva visión de la criminología, tipificada nada menos que por Sherlock Holmes.
El detective es uno de los grandes personajes de ficción de la literatura británica. Y en el apogeo de su popularidad, muchos confundían al personaje y su creador: el escocés Sir Arthur Conan Doyle.
Esto fue exacerbado porque Conan Doyle aplicó el famoso método de Holmes para resolver casos reales.
Uno de ellos fue el extraño caso de Adolf Beck, un agente naviero noruego acusado de una serie de estafas contra mujeres, que pasó 5 años en prisión antes de que se probara que se trataba de un caso de identidad equivocada, ya que había estado en Perú en el momento de los crímenes.
El caso marcó un hito pues llevó al establecimiento del Tribunal de Apelación Penal.
Pero hubo otro en el que Conan Doyle se involucró que tuvo más resonancia: la condena de un alemán por la muerte de una escocesa.
Marion Gilchrist era una adinerada mujer de 82 años que vivía en la zona próspera de Glasgow, con su mucama, Helen Lambie, de 21 años.
Su pasatiempo era coleccionar joyas, que guardaba en el armario de su dormitorio.
A eso de las 7 de la noche del 21 de diciembre de 1908, Lambie salió a comprar el periódico vespertino, como solía hacer a diario; cerró las dos cerraduras de puerta del apartamento con llave, así como la puerta del hall de salida.
Poco después, Arthur Adams y sus hermanas, que vivían en el apartamento directamente debajo de Gilchrist, escucharon golpes en el techo.
Pensando que Gilchrist necesitaba su ayuda, Adams subió y tocó el timbre. Nadie le abrió, pero escuchó más ruidos dentro del apartamento. Regresó su casa, pero sus hermanas lo instaron a que volviera.
Adams llegó de nuevo a la puerta al tiempo que Lambie y le contó lo que estaba sucediendo. Ella respondió que seguro se había caído algo en la cocina.
Abrió la puerta y se adelantó unos pasos. En ese momento salió de la habitación de invitados un hombre bien vestido caminando con calma. Se cruzó con Lambie quien, no dijo nada, así que Adams asumió que era un conocido.
Tras revisar la cocina y la habitación principal, Lambie dijo que todo estaba en orden y pero cuando Adam le preguntó por Gilchrist la chica acudió al salón donde la había dejado unos minutos antes y lo llamó.
Adams entró y, para su horror, descubrió el cuerpo en el piso, con una alfombra en la cabeza.
Casi todos los huesos de la cara y el cráneo de Gilchrist estaban destrozados y uno de sus ojos estaba hundido en su cerebro.
En la habitación de invitados había una caja con documentos forzada, pero de todos los objetos de valor sólo un broche de diamantes había desaparecido.
El público clamó por la detención del culpable de tan despiadado crimen y en 5 días se nombró a un sospechoso: Oscar Slater.
Slater era convenientemente extranjero en momentos en los que el nacionalismo ardía, y encima era judío, uno de esos nómadas con raíces en todos y ningún lugar, que inspiraban sentimientos desagradables más profundos y de más larga data.
El judío alemán vivía cerca de Gilchrist y recientemente había intentado vender un boleto de empeño por un broche de diamantes. El hecho de que pronto se supo que el broche le pertenecía, que no se parecía al de la difunta y que lo había empeñado varias semanas antes del asesinato no disuadió a la policía.
Ya lo tenían en la mira así que averiguaron que hacía poco había tomado un barco con destino a Nueva York y viajaba bajo un nombre falso.
Todo indicaba que había huido… al parecer, la policía había encontrado al culpable.
Al llegar a Nueva York, Slater fue sorprendido por las autoridades. Cuando se enteró de lo que ocurría, exigió permiso para regresar a Escocia a limpiar su nombre.
En el juicio, se encontraron varias inconsistencias en el caso de la acusación que fueron ocultadas o simplemente descartadas, como el hecho de que había testigos que podían confirmar que Slater estaba en otro lugar en el momento del asesinato.
Además, testificaron que Slater había anunciado que se iría a Estados Unidos mucho antes de que ocurrieran los hechos, que había comprado los boletos con anticipación y usó el dinero del broche que había empeñado.
El prejuicio institucional influyó en el juicio: según la antropología criminal -método en boga en la época- no se necesitaba más que observar los ojos furtivos, la forma de su boca y, particularmente, el tamaño de su nariz para saber que era capaz de hacer algo realmente malo.
Además, la vida privada de Slater (vivía con una prostituta) y su pésimo inglés fue suficiente para convencer a la policía y al juez de que era exactamente el tipo de hombre que irrumpiría en la casa de una anciana y la mataría a golpes.
Fue condenado a muerte el 27 de mayo de 1909.
Slater no tenía conexiones así que ahí podría haber terminado la historia de no ser por una sección de la sociedad que inició una campaña contra lo que muchos consideraron era una injusticia.
El abogado de Slater, Ewing Speirs, logró reunir 20.000 firmas solicitando la conmutación de la pena de muerte a una vida tras las rejas por motivos de pruebas circunstanciales.
