Eduardo “Eddie” Canales deja litros de agua en ranchos y en caminos perdidos porque de esa forma puede salvar vidas de emigrantes en Falfurrias.
Es viernes poco después de las 8 de la mañana y revisa un tanque azul lleno de bidones contra el alambrado de un rancho sobre Baluarte Creek Road, una ruta secundaria en las afueras de Falfurrias, Texas.
El día anterior colocó cuatro, en total superan la centena y espera que para el verano sean alrededor de 150. Canales dirige el Centro de Derechos Humanos del Sur de Texas (South Texas Human Rights Center) y dice que lo que hace “es una medida para intentar evitar que la gente se muera”. Aquí saber eso puede ser complicado.
Canales termina de chequear el tanque y se va a su camioneta, pero antes de subirse ve algo en el suelo, lo recoge y lo observa.
Es un documento de identidad de una mujer de El Salvador. Se llama Marisol. ¿Qué habrá sido de ella?
Hay migrantes que recorren miles de kilómetros para ver cómo se les termina su odisea cuando creen que el final está cerca. Se arriesgan atravesando fronteras para ver cómo se les acaba la vida en un pedazo de tierra vasto y desolado, que arde, marea y mata.
Un pedazo de tierra que es Estados Unidos, porque la frontera con México está a 100 kilómetros de Falfurrias.
Esta es una “segunda frontera”, ardiente, áspera y brutal. Un olvidado corredor de la muerte que atrapa a migrantes que ya pasaron por todo, menos por este segundo límite que fue creado por un puesto de control de la Patrulla Fronteriza (USBP, por su sigla en inglés).
Se llama Falfurrias porque está en las afueras de una ciudad del mismo nombre, un punto en el mapa de Texas. Al menos 550 inmigrantes indocumentados murieron aquí en los últimos siete años intentando evitar a las autoridades.
Ese puesto de control no es más que un inmenso cobertizo, con un pequeño edificio, y un puñado de agentes que inspeccionan vehículos y hacen preguntas. Eso es suficiente para forzar a los migrantes a evitarlo.
Sus “coyotes” -los que los guían- suelen dejarlos a pocos kilómetros de Falfurrias, en la carretera 281, que mide 3.013 kilómetros y va desde la frontera con México hasta el límite con Canadá.
Es una de las principales vías de conexión entre el sur de Texas y el resto de Estados Unidos, indispensable para los inmigrantes. Por allí pasan migrantes, “coyotes” o drogas, aunque en realidad intentan evitarlo. Y encuentran la muerte a causa de la insolación, la deshidratación o la hipotermia.
Falfurrias es altas temperaturas, árboles y arbustos, y no mucho más: campo y más campo.
La sombra de una nube es capaz de alargar la vida de quienes no imaginaban perecer aquí. Los que vienen del sur llegan cansados, mal alimentados, exhaustos, con el sueño pendiendo de un hilo.
Los meten en casas cerca de la frontera y cuando tienen que empezar a caminar otra vez lo hacen tan débiles que a muchos les gana la muerte. Caminan hasta 40 kilómetros en grupos de 15 integrantes o menos, y van con lo poco que les queda, que es mucho menos de lo que traían al salir.
Partieron quién sabe cuándo, días, semanas, meses atrás. Los hay mexicanos pero suelen ser centroamericanos: guatemaltecos, hondureños y salvadoreños.
De allí salió Marisol, de Nueva Concepción, un municipio del departamento de Chalatenango, en el norte del país. Es un viaje de casi 2.400 kilómetros. Algo la llevó hasta Falfurrias, de alguna forma su documento quedó en las afueras de esta ciudad texana.
Aunque saben dónde quieren llegar, desconocen por dónde van. Es un recorrido que, un poco, se hace a ciegas confiando a la fuerza en quienes ya conocen el trayecto.
Caminan cuando no ven casi nada porque es mejor cerrar los ojos porque el calor nubla la vista. Y también caminan cuando incluso de ojos abiertos no ven casi nada, aunque se los alumbre la Luna. A veces las caminatas duran cuatro días. Atraviesan ranchos privados.
Por eso Don White, rifle en mano por si se encuentra con traficantes, le pide permiso a sus dueños cuando se adentra en sus propiedades.
