María de Jesús Patricio Martínez, “Marichuy”, es una mujer indígena del pueblo Nahua. Es vocera del Congreso Nacional Indígena (CNI), organismo que reúne las voces de 44 pueblos originarios del país, y es, también, la mujer nominada en conjunto por el movimiento indígena y por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional para ser candidata en las elecciones presidenciales de 2018.
[contextly_sidebar id=”PSEpGOEVM9bWQ1WsHbmUiGdT6RXpu22o”]Marichuy es originaria de Tuxpan, municipio ubicado al sur de Jalisco, región en la que hace 50 años, cuando ella era apenas una niña, aún se preservaban las mismas formas de opresión contra los pueblos indígenas que se habían instaurado, 500 años antes, durante la conquista española.
“Yo lo viví –narra, rodeada de otras representantes del Congreso Nacional Indígena–: la discriminación, pues. Me acuerdo que, cuando mis abuelitos tenían que salir a otra comunidad, tenían que rentar un traje, porque los obligaban a quitarse la ropa tradicional, la que usaban en la comunidad”, relata.
Se trataba de los años 60 del siglo XX, pero para los indígenas, recuerda, era un tiempo en el que “no podían entrar a otro lugar (más allá de sus poblados), vistiendo la ropa tradicional. Si lo intentaban, no los recibían, eso me tocó a mí… y también me tocó que en las escuelas se les obligaba a los niños indígenas a que no hablaran la lengua materna. A mí, ese tiempo me tocó vivirlo: cuando se le sancionaba, pues, a quien hablaba la lengua nahua”.
Hoy, con 57 años de edad, Marichuy compara el México del pasado con el México del presente, a partir de la realidad cotidiana en la que se desenvolvió, como indígena, como mujer, como pobre, y al final de su recuento de despojos, manipulaciones y violencia, ambas realidades terminan siendo la misma, sólo con variaciones de forma y nunca de fondo, tal como si el tiempo siguiera detenido.
“Desde que yo abrí los ojos –explica la aspirante indígena a la Presidencia de la República–, pues ya estaban el PRI, y el PAN, me acuerdo, y en conjunto hacían el despojo”.
Hace 50 años, narra, “en Tuxpan ya estaba una fábrica papelera, que es la que vino a talar muchas áreas tan importantes de bosque que se tenían ahí, y que quedaron muy deforestadas”.
Luego, cuando los volúmenes de madera menguaron hasta niveles no productivos, la papelera se fue, pero los reductos de bosque sobrevivientes y las parcelas de cultivo de los pueblos nahuas de la región, siguieron tomándose como botín, entregado por la clase política ahora a un nuevo interesado: el sector agroindustrial, que vio en los territorios de Tuxpan, y de otros municipios al sur de Jalisco, una zona idónea para desarrollar el cultivo de aguacate a gran escala.
“Ahora –señala Marichuy–, el principal problema que se tiene en la región nahua del sur de Jalisco son los invernaderos que han llegado de fuera, las aguacateras, que llegaron diciendo que querían rentar las tierras ejidales. Y a quienes no se las quisieron rentar, los obligaron con amenazas, hostigándolos, diciéndoles ‘si no me las rentas, ya sé dónde vives, cuántos hijos tienes y a qué horas entran y salen'”.
De esta manera, lamenta, el sector agroindustrial arrebató sus tierras a los ejidos de Tuxpan, con contratos de renta que tienen una duración que va de 20 a 30 años, para su uso en procesos productivos que no sólo volverán estas tierras inútiles en el futuro, por el empleo intensivo de agentes químicos, sino que desde ahora afectan el ciclo del agua, y su disponibilidad.
“Ahora, las familias que fueron obligadas a rentar sus parcelas ya no saben ni dónde está su tierra, porque las aguacateras quitaron las marcas, los alambrados, y crearon una sola gran parcela. Y ahí están abriendo pozos de agua, extrayéndola, y esa es agua que hace falta para la población. Y tienen también unos cañones que llaman ‘Antigranizo’, y cuando se ve que ya viene el agua, que está la nube bonita para llover, de pronto se oye un trueno y la nube desaparece”.
Mediante estos métodos, afirma la aspirante indígena a la presidencia y zapatista, el sector agroindustrial no sólo se ha apoderado de las tierras y el agua que yace debajo, sino también del agua que cae del cielo.
“Con esos métodos están destruyendo la tierra, porque están destruyendo el ciclo de cultivo de las comunidades indígenas, y han venido a perjudicar el cultivo del maíz, que es lo que la gente siembra ahí por temporal de lluvias. Entonces, ya ahorita la gente no sabe si sembrar o no su maíz, porque no sabemos si va a llover o no, y yo pienso que esa es otra forma de presionar a la gente, porque le dicen ‘si ya no quieres sembrar tu maíz, réntame tu tierra y yo sí la puedo cultivar poniendo aguacate o poniendo un invernadero”.