48 horas antes de que se cumpliera su destino en el andamio, su sentencia se redujo a cadena perpetua con trabajos forzados.
El caso llamó la atención de varias figuras importantes, entre ellos Arthur Conan Doyle, quien decidió aplicar el "método Sherlock" aprendido de su maestro en la Universidad de Edimburgo, Joseph Bell.
"Es una ofensa capital teorizar antes de tener los datos" le dice Sherlock Holmes a Watson en "Escándalo en Bohemia".
Y siguiendo el ejemplo del personaje que creó, Conan Doyle halló nuevas pruebas, testigos no llamados y cuestionó las pruebas de la acusación.
Descubrió por ejemplo que Slater viajó bajo un nombre falso porque iba con su amante. Estaba tratando de evitar ser detectado por su esposa, no por la policía.
Y si bien era cierto que Slater poseía un martillo, que se había presentado como el arma que usó para cometer el crimen, no era lo suficientemente grande y firme como para infligir el tipo de heridas que Gilchrist había sufrido.
Conan Doyle subrayó que un médico forense en la escena del crimen declaró que una silla grande, chorreada de sangre, parecía ser el arma homicida.
El escritor concluyó además que Gilchrist conocía y le había abierto la puerta a su asesino, pues no había señales de entrada a fuerza.
Sus hallazgos se publicaron como una súplica para el perdón de Slater en un panfleto titulado "El caso de Oscar Slater" en 1912.
Causó sensación y hubo llamados para que se hiciera un nuevo juicio, rápidamente descartados por las autoridades en Glasgow.
En 1914 surgió nueva evidencia: se había encontrado otro testigo que verificaba que Slater no había estado en ese apartamento cuando tuvo lugar el asesinato.
Además, salió a la luz que antes de que la mucama Helen Lambie nombrara a Slater como el hombre que había visto el día del asesinato, le había dado a la policía otro nombre, que las autoridades habían decidido ignorar.
Ese año las autoridades ordenaron que se hiciera una investigación secreta. Un oficial de policía respetado, el teniente detective John Thompson Trench, reveló información ocultada en el caso policial original que implicaba a uno de los familiares de Gilchrist.
Pero la investigación declaró que la convicción de Slater era justa.
Trench fue despedido, desacreditado y finalmente incriminado por su parte en esta investigación. Él guardó el documento del caso original que demostraba su integridad. Cuando murió en 1919, su viuda se lo envió a Conan Doyle.
Ese documento, junto con un mensaje secreto del desesperado Slater sacado clandestinamente de la prisión, reavivó el interés de Conan Doyle.
Una vez más, el autor tomó el caso y ejerció su influencia, escribiéndole a políticos e incluso utilizando su propio dinero para financiar los honorarios legales de Slater.
El punto de inflexión llegó en 1927 cuando se publicó un libro del periodista de Glasgow, William Park.
En "La verdad sobre Oscar Slater", Park reexaminó toda la evidencia y sus conclusiones fueron similares a las de Conan Doyle.
Y fue más allá, pero las leyes de difamación impidieron que nombrara a quien consideraba como el asesino: el sobrino de la víctima.
El libro causó un alboroto enorme. Los periódicos estaban llenos de información sobre el caso. Fue entonces que los principales testigos de la fiscalía confirmaron lo que se había sospechado durante el juicio: la policía los había instruido para que nombraran a Slater como el hombre que habían visto ese fatídico día.
El 8 de noviembre de 1927, el secretario de Estado de Escocia emitió la siguiente declaración:
"Oscar Slater ha completado más de 18 años y medio de su cadena perpetua, y me siento justificado al decidir autorizar su liberación en licencia tan pronto como sea posible hacer los arreglos adecuados".
Slater salió de la prisión de Peterhead con US$7.000 de compensación (unos US$100.000 de hoy), pero nunca fue exculpado.
Conan Doyle, por su parte, estuvo involucrado hasta el final, pero cuando Slater salió de la cárcel, le cobró los gastos de su defensa.
Slater respondió que no debería ser él quien pagara la defensa por un crimen que pagó pero no cometió. Y eso ofendió a Conan Doyle, pues aunque no necesitaba el dinero, la posición del alemán pareció poco honorable.
En 1936 Slater se casó con Lina Wilhelmina Schad. Ambos fueron internados brevemente por ser alemanes al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, pero Slater solicitó la naturalización en 1946.
Murió a los 76 años en 1948. En su certificado de defunción fue descrito como un "panadero jubilado".
El asesino de Marion Gilchrist nunca fue encontrado. El broche tampoco.
El curioso caso de Oscar Slater sigue generando controversia. Para muchos abogados defensores constituye uno de los más notables errores judiciales en la historia legal escocesa.
Varios nombres han sido sugeridos como el verdadero asesino de Marion Gilchrist y se siguen publicando nuevas teorías sobre este misterio que podría haber surgido de las páginas de "El archivo de Sherlock Holmes".
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