Cuando la música captura el espíritu de la libertad, puede cruzar cualquier frontera. En 1961, la Alemania Oriental comunista construyó un muro en Berlín y trató de sellarse a sí misma de la influencia de Occidente.
[contextly_sidebar id=”DY7JSzUORxeItRSwUqV06BKH17W1S9NW”]Pero una nueva investigación muestra cómo el hormigón, el alambre de púas y un enorme esfuerzo por parte de la policía secreta, la Stasi, no lograron silenciar el ritmo seductor del rock and roll y el punk.
El aumento de la Beatlemanía en la década de 1960 trajo una respuesta mordaz de Walter Ulbricht, el líder de la República Democrática Alemana (RDA).
“¿Realmente tenemos que copiar toda la basura que viene de Occidente… con toda la monotonía de su ‘yeah, yeah, yeah'”, se mofaba Ulbricht durante uno de sus largos discursos a los seguidores del Partido Comunista.
Tenía 70 años de edad y en cierto modo sus comentarios no eran tan diferentes a los de muchos políticos occidentales, dice Dagmar Hovestaedt, una figura prominente del BStU, la organización que investiga los archivos de la policía secreta de Alemania Oriental, la Stasi.
“La generación más vieja, la generación de la guerra, estaba horrorizada con lo que la juventud estaba haciendo”, dice.
Pero para los líderes de Alemania Oriental, mucho más que eso estaba en juego.
Temían que el amor por la música occidental llevara al amor por la política occidental, así que intentaron desesperadamente desarrollar “su propia versión de la cultura juvenil cool“.
Había pasos de baile que instruía el Estado, como el Lipsi, un intento para evitar que creciera el baile del rock and roll.
También había un sistema de cuotas que era muy ridículo y muchos ignoraban sobre la cantidad de música occidental que se podía poner en una fiesta.
“No se puede organizar una cultura juvenil”, dice Hovestaedt. “Así no es como funciona”.
Muchos jóvenes alemanes del Este se mantuvieron pegados a sus radios, tratando de encontrar los últimos éxitos que transmitían las estaciones occidentales, y la Stasi hizo lo que pudo para pararlo.
Si hay una historia que simboliza la paranoia de la RDA hacia la música -y la tragedia de ser un fan de la música juvenil allí- es la historia de un concierto de los Rolling Stones que nunca ocurrió.
Todo comenzó en 1969 con un comentario superfluo de un DJ en la estación de radio RIAS, que trasmitía desde Berlín Occidental, pero que muchos escuchaban al otro lado del muro de Berlín.
Imaginen, dijo, si en el techo de la editorial del magante de los medios Axel Springer (que había sido construida en el oeste a propósito justo al lado del muro) se organizara un concierto de los Stones para que los del este pudieran acercarse hasta donde pudieran y escuchar.
La idea se convirtió rápidamente en rumor en Alemania Oriental y mucha gente la creyó.
Miles de jóvenes se convencieron de que los Stones realmente tocarían.
Incluso pensaban que sería el mismo día en que sus gobernantes estaban planeando celebrar en Berlín oriental el 20 aniversario de la fundación de la RDA.
La Stasi entró en alarma. Ellos odiaban al empresario Axel Springer, a quien veían como un capitalista que buscaba alejar a los jóvenes del comunismo.
Los archivos de la Stasi de la época muestran como en las carreteras en Alemania Oriental estaban escritas en cal invitaciones a que los admiradores de los Stones fueran a Berlín. Reportes detallaban cómo la Stasi localizó y detuvo a los subversivos.
Aun así cientos fueron a Berlín el día indicado.
Me reuní con Eckart Mann, quien entonces tenía 16 años, en el mismo sitio al que llegó en 1969, frente al edificio de Springer. Él había oído el rumor y recuerda que pensó: “Los Stones tocarán aquí. ¡Guau, guau, guau!”.
Los Stones nunca aparecieron pero las autoridades de la RDA sí. Mientras la multitud se dirigía a la puerta de Brandemburgo, los policías llegaron, y Mann fue golpeado y arrestado.
Fue declarado culpable de ser un “elemento antisocialista”. En sus archivos descubrí que el jefe de la Stasi, Erich Mielke, había tomado un interés personal en su caso.
A Mann le dieron dos años de prisión y luego fue expulsado hacia el oeste, lejos de su familia.
“¿Qué tal estuvo la prisión?”, se pregunta y se encoge de hombros. “No estuvo bien, pero ¿qué podía hacer?”, dice.
Así, un adolescente pagaba un alto precio por su amor a la música.
Ese tipo de represalia intentaba disuadir a los jóvenes alemanes del este de bailar al son de las melodías occidentales “imperialistas”.
Pero lo que hizo en realidad fue aumentar el hambre por la música occidental, que se extendió más allá de las grandes ciudades.
Otro adolescente, Alexander Kuehne, estaba ansioso por llevar más música a una remota aldea a una hora de Berlín. Pero ¿cómo hacía para conseguir los últimos discos de Occidente?