Es cierto, reconoce, que hace 50 años “ahí en mi comunidad no había pavimento, y ahora ya hay. No había casi luz eléctrica, en la noche teníamos que salir con un ocote aluzándonos, y ahora ya está todo alumbrado”.
Pero el progreso en la zona, detalla, sólo es aparente.
En los años 80 y 90, recuerda, el número de partidos políticos se amplió, pero no fue para fomentar la conciencia, la diversidad y la participación política, sino para facilitar la compra de votos y voluntades.
“Allá en mi comunidad –recuerda– antes había mucho respeto, respeto en todos sus niveles, por los jóvenes, por los adultos, todos siempre tuvieron su lugar especial. Y ahora ya no. Algo ha venido de fuera, a dividir, a individualizar. Todo esa organización que se tenía al interior de las comunidades fue sustituida por lo que se impuso de fuera, por los partidos políticos, que trabajan sobre todo para asegurar el despojo de las tierras de la comunidad”.
Y tras los nuevos partidos políticos, coordinados con los ya existentes, “llegaron las aguacateras, los invernaderos. Llegó la contratación de mano de obra barata, sin derecho a seguro social, sin prestaciones. Llegó la sequía, el agua cada vez cuesta más trabajo sacarla, por los pozos que están abriendo para el cultivo de aguacate. Llegó la contaminación de los ríos, de donde antes comíamos cuando íbamos a la parcela y nomás sacábamos un pescado y poníamos ahí nuestra olla, y ahora ya no, ahora pasa pura agua negra por ahí, porque las empresas echan sus desechos al río. Y llegó el aumento de las enfermedades, ahora hay más enfermos, ha habido casos de cáncer en la región, por estar trabajando en los invernaderos”.
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Heredera, por enseñanza de su madre y de su abuela, de las tradiciones medicinales del pueblo nahua, Marichuy fundó y dirige desde 1992 el centro comunitario de salud “Calli Tecolhocuateca Tochan”, o “Casa de los Antepasados”, en español, recinto avalado por la Universidad de Guadalajara desde 1997.
Desde este espacio, señala, personalmente ha presenciado los efectos del progreso basado en la explotación intensiva de las tierras arrebatadas a los campesinos indígenas.
“Con esto de los invernaderos –explica– ha aumentado bastante las enfermedades y la falta de los medicamentos, que no hay en los centros de salud. Va la gente y nada más les extienden una receta médica para que vayan y surtan el medicamento en otro lado. Entonces, si hay un picado de alacrán, tiene que conseguir su suero y llevarlo, porque en el centro de salud no hay. Mi trabajo en la Casa de los Antepasados es con tratamientos basados en plantas medicinales, pero a raíz de toda esta descompensación del ciclo del agua, y con todos los fumigantes que echan, hay plantas medicinales que ya se están acabando”.
Estos son, concluye, “los problemas que están llevando a la muerte a las comunidades de donde yo soy, en el sur de Jalisco”, a pesar de los cuales, dice Marichuy, y cuando lo hace sonríe, existe algo que se preserva, y es “la resistencia que se tiene al interior de la comunidad”.
Luego de que en los años 60 comenzó el acaparamiento de tierras ejidales, mediante contratos forzados de renta, “hubo varios en el pueblo que no se dejaron, y yo considero que vengo de esa parte del pueblo, de los que no estamos de acuerdo en que se nos despoje”.
Esa rebeldía, explica, se la inculcó su “abuelito”, quien le enseñó a ver la hipocresía de aquellos políticos que los obligaban a quitarse su vestimenta tradicional para lograr ser recibidos en audiencia privada, pero que en actos públicos les exigía su presencia vestidos a su usanza ancestral, para poder retratarse junto a ellos y simular sensibilidad hacia los pueblos indígenas.
“Mi abuelito me decía: ‘hija, nunca te pongas tu traje para estar junto a un político, porque este traje es sagrado, y ellos lo han usado para acabarnos a nosotros mismos. Tú nunca lo vayas a usar para ir con un político’. Ese era su pensar, y yo escuchaba, y decía ‘sí, tiene razón’, y por eso, de chica entendí que era una responsabilidad grande” portar esa vestimenta, y defender lo que representa.
El pasado 28 de mayo de 2017, el Congreso Nacional Indígena y el EZLN divulgaron un comunicado en el cual se afirma que, al lanzar una candidatura ciudadana a la Presidencia de la República, lo que hacen es “ir tallando la flecha que portará la ofensiva de todos los pueblos indígenas y no indígenas, organizados y no organizados” en contra del “mal gobierno”.
Una ofensiva con la que, subraya el comunicado, “no buscamos administrar el poder: queremos desmontarlo”.
La punta de esa flecha, la vanguardia de esa ofensiva, es María de Jesús Patricio, Marichuy, una serena médico tradicional nahua de 57 años, que va enfundada en una blusa de flores bordadas, el traje usado por las indígenas de Tuxpan desde antes de la llegada de los españoles.