Los Varalinotti estaban dormidos cuando de repente, en la mitad de la noche, el sonido estridente del reventón de las ventanas los despertó.
"Sabíamos que no eran ladrones porque eso no pasa acá, pero nos asustamos", recuerda Odel Varalinotti, padre de la familia.
Luego se enteraron de que lo que para ellos sonó como un "estampido" se debía a que Colazo, un pueblo de 1.500 habitantes en la provincia argentina de Córdoba, se está hundiendo.
El techo de la casa, donde tienen un negocio familiar llevaba al menos una década bajando lentamente, hasta que hace un año, cuando la crisis del pueblo tuvo su peor momento, hizo reventar las ventanas.
Hoy, en lugar de vidrios hay unas persianas que impiden ver dentro del negocio de los Varalinotti, que ofrece juguetes, ropa y electrodomésticos.
"Y yo soy una excepción, ¿eh?", añade Odel, consciente de sus privilegios.
"Porque tuvimos la suerte de conseguir la guita (el dinero) para poner los pilotes", explica, en referencia a unas columnas que se entierran bajo la edificación para mitigar la inmersión.
Así como en la casa de los Varalinotti -que está llena de grietas en las paredes, los pisos desnivelados y las puertas atoradas- la mitad de las casi 600 viviendas de Colazo están afectadas por el hundimiento del pueblo.
Solo una veintena, sin embargo, han podido defenderse del naufragio con la costosa instalación de pilotes.
Rubén Sambucetti practicaba karate y se dedicaba a la ganadería hasta que se convirtió en el intendente de Colazo, un cargo que, dice, lo engordó y lo volvió adicto al cigarrillo.
Su mayor reto en 10 años de gobierno ha sido esta sumersión de los inmuebles más viejos, entre ellos la Iglesia, la Municipalidad y el Consejo, todas edificaciones agrietadas y descascaradas.
La radio local antes trasmitía hasta 80 kilómetros a la redonda, pero para que no se hundiera la antena, le cortaron 25 metros. Ahora la radio solo entra a 6 kilómetros de distancia.
"Antes decíamos que esto (el hundimiento) era una conspiración, pero la naturaleza nos ha mostrado que era real", le dice Sambucetti a BBC Mundo, mientras recorremos las enormes planicies que rodean a Colazo y hospedan la mayor industria sojera del mundo.
Esta zona de Córdoba, al sur de la provincia, es parte de la pampa húmeda que hace de Argentina una de las tierras más fértiles del planeta.
"200 metros abajo de este suelo", señala Sambucetti, "está nada más que la cuenca amazónica".
Pero en esta tierra prodigiosa la industria millonaria de la soja ha producido cambios en el suelo.
"Acá ya no hay animales, no hay árboles, los molinos con los que sacaban agua para las vacas están solo de decoración; en los (años) 90 yo atendía 50 fincas de producción lechera, hoy no hay nada de eso", se queja Sambucetti.
Hace 100 años, el 70% del territorio cordobés era monte. Hoy es el 10%, del cual solo un cuarto es flora similar a la original, según cifras de la Universidad Nacional de Río Cuarto, en Córdoba.
El resto, sobro todo en esta área, es soja. O maíz.
De acuerdo a los geólogos que han trabajado el caso de Colazo, las transformaciones en el medio ambiente han producido el ascenso de las capas de agua debajo de la tierra -es decir: de las napas- que están hundiendo a Colazo y otros pueblos de la zona.
"Los cambios en el uso de las tierras favorecen el asenso de las napas", dice Juan José Gaitán, analista del departamento de suelos del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria.
"El monte consume más agua que un cultivo anual (de soja), y al remplazarse uno por el otro el agua se acumula en el perfil del suelo (justo debajo de la superficie) y hace que las napas suban".
El problema no es solo que la tierra ahora absorbe menos, sino que llueve más.
Y algunos suelos, como el de Colazo, no tienen mucha capacidad de absorción de agua, porque son arcillosos en lugar de arenosos.
"Eso es bueno para la agricultura, pero malo para las edificaciones", apunta Sambucetti.
"Es como si el suelo de Colazo, con la llegada del agua, se esté derritiendo y no esté soportando a los edificios viejos", concluye.
La alcaldía instaló una serie de bombas de extracción en puntos estratégicos del pueblo para ayudar a la absorción del agua, que de manera natural puede tomar años.
La inversión, que costó seis meses del presupuesto municipal, ha mitigado el hundimiento. Pero no lo ha detenido y las casas que no pusieron pilotes, la gran mayoría, se siguen agrietando.
Aunque instalaron bombas, el Estado no ha dado apoyo individual a cada una de las familias.
Olga Liliana Chirinos y su esposo, un pequeño agricultor que se jubiló hace unos años, están viendo cómo su casa se hunde a medida que pasa el tiempo.
"Cuando pusieron las bombas (de extracción) se desaceleró el colapso, pero no se detuvo", dice Chirinos, que atiende a BBC Mundo en la agrietada sala de su casa.
La pared de madera que separa los cuartos está encorvada y en cualquier momento se puede reventar. Las puertas están atascadas. El closet, inclinado.
"Yo estoy nerviosa porque un día se puede reventar la pared, porque el techo es muy pesado", dice Olga Liliana.
Con el típico gesto de billete que se hace con los dedos, Chirinos asegura que "no hay esto" para instalar los pilotes y salvar la casa del hundimiento.
"Claro que hemos pensando en irnos, pero quién nos va a comprar la casa, quién va a comprar algo que se está hundiendo…¡nadie!", afirma.
"Y qué vamos a hacer", se pregunta Chirinos.
"La pensión de mi esposo es de 7.000 pesos al mes (US$360) y solo un pilote vale 12.000 (US$630)".
"Acá vino el vendedor de pilotes y nos dijo que vamos a morir aplastados".
"Pero, y qué vamos a hacer", insiste.