Como a los jubiladosse les permitía visitar el oeste porque no eran considerados vitales para el Estado , Kuehne aprovechó para pedirle a su abuela que le trajera la música.
Pero la cosas no se dieron como esperaba.Su abuela confundió la banda punk The Clash con el cantante de country Johnny Cash. Todavía se puede ver el dolor en el rostro de Alexander mientras recuerda esa “enorme pesadilla”.
Así que, en lugar de eso, decidió transformar a su pueblo en un centro importante de la música.
Este se encontraba en un importante cruce ferrovial y convenció a todo tipo de aficionados musicales y bandas a congregarse en un cuarto detrás del bar del pueblo.
“Este lugar es donde hicimos las fiestas más grandes en Alemania Oriental”, dice mientras me muestra el lugar.
Los agricultores en el bar miraban incrédulos a cientos de seguidores de la nueva ola, o Glamrockers, que iban al lugar.
Como era un lugar tan remoto, la policía y la Stasi no reaccionaron rápido a estas reuniones masivas, salvo una vez en que Alexander fue detenido y llevado a una comisaría donde le dijeron que la Stasi iría por él al día siguiente.
“Estaba muy asustado”, dice.
Por suerte para él, su madre le había dado clases en alguna ocasión al agente de la policía local.
Le pidió que liberara a su hijo, y luego se ocupó de arreglárselas con los de la Stasi cuando llegaron. Nunca le dijo a su hijo exactamente lo que sucedió. “Ella es mi héroe”, dice con admiración serena.
Sin embargo, en el caso de las ciudades grandes, la presión de la Stasi fue implacable contra los fanáticos de la música que eran vistos como “subversivos” y “antisociales”.
Recuerdo haber visitado Berlín Oriental a principios de 1980, donde vi a un par de punks en las calles y pensé que tenían que ser muy valientes para vestirropa rasgada, imperdibles de metal y peinarse el pelo en puntas, cuando el régimen quería que todo el mundo desfilara con uniforme de joven socialista.
Pero,¿Cómo podría la policía secreta lidiar, o si quiera comprender, algo como el punk?
Los archivos contienen grabaciones de las reuniones de la Stasi donde el jefe Erich Mielke trataba de entender, y pronunciar, estos conceptos totalmente desconcertantes como el punk y el heavy metal.
Entonces me las arreglé para localizar a Jürgen Breski, un oficial de la Stasi que le ordenaron monitorear e infiltrarse en el ambiente punk.
Accedió a reunirse conmigo en un rincón discreto de un restaurante de la ciudad y decirme lo que sus jefes le ordenaron.
“Ellos querían que les hiciera asimilar a esta gente un estilo de vida socialista, así que tratamos de combatir cualquier cosa que no pertenecía a eso”, dice.
“El objetivo era controlar ‘la escena’ a medida que se expandía, para evitar que se volviera demasiado conocida”.
Al final, la Stasi hizo lo que siempre hacía, reclutar tantos informantes como fuera posible.
Otras tácticas incluían citar a miembros de bandas ilegales al servicio militar obligatorio y enviarlos a diferentes partes del país: “De pronto, la banda no tenía músicos”, dice Breski.
Pero muchos estaban decididos a resistir.
Dirk Kalinowski, de la banda de punk Zerfall, me contó cómo la Stasi puso una fuerte presión sobre él y su banda.
Sobrevivieron como artistas gracias a una alianza extraordinaria con una iglesia de Berlín que les dio refugio. Las autoridades de la RDA, despiadadas en su mayoría, no se sentían cómodas atrayendo atención internacional por interferir directamente con actividades de la iglesia.
La iglesia, dice Kalinowski, era un “espacio protegido”.
“Podían detenerte nada más al pararte frente a la puerta o al salir. Pero dentro estabas a salvo”, recuerda.
Así que su banda, vetada de los recitales regulares, pudo tocar en medio de los servicios religiosos evangélicos. El pastor hacía una pausa y luego pedía a su congregación, en su mayoría ancianos, escuchar algo un poco diferente.
“Fue loco”, recuerda Kalinowski.
“Como vocalista pude ver justo a las caras de la congregación que estaba totalmente sorprendida. Los únicos relajados fueron los niños que saltaron de inmediato. Jamás lo olvidaré, eso y una pareja de ancianos que se taparon los oídos y se fueron”.
Una iglesia también facilitó otro concierto extraordinario, cuando el productor musical británico Mark Reeder llevó a una banda de punk de Alemania Occidental, Die Toten Hosen, para tocar al otro lado del muro.
“Les dije a mis amigos, ‘Si me atrapan, me sacarán del país. Cuando te atrapan tu vida cambia porque se te clasifica como enemigo del Estado'”, recuerda Reeder.
“Me dijeron: ‘No nos importa, lo haremos de todos modos'”.