White es un voluntario que vive en San Antonio, a tres horas de aquí. Es un ayudante del sheriff del condado de Brooks y a menudo viene a esta zona a buscar. Don White fue soldado en los setenta, buzo las últimas dos décadas y desde hace casi tres años se dedica a encontrar migrantes abandonados por sus “coyotes” para asistirlos.
La mayoría de las veces sólo halla sus restos.
Tiene 64 años, es alto, fornido y lo distingue un bigote de morsa perfecto, blanco y un poco amarillento.
La cabeza la lleva cubierta por un sombrero y las manos, por guantes negros y gruesos. Cuando habla lo hace tranquilo, y cuando calla, también. Más bien mira y mira, y piensa por dónde habrán caminado los migrantes.
Carga casi 30 kilos de equipo en su mochila. Son las cuatro de la tarde de un jueves y el sudor no se le desprende de la cara ni de la camisa marrón, tampoco la convicción de estar haciendo esto de buscar y, a veces, encontrar, por los demás.
Cuando halla un hueso le saca una foto y se la manda a un amigo antropólogo en la Universidad Estatal de Texas en San Marcos para que le diga si es de un humano o de un animal.
En esa universidad, tres horas al norte, guardan en una morgue los restos de más de 200 migrantes para identificarlos.
White casi siempre va solo pero trabaja con la Iniciativa para Migrantes Desaparecidos (Missing Migrant Initiative, MMI), un proyecto liderado por la Patrulla Fronteriza para ubicar a las personas que cruzan la frontera de manera ilegal y luego no pueden ser encontrados.
La MMI comenzó en Falfurrias y en poco tiempo se vieron abrumados por la cantidad de solicitudes para buscar desaparecidos.
A la media de hora de empezar la recorrida, encuentra algo. Se arrodilla y empieza a revisar una mochila, que fue violeta y ahora es rosa pálida. Busca alguna identificación, una señal. Las hojas que hay debajo le indican que lleva ahí tres o cuatro meses.
Y si eso quedó, quizá haya muerto alguien y un hueso pueda ser identificado. Las hojas están resecas y crujen cada vez que alguien las pisa.
Es otoño, el sol abrasa y mata. En los cuatro primeros meses del año 19 cuerpos fueron encontrados. Cuando sea verano la temperatura va a llegar a los 45 grados centígrados. En verano el sol abrasa y mata más.
Suele hallar ropa porque los migrantes se van quitando prendas. A veces van con dos pares de pantalones puestos o dos camisetas. Es todo lo que tienen pero el calor es tanto que mejor ni intentar conservarlo.
Encuentra cráneos y muchos huesos, un celular, una identificación, tubos de pasta de dientes, calzado de niños y restos de un adolescente, latas de Red Bull, el cuerpo de un migrante con dos pantalones todavía puestos y una Biblia con su nombre en uno de los bolsillos.
Botellas de agua que toca para ver qué tan flexible está el plástico. No está blando así que supone que lleva menos de seis meses ahí.
Los migrantes a veces son abandonados por los traficantes porque uno camina lento, porque otro se lastimó un tobillo, porque una mujer está embarazada.
Entonces quedan ahí, sin rumbo, y se pierden. Se mueren deshidratados al pasar horas expuestos al sol. El suelo es arenoso, la tierra está caliente y el aire quema.
Camina y escucha los autos y los camiones que atraviesan la 281. Aquí en este rancho pegado a la carretera se muere gente.
White ve lo que otros no. El entorno le habla y él escucha en silencio. Le presta atención a lo que el suelo le dice. Busca huellas. Las de los “coyotes” son más fáciles de divisar porque llevan botas apropiadas.
Se fija si las ramas altas están rotas, señal de que una persona pasó por allí. Si el camino no tiene huellas de animales, es que estuvieron humanos. Si el pasto todavía está aplastado, es que caminaron en la mañana cuando había rocío.
“Cosas pequeñas como ésas”, explica, “así que buscas los caminos por los que viajan y luego retrocedes para ver si alguien se ha quedado atrás”.
Los “coyotes” cambian el rumbo a menudo entonces “podemos caminar por aquí mañana y no ver nada, y si pasamos la semana próxima podemos encontrar dos personas muertas. Depende”.
¿Habrá pasado Marisol por donde ahora camina Don? ¿Por qué? ¿Qué la llevó a internarse en este pedazo de Texas?
Una sobrina de Don White fue secuestrada y asesinada décadas atrás y sus restos no fueron encontrados por dos meses.
