No fue hasta que se subió al avión que José Luis Canales comenzó a llorar.
Desde el momento en el que fue detenido sabía que tenía muchas posibilidades de que lo mandaran de regreso a El Salvador, lejos de la familia y la vida que se había labrado en Estados Unidos.
Pero nada parecía real hasta que se vio sentado y encadenado junto a decenas de otros deportados que volaban con él.
Fue entonces cuando se dio de bruces con la realidad y empezó a desesperarse.
"Estoy completamente solo. No tengo a nadie", recuerda que pensaba. "No tengo a donde ir".
Sin tener a nadie a quien regresar en el país que le vio nacer, se volteó hacia el hombre al que estaba esposado.
"Me contó su historia, que no tenía nada a lo que regresar ni nadie que pudiera ayudarle", recuerda Miguel Ángel Cañizales dos semanas después de que ambos llegaran a El Salvador.
Enseguida ofreció su casa y la ayuda de su familia al hombre que acababa de conocer.
"Le dije, ‘mira, te ayudaré en todo lo que pueda. No te preocupes, de alguna manera saldremos adelante’", cuenta.
Ingeniárselas para mantenerse a flote es precisamente lo que llevan haciendo desde entonces. Con la familia de Miguel, José encontró una cama y algo de ropa con la que vestirse. Estiraron lo poco que tenían para poder dar de comer a una boca más.
"Estaba un poco preocupado con lo que podrían decir mis hermanas cuando llegase a casa con un desconocido", admite Miguel Ángel. Pero las profundas creencias cristianas de la familia hicieron que ayudar a José fuese casi un deber.
La difícil situación de José es común en El Salvador: 26,000 deportados de Estados Unidos y México retornaron al país el año pasado. Les espere una familia o no, todos pasan por el centro de atención al inmigrante La Chacra, situado en la capital.
El día que estuvimos allí, una riada de personas — desde abuelos a bebés— bajó de tres camiones del servicio de inmigración. "Ayer había aquí seis como esos", me cuenta un funcionario del centro.
Los deportados no tienen cordones en sus zapatos y muchos de ellos todavía llevan el uniforme de prisiones color gris que se les da en los centros de detenciónestadounidenses.
Aquí al menos son recibidos con una gentileza: un café, una comida, la oportunidad de llamar a la familia y una primera atención médica.
La administración de Trump dice que manda a estos deportados de regreso a su casa.
Pero para muchos, "casa" es Estados Unidos.
Es el caso de William. Sus padres lo llevaron a Estados Unidos cuando era tan solo un niño y vivió allí por 40 años.
"Es muy extraño para mi volver al sitio donde nací", dice mientras esperamos a que el café esté listo, "porque realmente apenas he vivido aquí".
Consciente del enorme estigma que hay sobre los deportados, nos pide que solo utilicemos su nombre de pila y asegura que encontrar un trabajo decente es un desafío.
"Nadie quiere trabajar por US$10 al día", dice con un fuerte acento californiano.
"En las centralitas telefónicas pagan entre US$30 y US$35 al día, así que estoy pensando en sacar provecho a algo en lo que soy bueno que es hablar inglés".
Habiendo trabajado como instructor en Estados Unidos, su objetivo es abrir una academia de inglés para enseñar a la gente a trabajar en las centralitas.
Hay un programa del gobierno que ofrece a los deportados con espíritu emprendedor una pequeña ayuda inicial para crear esas compañías, pero conseguir la financiación no es fácil, asegura William.
Un futuro difícil
Los políticos saben que el panorama que espera a los deportados no es alentador y que, en primer lugar, necesita hacer más para evitar el éxodo a Estados Unidos.
Pero las llamadas al gobierno de Trump para trabajar juntos en el tema parecen estar cayendo en oídos sordos, asegura Johnny Wright, un diputado del parlamento salvadoreño.
"Si eliminas el componente humanitario o humano, entonces no estás hablando de que son vidas humanas las que están en juego", argumenta. "La reunificación familiar o cualquiera de estos principios son el pegamento que ha mantenido vigente la situación actual".
Pero Wright no es en absoluto un liberal. Como miembro del partido conservador ARENA, quiere que la Casa Blanca cambie su lenguaje acerca de los inmigrantes, debido a las declaraciones del presidente Trump describiendo a El Salvador.
"Cuando tienes este tipo de discurso, estás reforzando el estereotipo y la división. Es básicamente la política del miedo".
Jose y Miguel Ángel, han conseguido evitar uno de sus mayores miedos: el desempleo.
Ambos encontraron un trabajo a través de la iglesia construyendo gradas en un campo de deportes de un barrio pobre de la capital.
"Mi plan al principio era regresar a Estados Unidos", dice José limpiándose el sudor de la frente, "a través de Guatemala y después México". Pero Miguel Ángel lo disuadió, insistiendo en que estaría más seguro en El Salvador.
Puede que fueran simplemente extraños cuando fueron encadenados el uno al otro, pero ahora parecen que por el momento no están dispuestos a separarse.
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