Campino, el cantante de Die Toten Hosen, recuerda que la banda se disfrazó para pasar por los controles fronterizos entre Berlín occidental y oriental: “Nos tuvimos que peinar, y vestir ropa tradicional”.
Sabía por qué las autoridades de Alemania Oriental los detendrían si los reconocieran. “El rock punk no existía oficialmente del lado oriental, y no querían que se propagara el virus de ninguna manera”, dice.
Solo unos 25 pudieron llegar al concierto secreto en una iglesia del este de Berlín. Sin embargo, “todos en la sala sabían que eso era algo muy especial y tal vez no volvería a ocurrir”.
Estaba muy impresionado, dice, con la forma en que los jóvenes alemanes orientales crearon su propio espacio cultural, a pesar de -o quizás debido a- toda la presión del régimen.
“Tenían una clase de orgullo, una creencia. Decían ‘tú en Occidente tienes la mejor ropa, la moda, todas esas cosas. Pero nosotros tenemos amistad y nos ayudamos unos a otros y no somos superficiales'”, dice.
Su camaradería “significaba más porque tenían que pagar un precio más alto por todo lo que saliera mal”.
Así que esta increíble vida musical valía la pena, era la banda sonora de un tipo de libertad que pocos pensaron que fuera posible.
Sí, los regímenes podrían imponer todo tipo de restricciones. Pero aun así los melómanos crearon espacios libres, un estado de ánimo único en una Europa dominada por el comunismo.
Desde mediados de la década de 1980, cuando un nuevo líder en Moscú, Mijaíl Gorbachev, comenzó a aflojar el control soviético sobre la Alemania Oriental, la música occidental resonaba cada vez con más fuerza en los alrededores del muro de Berlín.
En 1987, nada más y nada menos que una figura como David Bowie tocó justo en el muro del lado occidental.
Bowie, una estrella mundial que había vivido en Berlín, conocía bien la atmósfera surrealista de la Guerra Fría y la energía musical. Y sus seguidores en el Este se reunieron cerca del muro para tratar de escuchar.
Para el entonces joven jefe adjunto de la policía de Berlín oriental, Dieter Dietze, esto planteaba un dilema profesional y personal.
Él sabía que una brutal respuesta de la policía -como la que hubo contra los que habían acudido al llamado para ver a los Rolling Stones en 1969- podría ser contraproducente.
Y como un fan mismo del rock, que en otro tiempo tocaba en una banda, me dijo que tenía mucha simpatía con los jóvenes.
Pero los jefes de la RDA querían orden por encima de todo.
“Estaba claro para mí que la música, el rock, pertenecía a los jóvenes, que no había manera de que se les pudiera negar”, dice.
Las autoridades de la RDA fueron persuadidas para permitir conciertos en su territorio de grandes estrellas mundiales como Bob Dylan y, en 1988, Bruce Springsteen.
Eso fue visto como una válvula de escape para apaciguar a la generación más joven. Pero los conciertos simplemente amplificaron un nuevo espíritu de libertad.
Conciertos como el de Bruce Springsteen, dice Dagmar Hovestaedt, “se convirtió en un punto de reunión para demandar derechos humanos, el acceso a los viajes y a la libre expresión. Imagínate, 100.000 jóvenes alemanes del Este cantando ‘Born in the USA’ (Nacido en EE.UU.)”.
Mientras que en la década de 1960 los seguidores de los Rolling Stones esperaban escuchar a sus héroes y se enfrentaron a la persecución, “en los años 80 el miedo se había ido, el Estado había perdido el control”.
Hay muchas razones, políticas y económicas, del por qué la Guerra Fría llegó a su fin.
Pero también fue vital aquel espíritu de libertad que llevó a miles a las calles en 1989 a desafiar a los regímenes comunistas.
Y ese espíritu tenía su base -para muchos- en la música.
Después de la caída del muro y la desaparición de la RDA igual suerte corrió la Stasi.
Exagentes como Jürgen Breski han tenido mucho tiempo para reflexionar sobre su intención de controlarlo todo y por qué no funciona.
“Desde la perceptiva de hoy parece inútil, una pérdida de tiempo”, me dijo. Cuando se trataba de música punk “a veces teníamos influencia, pero al final no hubo resultados”.
¿Y qué hay de los jóvenes perseguidos, a veces encarcelados, por su amor a la música?
“Hoy en día yo estaría en contra de hacer algo así. Pero uno crece en una sociedad, crece con las normas de esa sociedad, se beneficia de ella. Y cuando más tarde tienes la oportunidad de mirarlo desde una perspectiva diferente, dices ‘Bueno, no debería haber sido así'”.
Las fronteras de hormigón, ametralladoras y alambre de púas podían detener algunas cosas, pero no la música.
“La música entra en tu espíritu y en tu cabeza y la escuchas”, dice Dagmar Hovestaedt. Para ella, todo se remonta a un viejo proverbio alemán: Die Gedanken sind frei, los pensamientos son libres.
“La música que no puede ser detenida por las fronteras te recuerda constantemente que hay alegría en la expresión propia”.