Entonces dice que si pierdes a alguien de tu familia, y no sabes donde está, y no sabes ni siquiera dónde fue enterrado, que no tienes nada, ni para enterrar, ni para ir a rezar, ni para poner flores.
Se le nota que dice todo esto con pesar: “Esa es una manera muy dura de morir. Es difícil para las familias. Muy duro para las familias, así que supongo que es por eso que lo hago, para los familiares que todavía están vivos, para que puedan ir un domingo a visitar los restos de sus seres queridos”.
White camina, busca, a veces encuentra, y siempre piensa que todo esto “no vale pena”. “La gente viene buscando una mejor vida”, dice, “pero no sé si realmente conocen los riesgos, la verdad que no lo sé. Es más difícil atravesar Falfurrias que la frontera con México”.
Sería difícil culpar al sheriff Benny Martínez por decir que este es un rincón del que pocos parecen acordarse pero la filosofía de este hombre, flaco, alto y que parece cansado, la resume el cartel que puso en su oficina: “Cobro de US$5 por quejarse”.
No sabe cuánta gente cruza por este sector de Texas, pero cree que los muertos son más que la cifra oficial.
El año pasado se registró la muerte de 322 migrantes en los 3.100 kilómetros de frontera entre México y EE.UU., 130 de ellos en el sector del Valle del Río Grande, la zona donde más personas son detenidas.
En el condado de Brooks, a cargo de Martínez, encontraron 61 cadáveres. “Diría que por cada cuerpo que recuperamos, probablemente hay cinco ahí desaparecidos”, admite, “eso un poco te dice el número de cuerpos que todavía están ahí afuera que no han sido encontrados”.
¿Y si el de Marisol es uno de ellos?
El trabajo del puesto de control, dice, es “excelente”: de los 25 que existen dentro de EE.UU, el de Falfurrias es el que más migrantes detiene y en donde más drogas se incautan.
Más de 10.000 vehículos al día pasan por allí. Este sitio no deja de ser paradójico, transitado y a la vez olvidado, una vía que conecta, un camino que trunca.
Martínez cuenta que siempre se ha referido a esta zona como una “segunda frontera”.
Acepta que las muertes de migrantes son algo con lo que tiene que lidiar constantemente, pero “nadie sabe lo que está pasando en este condado, todo el mundo, incluso en Texas, están sorprendidos de lo que ocurre aquí”.
Esta es una zona con ranchos de 200 kilómetros cuadrados. Buscar en esa inmensidad no es fácil.
El sheriff dice que los propietarios colaboran con los inmigrantes: los dejan entrar en sus propiedades y algunos ponen escaleras para que salten el alambrado sin romperlo. Pero ellos piensan que es una trampa y entonces evitan la escalera y trepan el alambrado. Muchas veces se rompe porque son diez o quince hombres y mujeres que pisan esos alambres. Y no aguantan el peso de tanta gente junta.
También piensan, cree el sheriff, que el agua que encuentran es una especie de trampa. Si ven que la toman, es evidencia de que utilizan ese camino y entonces algunos no lo hacen.
Pero Canales sigue dejando litros y litros. Lleva cuatro años haciéndolo y sabe que no podrá parar porque los migrantes seguirán llegando.
Revisa y rellena sus tanques cada semana, pero hay algunos que están a más de tres horas de Falfurrias así que un pastor, que un día lo llamó y le preguntó que cómo lo podía ayudar con eso de los tanques, se encarga de los que están cerca de Eagle Pass.
Lo apoyan voluntarios de su organización y jóvenes de la zona. Recibió “muchos correos de estudiantes que quieren venir a ayudar” en el verano.
Los tanques tienen una varilla larga de hierro que en la punta lleva una bandera con una cruz roja para que los migrantes los puedan divisar a la distancia. También tienen un número de teléfono y las coordenadas geográficas. Pero Canales no recibe muchas llamadas. Si llegaron hasta ahí con vida, los migrantes quieren seguir.
Quizá Marisol tomó agua del tanque que rellenó Canales. Su documento, que encontró a 20 metros de allí, dice que es ama de casa y que su grupo sanguíneo es negativo.
Quizá sobrevivió. Quizá está trabajando en algún lugar más al norte. Quizá murió. Su destino es un misterio porque es difícil saber qué pasa en estos campos, tan lejos de la frontera y tan cerca de Estados Unidos.